VADO AD ADAM MUNDUM

Liwatan dio un vistazo a su alrededor antes de marcharse. El sol aún no se ponía. Pero aquella avenida en el centro de Elpis, cubierta de baches provocados por explosiones, empezaba a llenarse de filas en ambos sentidos. Los voluntarios de reconstrucción del turno vespertino se marchaban mientras venían los del nocturno. Los demás autómatas de combate arrianos y Ministros de Olam continuaban con el trabajo. Unos subían tabiques a las plantas altas de locales y edificios desde el exterior. Otros resanaban fachadas. Algunos más colocaban vidrios en aparadores y puertas. Sólo unos cuantos arrancaban los adoquines estropeados del pavimento.

Aix miraba pasar a los humanos en ambas aceras. De pronto, un hombracho barbado, curtido, pelirrojo y de nariz ganchuda, se acercó a ellos. Liwatan notó en los pensamientos de éste que era el capataz asignado a esa zona.

—¿Están desocupados? —quiso saber el hombre.

—Yo debo volver al Reino —respondió Liwatan—. Pero él no —agregó posando una mano en el hombro de Aix—. ¿Cierto, Aix?

—Como sea. Necesito que alguien ponga adoquines en la adoquinadora.

El hombre señaló hacia el final de la avenida. Había una máquina a vapor, similar a un pequeño camión sobre orugas, aparcada frente al Palacio de Gobierno. Un enorme palé de adoquines aguardaba que alguien los acomodara en la tolva posterior.

—Yo lo haré —respondió Aix a secas mientras asentía despacio.

—No te vayas de la ciudad —dijo Liwatan—. Te buscaré en cualquier rato.

Él desplegó sus alas y voló al suroeste, rumbo a Soteria. Le tomó sólo minutos cruzar el océano Barrado del Sur, lo cual hubiera llevado semanas en barco u horas en aerodino. Poder saltarse las Leyes Físicas era una gran ventaja para Ministros y Legionario por igual. No obstante, los arrianos y humanos conseguían hacerlo con ayuda de su tecnología. Después de todo, ambas razas compartían ancestros al descender de Adamu y Ewe.

Liwatan descendió en medio de la Isla Prohibida, cercana a la bahía de Soteria. No imaginaba que se toparía con Mizar en el bosquecillo que cubría casi toda la superficie. Menos aún verlo con gesto preocupado.

—¿Qué ocurre? —quiso saber él.

—Nuevas órdenes de Olam —dijo Mizar—. Debemos hundir este lugar para siempre, luego rescataremos a Ahoan y a Jerathel.

—Comprendo. Pensaba de todos modos ir al Reino a pedir autorización de Olam.

—Me imagino que para el rescate —respondió Mizar—, ¿cierto?

—Sí. No esperaba que Olam quisiera hundir esta Isla.

—Yo suponía que iba a pasar tarde o temprano. Olam está seguro de que Helyel ahora intentará aprovechar los generadores de portales abandonados aquí. En ese caso, lo mejor será acabar con la isla de una vez.

—Entonces, ¿te parece bien si yo rescato a nuestros hermanos?

—Adelante —asintió Mizar—. No tardaré como quiera.

—Bien, nos veremos en Walaga. Después iremos ante Olam por nuevas órdenes.

Liwatan se adentró un poco más en el bosque de la Isla hasta encontrarse con la máquina arriana que buscaba. Se trataba de una estructura en forma de avispero, recubierta de herrumbre y cromo desconchado casi totalmente. El cristal de acceso llevaba roto décadas; o quizá siglos. El Ministro entró despacio. Pensaba que la construcción podía venirse abajo debido a tantos inviernos sin mantenimiento. Pero, para su sorpresa, conservaba la solidez de un edificio nuevo. El interior polvoriento lo recibió con el titilar de los paneles de control y la luz fría y blanquecina irradiada de una lámpara circular en el techo a la cual seguramente se le cayó la cubierta. Sus pisadas eran las primeras desde que Leonard Alkef huyó a la Tierra desde ese mismo lugar. Habían pasado dieciocho años o quizá poco más desde entonces.

Los arrianos arrianos invadieron Eruwa dos ocasiones. En la primera, abandonaron equipamiento por todo el planeta tras ser expulsados por los Primeros Maestres hacía unos cuatrocientos años; de hecho, el artefacto que Liwatan buscaba era el último sobreviviente de aquella época. La superstición de los habitantes, quienes preferían navegar lo más lejos posible de ahí, preservó durante siglos esos fósiles tecnológicos.

Los soterianos conocían al generador de la Isla Prohibida como el Templo de los Portales; nombre inapropiado pero descriptivo para un lugar capaz de evocar memorias ingratas hasta a un Ministro.

Liwatan se acercó a lo que un nativo de Eruwa bien hubiera descrito como un espejo negro del tamaño de un muro. Enseguida, raspó con las manos la costra de mugre que cubría dicho aparato. Para viajar a Walaga, necesitaría proporcionar coordenadas de viaje interdimensional a la inteligencia artificial que controlaba el generador. Por suerte, Olam las proveyó la última vez que visitó el Reino Sin Fin.

—Vado ad Adam mundum: Nunswka globem, Kaltus plantarum.

Las palabras aparatosas del dialecto arriano le abrieron paso a un cinturón de asteroides en la cercanía de un gigante gaseoso, en el universo Adánico, cuya atmósfera azufrosa recordaba al jabón de corozo. Un sol blanco-amarillento ardía a lo lejos. Liwatan atravesó aquel portal y casi de inmediato sintió el frío interestelar. Ni bien pasó al otro lado, percibió por telepatía los susurros lejanos y claros de Jerathel. Podía oírlo cerca, pero no lo veía por ningún lado. Incluso su compañero afirmó no saber dónde estaba.

—Helyel me metió en un Cubo de contención —informó Jerathel.

—¡Con razón no te hallo! —respondió Liwatan—. ¿Qué usó para el conjuro?

—Una piedra lunar.

—Pues sí que me lo puso difícil. Hay escombro espacial por todos lados.

Liwatan no quería perder el tiempo pegando la oreja en cada roca del cinturón para averiguar cuál aprisionaba a su compañero. Flotaban innúmeras, de todos tamaños. Si la intención de Helyel era fastidiarlos en serio, sin duda la candidata más probable era una diminuta... sólo porque esas abundaban. Resultaba casi imposible diferenciar entre piedras lunares y fragmentos de asteroides.

—Olam Tres Veces Santo —imploró Liwatan—. Te ruego piedad para tu siervo Jerathel. Suplico me concedas hallarlo pronto.

El Cubo de contención fue la peor creación de Helyel después de Regina. Se trataba de un conjuro capaz de aprisionar a cualquier ser —corpóreo o sin cuerpo— cuanto él quisiera dentro del objeto de su elección. No obstante, la peor parte radicaba en que podía absorber la fuerza de la víctima o robar su forma física. Quienes sufrían dicha maldición rara vez lograban escapar por su cuenta.

—Mira a tu derecha —dijo de pronto Akor, la espada sagrada de Liwatan.

El Ministro olvidó hacía bastante cuándo fue la última vez en que oyó la voz de su arma; pero aún así dio un vistazo en la dirección indicada. Olam había respondido a través del vínculo con ella.

Un asteroide del tamaño de un rascacielos estalló de pronto en el borde del cinturón. Lo mismo sucedió con otros más pequeños, pero de proporciones similares, que flotaban relativamente cerca del primero. Las rocas de menor tamaño se pulverizaban al instante tan pronto las golpeaba por detrás, o un costado, lo que fuera que venía en camino. El objeto en cuestión alcanzaba el Match Siete por lo menos. Los impactos con el escombro interestelar no frenaban el avance letal o desviaban la trayectoria.

—Ahí viene Jerathel —indicó Akor.

—Veré cómo lo detengo.

Liwatan flotó hacia Jerathel tan rápido como pudo. Si Helyel lanzó al compañero del Ministro al espacio, de seguro creyó no necesitarlo. Resultaba difícil concluir qué conjuro usó para arrojarlo de ese modo.

Atrapar al vuelo la piedra donde aprisionaron a Jerathel no resultó difícil. Lo complicado fue detenerla.

La prisión de su compañero cabía en una mano. Era sólo una piedra con forma de píldora. Pero la velocidad y trayectoria arrastraron a Liwatan por el cinturón de asteroides cercano a Kelt 6b. Por suerte, los golpes que se daba contra las demás rocas no dolían. El problema era el polvo desprendido en cada choque. Fue entonces cuando el Ministro concibió la idea de frenar con un conjuro para acelerar su propio movimiento. Si él se desplazaba tan rápido como la luz —o más—, entonces el resto del universo quedaría en aparente inmovilidad y podría sencillamente agarrar la cárcel improvisada de Jerathel.

—A toda velocidad —recitó Liwatan casi avergonzado por tener esa idea.

A muchos Maestres y Ministros les disgustaba depender del conjuro acelerador de movimiento. Solían equipararlo con hacer trampa. Pero ésta ocasión demostró utilidad. Todo el universo se detuvo al instante, incluida la piedra en la mano de Liwatan. Gracias a Olam, su idea funcionó.

El Ministro intentó romper la piedra después de que terminó el efecto. Primero, apretándola con la mano. Luego, estrellándola contra el meteorito más grande que pudo hallar. Finalmente, paró cuando se le había ocurrido meterse con ella al núcleo ardiente de Kelt seis, la estrella más cercana.

—Es inútil —dijo Jerathel—. Necesitas recordar el contraconjuro.

—Helyel nunca me lo dijo —respondió Liwatan.

—¡Olam me ha dado el contraconjuro! —informó Akor—. Reciten juntos: Atab no atasaka isutoh.

Los tres repitieron las palabras al mismo tiempo. Significaban "anular el poder de la contención" en la lengua de Soteria. Pero debieron tratar hasta perder la cuenta de los intentos. El encantamiento era demasiado fuerte. Aunque la tardanza sirvió de algo. Gracias a Olam, otra vez los asteroides en el borde del cinturón empezaron a estallar como la primera vez. Todo indicaba que Ahoan sufrió la misma suerte que su compañero de misión.

La misma estrategia para detener Jerathel funcionó con Ahoan. Además, el camarada recién salvado accedió de inmediato a recitar con ellos. Esa determinación adicional ayudó a romper los dos Cubos de contención más pronto.

—Es bueno verlos de nuevo, hermanos —dijo Liwatan cuando ellos quedaron libres.

Los tres Ministros se abrazaron de manera fraternal y festiva. Pero no tardaron en reasumir la seriedad.

—También es bueno verte —respondió Ahoan—. Pero hemos fracasado como nunca.

—¿Qué les ocurrió? —quiso saber Liwatan.

—Helyel ha comenzado a recobrar su poder ahora que tiene cuerpo de nuevo —respondió Jerathel—. No pudimos contra él.

—Eso es bastante serio —admitió Liwatan—. Si los venció, probablemente también me vaya mal si lo enfrento.

—Será mejor que los humanos no intervengan esta vez —dijo Ahoan—. Sobre todo la reina de Soteria. No sé cómo se tomará descubrir que Helyel creó un cíborg con el Código Hereditario de su hermana.

—Denme sus manos —pidió Liwatan—. Necesito enterarme de todo.

La derrota sufrida por sus compañeros fue más humillante de lo que imaginaba. No lograron siquiera rasguñarlo.

Según la información que Liwatan recibió al tocar a sus compañeros, el Proyecto Regina fue exitoso. El nuevo cuerpo de Helyel poseía —hasta ese instante— dos de las características más notables del que perdió cuando Olam lo maldijo por rebelarse. Su fuerza bruta y resistencia parecían ilimitadas. Podía despojar a casi cualquier oponente de la capacidad para lanzar conjuros; incluso a Ministros de alto rango como Ahoan. Todo apuntaba a que tarde o temprano terminaría por recobrar las dos peores: control telepático y la privación permanente de la habilidad para utilizar encantamientos.

—Sólo hay una manera de que ningún humano se entremeta esta vez —dijo Liwatan—: Derrotar a Helyel aquí mismo. La gracia es que sólo Olam sabe cómo.

—Vayamos al Reino entonces —respondió Jerathel—. No perdamos más tiempo.

—Esperen —terció Ahoan—. Mizar viene en camino de allá ahora mismo con órdenes para los tres.

Leonard descendió del vehículo en el cual volvió al Iglú B junto con Rashiel. Aun quedaba un tramo a pie por delante y lo aprovecharía para pensar cómo excusarse con su esposa por desaparecer tanto tiempo. No le temía. Pero ella quizá no volvería a dirigirle la palabra —o cocinar para él— hasta que se le pasara el berrinche.

Se pusieron en marcha tan pronto el coche arriano que los trajo dio media vuelta y se alejó por el túnel.

—Tranquilo, hombre —dijo Rashiel mientras palmeaba el hombro de Leo—. Yo te ayudo con Míriam si quieres.

—Gracias, pero paso —respondió el humano.

—Es en serio. Ella está más preocupada que molesta. Puedo percibirlo hasta acá.

—Olam te oiga.

—¿Por qué te preocupa tanto que ella se enoje contigo?

—Resumiendo: le prometí que no volvería a ocultarle nada desde que la secuestraron en Elpis.

Durante la guerra entre Soteria y el extinto reino de Elpis, ambos bandos intentaron reclutar a Leonard. La difunta reina Sofía consiguió alistarlo en sus filas antes que sus enemigos. Pero Derek, quien entonces gobernaba Elpis junto con Nayara, decidió que la mejor forma de obligar a Leo a cambiar de ejército era secuestrar a su familia y ponerle el plazo de veinticuatro horas para decidir. Míriam descubrió la existencia de Eruwa hasta cuando la hicieron rehén. Por ello, luego de que la rescataran y concluyera la guerra, forzó a su marido que prometiera no mentir u ocultarle nada respecto a su mundo natal o sus misiones del Cuerpo de Maestres.

—Bueno —dijo Rashiel en español fingiendo un tono solemne—, debo admitir que ser mandilón te sienta bien.

—¡No es cierto! —respondió Leonard en ese idioma tras una risilla— Despreocupar a Míriam es una cosa; y otra dejarla mangonearme.

—Bah. Yo no veo la diferencia.

Leo no hablaba español antes de ocultarse en la Tierra. Pero tenía cierto dominio sobre esa lengua porque Olam se lo otorgó como parte del conocimiento necesario para pasar desapercibido. En cualquier caso, el Maestre perfeccionó su habla tras algunos años viviendo en México. No gustaba del doble sentido, como muchos conocidos suyos, aunque lo entendía sin enredarse en esas trampas del idioma. Los mexicanos denominaban mandilón a cualquier hombre sumiso a su esposa. Por ello, Rashiel encontró divertida la preocupación por justificar los cuatro días ausente. Aun así, la conversación acerca del sometimiento resultó tan interesante que el camino desde la entrada del iglú pareció más corto.

El corredor que llevaba hasta el lote asignado a los Alkef bullía. Algunos niños pateaban un balón de trapo y otros tantos los imitaban en el extremo opuesto, pero éstos jugaban con latas. Cinco hombres apostaban comida en una mano de baraja, sentados sobre catres alrededor de una mesa improvisada con un cesto de ropa vuelto boca abajo. Varias señoras reunidas en círculo chismorreaban e incluso una de esas mujeres —alta, de cabello rosado y caderas amplias— recibió un pelotazo en el trasero.

Uno chiquillo delgado y de flequillo lacio hasta los ojos dejó el partido y corrió hacia Leonard. Era Germán.

Padre e hijo se abrazaron ante la mirada curiosa de Rashiel. Leo sentía una bola intragable en la garganta y un torrente frío buscaba salírsele del corazón por los ojos. No se contuvo. Una lágrima resbaló hasta desaparecer en su barba entrecana de tres días. El niño lo besó a pesar del vello facial.

—¿Dónde andan tu mamá y Laura? —preguntó Leonard en español.

—Mamá viene ahorita —respondió el niño—. Fue con la señora Gütermann a la clínica. Y Laura está en el baño.

—Menos mal que no te dejaron solo.

De pronto, unas manos de dedos largos pero exquisitos taparon los ojos de Leo. Una muchacha a sus espaldas le pidió de inmediato adivinar quién era ella. Él reconoció de inmediato esa voz. Se trataba de Laura. Luego de responder la adivinanza, abrazó a su hija hasta que ella le susurró al oído que la incomodaba. En esas, Rashiel recogió una lata, empezó a patearla y desafió a German a quitársela. Seguro el Ministro previó que tal vez debía alejar un momento al niño, porque el juego hizo que el chiquillo se apartara de donde su padre y hermana conversaban. Bien, al menos el Maestre Alkef no necesitaría urdir excusas para que se lo llevaran y poder preguntar con tranquilidad qué le sucedía a Míriam.

—¿A qué fue tu mamá a la clínica? —quiso saber Leonard.

—¡Ah! ¡Es cierto! —dijo Laura— No supiste. Al papá de Laudana le dio coma diabético.

—¿Qué? Pero, ¿cuándo pasó?

—El lunes por la noche... creo. O el domingo. No me acuerdo bien.

Laura resumió los acontecimientos tanto que su padre acabó por hacerla ahondar en los detalles. A final de cuentas, resultó que a Bastian se le terminaron las píldoras para controlar la diabetes y mantuvo controlada la enfermedad con el poder de su Espada Sagrada durante días. Sin embargo, el arma se le cayó en una de tantas por descuido. El descuido provocó una subida de glucosa tan brusca que desató el coma. El coma duró poco más de tres días ya que, según parecía, Laudana halló un cuaderno repleto de conjuros en la biblioteca del palacio. Y gracias a Olam, esa libreta contenía un encantamiento sanador.

—Entonces —prosiguió Laura—, al papá de Laudana le dieron el alta desde anoche; pero no pudieron sacarlo de la clínica hasta hace rato.

—Ya veo. Entonces Peninnah le pidió a tu mamá que le ayudara con los trámites.

—Algo así.

Enseguida, Rashiel volvió de jugar con Germán.

—¿Sabes si tu esposa tardará en volver? —quiso saber él.

—Supongo que sí —respondió Leonard—. ¿Tienes que irte?

—¿Del refugio? No. Pero creo que no podré esperar a Míriam. Tendrás que contarle dónde andabas tú solo.

—Está bien. Puedo solo con ella.

—Sí, cómo no —soltó Laura con un tonillo sarcástico.

Rashiel palmeó el hombro de Leonard. Su sonrisa delataba que le divertía el comentario punzante de la chica.

—¡Vamos, bestia —dijo el Ministro—, sí se puede!

—Anda, lárgate de una vez —respondió Leonard.

Rashiel agitó una mano para despedirse de ellos. Partió enseguida. Debía encontrarse con Lizet, la hermana de Bert, convencerla de unirse al Cuerpo de Maestres y entrenarla en el uso de espadas sagradas. Según lo que Leonard recordaba, ella y su hermano menor precisaban alistarse para la era en la cual aparecería el Portador. Faltaban muchos años. Pero seguramente estarían vivos de algún modo para entonces.

—¿Tienes hambre? —preguntó Laura de pronto.

—¿Sabes cocinar? —se burló Leonard para contraatacar la burla de un momento antes.

—Te sorprendería lo que aprendes aquí. Hasta Germán ya habla inglés soteriano. Mamá y yo le enseñamos.

Era cierto. Leonard oyó a su hijo pedir oportunidad de jugar a los niños del balón de trapo. Germán no hablaba el inglés soteriano de manera fluida. Pero bastaba para que los otros chiquillos lo entendieran. Le dieron la posición de arquero en una portería improvisada con piedras arrancadas del pavimento.

Laura fue directo a la estufa del lote asignado a la familia Alkef. Su padre la siguió. Encendieron juntos el carbón bajo las hornillas. Luego, él fue a sentarse en el catre que se suponía era suyo —y ahora tenía ropa sucia hecha bola encima— mientras la muchacha ponía a calentar una olla de frijoles encima de la hornilla tan pronto el fuego estuvo listo. El humo salía por un tubo conectado al suelo el cual, a su vez, hacía de calefacción en ese pequeño espacio del iglú B.

Leonard encontró un cómic a medio dibujar en el catre frente a él. Ambas cosas eran de Laura.

—Este manga es nuevo, ¿verdad? —dijo Leonard luego de hojear un poco.

—Lo empecé ayer —contestó Laura sin encararlo.

Leo siguió la lectura en silencio. Esa nueva historieta trataba sobre una humanidad reducida a sobrevivientes de una masacre global efectuada por monstruos cuyo origen nadie logró precisar. Él no sabía en aquel instante. Pero vivió para atestiguar, muchos años después, acontecimientos similares. Fueron, de hecho, su última misión en el cuerpo de Maestres. Para cuando pasó la última página completa, pudo ver de lejos a su esposa acercándose por el mismo corredor por donde él llegó con Rashiel. Bastian y Peninnah Gütermann la acompañaban.

—Laura —dijo él—, ¿qué tan enojada está tu mamá... del uno al diez?

—Veinte —respondió ella a secas.

—Huy no... ¿De verdad está tan enojada?

—¡No es cierto! —dijo Laura luego de soltar una risilla— Diría que sólo un dos o tres. Bert nos avisó cuando te fuiste y ella entendió. Bueno, eso creo. Porque nada más le dio las gracias. Eso sí, ha estado muy preocupada por ti desde entonces.

—Pues mientras más pronto sepa que volví —zanjó Leonard mientras se ponía en pie de nuevo—, mejor.

—Que tengas suerte. La necesitarás.

¿No acababa de decir Laura que su mamá no estaba enojada? ¡Quién sabe! Había ocasiones en que el sarcasmo era un idioma extraño para el Maestre Alkef. Aunque quizá no tanto como ver a Bastian caminar, sin mayor consecuencia, tras haber pasado días en coma. Leo no era médico, por supuesto. Pero alguna vez leyó por curiosidad en Wikipedia que un paciente comatoso puede sufrir numerosas secuelas al despertar entre más tiempo permanezca inconsciente. El conjuro sanador que Laudana halló en la biblioteca del palacio fue remedio eficaz sin duda.

Leonard dejó su lote atrás a pasos largos. Fue directo a encontrarse con su esposa y sus amigos.

—¡Hey! —Bastian agitaba una mano para saludar— ¡Al fin vuelves!

Míriam se detuvo en seco un momento después de eso. Se despidió de los Gütermann rápido y les permitió adelantarse. Parecía que esperaba a su marido donde ella paró.

Leo apretó el paso hasta casi correr. Tuvo que excusarse con Bastian y Peninnah, tan pronto se encontró con ellos, por no detenerse más tiempo a saludarlos. Apenas si estrecharon manos e intercambiaron salutaciones escuetas y promesas de reunirse después para ponerse al corriente. Uno de los Maestres tenía aventuras que contar, pero dejaría las historias para otra ocasión. Precisaba resolver un asunto más importante.

Ni bien el Maestre Alkef tuvo enfrente a Míriam, trató de tomarle las manos. Para su sorpresa, ella no lo rechazó.

—¿No estás enojada?

—Al principio sí —respondió ella—. ¿Nos vamos o quieres que todos oigan tu triste historia?

—Tienes razón. Hay muchos pájaros en el alambre.

Míriam tomó el brazo de su marido y caminaron juntos de vuelta a su lote. Incluso apoyó la sien en el hombro de él. Ella confirmó entonces lo que su hija había dicho un rato antes. Bert tuvo la amabilidad de avisar que el Maestre salió en una misión de emergencia.

—Agradece a ese muchacho cuando lo veas —dijo Míriam con serenidad.

—De hecho —aclaró Leonard—, andábamos juntos. Se metió en problemas con no sé quiénes y me enviaron a rescatarlo justo cuando yo quería regresar.

—¡Tan inocente que se veía!

—A lo mejor tienes razón. Una agencia parecida a la CIA anda tras su invento. O eso entendí. La cosa está demasiado complicada para explicarla rápido.

—Bueno, me lo cuentas después. ¿Tienes hambre?

—Dejé a Laura calentando frijoles. A lo mejor terminó para cuando lleguemos al lote.

Leonard casi acertó.

Para cuando él y Míriam arribaron a su espacio en el iglú, su hija meneaba el contenido borboteante de la olla de frijoles. Leo se puso a dorar rodajas de pan en una hornilla desocupada mientras su esposa quitaba la ropa sucia del catre donde él se acostó hacía rato. Luego, ella llamó a Germán para comer juntos. Fue un almuerzo frugal pero entretenido. Usaron los catres como asientos y apoyaron los platos de cartón en las piernas. Pasaron aquel momento poniéndose al corriente y bromeando de vez en cuando. La odisea del Maestre Alkef en el año 2094 los mantuvo con boca entreabierta y cejas levantadas desde el inicio hasta el punto final. No obstante, pronto quedó patente cuánto extrañaban vivir en la Tierra.

—¿Cuándo vamos a regresar? —dijo Germán.

—Si es que regresamos —terció Laura luego de resoplar.

—No les mentiré —respondió Leonard—. Ya tienen edad para enterarse de estas cosas. La Tierra donde vivíamos quedó tan devastada como Eruwa. Olam y los arrianos están reconstruyéndola. Pero tienen a toda la gente dormida.

—¿A toda? —soltó Laura con el entrecejo arrugado.

—Sí, a toda. Más de seis mil millones de personas. Todas durmiendo en unidades arrianas de cuidado especial.

—Es animación suspendida —intervino Míriam—. Como en la Guerra de las Galaxias.

—Más o menos —contestó Leonard—. Pero no pusieron a nadie en carbonita. Sólo duermen y hay autómatas cuidándolos. El chiste es que la reconstrucción del mundo podría durar hasta finales de 2019 o principios de 2020.

—Faltan como tres años —refunfuñó Laura—. Seré mayor de edad para entonces.

—Ya se los dije el otro día —replicó Leonard—. Hay otras Tierras donde no pasó la invasión arriana. Podemos mudarnos a cualquiera. Sólo debo convencer a Olam...

—Pues ya tardaste —interrumpió Míriam—. He tratado de acostumbrarme a Eruwa, pero no sé si podré.

—Yo de perdido me entretengo dibujando —dijo Laura—, y a Germán parece que empieza a gustarle aquí. Pero mamá tiene razón. No es nada fácil vivir encerrados tanto tiempo. Nos escapamos de Monterrey porque los arrianos atacaron, y luego también atacaron donde vinimos a escondernos. O sea, fuimos de Guatemala a Guatepeor.

—Yo ya tengo amigos aquí —intervino Germán—. Pero extraño a los que tenía en Monterrey.

—Los entiendo —sentenció Leonard—. Créanme que sí. Vivimos una situación difícil. Sin embargo, tenemos nada más dos sopas: Eruwa u otra versión de la Tierra. No hay más.

—Así las cosas —dijo Laura a secas—, la opción será hacer como Rick y Morty: irnos a otro mundo que no hayamos arruinado.

Leonard debió resistir el impulso de sugerirles unirse a las brigadas de reconstrucción si tanto querían que les diera el sol. Ni bien descartó la idea, pudo ver por el rabillo del ojo que Aron Heker y su familia acababan de llegar al lote de los Gütermann. Bastian agitaba la mano para llamar la atención de sus vecinos. Pero fue Míriam quien respondió. Ellos querían reunir a los tres clanes y compartir viandas preparadas con una despensa recién surtida. Leo tenía en ese momento la impresión de que su esposa de rechazaría la propuesta.

—Yo también he hecho amigos —dijo Míriam seria—. Discutiremos más tarde dónde vivir.

—Iré por mis cosas para dibujar —respondió Laura a la vez que se levantaba del catre—. Laudana se fue hace rato que estaba dormida y no tendré con quien chismear.

Leonard imitó a su hija y tomó luego a Míriam de la mano.

—Todavía no me tienes contenta —dijo ella dándole palmaditas en el hombro—. Si pudiste venir al lote por tu arma sagrada, tú mismo pudiste avisarnos que te ibas. No teníamos por qué enterarnos de otro modo.

—No estaban aquí —respondió Leo encogiéndose de hombros—. No tuve tiempo de ir a buscarlos.

A pesar de ese pequeño descontento, Los Alkef, Heker y Gütermann reunieron parte de sus despensas para celebrar el alta de Bastian con otro festín. Tal como Laura observó antes, Laudana no estuvo porque debió ir a trabajar como niñera más temprano. Aun así, Laura y Míriam tomaron fotos del momento con sus teléfonos. Al parecer, decidieron olvidar el fastidio del encierro para pasar mejor el rato.

—¡Se perdieron las caras de los médicos! —señaló Bastian—. Estaban así de sorprendidos —Imitó los gestos de forma burlesca—. Miraban mis análisis de sangre de anteayer y los de anoche y seguían sin creer que estaba curado.

—Son científicos —respondió Aron—. Tienen la obligación de responder con hechos a todo.

—Pues es un hecho que he dejado de ser diabético. No tenían por qué dejarme internado.

—Eso sí —concedió Aron moviendo la cabeza arriba y abajo.

Dos Ministros caminaban por el corredor que conducía al lote de los Gütermann. Al verlos a lo lejos, Leonard sospechó que tal vez iban a buscarlo. "¡Pasen de largo por favor!", repetía mentalmente mientras se acercaban.

Fue inútil. Los Ministros pararon de todos modos delante del catre donde Bastian estaba sentado.

Uno de los recién llegados parecía vestir una armadura debajo del hábito; la capucha sólo permitía distinguir la parte inferior de la careta del yelmo. Dicha pieza llevaba grabado un cráneo con dos fémures cruzados. Su compañero daba la impresión de traer puesta una máscara blanca sin rasgos o, de plano, carecer de rostro.

—Maestres —dijo el Ministro sin cara—, Su Majestades los convocan a una reunión urgente.

Leonard tuvo que aguantar una vez más el impulso de quejarse. Eran órdenes.

Laudana había pasado casi toda la mañana en el pabellón del iglú P donde Sus Majestades convalecieron. Ahora que estaban curados, tal vez querrían desmontarlo. Mientras tanto, a ella todavía le quedaba el trabajo de niñera.

Antes de hacer nada más, dio un vistazo a los alrededores. Quería asegurarse de que no seguía en trance.

Byrn, su hermanito, se puso a silbar una tonadilla pegajosa en el baño. Pero Sofía se quedó sola en la salita con sus juguetes. Laudana entonces decidió ir donde la princesa. La chiquilla estaba a punto de pintar bigote con rotulador a una de las muñecas. La comprobación tendría que esperar otro poco.

—¿Qué haces, Sofía? —dijo al quitarle el rotulador.

—Mejoro la cara de Lexa —respondió la niña.

—¿Y cómo se verá mejor con bigote? —contestó Laudana con las manos en las caderas.

—Pues ya no parecerá tonta.

—Pero ¿no crees que quedará muy fea?

—¿Más?

Laudana negó con la cabeza. Entonces, recordó la petición que la muñeca le hizo durante su último trance.

—Si Lexa te cae tan mal —dijo seria—, ¿por qué no la ofreces a Ushio? De seguro ella querrá una hermanita para Momoka.

—¡Es cierto! —Sofía dio rápidos aplausitos— ¡Las dos son tal para cual!

—¿Cómo?

—Sí. Lexa y Momoka son igual de bobas. Se llevarán bien.

Laudana esperaba que la muñeca guiñara un ojo en muestra de gratitud u otra señal rara. Pero no sucedió. Todo indicaba que el trance de verdad terminó. El rey Derek las miraba en silencio desde la puerta de la salita. Ella no se dio cuenta de nada hasta que lo vio de reojo. Hizo una reverencia apresurada y se disculpó. No tenía idea desde cuándo estaba ahí parado.

—Está bien, Laudana —dijo Su Majestad a secas—. Tómate el resto del día. Yo cuidaré a la princesa.

—¿La reina está bien? —quiso saber Laudana.

—Quiso dormir siesta. Pero no te preocupes, en un rato despierta.

—Papá —terció Sofía—, ¿puedo darle a Laudana una de mis muñecas?

—Pues... ya está algo crecidita para muñecas. —El rey se encogió de hombros—. Pero adelante.

La muchacha agradeció el gesto antes de despedirse de ellos. Después de ponerse a Lexa bajo el brazo, se plantó junto al baño a esperar que Byrn saliera. Su Majestad y la princesa se quedaron jugando. Ahora era el rey quien tenía un bigote de rotulador pintado sobre los vellos romos del natural.

De pronto, la puerta del baño se descorrió.

—Vámonos —dijo Laudana a su hermano—. Me dieron el día libre.

—¿Y ese milagro?

—No te hagas tonto. Sabes que me dan días libres seguido.

Salieron juntos del pabellón. Caminaron por el corredor hacia el túnel de salida del iglú. Casi no había nadie a esa hora en los lotes. Sólo quedaban los médicos dormidos en sus catres tras la jornada nocturna del día previo. Ya puestos, ella tenía buen rato de no ver ninguno de esos cochecitos que se conducían solos. Quizá se cruzarían con uno pronto. Aunque empezaba a tener la impresión de que todos debían estar ocupados.

—¿No crees que ya estas grande para jugar con muñecas? —soltó de pronto Byrn en tono burlón.

—Para tu información, mequetrefe —respondió Ladana—, Sofía quiso dársela a Ushio. Yo sólo voy a entregarla.

En esas, notó un largo pedazo de papel higiénico pegado a la suela de su hermano. Quizá él no se había dado cuenta. Pero ella prefirió callárselo. Estaba segura de que empezarían las risas disimuladas tan pronto se toparan con otras almas. No obstante, fue un cochecito arriano lo primero que hallaron casi cuando habían llegado al túnel de salida. El vehículo se detuvo junto a ellos y los invitó a subir casi de inmediato... no sin antes pedir a Byrn que limpiarse los zapatos.

El trayecto de vuelta al iglú B transcurrió en silencio durante la mayor parte. Byrn parecía mirar de reojo a Lexa de vez en cuando. O esa impresión le causaban a Laudana. Sólo Olam sabía en qué pensaba su hermanito pues, para cuando entraron al túnel que comunicaba los iglúes B y C, el muy sinvergüenza tenía la entrepierna del pantalón alzada como carpa de circo. Si ella no se equivocaba, él parecía querer echar un vistazo a las piernas de la muñeca, o quizá a sus braguitas.

—Te gusta, ¿verdad? —dijo la muchacha después de soltar una risilla.

—¿Qué me gusta? —respondió Byrn con los ojos muy abiertos.

—¿Todavía preguntas?

—Sí, porque no sé de qué hablas.

—¡Por favor! ¿Crees que no me doy cuenta de cómo miras a Lexa? Es más, permíteme...

Enseguida, Laudana alzó el vestidito blanco de la muñeca. El juguete llevaba debajo unas mediecitas de rejilla color arena hasta la mitad del muslo, unidas al corsé con ligas de seda y encaje.

—¡Madura de una vez! —exigió Byrn al mismo tiempo que intentaba bajar el vestido de Lexa.

—Y lo dice el que se avergüenza de ver bragas de muñeca —respondió Laudana.

—Mejor déjame en paz y dásela a Ushio.

—Está bien. Pero Ushio no será tan buena alcahueta como yo.

Byrn se enfurruñó el resto del viaje. Laudana decidió parar entonces. No consideraba divertido fastidiar a su hermano cuando ponía cara de hartazgo. Si continuaba molestándolo, él muy llorica la acusaría con su mamá.

—Sólo jugaba contigo —aseguró ella posando una mano sobre la de él—. No tienes que ponerte tan serio.

No obstante, Byrn no respondió. Siguió con gesto serio hasta que los rebasó otro coche arriano.

Para sorpresa de Laudana, Bert iba a bordo del vehículo que acababa de pasarlos. Hasta la saludó mientras se alejaba de ellos. La muchacha respondió con un tímido movimiento de dedos. Luego, volteó despacio hacia el asiento a su izquierda para ver con discreción si Byrn lo había notado. El chico llevaba buen rato mirando sólo al frente, con el mentón en la mano. Bien, si no se dio cuenta, no podría vengarse de la mofa que ella le hizo con Lexa. Demoraron apenas un par de minutos más en arribar a su lote. Pero lograron ver desde donde estaban a su padre, a los Maestres Leonard y Aron y a sus familias. ¡Al fin le dieron el alta a papá en el pabellón-clínica!

Byrn y Laudana abrazaron a su padre para darle la bienvenida ni bien bajaron del coche arriano. A decir verdad, ella tenía mucho sin verlo de tan buen humor. Hasta él mismo tomó a Lexa, la muñeca, de manos de su hija y la entregó a la pequeña Ushio Heker. "Anda, disfrútala", recomendó a la niña.

—Oye —dijo después de darle un beso en la coronilla a Laudana—, ¿por qué no invitas a tu novio?

Ella sintió dos puntos arder de pronto en sus mejillas. Pero ahora no le molestaba. Las palabras de su padre no sonaron a burla. Daba la impresión de haber aceptado esa posibilidad.

—No somos novios —respondió Laudana a secas, con un deje de desilusión.

—Hazlo de todos modos. No pierdes nada. Además, míralo, parece muy solitario allá en su lote.

Tenía razón. Bert estaba sentado en su catre, con las manos entrelazadas, cabizbajo como niño regañado. Incluso volteó la pizarra donde realizaba los cálculos para su invención de tal forma que el reverso de corcho quedó expuesto.

—Iré a traerlo —anunció ella—. No tardo. —Luego, encaró a su amiga Laura—. ¿Vienes?

—No ser mal tercio —respondió Laura—. Mejor te espero aquí.

Volver pronto era en realidad sólo un decir. Podía cruzarse por el lote de los Alkef para alcanzar el corredor detrás de ellos, pues eran amigos, pero no podía hacer lo mismo con los espacios de otras familias... en especial si se encontraban en el lugar. Así acabó dando un rodeo igual a varias manzanas para llegar donde Bert. Él incluso pareció notarla ni bien ella estuvo cerca; o quizá fue cuando iba en camino. En todo caso, se puso en pie para recibirla y apretaron sus manos casi tan pronto quedaron frente a frente.

—Perdón —Bert bajó la mirada—, no quise irme tanto tiempo sin avisarte.

—No pasa nada. —Laudana lo despeinó un poco; no se le ocurrió otra manera de reconfortarlo—. Ya nos habías advertido que podías desaparecer cuando fuera.

—Cierto... aunque prefiero quedarme en Soteria para siempre.

Él adelantó un poco su único brazo, pero luego retrocedió. La muchacha tuvo la impresión de que quiso abrazarla y se arrepintió en el último segundo. Como ella no podía saber qué le orilló a detenerse, tampoco estaba segura de tomar la iniciativa. Incluso terminó por hacer el mismo amago. Al final, ambos reintentaron a la vez.

—Eres la primera cara amistosa que veo desde que regresé —aseguró Bert mientras la abrazaba.

—¿En serio? —dijo Laudana mientras correspondía apoyándole la cabeza contra el pecho— ¿A dónde fuiste?

El corazón de Laudana aceleró al sentir cómo la apretaban con delicadeza. Su estómago revoloteaba mientras hormigas imaginarias recorrían su piel. El gesto apenas duró segundos. Pero se antojaba miles de veces más largo.

—Estuve en la Tierra —contestó Bert al soltarla.

—¿Me contarías cómo te fue?

Bert se dirigió a su escritorio y se sentó a horcajadas en una silla vieja con aspecto de celulosa raspada y vuelta a raspar. Enseguida, hizo un movimiento de cabeza que parecía significar "ven". Laudana lo siguió. Enseguida, ella recargó sus posaderas en la mesa de trabajo y apoyó las manos en el borde. Trataba de parecer casual. No quería delatar cuánto le gustó lo que acababa de sucederle o verse entusiasmada. Él suspiró de modo que obtuvo cierto aire de perrito regañado. Sólo le faltaba mojarse bajo la lluvia para volverlo más conmovedor.

—Trataré de hacer corta una historia larga —dijo él—. Un Ministro se me apareció y fuimos a la Tierra para traer acá un viejo prototipo del DAM que guardaba en casa de Lizet...

—Hablas de Lizet, tu hermana, ¿verdad?

—Sí. Pero todo se fue al carajo. Unos agentes de gobierno me quitaron el prototipo, destruyeron la casa de Lizet y por poco nos matan a todos. Al final, otros Ministros tuvieron que rescatarnos a mí, a Leonard Alkef y a otra versión mía que me topé allá.

Laudana no supo qué responder. Jamás imaginó que la desaparición por varios días de su amigo terminó en un desastre en el cual alguien por poco murió.

—De verdad lo lamento —atinó a decir ella—. Lizet ... ¿está bien?

—En lo que cabe —respondió él a secas alzando las cejas—. Nunca la vi tan enfadada. Y lo peor es que tiene toda la razón.

—Lo importante es que los dos están bien. En lo que cabe, como dijiste. ¿Puedo agarrar tu mano?

—¿Para qué?

—Quiero experimentar un poco con mis poderes. ¿Te parece bien?

Bert extendió su mano izquierda, la única que tenía, y la puso con palma hacia arriba delante de Laudana. Ella se inclinó un poco para tomarla con cuidado. Se concentró en tener un trance. Y lo consiguió. Fue demasiado breve, pero bastó para vislumbrar a una mujer joven, muy esbelta, de cabello corto, pidiendo perdón de mala gana a su amigo. Era Lizet.

Sin embargo, la visión tuvo una segunda parte. Esa misma muchacha, junto a una linda peliblanca de ojos azules y una pelirroja pecosa, intentaban subir con desesperación a Bert al compartimento de carga de un aerodino en pleno vuelo sobre el mar. Por alguna razón, todos vestían los mismos monos de trabajo entallados que los arrianos usaban por lo general. El caso era que Lizet lo tenía cogido por la prótesis del brazo derecho y las otras por la camisa. No podían meterlo. Algo —no resultó claro qué— golpeó la nave por el costado y provocó una fuerte sacudida. Un centenar de autómatas se acercaba por la retaguardia. El piloto advirtió por el altavoz que debían tomar los puestos de combate enseguida. Fue entonces que Bert soltó las correas de su extremidad artificial y arrancó la botonadura de la camisa para dejarse caer. La compuerta se cerró enseguida. La chica del cabello blanco iba a saltar también. Lizet y la pelirroja, que parecía ser amiga ambas, la detuvieron al tiempo que exclamaban "¡No, Arda!". Un destello blanco puso fin al trance justo cuando las tres rompían a llorar.

—Te reconciliarás con tu hermana —dijo Laudana al fin—. Más pronto de lo que tú crees.

—Ojalá.

—Es en serio —replicó Laudana al soltarle la mano—. Te reconciliarás. Y ella te querrá incluso más que antes.

Bert se puso en pie y le dirigió una mirada fría.

—Oye, de veras te agradezco que intentes hacerme sentir mejor —dijo él grave—. Pero cometí un error terrible al subestimar a mis enemigos, y Lizet pagó los platos rotos. Casi nadie podría perdonar algo así.

La chica supuso que Bert comenzaba a enfadarse. Tal vez creyó que fingía y todo fue un intento patético para levantarle el ánimo. Parecía lógico. Cuando él se fue, ella apenas si dominaba su poder de vidente. Pero ahora tenía suficiente control. Era momento de sacar el armamento pesado y demostrarle cuánto había crecido. Sólo existía una manera de convencer hasta al más incrédulo. Y nada mejor para ello que el conocimiento de lo desconocido. ¿Cómo decían los viejos? ¿Momentos desesperados requieren medidas desesperadas?

—No tienes que creerme —replicó Laudana mientras se sentaba en el escritorio—. Pero mi trance fue real. Si no, ¿cómo sé que recibiste un Sello de Olam en el pecho sin que me lo mostraras?

Bert abrió mucho los ojos ante la mención del Sello de Olam. No había contado nada al respecto a nadie. Pero ella atestiguó rato antes, sin ser vista, cómo ocurrió la entrega del Sello. Él se le acercó y posó la mano en su hombro un instante después de mudar semejante cara de asombro por una tranquila.

—Gracias. Lo digo sinceramente.

—Bien, ya que estás de mejor ánimo —respondió Laudana meneando los pies en el aire—, ¿te gustaría comer con nosotros?

—Pues, si tu papá no tiene inconveniente...

—Fue él quien me pidió invitarte. ¿Puedes creerlo?

Bert negó con la cabeza, sonriendo mientras se llevaba las manos a la cadera.

—Es capaz de haber dicho que soy tu novio —agregó.

—Más o menos —contestó Laudana casi segura de haberse sonrojado—. Ya lo oíste una vez, ¿no?

Enseguida, él le ofreció su brazo izquierdo.

—Sé que lo hago del lado equivocado —prosiguió—, señorita. Pero ¿me daría el honor de acompañarle a reunirse con sus padres?

—Por supuesto, joven —respondió ella con un fingido tono solemne.

Laudana soltó una risilla ni bien le tomó el brazo. Encontraba divertidas tales ridiculeces. Enseguida, se pusieron en marcha ante las miradas curiosas de los vecinos. Hicieron de ese modo casi todo el recorrido desde el lote de Bert hasta el suyo. Ella esperaba... no, más bien, quería que en algún momento mejor caminaran de la mano. O abrazados. Pero se desilusionó cuando él sólo se le acercó un poquito más como para hablarle en voz baja.

—Si consigo quedarme para siempre en Eruwa —dijo Bert—, reconsideraré tener novia.

—¿Te gusta alguien? —quiso saber Laudana.

—Me atrae alguien —aclaró él—. Aunque sentirme atraído no me basta. Quisiera conocerla mejor antes.

—Ha ser muy bonita.

—Lo es —aseguró Bert—. Pero, como dije, el atractivo no basta. Considero otros factores más importantes.

A Laudana dicha confesión le sonaba más a coqueteo. No necesitaba mucho cerebro para concluirlo. Decidió entonces seguir el hilo y ver dónde quería llevarla.

—Pues te aconsejo no tardar tanto —respondió—. Ella podría decepcionarse si no actúas.

—Me suena a que ahora abusaste de tus poderes.

—¡Claro que no! Digamos que fue mi intuición femenina. Además, dije "podría decepcionarse". O sea que aún hay posibilidad de que te rechacen, aunque te des prisa.

Laudana se soltó cuando faltaban unos cuantos lotes para llegar al suyo. Aunque, seguramente para entonces sus padres y los invitados los habían visto cogidos del brazo. Sin embargo, nadie los saludó. Todos tenían caras serias y largas. Dos Ministros hablaban en ese momento con los Maestres Aron Heker y Leonard Alkef. Según parecía, Sus Majestades acababan de convocar una reunión urgente. Bastian Gütermann, el posible suegro de Bert, fue el único que salió al corredor a recibirlos.

—Lo siento, muchachos —dijo el padre de Laudana—. Ha surgido algo importante...

—¡Ay, papá! ¡Si recién te dieron el alta!

—Desgraciadamente, Helyel no descansa. ¿Por qué iba a hacerlo yo?

Ron Gillespie se quitó la máscara de Abraham Lincoln antes de siquiera apagar el motor de la Pickup negra en la cual arribó a La Central. El estacionamiento subterráneo donde acababa de aparcar tenía un sistema de reconocimiento facial que le negaría el acceso al resto del edificio. Por ello, debía salir del vehículo con la cara descubierta. El tráfico de Rabat era espantoso a todas horas. Pero resultaba peor por las mañanas. Tuvo que encender una sirena para que los demás conductores cedieran el paso por creer que era un coche policía. En fin, ahora no importaba. Importaba que se las ingenió para reunirse a tiempo con sus superiores y entregar informes de su misión más reciente.

Ni bien descendió de la Pickup, diez furgonetas descendieron en fila al estacionamiento, con las sirenas encendidas. Los otros agentes que participaron en la misión viajaban en ellas. Él no quiso esperarlos. Dio media vuelta para abatir la portezuela de la caja y bajar la carga. El Dispositivo de Acceso Multiversal recién decomisado no pesaba, pero era demasiado voluminoso para llevarlo en la cabina. Lo tomó deprisa junto con el computador de control portátil. Las luces titilaron durante algunos instantes. Quizá faltaba poco para un apagón. Solían ocurrir varios al día y nunca se sabía cuánto durarían. Existían ciudades que duraron meses a oscuras; e incluso otras más no se recuperaron.

Enseguida, Ron se dirigió al ascensor. Hasta presionó el botón del lobby varias veces para apresurar el cierre de las puertas. Sus compañeros aún debían pasar por chequeos médicos; algunos probablemente iban a terminar en el psiquiátrico. No deseaba verlos en ese estado tan lamentable. De hecho él también debía ir a la revisión. Pero no les daría gusto a los matasanos porque estaba bien... en lo que cabía. A decir verdad, su cordura apenas soportó alucinar con la plaga de zombis leprosos del 2070. Nada que unas bofetadas bien puestas no curara. Por otro lado, sólo Dios sabía qué pudo perturbar a tal extremo a los otros agentes. Tuvo que ser infinitamente peor que asesinar a una aldea nepalesa entera para evitar una pandemia.

El lobby de La Central era sólo un espacio sin amueblar, que compartía con el resto de las instalaciones el enlucido de estuco blanco en las paredes y losetas pulidas de cerámica grisácea en el suelo. Dos oficiales afroamericanos, armados y sin máscara, vigilaban la salida del ascensor. Estos pidieron a Ron identificarse tan pronto él arribó a ese sitio. Luego, le cedieron el paso. El corredor tras ellos bifurcaba en un muro. Él tomó el camino a la izquierda. Fue al depósito de evidencia para almacenar el DAM. Un encargado casi enano, con barba y bigote de pelusas rubias, le entregó la tableta electrónica a través de una ventanilla de plexiglás. El aparato contenía un formulario para registrar lo que quisieras entregarles.

Ron llenó el papeleo tan rápido como pudo. Los gritos de sus compañeros alcanzaban a oírse desde ahí. Hasta el encargado del almacén trataba de mirar hacia el fondo del corredor vacío por la mudanza próxima de La Central.

—No es nada —mintió Ron; ignoraba qué les pasó en verdad—. Los atacaron con alucinógenos muy potentes.

—Pobres —respondió el hombrecillo—. Deben estar teniendo muy mal viaje.

El acontecimiento fue conocido en la agencia desde aquel día como el Incidente del edificio Marlín.

Después de acabar con el trámite, fue directo a las oficinas del agente George Washington. Tenía que desandar el camino y doblar a la derecha en la intersección frente al lobby. Nadie sabía el nombre real del ofician el jefe o lo había visto sin máscara, y hablaba siempre a través de un distorsionador de voz. Incluso lo reemplazaban más o menos cuando cambiaban de sede. Había rumores de que el 31 de Octubre se mudarían de Marruecos a Nueva Zelanda. Faltaba poco más de un mes.

Ron se detuvo ante las puertas dobles del despacho. Una cámara lo observaba ponerse otra vez la máscara de Abraham Lincoln desde el dintel triangular.

—Su reunión está por comenzar, agente Lincoln —informó el portero automático—. Espere por favor.

La única forma de hablar con George Washington era con cita. Por suerte, Ron logró agendar una antes del Incidente en el edificio Marlín. Pero alcanzó a oír desde afuera cómo una voz cavernosa y distorsionada increpaba a quien estuviera encerrado ahí. Si algo disgustaba sobremanera al jefe, era que los agentes perdieran tiempo siguiendo pistas falsas. La puerta se abrió de pronto. Los agentes Trump, Van Buren y Monroe salieron de ahí sin saludar. Debió irles tan mal que no hablaban siquiera entre ellos. Según alcanzó a oírse, los tres pelmazos se tragaron el cuento de que un científico brasileño consiguió elaborar crudo sintético.

La versión de la Tierra donde la Agencia tenía su matriz sufría una grave crisis energética desde que se agotaron las reservas petrolíferas. Veinte agentes rastreaban científicos que desarrollaran soluciones potenciales, las cuales decomisaban luego para los socios de la Agencia o venderlas a corporaciones y gobiernos no afiliados a ésta. Ron era sólo uno de los veinte líderes.

—Puede pasar, agente Lincoln —dijo el portero automático.

A diferencia de otros miembros y funcionarios de la agencia, Washington no vestía traje y corbata junto con la máscara sino una casaca negra, camisa de seda y pantalones a juego con la chaqueta... todo ello indumentaria típica del siglo XVIII. Su puesto casi era réplica del Despacho Oval, en la Casa Blanca. Incluso un ojo bien entrenado sólo notaría el paisaje tras las ventanas altas y la falta de banderas o escudos de armas norteamericanos como las únicas diferencias.

—Siéntese, agente Lincoln —ofreció el presidente Washington poniéndose de pie—. ¿Qué lo trae a mi humilde oficina?

Ron aceptó la invitación después de que su oficial en jefe tomara asiento.

—Capturamos el Dispositivo de Acceso Multiversal en Verdún —informó—. Lo he ingresado al depósito de evidencia antes de reunirnos.

—Muy bien —respondió Washington—. Verificaré sus informes de misión en el computador.

La Central asignaba un nombre en código a cada versión de la Tierra que descubrían. Por lo general, dicha nomenclatura correspondía a sitios donde ocurrieron batallas históricas. Verdún, por ejemplo, no fue sólo el emplazamiento de la batalla más larga de la Primera Guerra Mundial, también designaba el mundo en el cual hallaron el Dispositivo de Acceso Multiversal mejor desarrollado.

La Agencia fue capaz de viajar a universos paralelos gracias a un joven catedrático mexicano llamado Humberto Quevedo, al cual "borraron del mapa" tan pronto dejó de ser útil. Y dejó de ser útil porque después encontraron dobles suyos más capaces. De hecho, el que vivía en la Tierra Verdún fue el único capaz de abrir agujeros de gusano a un verdadero universo paralelo. Por tal motivo, lo consideraron sujeto de interés. Su Dispositivo de Acceso Multiversal permitiría desplazar tropas a la ubicación de la fuente de energía más grande y poderosa nunca descubierta. Ron y sus hombres habían logrado capturarlo junto con otros individuos —al parecer nativos de aquel universo—, ese mismo día. Pero otras personas los rescataron. O eso se creía entonces. Aún ignoraba la verdadera naturaleza de esos seres capaces de provocar alucinaciones sólo con palabras en lenguas desconocidas.

Pasaron algunos minutos hasta que Washington acabó de analizar la documentación entregada por Ron.

—Hay algo que me llama la atención de sus informes, agente —dijo él—. Usted y sus hombres fueron atacados con alucinógenos por un enemigo desconocido que rescató a los prisioneros. ¿Tiene al menos una idea vaga de quién pudo haber sido?

—No, señor.

—Comprendo —respondió Washington—. Usted sólo indica que vestían disfraces estrafalarios y la sospecha de que provinieron de la nebulosa de Orión. Pasaré por alto la falta de detalles esta vez sólo porque ha conseguido uno de los objetivos prioritarios de la misión. Sin embargo, aún no puedo considerarla completa.

—Lo sé, señor —contestó Ron—. Es por eso que la retomaré de inmediato.

—Aprecio su espíritu combativo, Lincoln —asintió Washington despacio—. Pero creo que por ahora será mejor conocer a nuestros nuevos enemigos. Averigüe cuanto pueda de ellos. Especialmente, cómo contactarlos.

—Tenemos el apartamento del Humberto Quevedo de Verdún bajo nuestra custodia.

—Lo leí en su informe, agente. Aunque me temo que ha llegado momento de dar el siguiente paso.

—¿Se refiere a interceptar las comunicaciones de Quevedo?

—Usted entiende rápido.

Washington se puso en pie y caminó directo a Ron despacio, con las manos vueltas hacia atrás.

—¿Le digo algo, agente? —empezó a monologar— Muchos creen que el mundo pertenece a quienes tienen el dinero para comprarlo. Llámese gobierno o corporación. Pero el dinero de hoy en día no sirve para nada sin una fuente de energía que mantenga funcionando toda la infraestructura donde se almacena —empezó a enumerar con los dedos—: servidores, redes, medios de transmisión, usted entiende. Ahora casi nadie utiliza efectivo. —Se plantó tras la poltrona donde Ron estuvo sentado—. Incluso el efectivo es inútil sin energía. ¿Quién se daría el tiempo de acuñar monedas e imprimir billetes manualmente?

—Supongo que nadie, señor —dijo Ron incómodo por tener detrás a su oficial en jefe.

—Quizá unos pocos se atreverían —respondió Washington—. Pero no basta. Por eso —se inclinó sobre el espaldar de la poltrona de forma que Ron pudiera ver su máscara al revés— el mundo en realidad pertenece a quienes puedan proveerle energía. Sin ella, estaríamos de cabeza. —Se enderezó rápido—. Seríamos cavernícolas come-lodo.

Washington se enderezó y empezó a rodear el asiento para ponerse frente a Ron.

—Sólo piense, agente, en lo que la gente sacrificará por volver a tener sustento diario asegurado y recuperar unas pocas comodidades.

Las lámparas y demás bombillas parpadearon otra vez como si aplaudieran el discurso.

—Haré hasta lo imposible por capturar a Quevedo y sus nuevos amigos —prometió Ron.

—Concéntrese en hallar a esos nuevos amigos —respondió Washington mientras sacaba una cajetilla de su levita—. Si los halla, hallará a Quevedo y a nuestra fuente de energía. —Acercó los cigarrillos a Ron—. ¿Gusta?

Ron aceptó el ofrecimiento, pero no encendió el pitillo. Lo reservó para después de la reunión. De pronto, una audio-notificación sonó en el computador de Washington. Probablemente era un correo electrónico. El jefe de la agencia volvió al escritorio y leyó el mensaje recibido en silencio. Al terminar, se retrepó en su silla ejecutiva y encaró al agente con quien se había reunido.

—¿Qué le parece? —dijo Washington— Los análisis preliminares del dispositivo indican que es viable para despachar vehículos y drones. Aunque no saben aun si es seguro para las tropas.

—Sólo nos faltaría saber con certeza a dónde enviarlas —respondió Ron.

—Lo sabremos cuando encuentre a los amigos de Quevedo.

—Me encargaré de encontrarlos así sea lo último que haga.

—Como siempre, agente Lincoln, su espíritu combativo es digno de elogio. Ordenaré probar ese dispositivo que me ha traído con algunos viejos tanques Abrams. Usted haga lo necesario para que nuestro amigo mutuo, el señor Quevedo de Verdún, nos ilustre para trasladarnos hasta esa fuente de energía que tanto queremos.

La reunión terminó poco después con la promesa de un ascenso si conseguía el segundo objetivo de la misión: dotar a la Tierra de un reemplazo para el petróleo y la electricidad. Ron aún ignoraba que La Nada en realidad era incontrolable sin una poderosa magia, por inverosímil que sonara.

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