RELEVO
Laudana acudió por la tarde al pabellón-clínica, después de su jornada en las brigadas de reconstrucción.
Cada iglú del refugio en las Islas Polares contaba con un pequeño dispensario. Pero los enfermos más graves, como su papá, eran internados en otro iglú que hacía las veces de sanatorio. Los médicos voluntarios prohibían que los pacientes tuvieran compañía de más de un familiar. Su mamá permaneció ahí la noche anterior. Ahora ella debía relevarla.
Las camas se enumeraban como los lotes. Pero los espacios destinados a éstas se dividían colocando tres biombos de tela celeste al rededor. La parte frontal se cerraba con cortinas. Casi siempre se mantenían abiertas; y cuando no, era porque el enfermo padecía algo contagioso o su aspecto podía impresionar a los más sensibles.
Penninah Gütermann, la mamá de Laudana, ocupaba una silla plegable junto a la cama de su esposo. Tenía el mentón apoyado en una mano y los ojos cerrados. Su cabeza se ladeaba peligrosamente. El chal a cuadros blancos y rosados que llevaba encima y ese vestido marrón la hacían parecer una abuela somnolienta. No era vieja en verdad. Recién había cumplido treinta y cinco años. Su melena castaña apenas si tenía canas. Sólo que esa ropa le sumaba demasiados años. Por desgracia, y al igual que sus hijos y esposo, no tenía más prendas en el refugio. Todas las limpias se quedaron en su casa y no habían ido por más.
—Ya vine —dijo Laudana en voz baja mientras le tocaba el hombro suavemente con la mano sana.
—Sí, qué bueno —respondió su mamá con presteza—. ¿Cómo te fue?
Se puso en pie rápido, tal vez para disimular que dormitaba.
—Bien —Contestó Laudana la pregunta de su madre—. ¿Cómo está papá?
—El doctor dice que estable, pero no sabe cuándo despertará. El coma puede durar sólo unos días o por el resto de su vida. —Una lágrima asomó a sus ojos—. Lo importante es que le hablemos, aunque no responda. —Cogió la punta del chal para secarse—. Parece que nos oye de todos modos.
—¡Vaya! No sabía que nos oye. Bueno, ¿quieres irte a dormir?
—¿Tienes permiso para faltar mañana?
—Sí, no te preocupes. El capataz entendió cuando le dije que sólo tú y yo podíamos quedarnos con papá.
Laudana recibió un beso cálido pero áspero en la mejilla como despedida.
—Gracias, hija. —La abrazó su mamá con cuidado de no lastimarle el brazo escayolado—. Si quieres cenar, ve a la entrada a las diez. —Después de soltarla, se quitó el chal para dárselo—. Toma, se pone frío en la madrugada.
Laudana se puso el paño enseguida. Llevaba puesto su pants rojo del club de atletismo, pero vestía una blusa blanca de manga corta. Se dijeron adiós agitando las manos. Entonces, ella recordó que aún debía preguntar algo más antes de que su madre regresara al lote.
—Oye —dijo la muchacha—, Bert no fue a trabajar hoy. ¿Vino a ver a papá?
—No. Pero, si va al lote, le diré que estás aquí.
Ahora le dejó ir.
Laudana ocupó la silla donde su mamá casi se durmió rato antes. La pobre debió cansarse en serio si cabeceó en ese asiento tan duro. En todo caso, ella apoyó el mentón en su mano sana, se puso el brazo escayolado en el regazo y quitó un mechón de sobre sus ojos con un resoplido. Seguramente también tenía el mismo gesto somnoliento. ¿De qué hablaría con su papá? ¿Qué sentido tenía hablarle si no podía contestar? Esa teoría médica no sonaba lógica. Tal vez a papá le beneficiaría más encontrarse con un rostro conocido al despertar que una conversación estando en coma. Como sea, ella y su mamá seguirían junto a él. No importaba si era por el resto de sus vidas.
Laudana percibía el transcurso del tiempo tan lento que no dudó en pensar que el resto de su vida demoraría siglos. Aunque, ya puestos, eso le daba una buena oportunidad para continuar desentrañando el misterio de la Rosa Negra. Tendría que hacerlo sola. Bert no estaba y a su amiga Laura no le daban permiso de acompañarla.
"¿Qué le habrá pasado a Bert?", se preguntó.
Él le confesó la noche anterior que Liwatan planeaba destruir su invento y eliminar de su cerebro el conocimiento para viajar entre universos. Pero ella no esperaba que ocurriera tan pronto. Era lógico que sucediera en secreto. Incluso que no permitieran a Bert despedirse de sus pocos amigos de Eruwa. Sin embargo, sus cosas aún estaban en su lote. Eso significaba que a lo mejor volvería. ¿O tal vez luego aparecería algún Ministro para destruir todo? Sólo Olam sabía.
Laudana decidió dejar de pensar en su amigo de la Tierra y concentrarse de nuevo en la Rosa Negra.
Ese mismo día, por la mañana, ella fue al baño de su colegio donde escondió la flor para regarla y ponerla al sol un rato. A decir verdad, la encontró tan lozana que dudó en echarle agua. Aunque lo hizo de todos modos. El origen sobrenatural de dicha planta seguramente la protegería de la hidratación excesiva. Notó la ausencia de Bert cuando se encontró con Laura en el patio de la escuela y se preguntaron una a la otra si no lo habían visto. Incluso Malaky Sterner, el capataz de la brigada de reconstrucción, les hizo la misma pregunta un rato después. Su cuadrilla pasó el día apuntalando techos en el bloque de aulas de primer curso sobre las cuales se estrelló un aerodino durante la invasión arriana. La cola de la nave acababa de ser removida. La tarea asignada al grupo resultó tan peligrosa y complicada que Laudana sólo pudo repasar el misterio de la Rosa Negra hasta la hora del almuerzo. No consiguió sacar nada nuevo en claro entonces. Ahora tocaba probar mientras cuidaba a su papá en el pabellón-clínica.
Según ella recordaba, la difunta reina Sofía le advirtió antes de hundirse en el charco de agua sobre una tal Lucero, la cual vendría haciéndose llamar Regina. Cuando se lo contó a Bert, él concluyó que podía tratarse de un intento de Helyel para suplantar a Su Majestad Nayara.
—Entonces —concluyó Laudana en voz baja—, la reina Sofía quiere que entregue la Rosa Negra a Su Majestad Nayara porque Olam le puso un conjuro para revelarle los planes de Helyel...
Fue una deducción brillante. Lástima que no pudo compartirla con Bert. Tal vez para esas horas incluso hubieran formulado juntos un plan para entregar la flor hechizada a la reina Nayara. ¿Dónde estaría él en esos momentos? No podía culparlo por desaparecer. Pero, en el fondo, esa partida sin adiós le resultaba más dolorosa de lo que quería reconocer. ¿Acaso le gustaba su amigo? Bueno, ¿por qué no? Era un chico guapo, inteligente, a veces le coqueteaba, no parecía molestarle que ella tuviera visiones o trances. Es más, él le salvó la vida. Bien, ahora tenía suficientes razones para conquistarlo. Sólo faltaba volver a verlo y que Olam le permitiera quedarse a vivir en Soteria después de borrarle la memoria. Sin mencionar que ella o su amistad no desaparecieran de sus recuerdos.
Una voz conocida devolvió a Laudana a la realidad.
—Hola, hola —el Maestre Aron Heker agitó la mano para enfatizar el saludo—. ¿Se puede?
—Sí, adelante —Laudana se puso en pie. Se consideraba descortés contestar sentada al saludo de un adulto.
Acompañaba a Aron un hombre joven, de cabello verde, embutido en la gabardina de cuero y camisa blanca y pantalones negros del uniforme del Cuerpo de Maestres. Era Jarno Krensher. Pero ambos se quedaron en la entrada del pabellón. El espacio apenas alcanzaba para que una persona caminara sin tropiezos. Quien estuviera cuidando del paciente debía salir cuando los médicos venían a examinar.
—¿Cómo está tu papá? —quiso saber el Maestre Krensher.
—Perdón por la franqueza —Laudana suspiró—, pero el doctor no sabe si despertará.
—No hace falta ninguna disculpa —Jarno movió la cabeza arriba abajo—. Entendemos cómo te sientes. Por eso hemos venido.
—Y también a despertar a tu papá —dijo Aron Heker—. Usaremos nuestro conjuro sanador más poderoso.
Laudana se alegró al oír la propuesta. A los compañeros de su papá se les ocurrió la misma idea que a ella cuando él cayó en coma. No dudó en apartarse de la cama para dejarles intentarlo. Ahora la chica se quedó en la entrada del pabellón mientras los Maestres se colocaban a cada lado de un Bastian comatoso.
—Cuando estés listo —dijo Jarno con gesto serio.
Si dicho conjuro precisaba dos lanzadores, entonces debía ser potente en serio.
El señor Heker y su compañero juntaron las manos como para orar. Apretaron los ojos y empezaron a recitar en rúnico. Las incomprensibles palabras sonaban a algo parecido a "Ura hala sama ura". Las machacaron hasta que Laduana se cansó de estar en pie a la entrada. Llegó a creer que en realidad sólo entonaban en otro idioma aquella cantaleta de "pain, pain, go away" (dolor, dolor, vete ya), la cual las madres repetían desde la invención del caldo a los niños pequeños cuando se golpeaban.
En una de tantas, el padre de la chica abrió los ojos tan grandes como platos y puso cara de susto. Pero fue todo. Jarno Krensher se acercó un poco al paciente. Meneó una mano frente a él. Nada pasó. Luego, chasqueó los dedos. Después, le dio palmaditas en las mejillas mientras lo llamaba. De las palmaditas, pasó a las bofetadas. Sólo consiguió hacerlo murmurar "te pago el miércoles". Tras ese curioso reflejo, no hubo más reacciones a parte de la de Aron Heker.
—Basta ya —dijo el Maestre Heker—. Es obvio que el conjuro ha fallado.
—Ese Ministro que te lo dio de verdad nos hizo quedar en ridículo —Se quejó Jarno.
—No lo creo —Aron negó despacio con la cabeza—. A lo mejor Bastian está más grave en realidad. Temía que esto pasara. —Contempló por un largo momento al enfermo y encaró a su compañero después—. Oye, ¿por qué no le haces a Laudana el favor de ir a conseguirle la cena?
—Ahora vuelvo —dijo Jarno a secas.
El Maestre Krensher pasó junto a ella, salió del pabellón y siguió el corredor hasta perderse de vista al torcer a la izquierda en una intersección.
—¿Ya está lejos? —quiso saber Aron Heker.
—Sí —respondió Laudana.
Aron se acercó a la muchacha hasta quedar a su lado en la entrada.
—Supuse que te incomodaría si te pedía usar tus dotes de vidente frente a Jarno —dijo él—. Ya sabes, para descubrir cómo sanar a tu papá.
—Gracias por ser tan amable conmigo —respondió Laudana—. Consideraré usarlos.
—Entonces hazlo tan pronto puedas. Los doctores se espantarán si lo ven con esa cara.
—¡Está bien! —resopló Laudana— Lo haré sólo porque también empieza a darme miedo.
—A propósito, ¿ha funcionado el conjuro para controlar tus trances?
—Honestamente... no muy bien. Llevaba más de una semana sin caer en trance. Pero ayer caí en uno. Fue el peor que haya tenido hasta ahora.
—¿No has caído en otro?
—No.
—Bien, supongo que Olam anuló temporalmente el conjuro para revelarte algo vital...
Laudana se quedó pensativa al oír las conclusiones del Maestre Heker. Bien podía pedirle ayuda para entregar la rosa a Su Majestad Nayara y descifrar el acertijo de la reina Sofía. Tal adivinanza quizá era parte fundamental de la revelación, aunque tampoco tenía certeza al respecto.
—No tienes que contarme nada todavía —dijo el señor Aron. Quizá creyó que ella dudaba en manifestárselo.
—Está bien —respondió la muchacha—. Pensaba hacerlo de todos modos porque escuché un acertijo en mi trance. No he podido descifrarlo, así que tampoco sé si es importante.
—Entonces más vale descubrir su significado ahora, ¿no crees?
Laudana contó entonces a Aron Heker cómo la difunta reina Sofía I se le apareció —empapada y desnuda— en un cuarto de archivo del Preuniversitario San Gleb. El Maestre Heker movía la cabeza arriba abajo con gesto pensativo mientras ella refería los detalles del trance. No le ocultó nada. Le declaró desde la entrega de la Rosa Negra y la formulación del acertijo hasta los intentos de Bert de resolver la adivinanza.
—Las ideas de Bert tienen sentido —replicó Aron—. Pero tengo poco que decir si hasta él duda. —Adquirió un aire pensativo por instantes, luego volvió a encarar a Laudana—. Te propongo algo —soltó—: intenta inducirte un trance, si no obtienes la respuesta del acertijo entonces no te corresponde resolverlo; a lo mejor es una frase clave entre Sus Majestades.
—¿Y cómo se supone que me induciré un trance? —quiso saber Laudana.
—Pues pídeselo a Olam en oración. Es capaz que hasta te revela también cómo curar a tu papá.
—Está bien. Lo intentaré después.
—Hazlo esta misma noche. No me extrañaría si el acertijo acabara siendo un mensaje cifrado.
La propuesta de Aron sonaba razonable. En especial si Bert y ella olvidaron detalles cruciales el día anterior.
Su Majestad Nayara adoraba a su hermana menor, la difunta Sofía I, cuando eran jóvenes. De hecho, la misma reina contó a Laduana cierta vez que solían secretearse enfrente de todo el mundo sin que nadie notara. Articulaban frases completas moviendo los labios en silencio cuando no las miraban. En ese caso, no resultaba descabellado pensar que también cifraban sus pláticas por si alguien más sabía leer los labios.
Jarno Krensher volvió en ese momento. Traía una bandeja cromada sobre la que reposaban una taza y plato de acero vitrificado. La cena consistiría en huevos fritos, puré de papas y té.
—Buenas noches —dijo Aron después de que Laudana recibió la bandeja—. No olvides tus oraciones.
—No las olvidaré —respondió la muchacha—, se lo prometo.
—¡Genial! Vendré otra vez por la mañana, antes del chequeo.
Laudana dijo adiós a Jarno. Y éste cerró la cortina que hacía las veces de puerta del espacio donde Bastian Gütermann reposaba. Una vez que se fueron los compañeros de su papá, ella se sentó en la silla plegable con la bandeja de comida en las piernas. Luego, atacó el huevo y los frijoles. Mientras degustaba su desabrida cena, pensó cómo oraría para caer en trance. Ella solía notar objetos, circunstancias o personas con las cuales podía ocurrir. Pero inducírselo era otro rollo. ¿A quién se le ocurriría elevar semejante petición a Olam?
Para cuando terminó de comer, había deducido que tal vez la plegaria no requería florituras.
La oración de Laudana se reduciría a pedir dos revelaciones a Olam. Primero sería un conjuro capaz de sanar a su papá. Segundo, respuestas al acertijo de la reina Sofía. No lo haría de rodillas, como acostumbraba orar en casa. Los espacios junto a la cama no alcanzaban. En vez de arrodillarse, sólo agacharía la cabeza sin levantarse de la silla. Sintió comezón en el tatuaje en forma de estrella de siete puntas en su pantorrilla derecha. No necesitaba más advertencia para saber qué sucedería después.
—Olam Bendito —murmuró ella—, escúchame por favor esta noche...
Pero no terminó la plegaria. Se detuvo al oír el estrépito de un mueble de madera muy grande al volcarse.
—¡Ay, no es cierto! —masculló Laudana rascándose el chamorro— ¡Ya estoy en trance!
Se levantó con pereza de la silla y fue directo, a paso lento, hasta la cortina. La abrió sin ganas. Tanto desgano tuvo que no le sorprendió toparse con la biblioteca del palacio real al amanecer en vez del corredor de piedra o el techo armado con bloques de hielo o las otras camas del pabellón-clínica. Una fina capa de polvo marrón, parecido a galletas pulverizadas, cubría el suelo de mármol ajedrezado y las mesas de estudio. La librería culpable de sobresaltarla yacía boca abajo sobre medio centenar de libros caídos de sus entrepaños. Las cortinas hechas girones se sacudían como fantasmas de seda mientras intentaban evitar que el viento y el alba se colaran por los vidrios rotos de los ventanales.
—Muy bien —murmuró para darse valor—, ¿qué estoy buscando?
Dio un vistazo alrededor. Las claraboyas del techo también se rompieron durante la batalla contra los arrianos. Algunas librerías al fondo, en la segunda planta de la biblioteca, estaban repletas de hoyos de bala. Podía considerarse milagro que siguieran en pie.
Laudana se dirigió al escritorio más cercano.
—¿Qué hace esto aquí? —dijo al reconocer un libro cuyo forro de piel no parecía de cerdo o vacuno.
Encendió una lámpara de lectura. Los otros textos desordenados encima del escritorio —aritmética y gramática elemental, junto con un atlas de Eruwa— daban la impresión de que un niño acudió a realizar deberes escolares y olvidó devolver todo a sus estantes. A decir verdad, ella no recordaba cuándo ayudó por última vez a la princesa Sofía (hija de Sus Majestades Derek y Nayara) con trabajo escolar.
Elí Safán, antiguo Sumo Sacerdote de Soteria, fue el autor del libro forrado en piel inidentificable. Pero se suponía que lo enterraron con él. Si apareció en el trance, debía contener la respuesta a la oración de Laudana.
La chica pasó página tras página escrita en rúnico, el idioma del reino de Olam. La mayoría contenían sólo manuscritos. En otras había grabados preciosos, aunque aterradores, de diversas partes del cuerpo cubiertas con tatuajes en forma de estrella de siete puntas. Uno cubría el pecho de un hombre, otro aparecía en la mano izquierda de una mujer, el siguiente se mostraba en una frente masculina, otro más sobre el cuarto superior de un glúteo femenino y el último ocupaba una pantorrilla. Ese debía ser de Laudana. Las descripciones de las imágenes también resultaron incomprensibles. Fueron elaboradas con las mismas cursivas elegantes del alfabeto concebido por Olam pero copiado por humanos.
—Los dibujos son bonitos —dijo Laudana—. Pero estoy segura de que no me trajeron para admirarlos.
Entonces, oyó cómo una puerta se abría de pronto. El eco de botas y zapatos llegaba desde el corredor junto con una conversación apenas inteligible porque alguien raspaba el suelo al empujar algún objeto pesado. Quizá movían un armario. El caso era que el mueble arrastraba trozos de vidrio entre las patas.
Ella reconoció la voz aguardentosa del padre de su amiga Laura. Pero decidió esperar un poco para poder oírlos mejor. Tal vez descubriría más tarde a los otros.
Las páginas del libro del sacerdote Eli terminaron en una escrita con tinta rojo pastel. También la caligrafía había cambiado. Pertenecía a una niña mayor, si Laudana no se equivocaba. El trazo redondeado de las letras denotaba esmero y práctica, aunque se reemplazaron las tildes con corazones. No obstante, el escrito no era lo más llamativo; lo más llamativo era un grabado a mediación de hoja. Resultaba evidente —por el grosor de las líneas— que lo habían calcado.
Laudana examinó el escrito deprisa. Se dio cuenta de que en realidad casi todo era una transliteración del alfabeto rúnico al soteriano, a excepción de un párrafo bajo el dibujo del águila. La chiquilla que escribió esa página tradujo sólo esa parte. "El ojo de Olam ve todo. Bajo sus alas estarás protegido", puso la traductora. De algún modo, la traducción parecía incorrecta. Pero ella no supo precisar el error en aquel instante. No hablaba rúnico.
La voz de Leonard Alkef empezó a oírse cada vez más cercana y clara. Las de los otros pronto se volvieron reconocibles. La reina Nayara y el rey Derek recorrían el pasillo con él. Otros dos andaban con ellos. La chica no reconoció al primero, pero el segundo sonaba como Bert.
—¿No crees que deberíamos consultar antes a Liwatan? —dijo Su Majestad Derek.
—Su opinión no me interesa — replicó la reina—. Debemos hacerlo de cualquier modo y a cualquier costo.
—¿Tanto desea morir, Majestad? —terció el desconocido—. La fábrica de Walaga está repleta de los peores Legionarios. Sin mencionar que Helyel se ha hecho de una forma física inmortal. Ustedes no durarán si los enfrentan.
—Helyel casi me mató una vez. Ahora se arrepentirá de no haberlo hecho cuando pudo.
—Olam no aprobará que los deje ir a Walaga.
—Entiéndame. Helyel volvió personal este asunto al elegirla para ser su cuerpo. ¿Cómo podría permitirle manchar así su memoria? No me importa ir sola a ese lugar. Alguien debe quitarle ese cuerpo. Estoy segura de que Olam no se opondrá cuando usted explique por qué fui.
—No estarás sola —intervino Derek—. Si tú vas, yo también.
—Yo Igualmente —señaló Leonard—. Bert, abre el portal.
—Si no volvemos —sentenció la reina—, dígale a Bastian Gütermann que venga y nos ayude a matar a Lucero o como sea que Helyel llame a su nuevo cuerpo.
El eco de sus voces y pasos terminó frente a la entrada de la biblioteca. Laudana abrió despacio, con cuidado de no hacer ruido, una de las hojas de la puerta. Sólo necesitaba hacer una rendija para espiarlos.
La reina llevaba sus bellos rizos acomodados en un moño en forma de cebolla y vestía un entallado traje negro de esgrima. Sostenía una espada sagrada en cada mano. Su esposo y Leonard Alkef se habían puesto los uniformes del cuerpo de Maestres: gabardinas de cuero negras, pantalones y corbata de igual color y camisa blanca. El desconocido resultó ser un Ministro de rasgos exageradamente delicados como para tener la voz en exceso varonil.
—Apártense todos —dijo Bert desde un ángulo del cual Laduana no podía verlo—. El disparo de energía es más peligroso en espacios cerrados.
El portal se abrió en medio del grupo, justo enfrente de la biblioteca.
Su Majestad Nayara caminó despacio hacia el portal, pero con paso firme. Aquello parecía como si hubieran colgado en el aire un leibinotipo del cielo nocturno en otro mundo donde el suelo se cubrió de cráteres y una gruesa capa de arena grisácea. Ni bien ella dio un paso más, la enorme mano de un autómata de combate salió de ninguna parte y la cogió por la cintura y la metió a ese otro mundo a una velocidad espantosa.
Laudana retrocedió por el susto. Pero su corazón se detuvo cuando su espalda apretó unos generosos senos bajo un vestido sumamente ajustado.
—¿Nadie te ha dicho que es grosero espiar?
Laudana tragó grueso. No quería saber quién estaba detrás o por qué.
—Mírame cuando te hablo, insolente. ¡Date vuelta!
La pobre muchacha se sentía como un témpano. El cuerpo entero le hormigueaba, sus rodillas entrechocaban y hasta juraba que algo caliente le chorreaba las piernas. Ella nunca conoció la sensación de estar a punto de ser devorada. Pero sus circunstancias en aquel momento seguramente distaban poco de ello. No sabía qué le asustaba más: encontrarse de pronto a alguien o la mujer a sus espaldas. Al oírla hablar, se dio cuenta de que la desconocida era joven, quizá en la veintena. Pero su voz sonaba tan amenazante, cargada de una dureza inhumana y odio indescriptible, que sólo podía compararse con la de un Legionario.
—¿¡Te atreves a seguir de espaldas ante mí?! —rabió la extraña— ¡Date vuelta ahora mismo!
Dicha mujer clavó las uñas en el hombro de Laudana hasta sangrarlo. Forzó a la chica a darse vuelta con tal brusquedad que por poco la tiraba.
Entonces quedaron cara a cara. La cabellera de la aparecida era como rayos solares y reflejaba la luz del amanecer. Una mirada furiosa de intenso azul eléktrico se posó en la chiquilla. Sus labios fruncidos en una mueca desdeñosa parecían una rosa a punto de abrirse. Las delicadas manos blanquecinas empuñaban un sable de caballería. Laudana jamás imaginó que una joven tan linda pudiera ser igualmente aterradora.
El día anterior se topó a la reina Sofía I en un trance. Pero ahora tenía la certeza de hallarse ante una persona distinta. Claro, Su Majestad en vida no fue gentil. Sin embargo, esta mujer —quien quiera que fuera— no disimulaba el gesto maligno de su rostro. El vestido negro adornado con discretos encajes grises y blancos tenía una similitud equívoca con el de Momoka, la muñeca de Ushio Heker. El escote apretaba los pechos de su dueña al extremo de parecer doloroso, aunque le sentaba bien de todos modos. Aquel atuendo, sin importar su aspecto coqueto, sólo acentuaba el aura terrorífica de la aparecida.
—Sabía que eras tú —La supuesta Sofía I se acercó un poco a Laudana para olisquearla—. Podría reconocer tu peste donde sea.
—¿Q-qué quiere de mí ahora?
—¿De qué hablas, mocosa estúpida? ¡Jamás me habías visto!
La reina hizo que la sangre de Laudana salpicara la pared con una sola bofetada.
—¡Déjeme! —lloriqueó Laudana— ¡Quiero despertar!
—Tú no tienes dónde ir —aseguró la mujer con sorna—. No te queda nada. Y, muy pronto, todos morirán en la misma miseria que tú. Pero alguien con tus dones me vendría muy bien. Dicen que ves el futuro. Y eso me parece encantador. ¿No te gustaría ser mi profeta personal?
—Creí que no necesitabas p-profecías —Laudana se quedó tiesa ni bien se dio cuenta de con quién hablaba.
—¡Qué niña tan perceptiva! ¡Me has descubierto! Bien, entonces vamos al meollo. Puedo darte el mundo entero si lo quieres. ¿Te imaginas ocupar el puesto de Nayara en vez de ser su empleada?
—No, gracias.
—Eres más dura de lo que esperaba. —La falsa Sofía I caminó de lado a lado con aire pensativo—. Espera, ya lo tengo. —Se acercó a Laudana para dar otra olisqueada—. Quieres tirarte a un chico que te gusta.
La muchacha no se sorprendió de que la descubriera. Más bien, le molestó ser subestimada. ¿Acaso pensaba que aceptaría servirle a cambio de un hombre?
—¿De qué te alarmas, querida niña? ¡Si apestas a lujuria! Pero no deberías conformarte con tan poco. El tal Bert no es nadie para ti. Podrías tener orgías a diario con los hombres más apuestos que puedas soñar. Imagínalo. Tener a tres, cuatro o hasta cinco de ellos satisfaciendo tus deseos carnales al mismo tiempo. Yo te lo daré sin pensar. Sólo debes arrodillarte y adorarme.
¿Era en serio? Laudana respiró profundo, lento.
—Nunca —respondió.
—Entonces muere.
Helyel atravesó el vientre de Laudana con el sable tan rápido como la condenó.
La muchacha cayó fulminada por el golpe. Le dolió como aquella vez en que Byrn, su hermano menor, le sacó el aire del estómago con un puntapié, pero multiplicado por diez. Un charco tibio comenzaba a formarse debajo de su cadera. Se hizo ovillo como pudo. El sangrado no se detendría, aunque esa posición aligeraba un poco el dolor. El hormigueo que sentía rato antes volvió. Subía por su espalda mientras el amanecer se apagaba para ella. Primero veía borrosos los zapatos escolares de charol con punta redonda que Helyel calzaba. Después, su visión empezó a ennegrecerse. Le dio frío aunque al otoño boreal todavía le quedaban días cálidos.
Entonces, ¿así se sentía morir? ¿Morir en una visión la mataría en la realidad?
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