OPERACIÓN RETRASO

Leonard se sintió un poco mareado luego de que los Ministros inyectaran información en su mente, así que se apoyó con cuidado en la encimera delante suyo. Dio un vistazo con disimulo a los otros Maestres. Pero no parecían sufrir malestar. El ambiente a bordo del aerodino HMIA Scorcher, ahora estacionado en un hangar subterráneo de Elutania, había pasado repentinamente de festivo a grave. El silencio en el compartimento de carga —convertido en Cueva del Macho— era tan denso que podía oírse la expansión de las planchas de aluminio remachadas al fuselaje.

—Hay mucho qué hacer —protestó Atael de repente, quizá para romper el mutismo—. Pienso que los humanos deberían ayudarnos.

—Y lo harán —respondió Liwatan a secas.

Enseguida, dividió a humanos, arrianos y Ministros en dos grupos.

Mizar y Jerathel se juntaron con Su Majestad Derek, Bastan Gütermann, Jarno Krensher y la capitana arriana Bami Walshor. Ellos destruirían los laboratorios de clonación en Walaga. O eso aseguró Liwatan. Por otro lado, él se hizo acompañar de Atael y Leonard, Aron Heker y el Gran Arrio Teslhar... o Erik, como aún prefería que lo siguiesen llamando. A ese grupo le correspondió encerrar a Helyel en la misma versión de la Tierra especialmente contaminada donde anduvieron aquel día más temprano.

Por alguna razón, Jerathel insistía en que era estupendo darle nombre clave a la operación. Hasta sugirió llamarla "Operación retraso". Pero no coló. A final de cuentas, los Ministros ratificaron lo que Leo sospechaba: el propósito de esas misiones consistía en evitar que Helyel atacase Soteria de nuevo. O al menos atrasarle de nuevo los planes tanto como Olam considerase pertinente. Esas fueron las órdenes despachadas desde el Reino Sin Fin. En todo caso, los mortales —arrianos y humanos— terminaron por descubrir pronto que a esos encargos les faltó poco para ser suicidas.

—Liwatan —dijo de pronto Ahoan, el Ministro Enano, antes de que terminasen las asignaciones—, necesito que Su Majestad Nayara se quede conmigo.

—Claro —respondió el aludido encogiéndose de hombros—. Por mí está bien si ella no tiene inconveniente.

Los reyes Derek y Nayara se miraron por un instante e intercambiaron asentimientos rápidos con la cabeza.

—Me quedaré —respondió ella al fin.

—Bien, que así sea —consintió Liwatan—. El resto, andando —agregó y ladeó un poco la cabeza como para enfatizar la orden—. Los que van a Walaga, aborden sus autómatas y sigan a Jerathel y a Mizar; quienes irán conmigo, síganme donde Atael.

Atael y Jerathel, los Ministros musculados, se dirigieron a diferentes puntos del hangar —Leonard ignoraba si aleatorios— e hicieron el ademán de clavar los dedos en un lienzo intangible para intentar rasgarlo. La operación demoró lo suficiente como para provocar miradas de extrañeza entre los mortales. La capitana Bami incluso se ofreció a abrir portales usando máquinas arrianas. Pero la oferta fue declinada casi de inmediato. El tejido de la realidad en Elutania no cedió hasta que ambos ángeles sacaron su segundo par de brazos de bajo sus hábitos negros y tiraron con más fuerza.

Cada portal abierto proporcionaba un vistazo poco ilustrativo de los mundos tras cada uno. El primero se abría a un vertedero inmenso donde ya clareaba; el otro, a una suerte de almacén que parecía haber sufrido un incendio. Era como mirar a través de ventanas tapadas por cortinas rotas.

—No hay tiempo que perder —dijo Jerathel mientras hacía un ademán con las dos manos izquierdas para invitarlos a pasar—. Ya es hora de romper huesos.

El rey Derek y sus acompañantes atravesaron el portal a Walaga de puntillas, por sugerencia de Mizar. Según éste, la bodega que vislumbraban estaba cerca de las líneas de montaje; y dicho sitio estaba repleto de Legionarios. Los peores, de acuerdo con su opinión. "Lo que menos necesitamos ahora —añadió— es llamar su atención". No existía motivo para dudar de tales afirmaciones, pues los Ministros tenían prohibido mentir. Pero los hechos tampoco resultaban alentadores.

Por otro lado, Leonard Alkef y sus compañeros de misión fueron directo al basurero. Pero, antes de marcharse, él dio un último vistazo atrás. Ahora Jerathel llevaba su guadaña sagrada terciada a la espalda. Leo no vio cuándo o de dónde la sacó. Seguramente violó múltiples leyes de la Física para volverla invisible e intangible.

Derek casi no se sorprendió con el aspecto de aquella bodega donde Jerathel y Mizar los hicieron entrar. Lo destacable, si acaso, eran la longitud y altura. Podía encontrar lugares más o menos parecidos en el Distrito Panindustrial de Soteria, pero sin autómatas de combate almacenados en filas hasta donde alcanzaba la vista. Por suerte, se materializaron al fondo de aquel depósito y las máquinas que los rodeaban servían de camuflaje. Nadie los descubriría a menos que fuese directo desde la entrada hasta el extremo opuesto. O ellos hicieran ruidos fuertes.

Bastian Gütermann, Jarno Krensher y la capitana arriana Bami Walshor entraron a la fábrica de Walaga enseguida.

—¿Qué sigue ahora? —preguntó por el intercomunicador de su autómata.

—Aparecimos muy lejos del objetivo principal —aseguró Jerathel en voz baja mientras cerraba el portal con sus cuatro manazas—. Tendremos que dividirnos.

Enseguida, se dio media vuelta y encaró a Mizar.

—¿Por dónde comenzamos? —quiso saber Jerathel.

—¿A dónde te gustaría ir? —reviró Mizar encogiéndose de hombros.

—A los laboratorios; sirve que pateamos algunos traseros de camino allá.

—Entonces me encargaré de los hangares —dijo Mizar—. Lleva a Su Majestad y a Bastian contigo. Yo me quedo con la capitana Bami y Jarno. —Luego, encaró a la arriana—. Capitana, ¿podría hacer un reconocimiento?

Bami se quedó quieta unos instantes, durante los cuales la pantalla de su autómata de combate le iluminó el rostro con un tono azulado fantasmagórico. Derek no imaginaba cuáles eran las expectativas de Mizar. Pero no pudo más que arquear una ceja, sorprendido, cuando ella anunció (segundos después de recibir la orden) que había terminado y ambos Ministros le preguntaron si hablaba en serio.

—Escaneé la planta con los sensores de mi autómata —aclaró Bami—. Ahora transmitiré el plano a los demás.

—Entonces tendremos que tocar tu autómata si queremos el plano —respondió Jerathel—. Y espero que funcione.

Los Ministros posaron las manos en la espalda del monigote. Luego, las apartaron tan rápido como si el recubrimiento metálico los hubiera quemado.

Derek notó tres leves pitidos dentro del casco de su autómata ni bien Bami explicó lo que había hecho. No estaba seguro de qué significaban. Pero, la coincidencia del sonido justo después de que la capitana anunciara que iba a transmitir el plano, le permitió deducir lo que pretendía comunicar. Entonces, la inteligencia artificial del autómata del rey actuó en consecuencia y mostró a su ocupante el esquema de la construcción. Se trataba, pues, de una nave industrial con la misma disposición que cualquier otra de Soteria. Contaba con espacios para oficinas, líneas de montaje, sanitarios; aunque lo más llamativo eran los puntos multicolores salpicados por todas partes y que las áreas careciesen de identificación.

—Trataré de ser breve, así que escuchen —dijo Bami—: los puntos azules del plano somos nosotros; los verdes son armamento; los amarillos representan posibles hostiles y cambiarán a rojo si nos atacan.

Derek fijó entonces su atención en un peculiar cuarto, a la orilla opuesta de la fábrica, que tenía forma hexagonal por el frente y rectangular por atrás. Dentro había un punto anaranjado y varios más pequeños del mismo color.

—¿Qué significa el anaranjado? —interrumpió.

—Material biológico-infeccioso —respondió Bami a secas—. Puede ser desde una mancha de sangre hasta cadáveres o muestras virales... O un clon.

—¡Perfecto! —soltó Mizar— Los anaranjados son el objetivo principal. Los verdes, el secundario. ¡Andando!

—Espera a que salgamos para empezar los destrozos —pidió Jerathel—. No quiero que nos eches de cabeza.

Derek, Jerathel y Bastian se pusieron en marcha enseguida y dejaron atrás al resto. Desde luego, no caminarían por el corredor central de la bodega. Lo hicieron por otro a un costado, caminando agachados y de puntillas para pasar desapercibidos entre los autómatas almacenados ahí.

—Hay laboratorios al otro lado de esta fábrica —informó Jerathel por lo bajo sin detenerse—. Destruiremos el equipamiento, documentos y los puntos anaranjados pequeños en el plano que nos dio la capitana. No presten atención al punto grande —añadió con un énfasis marcado—. Olam quiere dejarlo en paz por ahora. —En esas, paró de pronto y encaró a los dos humanos—. No tienen sus espadas sagradas, así que los protegeré de los Legionarios. Ustedes rompan todo lo que encuentren y liquiden a todo humano que se les oponga.

Derek empezaba a sospechar qué era el punto anaranjado más grande. No obstante, prefirió confirmarlo hasta tener enfrente lo que éste representaba. La explicación de Bami había dado suficientes indicios en todo caso.

El trío consiguió acercarse a la puerta del hangar. Luego, se arrimaron a la pared que tenían a un costado para colocarse en fila. El Ministro iba a la cabeza y Derek cerraba la formación. El exterior no se veía del todo desde su posición. Pero bastaba para notar que al menos diez autómatas como los de aquella bodega iban de un lado al otro acarreando maquinaria dañada o repuestos, extrayendo basura o escombros, soldando vigas o láminas de acero nuevas al techo. En realidad, los monigotes estaban poseídos por Legionarios de Helyel gracias a alguna maldición. Aunque también había humanos. Parecían ser muchos más e idénticos entre sí. Todos tenían los mismos ojos saltones, los mismos labios de bagre, los mismos cabellos rubios vueltos casi verdes a causa de la edad. Los estragos de una batalla previa eran más que evidentes.

—Prepárense para salir —susurró Jerathel—. Al decir tres...

—¿Quién va primero? —quiso saber Bastian de pronto.

Derek le dio un leve empujón por haber preguntado semejante estupidez.

—¡Él, obviamente! —soltó Derek entre dientes— ¿Olvidaste lo que dijo hace rato?

—He activado mi conjuro escudo —murmuró Jerathel—. Vayan directo al laboratorio; yo me encargo de ellos.

Enseguida, hizo la cuenta hasta tres y salió corriendo del hangar. Derek y Bastian no tuvieron más remedio que seguirlo mientras gritaba "¡Operación Walaga!". Desde luego, los Legionarios —ahora con forma de autómata de combate— no tardaron en echársele encima. Sin embargo, el solo movimiento de descolgarse la guadaña de la espalda y empuñarla liberó una corriente de aire que partió en dos a los atacantes más próximos a él. Los humanos quisieron servir de refuerzo. Recogieron ametralladoras y pistolas apresuradamente de las líneas de montaje. Pero fue inútil. La lluvia de proyectiles no bastó para que el Ministro siquiera voltease a mirarlos o herir a los Soterianos.

—Ayúdalo —ordenó Derek—. Yo iré al laboratorio.

—Bien —respondió Bastian—. Déjame cubrirte.

Derek corrió por el pasillo central —de acuerdo con el plano desplegado en la pantalla de su casco— hasta llegar a la habitación de los puntos anaranjados. Gracias a Olam, pudo despachar a puños todos los oponentes que le salieron al paso e intentaban disparar copias inferiores de los fusiles arrianos. Volaban hacia atrás con un solo golpe.

El cuarto hacia el cual él se dirigía resultó ser un laboratorio. Desde afuera se alcanzaba a ver una suerte de tanque repleto de agua donde flotaba un niño dormido, el cual respiraba a través de una mascarilla. Dio un vistazo al plano antes de arrojar a otro hostil. La ubicación del punto anaranjado más grande coincidía con la del recipiente. Tal parecía que Helyel consiguió replicar los mismos experimentos que los arrianos llevaron a cabo en Eruwa hacía casi cuatrocientos años. Si mal recordaba, Leonard llamó Clonación a ese proceso. No obstante, parecía incomprensible por qué no debían liquidar al clon. La explicación más lógica, de momento, consistía en que tal vez esa criatura no tenía consciencia de nada.

De pronto, se encendieron luces rojas y empezaron a resonar sirenas. Una voz salida de ningún lado advertía de incendios en los hangares uno al seis. El anuncio casi siempre iba precedido por explosiones.

El autómata que Derek tripulaba, desde luego, no cabría por la puerta. Así que optó por la segunda opción. Echó abajo la pared frontal del laboratorio y se metió tan rápido como su armadura mecanizada lo permitía. El estrépito de la caída y los disparos pronto atrajo más autómatas. No tenía a Baraj, su espada sagrada, así que se resignó a dejar que Jerathel los combatiera. De cualquier modo, el Ministro destrozaba, con un solo tajo de su guadaña, a casi todos los atacantes que osaban interponérsele.

El plano que la capitana Bami transmitió mostraba que los demás blancos biológico-infecciosos estaban a una decena de metros frente a Derek. La mayoría consistían en curiosos recipientes cromados cuya forma recordaba a los proyectiles disparados por tanques de asalto. El resto se hallaba en un par de artefactos al fondo del laboratorio cuyo aspecto estaba a medio camino entre nevera y sarcófago.

—Una ametralladora me vendría bien —masculló Derek.

De pronto, sintió una leve sacudida en su brazo derecho. De un vistazo notó el tubo de un arma de fuego unido a su antebrazo por un soporte y una cinta de municiones. También el número mil aparecía en la pantalla de su casco. No estaba seguro, pero eso le parecía un contador de tiros.

—¡Los deseos sí se cumplen! —exclamó al mismo tiempo que alzaba la ametralladora.

Los arrianos en verdad habían hecho un trabajo magnífico. El arma no pesaba, incluso él no se había percatado de que la llevaba a bordo. Además, apuntar resultaba muy sencillo gracias a una mira automática desplegada en la pantalla que seguía el movimiento de su brazo y se pintaba de rojo cuando se posaba sobre cualquier blanco. Disparar fue una fiesta de recipientes metálicos reventados y estallidos de vapor frío. Lástima que todo duró apenas diez segundos y paró al llegar el contador a setecientos cuarenta y nueve. No quedaban más objetivos por destruir.

Derek se dio media vuelta para volver donde Bastian y Jerathel. Bastian y el Ministro se las habían estado apañando bien sin su ayuda hasta ahora. Incluso lograron juntar una pila de extremidades mecánicas en torno a ellos.

—Hostil a las seis —advirtió de pronto, con voz femenina, el autómata que tripulaba.

Quienquiera que intentaba atacarlo, pensaba hacerlo por la espalda. Pero no ocurrió. Mucho menos le dio oportunidad de defenderse. Un ave rapaz se posó en sus hombros antes de que pudiese reaccionar y le clavó garras metálicas hasta el hueso. Dolía horrores.

—Sabía que eras tú —dijo alguien cuya voz sonaba como si hablase dentro de una lata—. ¿Cómo está tu esposa?

Derek intentó espantar al autómata volador a manotazos o a tiros. El pajarraco mecanizado los esquivaba con facilidad y, como represalia, penetraba el acero con el pico como si de papel se tratara hasta herir a su víctima cada vez.

—¡Baal, el Señor de la Tempestad, no te permitirá...!

Jerathel seguramente se dio cuenta de lo que ocurría, pues soltó un golpe al aire con su guadaña. El pajarraco no terminó de presumir su identidad. Salió disparado como si un tornado lo hubiera cogido al vuelo. Se despedazó antes de chocar con un tanque de vidrio vacío igual al que contenía al niño dormido de hacía un rato.

—¡No te quedes ahí como pasmarote! —dijo Jerathel chasqueando los dedos— ¡Tienen que irse ahora!

Derek corrió de vuelta al corredor donde el Ministro y Bastian Gütermann habían combatido durante aquella misión. Algunos de esos humanos intentaron disparar desde lo alto de las vigas. Pero él los acabó con la ametralladora montada en su brazo. Le quedaron seiscientos sesenta y nueve tiros disponibles tras la hazaña.

Dio la casualidad de que Mizar, Bami y Jarno volvían de los hangares justo cuando a él lo golpeó y derribó un conjuro lanzado a la ventura el cual, ni bien se levantó de nuevo, le hizo moverse más lento que caracol en muletas. Por suerte, la capitana arriana encendió los propulsores de su autómata y voló hasta alcanzarlo. Enseguida, se lo cargó al hombro y lo llevó al centro del corredor junto con Jerathel.

—¡Váyanse todos ahora! —ordenó Mizar mientras clavaba su espada sagrada en el pecho de un Legionario para rematarlo— ¡Jerathel, abre el portal!

—¡Queremos ayudar! —dijo Bastian. De hecho, sus palabras manifestaban el sentir que Derek no podía expresar por culpa del conjuro que lo golpeó.

—No pueden —replicó Jerathel al mismo tiempo que usaba el asta de su guadaña como lanza contra otro oponente—. No quedan mortales que enfrentar, sólo Legionarios. Necesitarán las espadas sagradas si quieren servirnos de algo.

Enseguida, el Ministro clavó los veinte dedos de sus cuatro manos en la carcasa del enemigo al que acababa de vencer, y la rompió a la vez que abría el portal de vuelta a Elutania.

—¡Lárguense! —exigió Mizar— ¡Nosotros terminaremos con esto!

Bastian y Bami apoyaron en sus hombros al enlentecido rey de Soteria y lo sacaron de la fábrica de Walaga prácticamente a rastras. Jerathel los urgió a marcharse pues, si se quedaban, sufrirían las consecuencias del próximo conjuro que iba a lanzar.

Nayara creía saber por qué Ahoan le hizo quedarse. Si ella no se equivocaba, la razón tenía que ver con la Rosa Negra que recibió un par de días antes.

La reina esperaba en silencio a que los empleados domésticos de Erik terminasen de recoger los platos y sobras del festín que se celebró un rato antes ahí mismo, en el compartimiento de carga del HMIA Scorcher. Ni bien ellos acabaron de limpiar la barra en medio del compartimento y recoger vasijas y barrer, se retiraron a paso veloz... aunque no lo bastante como para dar la impresión de que se iban porque los urgieron. El Ministro permaneció afuera todo el rato desde que llegó. Según él, su peso podría volcar la aeronave sin importar lo pequeño que él fuera.

—Acérquese por favor, Majestad —pidió el Ministro serio—, estaremos solos muy pronto.

Nayara se dirigió a la compuerta en la parte trasera de la nave, que servía también de rampa, y descendió. La bodega subterránea donde guardaba Erik aquel vehículo estaba casi vacía. La servidumbre se perdió de vista por un cristal de acceso bajo el ala derecha. El eco de sus pisadas y la pintura gris brillante que recubría el suelo aumentaba la sensación de soledad.

—¿Por qué necesitamos estar solos? —preguntó con calma.

—Porque, desgraciadamente, los arrianos son tan recelosos ante lo desconocido como los humanos.

Ella estaba consciente de que los Ministros carecían de impulsos carnales. Y, aún así, le incomodaba vestir uno de los entallados uniformes de una pieza que usaban los arrianos. Sobre todo porque le parecía sacrílego. La ropa de Elutania se adhería al cuerpo de tal forma que poco le faltaba para causar la sensación de desnudez.

—¿Puedo pedir a Su Majestad algo antes de comenzar?

—Adelante —concedió ella.

—Si usted lo desea, puedo prestarle uno de mis hábitos en caso de que le incomode la ropa arriana.

—No quisiera molestarlo...

—De ningún modo.

Ahoan, El Gigante, chasqueó los dedos para hacer aparecer un cómodo hábito negro encima de Nayara.

—Le dije que no sería molestia —aseguró el Ministro—. Ahora, acérquese por favor.

Ambos caminaron uno hacia el otro. Los pasos lentos del Ministro Enano hacían vibrar el suelo como si provocaran pequeños sismos. Una vez que estuvieron frente a frente, él alzó sus manecitas de un modo que recordaba a un niño pidiendo que lo cargaran.

—No intente alzarme —advirtió Ahoan—. Peso más que todo este edificio.

—Está bien —accedió Nayara—. Pero, supongo que puedo saber para qué me he quedado.

—Lo sabrá en un momento. No se mueva, por favor.

Las manos, el rostro infantil y los pies del Ministro brillaron en ese instante hasta volverse imposibles de ver directamente. Enceguecían como mirar al sol. Nayara terminó por cerrar los ojos. No estaba segura de cómo, pero fue capaz de percibir la forma real del pequeño Ahoan en una suerte de visión. Él no ganó el apodo de Gigante porque sí; tampoco se trataba de un chiste. En realidad, era un ser inmenso, hecho de luz blanca, más alto que la Torre Nimrod. Si el centro de gobierno arriano tenía más de cien pisos, su cima apenas alcanzaba el pecho de aquel peculiar Siervo de Olam. Eso explicaba las sacudidas en el suelo al caminar.

—Abra los ojos, Majestad —ordenó Ahoan.

Ella lo hizo de inmediato. No estaba segura de qué sucedió un momento antes, pero prefirió abstenerse de preguntar. Quizá podía considerarse irreverente.

—Según parece —prosiguió el Ministro—, mi sospecha era cierta. La Rosa Negra le otorgó más de lo esperado.

El día anterior, Nayara recibió un peculiar obsequio de la niñera de su hija. Se trataba de una rosa negra plantada en una maceta de barro. La dichosa flor contenía un conjuro el cual solo ella podía activar tocando los pétalos.

La primera consecuencia del encantamiento consistió en la aparición de Shibbaron, la espada sagrada de la difunta reina Sofía, bajo la cama. Hasta ese momento, Nayara no estaba segura de por qué se la entregaron. En todo caso, más tarde algunos Ministros se reunieron con ella, el Gran Arrio Teslhar, y los miembros sobrevivientes del Cuerpo de Maestres. Incluso el propio Ahoan estuvo presente. Durante dicha junta, planearon el primer golpe para retrasar los planes de Helyel.

—Yo creí que la Rosa Negra sólo me había vuelto ambidiestra—dijo Nayara seria—. ¿A final de cuentas, me afectó más?

—Básicamente —Ahoan asintió despacio—. Pero me temo que no puedo explicarlo en términos sencillos. —Dio un par de pasos cortos que provocaron sacudidas en el suelo—. Tenía la sospecha de que el conjuro de la Rosa Negra aún no surtía todos sus efectos, porque volverla ambidiestra me pareció demasiado trivial para un lanzamiento tan complejo. Así que sólo accioné las partes latentes.

—¿Partes latentes? ¿O sea, que el Conjuro no iba a funcionar de inmediato?

—Lo mejor que puedo hacer es informarle que ahora usted tiene un vínculo con la espada de su hermana y se ha vuelto casi tan poderosa como un Ministro de jerarquía media, como Mizar o Atael. ¿Por qué no prueba ahora?

—Muy bien, ¿cómo?

—Haga venir a Shibbaron desde Eruwa con el conjuro Mideh.

—¿Acaso se puede usar desde otro mundo?

—Mientras no dude, sus dos espadas acudirán a su mano... aunque estén en el mismo hades.

Nayara entonces extendió su mano derecha, porque seguramente el arma no querría ser empuñada de otro modo, y recitó en voz alta y clara.

¡Mideh, Shibbaron!

Tuvo que apretar los ojos para no deslumbrarse cuando la espada de su fallecida hermana menor se materializó en el aire. La cogió al vuelo en cuanto pudo volver a mirar, antes de que cayese. Había acudido a su llamado desde el Refugio de las Islas Polares y ella apenas podía creerlo.

—¡Guau! —exclamó como una chiquilla asombrada— Siempre me admiré de que Sofía pudiera combatir con una espada en cada mano. —Luego, bajó la espada despacio—. ¿Ahora yo podré hacer lo mismo?

—Lo mismo y más. Porque lo necesitará.

En ese momento, un portal se abrió en medio del hangar. El esposo de Nayara, Jarno Krensher, Bastian Gütermann y hasta la capitana Bami Walshor lo cruzaron de un salto e incluso el fuego de una explosión alcanzó a colar su lengua ardiente en Elutania. Los cuatro acabaron en el suelo tras una caída estrepitosa aún a bordo de sus autómatas. Y, enseguida, Bastian y Jarno desmontaron de sus máquinas de combate. Luego, abrieron la carcasa de la de Derek y lo sacaron aprisa para después echárselo en hombros y llevarlo hacia ella. Él sangraba de múltiples cortes en los brazos y el pecho.

Nayara se disculpó apresuradamente con Ahoan, el Gigante, y fue a donde su marido.

—¿Qué te pasó? —preguntó a su esposo con toda la calma que le fue posible.

—Estoy bien —respondió Derek tan despacio que resultaba desesperante oírlo.

Nayara encaró a los otros, pues de seguro a su marido le llevaría horas explicar qué ocurrió donde fue.

—¿Saben qué le pasó? —exigió ser enterada.

—Lo golpeó un conjuro perdido —respondió Bastian—. Imagino para qué lo lanzaron, pero no a quién.

—Fue un Legionario —terció Derek pronunciando cada letra con tal lentitud que, por momentos, daba la impresión de que perdería la conciencia.

Los pasos de Ahoan al acercarse provocaron vibraciones en el suelo como hubiesen dejado caer si un gran peso.

—Es un ralentizador —aclaró el Ministro—. Suele utilizarse contra objetivos veloces. Acuéstenlo —ordenó enseguida—, haré que pase el efecto y le curaré las heridas.

Bastian y Jarno pusieron a Derek boca arriba en el suelo. Luego, se alejaron despacio. Ahoan posó deprisa sus manos en el pecho del rey. El brillo repentino e intenso de éstas hizo que todos apartaran la mirada de él. La luz que emitía era perceptible aún con los ojos cerrados, casi como tenerlos cubiertos con tela roja.

—Está listo —informó el Ministro.

—Pues me alegro —replicó Derek—. Me desesperaba que todo mundo anduviera más lento que tortuga reumática.

—El lento eras tú —dijo Nayara despeinándolo con afecto luego de acuclillarse junto a él—, pero no me importa en absoluto. ¿Cómo les fue? Volvieron bastante rápido.

No tanto en realidad —contestó Derek incorporándose—. Estuvimos en ese lugar, Walaga, como por media hora. ¿No es cierto, muchachos?

Bastian asintió despacio para mostrarse de acuerdo; la capitana Bami, por otro lado, aseguró que pasaron cuarenta minutos en Walaga. Nayara prefirió no discutir. En todo caso, le daba igual pues cumplieron al fin el cometido de retrasar los planes enemigos tanto como fuese posible. Ahoan incluso vaticinó que quizá transcurrirían meses antes de que Helyel pudiese volver de donde ahora fue a parar y reconstruyese su malogrado ejército mecánico. Ninguno lo sospechaba entonces, pero no habían ganado tanto tiempo como creyeron. Olam, de hecho, revelaría poco después que esas eran sus intenciones. Aunque, gracias a ello, Soteria pudo ser reedificada y pasó décadas sin otra invasión.

—Si gustan —agregó Ahoan—, pueden volver a Eruwa ahora mismo.

—Está bien —dijo Nayara seria—. Pero, ¿qué hay de nuestras espadas sagradas?

—Mañana las tendrán de vuelta, si Olam lo permite —respondió Ahoan—. Capitana —dijo luego de encarar a Bami—, ¿podría abrir un portal a Eruwa, por favor?

—Debo traer el generador de nuevo —contestó ella.

Enseguida, se marchó directo al mismo cristal de acceso, junto al HMIA Scorcher, por donde los otros arrianos retiraron todo el equipamiento hacia un buen rato. Nayara pensó que demoraría e insistió en volver al aerodino y esperar ahí. Por lo menos tendrían donde sentarse.

Derek pasó cerca de quince minutos refiriendo a su esposa cómo destrozaron la fábrica de Walaga. Y añadió que encontraron humanos allá, todos idénticos entre sí. Por desgracia, tuvieron que defenderse de ellos pues servían a Helyel. Bastian sólo confirmó sus palabras y expresó que el individuo al cual eligieron para crear todas esas réplicas tenía ojos saltones y cara de pescado. "Eran feos con F mayúscula*", aseguró. A final de cuentas, su tarea fue destruir un laboratorio mientras los Legionarios sufrían una derrota humillante a manos de Jerathel y Mizar. Aunque, más bien, era el primero quien causaba el mayor daño. Muchos de sus oponentes caían con un solo golpe de su guadaña o, a veces, de sus cuatro enormes puños.

En ese momento, Bami Walshor apareció por la compuerta de carga.

—Todo está listo —confirmó ella—. Vengan, por favor.

Nayara, Bastian y Derek descendieron del HMIA Scorcher, por la compuerta de carga, y siguieron a la capitana hacia el sitio donde ella reensambló el Generador de Portales, en el hangar.

El aparato recién montado se asemejaba a un espejo de cuerpo entero. Pero, en vez de reflejar a Nayara y cuanto y a quienes tenía en derredor, mostraba un corredor bordeado por catres desarreglados. Al final de éste, alcanzaba a distinguirse el pabellón de cristal donde ella y su marido convalecieron.

—No queda suficiente potencia —dijo Bami—. Sugiero cruzar rápido; pero de uno en uno.

Nayara fue la primera en saltar de vuelta a Eruwa. Derek y Bastian cruzaron casi de inmediato. Lo último que vieron de Elutania, en el instante previo al cierre del portal, fue a Bami agitando una mano como despedida. Pasaría casi un año antes de que volviesen a encontrarse.

—Bien —dijo Nayara tras un largo suspiro—, ahora buscaré a Laudana. Tenemos una revelación de qué hablar.

—Y más vale que ese tal Bert no esté con ella —agregó Bastian entre dientes—. Porque si no yo...

Derek lo rodeó por los hombros con un brazo y le dio palmaditas tranquilizadoras en la espalda.

—Cálmate, hombre —dijo por lo bajo—, Mizar dijo que no han hecho nada malo.

—Eso fue mientras él andaba por aquí —replicó Bastian—. De seguro aprovechó en cuanto se fue Mizar.

—Basta —intervino Nayara—. Mizar no estaba aquí, en primer lugar; y, en segundo, no deberías dudar de su palabra o desconfiar así de tu hija.

—¡Claro que confío en ella! Pero son jóvenes...

Se pusieron en marcha enseguida. Las pocas personas presentes cuando aparecieron continuaban cobijadas en sus catres o cepillándose los dientes o comiendo como si nadie se hubiese materializado delante de sus narices. Quizá para entonces se habían habituado tanto a la tecnología arriana que dejaron de sorprenderse con ella.

Ron Gillespie conducía despacio por las calles de Rabat. No entendía por qué, pero el tránsito parecía más ligero que de costumbre. Por lo general, el centro de la ciudad solía abarrotarse de coches y peatones que no cabían en las aceras y se colaban entre los vehículos. El que fuera de noche no parecía relacionarse con la poca afluencia. Aún así, había tantos conductores que apenas si podían circular a vuelta de rueda. Las luces de aparadores y anuncios aún encendidos se reflejaban sobre los vidrios polarizados de la pickup de forma que recordaban, de forma equívoca, a un árbol navideño antiguo. No obstante, la peor parte de todo iba a bordo con él. Debía escoltarla al Cuartel General por mandato de su oficial superior, el Agente George Washington.

La mujer en el asiento del copiloto miraba a través de la ventanilla. O quién sabe si en realidad era una. Ron se acordaba haber leído en algún lado que los demonios carecían de sexo. En cualquier caso, él no se había quitado la máscara de Abraham Lincoln que la Agencia le obligaba a portar. Se tranquilizaba con la idea de que ella (o lo que fuese en realidad) no pudiese verlo a la cara. Aunque quién sabe si servía de algo más ocultar la identidad a alguien capaz de eliminar sin esfuerzo a tres exmilitares con años de entrenamiento.

El semáforo cambió a verde.

—Dijiste que tu mundo quedó sin energía —soltó Helyel a propósito de nada.

—Escasea, que es distinto —aclaró Ron—. Cada país decide cómo racionarla; pero casi siempre sólo encienden la corriente en las calles principales, como aquí.

—Entiendo. ¿Falta mucho para llegar?

—No —respondió Ron—. Hasta podríamos bajarnos y caminar si quisieramos.

—¿Y por qué no lo hacemos? —respingó Helyel como una chiquilla malhumorada—. Llevamos dos horas en este puto embotellamiento y no parece que vayamos a salir pronto de él.

Ron comprendió por qué su acompañante recién empezaba a hablar. Seguramente comenzaba a desesperarse.

—No hay dónde aparacar —dijo serio—. Tampoco pienso bajarnos y dejar aquí la pickup.

—De todas formas, no es tuya.

—Y por eso mismo la agencia me la cobraría si la abandono.

—No te preocupes, yo la pagaré por ti con tal de largarnos —abrió la portezuela para bajar de un brinco—. Y no me deberás nada —agregó antes de cerrar—. Andando.

Ron apagó el motor y descendió tras él o ella o lo que fuera. No cometería el error de intentar someter a esa letal rubia y subirla de nuevo. Como varios agentes habían muerto tratando de evitar que ese ser contactase al jefe, lo mejor por ahora era cumplirle sus caprichos. Quizá por ello accedieron a sus demandas. Además, tenía razón. El cuartel general de la Agencia quedaba a unas calles y, considerando la lentitud del tráfico, podían llegar más pronto si caminaban hasta allá.

Las injurias de los otros automovilistas llegaron a oídos de Ron entre claxonazos. Hubo incluso un hombre fornido y barbado que se atrevió a bajar de su coche, agarrarlo por el hombro desde atrás y hacerlo voltearse para exigirle que quitase la pickup de en medio de la calle. Pero el infeliz retrocedió —manos en alto y caminando de espaldas— tan pronto el cañón de una Desert Eagle se posó a toda velocidad bajo su quijada y le restregaron en la cara las palabras "Agente Federal de los Estados Unidos". Pronto se armó una gritería y muchas extremidades se agitaban desde cientos de ventanillas abiertas. Los viandantes incluso se apretujaban contra las fachadas y aparadores de los negocios para rodearlo.

—¡¿Alguien más quiere protestar?! —exigió saber Ron a gritos mientras agitaba su pistola en alto.

Enseguida, buscó a Helyel de un vistazo. El tiempo que él desperdició con aquel pleitecito bastó al "invitado" del agente George Washington para llegar primero a la esquina. Le dio alcance casi corriendo, a la vez que el gentío se apartaba lo más que podía. Cuando al fin lo alcanzó, ella (¿o él?) lo tomó por el brazo como para fingir que eran pareja. Ron se hubiera negado en otras circunstancias. Además, no entendió por qué el demonio lo hizo. En cualquier caso, no quería terminar como Jefferson, James y Kennedy. Satán asesinó a los tres infelices en el campus de la Universidad Autónoma de Texas unas dos horas antes. De no haber sido por ese desafortunado encuentro, el Agente Washington no se hubiera molestado en recibir al diablo en el cuartel. Quizá aceptó porque ignoraba que los demonios nunca fueron mitos.

—No exagerabas cuando me contaste que este mundo tenía sobrepoblación —dijo Helyel.

—Claro que no exageré —contestó Ron haciendo su mejor esfuerzo para tranquilizarse y esquivar a los millares de viandantes que pasaban a su lado—. Pero no sé que pasó hoy, casi siempre anda el doble o el tripe de gente.

Helyel apoyó su cabeza en el hombro de Ron y apretó su mano con delicadeza.

Resultaba que el gesto no era una muestra de afecto. Por el contrario, el contacto con esas manos tersas le llenó la cabeza de él con imágenes de una ciudad victoriana atacada por androides. No era Londres u otra ciudad que pudiera recordar. Los soldados defensores de aquella vieja metrópoli vestían uniformes de infantería en cuyas mangas portaban un emblema formado por una calavera sobre dos fusiles cruzados y el lema "No fear. No mercy. No fail". En español, eso significaría "Sin miedo, Sin piedad, Sin fallar". Pero esos pobres valientes sufrían una masacre tal como rezaba en sus insignias. La superioridad tecnológica de sus oponentes los había arrinconado alrededor de una curiosa plaza redonda en cuyo centro había un mosaico circular gigante, de aguamarina, con una estrella de siete puntas grabada en la superficie. Ahí los robots exterminaron a esos últimos combatientes a tiros en la cabeza. Luego, las máquinas arrancaron el mosaico de su sitio para llevárselo volando.

Ron no estaba seguro, pero presentía que Helyel le provocó esa visión para advertirle que le había hecho eso a otro mundo y al suyo podía ocurrirle lo mismo.

—¿Hacia dónde queda tu dichosa agencia, Ronald? —quiso saber Helyel.

—Está a un par de manzanas más adelante —dijo Ron señalando al frente con el mentón—, en aquel edificio donde empieza la "zona oscura" de la ciudad.

—Date prisa entonces. Presiento que nos siguen.

Ron sabía cómo echar un vistazo atrás sin alertar a quien lo estuviese cazando. Podía aprovechar el reflejo de los aparadores y los retrovisores de vehículos que tuvieron la mala suerte de poder aparcarse y ahora estar atascados en el mismo punto. Resultaba eficaz, aunque también difícil y tardado.

—No veo a nadie —aseguró al fin.

—Yo tampoco, pero puedo olerlos. ¿Sabes a qué huele el ozono?

—No recuerdo.

—Tampoco importa. Ese hedor indica que mis enemigos andan más o menos cerca. Calculo que a tres o cuatro manzanas. Ahora date prisa, ¿quieres?

Leonard tuvo que reprimir las arcadas ni bien cruzó el portal de Elutania a ese basurero en sabrá Olam qué versión de la Tierra. De hecho, el malestar no se debía tanto a la fetidez sino a su intensificación repentina. El casco de su autómata tenía un respiradero que, si bien filtraba gases tóxicos, dejaba pasar los olores además de mezclarlos con un refrigerante. Enfriar la peste sí que lo empeoraba todo. Los faroles instalados en los hombros de su autómata iluminaban las montañas de basura a su alrededor y espantaban a los roedores con su luz blanca.

Atael se le acercó y posó una de sus manazas en el hombro.

—Te ves pálido —dijo el Ministro con su vocecilla aflautada—. ¿Seguro que puedes continuar?

—Estoy bien —respondió Leo—. Pero será mejor no quedarnos mucho.

—Secundo la moción —terció Aron.

—También estoy de acuerdo —se unió Erik—. No quisiera vomitar dentro de esta cosa —dio un golpe a la carcasa de su autómata para enfatizar sus palabras—; limpiarla es una lata en serio.

Atael alzó otra de sus cuatro manos y pidió silencio a todos con un ademán.

—Denme un minuto, por favor —contestó serio mientras miraba despacio de lado a lado—. Trataré de encontrar a Helyel para irnos de una vez.

Leonard empezó a respirar lento para soportar mejor el olor a comida en descomposición y pañales quemados.

—¿Cómo piensas encontrarlo? —quiso saber.

Atael no contestó de inmediato. En vez de eso, juntó dos de sus manos de manera que sólo se tocasen las puntas de los pulgares e índices. Las movía despacio mientas sus ojos de irises rojos parecían mirar el suelo terregoso a través del hueco entre sus dedos. Caminaba despacio sin parar de murmurar algún conjuro o despegar la mirada de la tierra contaminada con lo que quizá era la basura de varias ciudades. Su actitud recordaba, de modo equívoco, a un chamán buscando agua con ayuda de una vara mágica.

—Olam nos reveló hace rato a quiénes vino Helyel a buscar —dijo al fin—. Ustedes los alejarán de él mientras yo lo maldigo.

—O sea —terció Erik—, que seremos carnada.

—Yo no lo diría así —respondió Atael sin parar su peculiar búsqueda—. No puedo hacer ambas cosas al mismo tiempo, por eso necesito que ustedes se encarguen de ellos.

—Carnada o distracción —secundó Aron Heker cruzado de brazos—; es lo mismo a final de cuentas.

Atael finalmente detuvo lo que sea que había estado haciendo y encaró a los Maestres.

—He terminado de rastrearlo —informó—. Está en la zona centro de Rabat...

—¿Es eso una ciudad? —interrumpió Aron Heker para aclarar sus dudas.

—Sí —respondió Leonard—, y no cualquiera. Es capital de un país llamado Marruecos.

—Como decía —prosiguió Atael—, encontré un túnel con rieles que pasa debajo de la ciudad. Hay una entrada a un kilómetro de aquí —señaló hacia el oeste—, en esa dirección. Sólo tendremos que seguirlo hasta alcanzar a Helyel.

Leonard no tardó en deducir que debían ser líneas subterráneas del metro. Pero se abstuvo de explicarlo. No quería tener que dar cátedra para Aron y, con ello, demorar todavía más la misión. Solo esperaba que la forma en que Atael ilustró el concepto bastara para satisfacer cualquier curiosidad. No obstante, el plan propuesto tenía una falla importante. Si su objetivo ya paseaba en coche por el centro Rabat, sonaba ilógico tomar lo que se antojaba como el camino más largo.

—¿Seguirlo a pie cuando él va en coche? —dijo Leo— ¿Es en serio?

—Helyel está atrapado ahora en un embotellamiento —aclaró Atael—. Y no saldrá pronto de eso. Síganme —dijo poniéndose en marcha—, entre más pronto nos vayamos de aquí mejor.

—Yo me apunto a esa iniciativa —apoyó Aron—. No aguanto esta peste.

Al final, los dos Maestres y el Gran Arrio Teslhar siguieron a Atael por un sendero entre las montañas de basura en aquel muladar. El cielo sin estrellas, cerrado de nubes grises, no daba pistas claras de qué hora sería. La interfaz de usuario de los autómatas también resultó inútil para ese propósito pues el reloj mostraba las veintisiete con cincuenta y nueve. No era una falla sino la hora local de Nimrod, la capital mundial de Elutania, cuyos días contaban con treinta y seis horas.

Atael iba delante del grupo, aún mantenía juntos los índices y pulgares de su par de manos superior y no paraba de mirar por el hueco formado entre sus dedos. Cada cuando viraba en algún montículo de inmundicia o quitaba algún frigorífico inservible —u otro escombro menos identificable— atravesados en el camino con su segundo par de brazos y sin apartar la mirada de lo que hacía. Incluso llegaron a pasar por un punto el cual a Leonard le pareció que era el mismo de donde partieron. Pero no alcanzó a quejarse. El Ministro no paró hasta que llegaron a una cerca de acero que atravesaba de lado a lado el Everest de aquel basurero.

—Hay un portón enterrado entre la basura —informó Atael—. Será más fácil abrir un portal que desenterrarlo.

—¿Y es seguro que andemos por la calle con esto encima? —soltó Aron mientras repasaba las manos sobre su autómata para referirse a él.

—¿Por qué andaríamos en la calle si puedo acercarnos a donde está Helyel? —contestó el Ministro.

—Era justo lo que iba a sugerir hace rato —añadió Leonard.

—Apártense. No quiero que caigan dentro.

Enseguida, Atael se puso en cuclillas y enterró los dedos en el suelo para arrancar un pedazo de tierra de tamaño respetable. Al terminar, se puso en pie e indicó a todos, con un movimiento de cabeza, que podían saltar dentro del agujero que acababa de hacer. El hueco era lo bastante grande como para arrojar dentro un coche mediano. Erik fue el primero en tirarse. Aron, el siguiente. Leonard, por su parte, dio un vistazo primero. Claro que no desconfiaba del Ministro. Pero no había forma de ver, desde el borde del hoyo, si el metro no corría en ese momento.

—En Nombre de Olam, allá vamos —dijo Leonard antes de pegar el brinco.

El Maestre Alkef aterrizó de pie. Si bien el túnel resultó más amplio de lo esperado, estaba incluso más oscuro que afuera. Sólo alcanzó a ver lo poco que los faros del autómata iluminaban al frente.

El portal abierto en el suelo se cerró por sí mismo tan pronto Atael lo atravesó.

—Ahora por dónde —quiso saber Erik.

—Por aquí —respondió Atael luego de señalar hacia la derecha.

Lo siguieron de inmediato, en silencio. Sólo Olam sabía cómo se orientaba el Ministro bajo tierra. En todo caso, los guiaba por una ruta segura. El rumbo que recién había indicado los enfiló hacia una bifurcación. Tan pronto se adentraron todos en ese otro ramal, un convoy del metro pasó a espaldas de ellos tan rápido que fue imposible distinguir si llevaba pasajeros... sin mencionar que los hubiera arrollado de haber permanecido en la misma rama. En todo caso, Atael aconsejó moverse a paso veloz por si Helyel se desesperaba y decidía que iría más rápido si se bajaba del coche. Según él, esa versión de la Tierra tenía una sobrepoblación tan grave que los embotellamientos eran de lo más común... sin mencionar que duraban días en las mega urbes. En una ciudad mediana, como Rabat, corrías el riesgo de quedar atrapado en tu automóvil toda la noche si tenías la mala suerte de salir tarde del trabajo durante un atasco de tráfico. Por ello, muchos de sus habitantes preferían andar a pie.

—Erik —dijo el Ministro de pronto mientras el grupo andaba por los túneles—, intenta leer la mente de Helyel.

—No se si pueda —respondió el aludido—. Aún no tengo tanto control como quisiera.

—Precisamente por eso te lo estoy pidiendo.

—No quiero parecer grosero —intervino Aron—, pero ¿cuál es el objetivo de practicar esa habilidad ahora?

—No es simple práctica —replicó Atael—. El poder descontrolado de Erik nos permitirá descubrir la ubicación exacta de Helyel. Claro, con ayuda de un pequeño conjuro que lancé hace justo un instante.

—Sería como un radar —intervino Leo—, ¿cierto?

—Algo así. Bien, Erik, dale.

Los arrianos, por descender de mujeres antiguas y ángeles que renunciaron a su inmortalidad, heredaron algunos rasgos de éstos últimos. El más notable era la capacidad de leer mentes. Aunque dicha habilidad era menos potente en ellos, al grado de que bastaba que la víctima sólo tuviese un poco más de intelecto que el elutaniano promedio para obstruirla. Los Ministros y Legionarios, por lo tanto, eran casi invulnerables a ella.

Los arrianos aprendían a dominar sus poderes mentales durante la infancia, que para ellos duraba hasta cerca de los quince años o algo así. Pero, como Erik había pasado gran parte de su vida en Soteria —y hasta se volvió Maestre antes de ser coronado como el Gran Arrio Teslhar—, ahora carecía del control necesario de sus habilidades.

Atael explicó enseguida cuándo y por qué Olam quiso aprovechar las dificultades de Erik.

—¿Recuerdan que no nos juntamos con ustedes mientras almorzaban?

—Sí —respondió Aron—, ¿qué con eso?

—Pues resulta que no lo hicimos porque sí —dijo Atael—, sino que estuvimos orando todo ese rato (cosa que, por cierto, casi nunca necesitamos) para que Olam nos revelara sus planes contra Helyel. Según supimos, pasará mucho tiempo antes de que Helyel vuelva a poner un pie en Eruwa. Lo dejaremos encerrado en esta tierra hasta que Soteria y el resto de Eruwa hayan sido reconstruidas. Pero eso no significa que sus Legionarios no podrán venir acá o irse cuando les plazca...

—O que él no seguirá intentando colarse a Eruwa —agregó Aron.

—Eso es correcto —respondió el Ministro—. Erik, ¿puedes sentir a Helyel?

—Oigo mucha gente en una calle —respondió Erik—. También a mis compadres. Pero...

Se detuvo de pronto. Hizo un gesto de dolor y se inclinó un poco, apoyando las manos en las rodillas como si intentase recobrar el aliento.

—Creo que ya lo encontré —dijo con los dientes apretados—. Me repelió.

Atael se le acercó aprisa, casi corriendo, y posó una de sus manazas en la cabeza del arriano. Lo sostuvo con las otras tres antes de que se desplomara sobre los raíles.

—Tu falta de control hace que tus poderes mentales sean más potentes —aclaró—. Ningún otro arriano adulto hubiera podido detectarlo. Incluso uno joven hubiera batallado. Ahora, ¿crees que podrás guiarnos a donde lo viste?

Erik se enderezó y sacudió un poco la cabeza, como para espabilarse. Atael lo soltó en ese momento.

—Mejor seguiré al sujeto que lo escolta —contestó Erik—. Es muchísimo más fácil.

—¿Puedes seguir adelante?

—Sí puedo —asintió Erik—. Estoy mejor ahora.

Se pusieron en marcha enseguida, con Erik y el Ministro al frente.

A Leonard le pareció un tanto extraño que Helyel no hubiese al menos intentado asesinar a Erik en represalia por leer su mente. Pero pronto confirmó lo irreales que sus suposiciones fueron. Ni bien él expresó lo que pensaba, Atael aclaró que precisamente lo evitó cuando sostuvo a Erik deprisa. Anuló la conexión mental entre ambos.

—Gracias a Olam que Helyel aún es débil —dijo el Ministro.

Atael explicó enseguida más detalles que Olam les reveló a través de la oración que sus compañeros y él elevaron en el hangar un rato antes.

—Helyel intentará aliarse con la misma agencia que andaba tras Bert —explicó—. No se lo impediremos; pero, le lanzaré una maldición que le impedirá cruzar las barreras de Eruwa aunque ahora posea forma física de humano. El efecto sólo durará algunos meses. Con eso daremos tiempo a Sus Majestades para reconstruir su reino en paz. Luego, destruiremos el nuevo cuerpo de Helyel.

—¿Por qué no destruimos ese cuerpo de una vez? —quiso saber Aron.

—No puedo contarles todo ahora —respondió Atael—. Pero Su Majestad Nayara lo enfrentará en su debido momento. Por ahora, tiene que ocuparse de otros problemas. Empieza a haber descontento entre los ciudadanos porque la reconstrucción va demasiado lenta.

—Es bueno saber eso —respondió Erik—. Nayara y Derek necesitarán mucha ayuda ahora.

—¿Los autómatas tienen armamento no letal? —quiso saber Atael.

—Lo más cercano sería usar balas de goma —respondió Erik—. Pero un tiro con esas duele un montón. ¿Por qué la pregunta?

—Porque Olam no quiere matar a los humanos excepto si no queda remedio.

—¿Las tenemos cargadas? —preguntó Leonard.

—No sé. Pero puedes preguntar al piloto automático.

Enseguida, Leo vio aparecer los contadores de munición, en la esquina inferior izquierda de la pantalla a bordo de su casco. Tenía sólo un cargador de cuarenta tiros con munición de goma. El resto eran dos mil de un material identificado como "Aleación Hipermagnética" repartido en dos cintas. El segundo tipo seguramente era letal.

—Sólo tenemos cuarenta de goma —informó Leonard—. Supongo que bastará con golpearlos si se nos acaban.

Siguieron recto por el túnel durante un largo rato. Más tarde, viraron a la izquierda en la siguiente intersección luego de que los dos guías convinieron en el rumbo a tomar. Todo indicaba que el Ministro tenía el rastro gracias a algún conjuro; pero el arriano usaba su poder mental para obtener un par ojos que les diese una idea de qué ocurría en la superficie. Leonard incluso los oyó intercambiar pistas varias veces para orientarse mejor bajo tierra. De cada en cuando, el traqueteo lejano de los convoyes los hacía apretar el paso. Hasta el momento, no se habían topado de frente con ningún tren. Pero fue otro acontecimiento el que alarmó a los Maestres.

—Helyel se ha bajado del vehículo —dijo Erik—. Ahora van a pie.

—¿Qué tan lejos estamos? —quiso saber Leonard.

—Están encima de nuestras cabezas —respondió Atael señalando arriba con un índice grueso como salchicha.

—Pero no podemos atacarlo —intervino Erik—. Hay muchísima gente al rededor. Miles son pocos.

—¿Y cómo se supone que lo detendremos? —soltó Aron cruzándose de brazos.

—Llegando primero a donde él quiere ir. Erik puede obtener la ubicación leyendo la mente del escolta de Helyel.

Erik había permanecido en silencio. Parecía bastante concentrado. A final de cuentas, dijo lo que Aron esperaba.

—Tendremos que ir a la superficie —informó—. No hay túneles que pasen cerca del Cuartel General.

Enseguida, Atael abrió otro portal en una pared del túnel. El otro lado de este parecía desembocar en un edificio reformado como estacionamiento, en lo que bien podían ser los límites de un sector iluminado de una ciudad pequeña y otro a oscuras. Si Leonard no se equivocaba, saldrían en la quinta planta. O quizá un poco más alto. No había coches aparcados en aquel sitio a esa hora... quizá por buenas razones.

—Pasen —dijo el Ministro—. Ahora tomaremos la delantera.

Los Maestres y el Gran Arrio cruzaron aprisa y, por último, el Ministro para cerrar el paso por donde llegaron.

—¿Cómo nos desplegaremos? —quiso saber Leonard.

Atael juntó de nuevo pulgares e índices de su par de manos superior y miró hacia abajo a través del hueco formado entre sus dedos. Luego, se volvió a encarar al resto.

—La entrada del Cuartel está oculta en el sótano —dijo—. La escondieron tras una pared falsa.

—¿Por qué no abriste el portal ahí? —dijo Aron con cierto deje cansino.

—Cierto, así hubiera sido mejor —contestó Atael—. Pero recién me he enterado dónde hallarla, igual que ustedes.

Enseguida, el Ministro repitió el truco de abrir un portal en el suelo, como hizo en el basurero. A diferencia de la vez anterior, tendrían que arrastrarse para cruzarlo pues el otro lado se abría en un muro dentro de cierto almacén repleto de anaqueles cargados con cajas plásticas transparentes. Los recipientes más cercanos guardaban pistolas o ropa o incluso dinero. Aquello recordaba al sitio donde guardaban evidencia o propiedad de los sospechosos en las jefaturas de policía de Hollywood.

—Esto parece un cuartel de policía —murmuró Leonard—... como en las películas.

Se oyó el eco de pisadas acercándose y Atael cerró el portal de golpe.

—No podemos entrar aún —respondió—. Pero, según la revelación que nos dio Olam hace rato, Helyel pasará sí o sí por el corredor afuera de ese almacén.

Ron Guilespie caminó tomado de la mano con Helyel hasta que dejaron las calles iluminadas del centro de Rabat y se adentraron en la infame Zona Oscura.

A pesar de faltar el alumbrado eléctrico, había millares de transeúntes. Eso sí, menos que en el sector con luz. La gente ahí caminaba a paso veloz y en grupos más o menos grandes, aunque quizá muchos no se conocían. De cuando en cuando se oía a alguien preguntar a otras personas si podía ir con ellos. Pero nadie se acercó a Ron. Seguramente porque atestiguaron cuando él amenazó con su arma de cargo a un infeliz que quiso buscar pelea.

—No se separe de mí —dijo él mientras se alejaban de la última esquina alumbrada.

—¿Es esta la Zona Oscura? —soltó Helyel con un deje de menosprecio— No tiene nada de tenebrosa.

—Cualquiera podría robar...

La frase quedó inconclusa en labios de Ron. Cinco hombres salieron de un callejón repentinamente. Los amagaron con cuchillos, pistolas, bates enredados en alambre de espino y clavos para conducirlos, casi corriendo y a empujones, hasta la parte más profunda de aquella calleja sin salida.

—Sacas la billetera o te saco las tripas —amenazó un sujeto rapado, con dientes de metal, mientras repasaba el filo de una larga navaja por la mejilla de Ron.

—¡Ay, no puede ser! —soltó Helyel de pronto— ¡Olvidé mi bolso en el coche!

El sujeto de los dientes metálicos esbozó una sonrisa idiota y se acercó despacio a Helyel, hasta arrinconarla contra la pared de una casa que daba al callejón. Luego, apoyó una mano mientras los otros desarmaban a Ron. Dos le apuntaban con pistolas y los demás lo molieron a batazos tan pronto lo despojaron de cuanto traía encima.

—Pues qué remedio —dijo el tipo de los dientes de acero mientras acercaba su cara llena de cortes a Helyel—. Nos darás placer uno por uno o a los cinco juntos. Tú eliges cómo.

De pronto, gritos de dolor y agonía detuvieron la tunda de Ron.

El estúpido que intentó ultrajar a Helyel se revolcaba ahora e intentaba parar con las manos una hemorragia nasal que brotaba a chorros. Sus chillidos provocaron que la gente que caminaba afuera del callejón se pasara a la acera opuesta. Pero el escándalo no duró lo suficiente como para atraer a la policía. A final de cuentas, el tipejo tenía una atractiva rubia montada sobre él. Aunque no como él quería. El infeliz acabó con la yugular arrancada de un mordisco, igual que su nariz.

Los otros asaltantes dejaron a Ron para abalanzarse sobre Helyel, cuando él (o lo que fuera) aún estaba inclinado sobre el malviviente agonizante. Los de los bates le soltaron golpes con todo lo que sus brazos daban. Pero los palos se rompieron con un tronido seco al pegar en la espalda de su víctima.

Ron se arrastró tan deprisa como podía hasta donde quedó tirada su pistola. Por suerte, la halló de un vistazo. La cogió con dificultad y aún tembloroso por la felpa. El dolor pinchaba su carne como si le martillaran clavos al rojo blanco. Hasta respirar le dolía. Quizá le rompieron una costilla o dos. No obstante, ese momento distraído le impidió ver cómo o por qué los otros empistolados mataron a tiros a sus cómplices para luego volarse la tapa de la sesera con sus propias Magnums.

Helyel se acercó a él y le hizo una seña para que se tendiese boca arriba. Luego, se limpió la boca con el dorso del brazo y le dio un puñetazo en el costado. Irónicamente, el dolor de Ron al respirar desapareció.

—Estoy recobrando mis poderes —dijo Helyel a secas—. Pero nunca fui bueno para sanar. Ahora, levántate.

Ron consiguió ponerse en pie despacio, tambaleante, recargándose en la otra pared del callejón.

—¿Puedes caminar? —exigió saber Helyel.

—Creo que sí.

Helyel entonces hizo que Ronald se apoyara en sus delicados hombros. Caminaron juntos hasta salir del callejón y siguieron recto por la avenida Rocade. La gente que transitaba alrededor de ellos se apartaba rápido o cruzaba a la otra acera. Quizá se espantaban al verlos cubiertos de sangre. Probablemente se habían dado cuenta que no toda era de ellos.

Muchos edificios de la Zona Oscura terminaron por convertirse en madrigueras para la mayoría de los habitantes de Rabat luego de pasar por múltiples propietarios y usos. La mayoría fueron despachos en un pasado lejano; después, se convirtieron en locales para los negocios más variopintos; más tarde, quedaron abandonados. Al último, acabaron como estacionamientos o abandonados por estar a punto de caer. Aunque la mayoría sirvió de viviendas improvisadas para hasta veinte personas apretujadas en piezas con cuatro metros de ancho por quince de largo.

El edificio bajo el cual se ocultaba el cuartel de la Agencia quedaba en una esquina, frente a las puertas del Zoológico Nacional abandonado décadas atrás.

La Agencia se tomó la molestia de hacer pasar su cuartel como el lote de estacionamiento propiedad de una empresa extranjera. Cercaron el terreno con rejas de acero. Hasta instalaron un puesto de vigilancia iluminado y protegido por vigilantes armados y sin máscaras. Uno de ellos, con labios protuberantes y frente pronunciada, tomó un lector de retinas y lo puso sobre los ojos de la máscara de Abraham Lincoln que Ron usaba.

El otro guardia, un hombre flaco casi anciano, repitió la operación con Helyel. Pero el lector no la reconoció.

—¿Esta mujer es su prisionera? —quiso saber el vigilante.

—Algo así —contestó Ron—. El jefe la espera desde hace rato.

Los vigilantes de la entrada desbloquearon el torniquete de acceso al terminar con el reconocimiento de rigor y el registro de la (¿o el?) visitante.

La entrada del personal a pie sólo consistía en un pasillo estrecho con una puerta de hierro al final, vigilada también por agentes sin máscaras y equipados con armas largas. Tras toda esa protección, se hallaba una escalera angosta que desembocaba al estacionamiento subterráneo donde ocultaban las pickups, coches y demás vehículos oficiales de la agencia. Helyel y Ron se dirigieron al ascensor en el otro extremo tan rápido como podían. Una vez dentro, descendieron al lobby de La Central.

Las puertas se abrieron al espacio sin amueblar, con enlucido de estuco blanco en las paredes y losetas de cerámica pulida grisácea en el piso que hacía de recepción. Otros dos guardias armados —afroamericanos esta vez— los detuvieron a la salida del ascensor. Exigieron saber quién era la mujer que acompañaba a Ron y para qué la había traído. Pero cedieron el paso en cuanto el Agente Washington ladró por la radio de uno de ellos la orden de permitir pasar a los recién llegados.

El corredor después de los vigilante bifurcaba en una pared larga.

—¿Por dónde hay que ir? —pidió saber Helyel.

—Izquierda —respondió Ron—. Acabo de recordar algo.

La última vez que anduvo por ahí —el mismo día en que sucedió el Incidente del Edificio Marlín— fue al depósito de evidencia para almacenar el Dispositivo de Acceso Multiversal que decomisó al tal Humberto Quevedo. Pero, como realizó el papeleo demasiado aprisa por temor a que lo sometiesen a estudios médicos, no recordaba haber verificado si el Agente Washington recibió copia de la forma NNA-06-20-1979 para aprobación. Ron entendía poco de leyes. No obstante, sabía lo suficiente para comprender el propósito del documento. Básicamente, servía para que todo invento o patentes decomisadas pertenecieran a la Agencia (y sus múltiples prestanombres) a perpetuidad.

Ni bien Helyel y Ron llegaron al depósito, éste último pidió al encargado que le entregase la tableta electrónica para verificar su última entrega. El encargado, un hombrecillo apenas más alto que el mostrador y con barba y bigote hechos de pelusas rubias, entregó el aparato través de una ventanilla de plexiglás.

Ron empezaba a sentirse mejor y fue capaz de caminar sin ayuda hacia el mostrador. Cogió la tableta para buscar el expediente de su última entrega.

—Washington todavía no aprueba la diecinueve setenta y nueve —dijo al ver el formulario en la pantalla.

—Seguramente no lo ha visto —respondió el hombrecillo encargado del depósito—. Ha estado bastante atareado con lo del cambio de sede.

Los anaqueles en el fondo del depósito se volcaron de manera estrepitosa y repentina. Un sujeto musculado de cuatro brazos, vestido de hábito y capucha negros, apareció a través de una suerte de portal. En ese instante, Helyel retrocedió unos pasos. Su rostro se había tornado una delicada máscara de ira.

—¡Cómo te atreves a seguirme! —murmuró entre dientes.

Atael abrió y cerró el portal por quinta vez en diez minutos. O algo así estimó Leonard que llevaban esperando en el quinto piso vacío, sin paredes, y a oscuras donde aparecieron él y sus compañeros de misión hacía un rato.

—Erik —dijo el Ministro—, ¿pudiste notar por dónde andan?

—Los guardias de la recepción acaban de dejarlos pasar —respondió Erik

—No tardan en venir acá entonces —soltó Atael—. Ahora escuchen, ustedes impedirán que el agente pida refuerzos. Yo me encargaré de que Helyel no pueda salir de este mundo.

Enseguida, abrió tres portales más en el suelo. Cada uno se abría en diferentes corredores vacíos del cuartel e indicó a los Maestres que debían entrar a rastras. La idea era poner fuera de combate a los pocos agentes que había a esas horas o al menos mantenerlos alejados de Atael. Después, el Ministro les indicaría por dónde habían de volver a Eruwa.

Leonard cruzó el que le correspondía. Apareció dentro de una reproducción del Despacho Oval, la oficina del presidente de los Estados Unidos.

—Las balas de goma tienen un agente paralizante —explicó Erik por el intercomunicador—. No inmoviliza a las víctimas por completo, pero servirá para someterlas rápido y surte efecto de inmediato.

Leonard recién empezaba a planificar cómo usaría la munición de goma, a la vez que daba un vistazo a la imitación del despacho oval en donde se materializó. A decir verdad, estaría bastante bien lograda si sustituían los escudos en forma de relámpago en las alfombras con sus pares norteamericanos. No obstante, tuvo que desechar sus planes para la munición antes de siquiera concebirlos. Tuvo que sustituir cargadores de inmediato ni bien el eco de un inodoro proveniente de alguna pieza oculta a sus espaldas lo alertó. Entonces, dio media vuelta tan rápido como el autómata que tripulaba se lo permitió.

La puerta del baño que el Maestre Alkef oyó descargar un momento antes estaba disimulada entre los paneles blancos de madera que enlucían el muro. De ahí salió un hombre enmascarado como George Washington. Incluso vestía una casaca, pantalones, camisa de seda y calzado de la época en la que vivió el personaje histórico del cual se disfrazó.

—¡Mierda! —exclamó el sorprendido imitador a la vez que sacaba deprinsa una pistola de la casaca.

Leonard le disparó una bala de goma sin contemplaciones. La fuerza del disparo arrojó al falso George Washington de regreso al baño del cual acababa de salir. Pero el Maestre no se quedó a comprobar su obra. Se dirigió a la puerta del despacho casi en carrera, esperando que no hubiera refuerzos o vigilantes al otro lado.





*La frase dicha por Bastian en inglés de Soteria fue "They were ugly with capital U."

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