SI QUIERES QUE ALGO SALGA BIEN...

Helyel dio la espalda a la casa en llamas de Armand Féraud y se adentró aún más en el bosquecillo cercano. A su parecer, ya había demasiados testigos juntos alrededor del incendio. Se puso en marcha enseguida, sin esperar que sus Legionarios lo siguieran.

-¿Vienen o qué? -dijo a los otros.

-Sí -respondió Sucot-. Pero, ¿por qué vamos a adentrarnos ahora? ¿No iremos al hotel?

Baal, dentro de un autómata felino, Sucot y Samael lo siguieron enseguida hacia la parte más profunda.

-Claro que vamos a mi hotel -respondió Helyel-. Pero no desde aquí. Ya hay demasiada gente entre bomberos, periodistas y sobrevivientes.

-Leí las mentes de algunas personas, mi señor -replicó Sucot-. No nos han visto.

-¿Para qué esperar a que nos vean?

Caminaron tal vez un kilómetro para perderse de vista. El otro lado del bosquecillo quedaba unos cuantos cientos de metros más adelante. Helyel paró en seco. Enseguida, ordenó a Sucot despojarse de su autómata de combate y despacharlo de vuelta a Walaga. A Baal, además de las mismas órdenes, le exigió quitar los módulos de memoria al suyo. No podían entrar a la habitación del hotel con tantas máquinas, pues el piso tal vez no aguantaría todo ese peso. Lo peor que podía ocurrir en aquellos momentos era retrasar más planes a causa de los daños a un edificio.

-Samael, usa tu pulsera transportadora -exigió Helyel.

El Legionario sabueso llevaba el transportador arriano en la lengua. Lo puso en el suelo con una maniobra veloz e inversa a la de las ranas cuando cazaban insectos.

Las piedrecillas en el aparato, cubierto de baba, titilaban con luces ámbar. Si Helyel no se equivocaba, la carga se agotaría dentro de poco. Por suerte, no lo necesitarían las próximas horas. Podrían apagarlo hasta la siguiente ocasión para ahorrar carga. Y, con el mismo fin, los Legionarios tendrían que viajar juntos a París. Así que se tomaron de manos, garras, lenguas para no dejar a nadie rezagado.

El destino elegido para el arribo fue un ascensor vacío del Hotel Mademoiselle.

Ahora que dos Legionarios se despojaron de sus formas físicas, ningún humano podría verlos o siquiera notar su presencia. Baal de nuevo era una suerte de liebre rabiosa embutida en un traje recosido de lana; Sucot parecía un roble marchito con un rostro tallado en el tronco. Enseguida, Helyel puso una mano en la puerta corrediza. De ese modo, nadie podría oírlo ni la cabina se movería si alguien presionaba el botón llamador. El conjuro lanzado era tan sencillo que no requería pronunciarlo o siquiera pensar en él.

-Nos quedaremos hasta que Mamón despache el dinero y a los abogados -dijo serio-. Pagaremos lo gastado de las tarjetas de crédito y presentaré a mis representantes con Monique Féraud. ¿Alguna pregunta?

-¿Y si la policía quiere interrogarlo, gran señor? -quiso saber Baal.

-Si Sucot y Lynades hicieron bien su trabajo -replicó Helyel-, los polis no tendrían razones para andar por aquí. Cuando mucho, estarán confundidos; pero no se les ocurrirá preguntarme nada.

-Pero, usted fue uno de los últimos que se supone vio a Armand Féraud vivo. ¿Por qué cree que no vendrán a interrogarlo?

Enseguida, Helyel explicó que había notado las cámaras del circuito cerrado del restaurante donde un rato antes cenó con Monique. Sólo eran cuatro, pero abarcaban el comedor desde las esquinas. No imaginaba por qué más las tendrían aparte de que fuesen requeridas por las pólizas de seguros o diversas regulaciones de la Ciudad Luz. En cualquier caso, si los informes forenses apuntaban a que Armand llevaba más de doce horas muerto cuando su casa se quemó; la videovigilancia de La Mirabelle los contradeciría.

-Tengo una coartada por si quieren interrogarme de todas maneras -agregó Helyel.

Enseguida, envió un correo electrónico a Mamón para que consiguiese un pasaporte ruso cuanto antes. Si la policía no se conformaba con la evidencia de la videovigilancia, seguramente interrogarían a Monique. Y ella afirmaría que Helyel también cenó con Armand. Sólo esperaba que las autoridades francesas de esa versión de la Tierra fuesen más competentes.

Enseguida, anuló el conjuro y permitió al ascensor subir hasta el piso de su habitación.

-Daré una visita a la Agencia que les encargué investigar cuando esto termine -dijo a secas-. Denme ahora las memorias de los autómatas.

Baal entregó la suya. Helyel la sostuvo entre sus manos y de inmediato notó que no podía leer su contenido. De hecho, el circuito funcionaba. Pero carecía de registros. Fue como si hubiesen reestablecido los valores predeterminados de fábrica. Pero la reprimenda tuvo que esperar otro poco. La puerta del ascensor se abrió en el momento cuando iba a apalear a sus Legionarios. Una mucama anciana abordó empujando con dificultad un carrito cargado con artículos de limpieza.

La susodicha apenas si saludó a Helyel con un rasposo "buenas noches, señorita". No percibía a Sucot o a Baal o a Samael pues ellos carecían de forma física en esos instantes. De hecho, el carrito entró como si nada. Como los tres Legionarios eran inmateriales, podían ocupar sin problema el mismo espacio que la empleada o sus utensilios.

Helyel salió del ascensor en el cuarto piso. Los demás lo siguieron en silencio a la habitación, aunque nadie más pudiese oírlos.

-¿Qué mierda sucedió con las memorias, Baal? -soltó entre dientes Helyel ni bien se encerraron.

-No entiendo de qué habla, mi señor -respondió el aludido-. Tienen todo lo que necesite saber sobre la Agencia Sin Nombre.

-Intenté leerlas y sólo tienen los valores de fábrica.

-¡No puede ser!

-Compruébalo tú mismo -contestó Helyel a la vez que devolvía los circuitos con brusquedad.

Baal pasó sus peludas manecitas sucias de liebre por encima de los módulos. Luego, miró a Helyel con sus enormes ojos rosados muy abiertos.

-¿Era cierto o no? -exigió saber Helyel.

Enseguida, Baal se postró ante su amo.

-Sí, mi señor -dijo desde el suelo-. Tenía razón. Lo siento.

-Levántate inmediatamente -refunfuñó Helyel-. Samael, ¿qué me dices? ¿Recuerdas algo?

El Legionario Sabueso se sentó como un cachorro y ladeó un poco su cabeza sin pelo. Tres de sus seis ojos miraban en direcciones opuestas al resto, como si hiciese viscos. Pero, a final de cuentas, se tendió en la alfombra y cubrió su enorme hocico con las patas delanteras.

-Lo olvidé -murmuró.

-Bueno, envié dos Legionarios a la misma misión -dijo Helyel a secas-. Por lo menos uno debe recordar la ubicación del cuartel que debían buscar. ¿Baal?

-Sí señor, el cuartel está...

Helyel esperó algunos segundos mientras Baal se rascaba la cabeza y miraba de lado a lado, como si Sucot o Samael tuvieran la respuesta.

-¿También tú? -rabió Helyel casi a gritos- ¿Cómo pudo pasarles?

Baal refirió enseguida que, durante su viaje de regreso, se toparon con la reina Nayara y el Cuerpo de Maestres y un Ministro con habilidades para manipular portales. Los humanos pilotaban autómatas de combate arrianos, además de que no empuñaban sus espadas sagradas. En un principio, él estaba seguro de haberlos derrotado. Incluso los dejó peleando contra una ilusión que había creado para escabullirse por un portal. Pero, de algún modo, la ruta de escape no lo condujo a donde esperaba. En realidad, le hizo salir despedido contra la cromósfera del sol junto con Samael. Apenas si consiguieron librarse de la monstruosa atracción gravitacional del astro.

Helyel entonces alzó a Baal por las orejas hasta quedar cara a cara.

-¿Cuándo pensabas decírmelo, idiota? -tronó.

-¡Lo lamento en verdad! -lloriqueó Baal- ¡No entiendo cómo pude olvidar todo!

Helyel dejó caer al pequeñajo.

-¡No cabe duda de que, si quiero un plan bien ejecutado, debo hacerlo yo!

Algún Ministro -o quizá el propio Olam- debió lanzar un conjuro contra Baal y Samael que involucrase el portal por donde se transportaron a la Tierra-16.

La bandeja de entrada en el cerebro electrónico de Helyel le advirtió sobre la recepción de un mensaje nuevo. Lo enviaba Mamón. Y casi sonrió al leerlo. El dinero para la compra de la Corporación Féraud había sido transferido a cuentas bancarias distribuidas en más de diez instituciones europeas de la Tierra-16. Además, le entregarían por la mañana el pasaporte electrónico ruso que pidió y el teléfono móvil donde copiaron el documento.

-Tienen suerte, idiotas -dijo Helyel al terminar-. Mamón tiene el dinero listo. Ahora lárguense todos; vuelvan a Walaga. Yo me encargo a partir de ahora.

-¿Qué hacemos allá? -quiso saber Sucot.

-No faltará qué -respondió Helyel de mala gana-. Tienen una fábrica entera para reconstruir.

Los tres Legionarios hicieron una reverencia antes de transportarse a Walaga.

Enseguida, Helyel contestó el mensaje de Mamón con órdenes. "Pagaremos diez mil yuanes a las tarjetas virtuales Armand Féraud. Avisa a su hermana y explícale que él me hizo el favor de prestármelas para comprar algo de ropa porque robaron mi equipaje", puso en la respuesta junto con la dirección de correo electrónico de Monique Féraud y los números de las tarjetas de crédito usadas la tarde anterior. De ese modo, tendría una coartada más o menos verosímil si la policía examinaba los estados de cuenta de Armand y la videovigilancia de la boutique o la tienda de conveniencia donde realizó compras.

Las noches en París -o cualquier ciudad de la Tierra- podían resultar largas y tediosas para quienes no necesitaban dormir y tampoco podían ir a ningún lado, como Helyel. No tendría dinero hasta la mañana. Por ello, decidió recostarse en la cama y encender televisor empotrado en la pared. Vio un programa tras otro, acompañado de todos los postres disponibles en la carta del servicio a la habitación. Mantuvo ocupados a los cocineros del hotel por horas. Desde luego, no cometió el error de hacer un pedido enorme de una vez; ordenó en pares o tríos. Aunque lo hizo sin parar hasta que amaneció e incluso ordenó de nuevo los que más le gustaron.

Por la mañana, como a las ocho, Helyel salió de su habitación para bañarse. Muchos hoteles en la Europa de la Tierra-16 tenían sólo duchas comunitarias por piso. Si fuera por él (¿o ella?), se ducharía cada diez minutos. Cierto, el Proyecto Regina fue uno de sus mayores éxitos. Pero no pudo eliminar los olores habituales a sebo y sudor de los humanos. Y lo que le parecía más molesto era que nadie los percibiera a menos que estuviera sucia (¿o sucio?) en extremo.

El cuarto de la ducha se hallaba al final del corredor. Consistía en una pieza con acabados de mármol y llaves de latón... pero tan pequeña que apenas había sitio para asearse y colgar la muda de ropa o la toalla o el albornoz.

La mucama encargada de aquel piso apareció justo cuando Helyel volvía de bañarse. Era una muchachita de cabello negro con flequillos rojos y ámbar con un arete en forma de astilla que le atravesaba una oreja de lado a lado. No paraba de mascar chicle y, ni bien vio los platos sucios amontonados junto a la puerta, rodó los ojos hacia atrás. Sacó su teléfono y pidió ayuda. Un momento después, su compañera casi anciana salió del ascensor empujando el carrito de limpieza. Enseguida, subieron platos y cubiertos mientras se quejaban de que ningún otro huésped les daba tanto trabajo. Incluso la más joven aseguró -en sentido figurado- que quería morirse.

A decir verdad, Helyel no se interesaba por el destino de los humanos cuando morían. Sabía dónde acabó Armand Féraud por asociarse con él. Pero no tenía tiempo o ganas de rescatarlo. Prefería volver a la habitación para planear su próxima jugada contra Olam. Además, le gustaban las miradas envidiosas de las otras mujeres en el corredor. Pudo leer en sus mentes que desconocían que él en realidad carecía de género, no importaba si parecía una de ellas.

De pronto, cuando las empleadas del hotel abrieron el ascensor para largarse, salió de ahí un calvo malencarado, con bigote de cepillo dental y profundas grietas en el rostro. Vestía unos vaqueros azules, camisa rosada y zapatos marrones de cuero. Con su estatura, bien podía reemplazar bombillas con sólo alzar el brazo. El sujeto avanzó con paso decidido hacia Helyel. Luego, interpuso el brazo entre la puerta y ella (¿o él?) de modo audaz.

-Buen día, señorita Yekaterina -dijo el calvo con voz cansina de fumador-. Soy el inspector Durand. -Se inclinó un poco al frente, para encararlo mejor-. ¿Podría darme unos minutos?

-Acabo de bañarme -respondió Helyel con brusquedad-. Al menos permítame vestirme.

-Tiene cinco minutos.

El tipo se apartó para dejarlo pasar.

-¿Sabe siquiera con quién habla? -soltó Helyel con los ojos entornados.

-Con una persona de interés para la policía, si me permite opinar.

Helyel le cerró la puerta en la cara. Se despojó del albornoz y vistió la ropa deportiva del día anterior. Quizá las feromonas adheridas al tejido suavizarían al polizonte lo suficiente como para que se fuera rápido al carajo. En todo caso, accedió al interrogatorio sólo para mantener su fachada de la princesa rusa adinerada dispuesta a comprar una multinacional.

Cuando volvió a abrir, el inspector Durand estaba apoyado de forma casual en el marco de la puerta.

-¿Me recibirá ahora? -dijo él grave.

-Adelante -dijo Helyel mientras se apartaba para dejarlo entrar a la habitación-. Pero no crea que puede propasarse porque estoy sola. Sé defenderme.

Una vez dentro, el inspector apagó su cigarrillo en un cenicero puesto sobre la pequeña repisa bajo el televisor.

-Siéntese donde guste -invitó Helyel-. Y dese prisa; mis abogados están por llegar.

-No pienso arrestarla... Aún.

-No los llamé por eso -contestó Helyel sentándose en el sofá de cuero-. Vine a París por negocios. Pero créame, ha sido una estancia desastrosa. ¡Hasta el equipaje me han robado!

-Lamento enterarme de sus contratiempos. Aun así, iré al grano. ¿Por qué hizo compras con tarjetas de crédito robadas?

-Debe ser un malentendido -Helyel cruzó las piernas-. El señor Féraud me hizo el favor de prestármelas al contarle cómo perdí mi equipaje. Acordamos que hoy le reembolsaría el dinero de mis compras.

-¡Oh, ahora entiendo! -soltó el inspector con sarcasmo- ¡Son tan buenos amigos que no duda en prestarle tarjetas de crédito para sus compras en tiendas exclusivas!

-A decir verdad -contestó Helyel-, yo soy la mejor clienta del señor Féraud.

-Usted de verdad no tiene idea de nada...

-Sé quién es Armand Féraud -interrumpió Helyel con brusquedad-. Sé a qué se dedica y que él no me acusaría por robarlo -Luego, resopló cansino-. Dígame, ¿vino a molestarme sólo porque alguien reportó el móvil del señor Féraud como robado?

El inspector Durand sacó de sus vaqueros su propio teléfono.

-No, señorita, se pone mucho mejor -agregó con divertida seriedad-. Armand Féraud, presidente ejecutivo de una multinacional, murió anoche en un incendio; pero, casualmente, horas antes usted compró ropa lujosa con las tarjetas de crédito del difunto. Dígame entonces por qué no he de considerarla persona de interés en un posible homicidio.

El teléfono de la habitación repiqueteó en ese instante.

-Voy a contestar, si no le molesta -dijo Helyel.

-Adelante. No iré a ninguna parte. Y usted tampoco.

Resultó que la llamada venía de la recepción del hotel. Tres hombres en el lobby preguntaron por Yekaterina Romanov -la identidad falsa de Helyel- sin proporcionar más detalles al empleado aparte de asegurar ser los abogados que él (¿o ella?) esperaba. Hasta entregaron tarjetas de presentación para afirmar sus palabras. Mamón y sus asistentes arribaron en el instante más oportuno. De todas maneras, el inspector Durand no podía arrestarlo mientras fuera sólo persona de interés para el caso. Sin embargo, todo cambiaba si lo reclasificaban como sospechoso. Y la actuación del pobre calvo se reducía a un intento patético de arrinconar a Helyel para que se incriminase.

-No puedo bajar a recibirlos -dijo Helyel a la persona al otro lado de la línea-, hágalos subir por favor.

Colgó.

-Mis abogados han venido -anunció-. Ellos pueden constatar mis palabras.

El inspector Durand se encogió de hombros e hizo un gesto que parecía significar "Me da igual".

-Los esperaré aquí si no tiene inconveniente -dijo sin más.

-¿Tengo remedio? -soltó Helyel con ironía.

Se sentó de nuevo en el sofá. Cruzó las piernas y contraatacó al detective.

-Usted preguntó hace un momento si el señor Féraud era mi amigo -dijo grave-. Noté su sarcasmo, desde luego. Pero le responderé seriamente. Él y yo fuimos mucho más cercanos...

El inspector abrió mucho los ojos, luego carraspeó antes de bajar la mirada.

-No me malinterprete -prosiguió Helyel-. Quizá la mejor forma de describir nuestra relación sería revelarle que no fui una simple clienta. O la mejor. Eso aún se queda corto. Yo era el proyecto más importante de su carrera.

-¿Qué clase de "proyecto" era usted, en todo caso?

-Científico -aclaró Helyel-. No estoy autorizada (aún) para revelar pormenores. Sólo diré que al señor Féraud le tomó años desarrollar una cura para mi enfermedad.

-Al fin algo empieza a tener sentido en esta investigación.

-No sé qué quiso decir. Pero, como usted entenderá, soy la más perjudicada por la muerte del señor Féraud.

El inspector sacó un diminuto block de notas oculto tras la cajetilla de cigarrillos guardada en la bolsa de su camisa. Garrapateó notas con letra de médico. Luego, miró una y otra vez a Helyel como si le costase creer la mitad de lo que recién oyó.

-¿Está autorizada para decirme qué negocios vino a realizar en París?

-Pensaba comprar la compañía del señor Féraud -respondió Helyel a secas.

Alguien llamó a la puerta de la habitación en ese instante.

-Deben ser ellos -dijo Helyel a la vez que abandonaba el sillón para ir a atender.

Acertó. Tres abogados se habían apersonado en el hotel. De hecho, pudo percibir el olor azufroso de Mamón emanando de un hombre con cabello crespo, entrecano y nariz larga pero ganchuda de la cual pendían unas gafas polarizadas redondas. Ese sujeto llevaba la voz cantante. Se dieron la mano para tanto saludarse como intercambiar información. Tras esa gesto, Helyel se enteró de las falsas identidades del grupo entero y que los otros dos -un joven rubio con barbilla frágil y un afrodescendiente de edad mediana y mirada penetrante- eran los especialistas encargados de gestionar la compra de la Corporación Féraud. Los trajes de lino en tonalidades grises que vestían soltaban un tufillo a plancha caliente y almidón.

-Inspector Durand -dijo Helyel-, el señor Mijaíl Peskov es mi representante legal. Él puede corroborar mi declaración.

-Alteza, ¿le molesta si pregunto qué hace aquí la policía?

-El señor Féraud ha muerto. Y el caballero aquí presente cree que yo lo he matado.

-No -replicó de inmediato el inspector-. Sólo es persona de interés en un posible homicidio.

-No se preocupe, Alteza -dijo Mamón enseguida-. Nuestro equipo tiene los colaboradores de la rama penal más competentes de París.

-Gracias. Pero sólo necesito que confirmes mi versión de los hechos al inspector.

Mamón precisó menos de cinco minutos para apabullar al inspector Durand con evidencias y hacerlo largarse de una buena vez. Le mostró los comprobantes de pago electrónicos, el pasaporte de Helyel y un intercambio de mensajes con Monique durante la noche anterior, antes de que ella se enterase de la muerte de su hermano. Incluso le permitió conservar una copia del contrato de compra-venta a condición de que no lo divulgase a ninguna persona ajena a la Policía Metropolitana de París.

A final de cuentas, el inspector se marchó aún peor encarado que como llegó. Por lo que Helyel pudo averiguar leyendo sin permiso la mente del sujeto, él estaba seguro de que la muerte de Armand Féraud era un homicidio y que la rusa guapa con la que acababa de entrevistarse tenía relación con el supuesto crimen. A decir verdad, sólo acertó con la segunda teoría.

-¡Pensé que jamás se iría! -dijo Helyel mientras se tiraba en el sofá.

-Lo que hice debe bastar para quitárnoslo de encima definitivamente -respondió Mamón-. Si vuelve, le daré otra tunda.

-Entonces, ¿puedes garantizar que la policía nos dejará tranquilos?

-Puede hacer lo que guste, gran señor.

Helyel entonces decidió dar por su cuenta con la Agencia sin Nombre, ya que sus lugartenientes fracasaron.

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