NAYARA, ERIK, LIZET Y LOS MILLONES DE CRÉDITOS

Nayara asintió despacio luego de escuchar a los Ministros que Olam le envió.

De aceptar su propuesta, los papeles se invertirían. Ahora ellos invadirían la guarida de Helyel, aprovechando los destrozos causados por un ataque anterior. Liwatan, Mizar, Ahoan, sus compañeros y los Maestres recién llegados al pabellón donde ella convaleció, le miraban fijo. Quizá esperaban que confirmase en aquel instante si se unían a la ofensiva. No obstante, estaba convencida de no tomar, así como así, semejante resolución. Sus vidas y millones más peligraban si se equivocaba.

Siete Ministros y cuatro Maestres se apretujaban en aquella habitación de cristal para planear cómo salvarían un mundo de caer en manos de Helyel. La armadura de uno de los enviados de Olam cloqueaba bajo su hábito negro.

-Supongo que no podemos negarnos -dijo al fin-. Aunque, tampoco quisiera tomar sola esa decisión.

-¿A quién más desea consultar? -respondió Ahoan, el Ministro enano.

-Lo ideal sería presentar su propuesta al Tribunal del Reino y que ellos voten. Pero no disponemos del tiempo necesario. Así que, debemos hacer la votación ahora mismo quienes estamos presentes.

Enseguida, Nayara pidió a Liwatan resumir la situación para enterar a Leonard, Aron, Bastian y Jarno. El Ministro desveló entonces, de una manera tan sucinta que rayaba en exigua, los detalles acerca de la existencia de la fábrica de Walaga y los planes enemigos. En resumidas cuentas, Helyel construyó el sitio para proveerse de un ejército mecánico y una forma física definitiva. Contaba con financiamiento de una empresa del Mundo Adánico, junto con la mano de obra y conocimientos de un profesor al cual Humberto Quevedo consideraba su mentor y creía muerto hasta ese preciso instante. Además, cientos de Legionarios iban a iniciar entrenamientos ahí mismo con los nuevos autómatas de combate ensamblados con tecnología robada a los arrianos. Si atacar dicha planta resultó en una derrota humillante para los Ministros, entonces los humanos.

Liwatan y sus compañeros obtuvieron toda esa información gracias a un Legionario traidor con el cual se entrevistaron en diversas oportunidades.

-Pero los planes de Helyel para adquirir forma física no terminan ahí -añadió Liwatan-. Nuestro informante nos advirtió en varias ocasiones que prometió dotarla, eventualmente, al resto de sus Legionarios.

-¿De verdad cumplirá esas promesas? -dijo de pronto el Ministro que llevaba armadura bajo el hábito.

-Lo hará si le conviene -remató Liwatan-. Con él nunca se sabe.

-Creo que hemos escuchado suficiente -terció Nayara-. Ahora piénsenlo un momento -dijo luego a los Maestres-. Cuando terminen, levanten la mano derecha aquellos a favor de unirnos a la ofensiva contra Walaga. O la izquierda si están en contra. No habrá cargos por deserción o insubordinación para nadie.

Los minutos que Aron Heker, Bastian Gütermann, Jarno Krensher y Leonard Alkef se tomaron para reflexionar sus decisiones pasaron con silenciosa lentitud. Todos pusieron gestos serios y meditabundos durante aquel lapso que se antojaba inacabable. No obstante, ninguno se abstuvo de votar. Momentos más tarde, se alzaron cuatro manos derechas. Derek, el esposo de la reina, levantó la suya al final y votó a favor de la lucha. Ella pensaba que quizá su marido actuó así para no influenciar la decisión de los otros.

-Está decidido -dijo Nayara levantando su mano derecha-. Lucharemos.

Liwatan, Mizar y los otros cinco Ministros de Olam aplaudieron quedo luego de que ella anunció la disposición.

-Aún es pronto para aplausos -interrumpió Nayara-. Debemos barrer Walaga si no queremos que Helyel contraataque. Y, si está tan vulnerable como dicen, tendrá que ser rápido.

-No se preocupe, Majestad -contestó Mizar-. Nuestro mejor aliado está por llegar justo -hizo una pausa dramática y alzó el dedo índice, como si pidiese un redoble de tambores invisibles-... ¡ahora!

Llamaron a la puerta un instante después de que Mizar lo anunciara. Nayara abrió mucho los ojos ante la precisión con la que predijo la llegada de alguien más. Ahora, Jarno Krensher pidió recibir al recién llegado.

-La reina tiene razón -prosiguió Derek-. Debemos ser contundentes y rápidos. Eso es pedir demasiado en nuestra condición actual.

-No será problema si tenemos apoyo de más Ministros de alta jerarquía, Majestad -respondió Ahoan, el más pequeño de ellos-. Yo lucharé a su lado. Jerathel, mi amigo más cercano, también tiene cuentas pendientes con Helyel. No los abandonaremos en esta batalla. O en cualquier otra a la cual Olam los llame.

-Es cierto que faltan aliados -intervino Mizar-. Pero les alegrará saber a quién invitamos.

Jarno volvió de la entrada del pabellón seguido por una cara familiar para los humanos y algunos Ministros.

Erik Bellido regresaba de Elutania más fornido que como se marchó para convertirse en el Gran Arrio. Sus facciones se volvieron más redondeadas y pétreas. El cabello -antes rapado- había empezado a crecerle otra vez, de forma que ahora recordaba a una biznaga. Incluso recortó un poco y dio forma a sus cejas que antes parecían orugas peludas. Hasta su musculatura comenzaba a parecerse a la de un luchador profesional. El mono entallado de una pieza que los arrianos solían vestir dejaba poco a la imaginación. La tela brillosa, blanca se adhería a su cuerpo y era casi igual a que no llevara nada encima.

-Hola, ¿qué hacen? -dijo él mientras agitaba una mano de modo desenfadado- ¿Me extrañaron?

Leonard Alkef fue el primero en abrazarlo. Se palmearon la espalda mutuamente con tanta fuerza que sólo verlos provocaba ardor en el espinazo.

Nayara cayó en cuenta de que Erik -o Teshlar, su verdadero nombre- seguía siendo tan bonachón como lo recordaba. Tenerlo como aliado le inspiró un poco más de tranquilidad. Pero no estaba segura de qué estrategia podía idear. Sólo Olam sabía si la perspectiva de Erik cambió en las pocas semanas que llevaba entronado.

Lizet se levantó de las gradas de piedra donde conversó con Bert -el de Soteria, no su hermano- parte de aquella tarde. Él corría hacia el comedor al otro extremo de aquel patio empedrado en Blitzstrahl. Entonces, ella decidió seguirlo para ayudar en lo que pudiera. A juzgar por el estrépito repentino de trastos y muebles arrojados contras las paredes de ladrillo, seguro alguien saldría herido pronto.

Una diaconisa anciana y sus dos ayudantes más jóvenes huyeron de ahí en carrera y a trompicones. Incluso una de ellas chocó con una columna de granito de la arcada. Las tres mujeres gritaban como si hubieran encontrado un demonio adentro... lo cual resultaba irónico al considerar que la abadía era tenida como uno de los lugares más santos de Eruwa. Conforme Liz se acercaba al comedor, un olor parecido al de las chispas eléctricas le roía el olfato. Una silla salió disparada por la puerta y se despedazó tras rodar con violencia un par de metros. Parecía que un tornado soplaba dentro de aquel lugar. Lo que sea que pasaba, no cabía duda de que su hermano era culpable.

¿Qué habrá hecho ese idiota? -masculló el Bert de Soteria a la vez que abría la mosquitera de golpe.

La escena dentro del comedor parecía sacada de una mala película de Terror. Las mesas y sillas y el entablado del suelo se instalaron en el techo; el cielorraso y una vieja araña de madera ocupaban ahora el suelo. El candelabro pendía invertido y los cubiertos no caían de sus sitios. Incluso la escena del bautismo de Jesús, la cual decoraba una pared al fondo, causaba la impresión de haber sido pintada al revés desde el comienzo. Los muebles y utensilios que no se acomodaban aún en ninguna parte volaban en círculos como un enjambre tintineante. Y, en medio del caos, el Bert hermano de Lizet levitaba de cabeza con el brazo izquierdo y el muñón del derecho extendidos. Su testa casi rozaba el techo vuelto suelo mientras recitaba en lengua desconocida. Quizá lo hacía en rúnico. Sus ojos eran reflectores amarillos en medio de la noche.

-¡Necesitamos un exorcista! -exclamó Lizet espantada.

-¡Exorcista mi culo! -soltó con brusquedad el Bert de Eruwa señalando a su doble- ¡Tu estúpido hermano recitó un conjuro que debía reservar para emergencias!

Era la conducta inmadura típica del hermano de Lizet cuando el infeliz estudiaba el bachillerato en línea, con tan solo diez años. Adelantaba las lecciones que creía aburridas para concentrarse en aquellas que juzgaba más interesantes.

-Bien, genio -dijo ella voz alta para hacerse oír por encima del ruido-, ¿cómo lo sacamos de ese estado?

-Sedreip et euq ol ed sebas on -intervino su hermano-, zil, laineg se otse.

-Ya, ya -respondió el Bert de Soteria en un tono que pretendía ser tranquilizador-. Sólo debes hablarle. Con mucha calma y paciencia, ¿vale?

-Suenas como mis abuelos.

-¡Odneitne sel is sanepa! -insistió el Bert de la Tierra con su jerigonza- ¡Séver la ralbah ed nejed!

-No los conozco y no me interesa conocerlos -recalcó el Bert de Soteria-. Anda, hablémosle los dos.

-¿Éuq?

Lizet resopló decepcionada. Ya puestos, no creía que esa idea fuese a funcionar. Según el conocimiento que le transmitieron Rashiel y ese otro Ministro con melena de león, cuyo nombre olvidó, necesitaban recitar el contraconjuro. Hablarle con calma a otra persona para revertir un encantamiento no sonaba lógico. Aunque, a decir verdad, pocas cosas en Eruwa tenían sentido para un terrícola. Empezando con que el bien y el mal eran tangibles de un modo en el cual hacía siglos dejaron de serlo en la Tierra.

-Bert, escúchame -dijo ella en español lo más calma que pudo-, tienes que recitar el contraconjuro de lo que sea que hiciste. Y mejor que sea ya. Estás espantando a todo el mundo.

-Se láuc és on -respondió su hermano encogiéndose de hombros, aunque seguía de cabeza-. Ojid ol em on elbod odipútse im.

Las sospechas de Lizet sobre la inutilidad de las sugerencias del Bert soteriano quedaron confirmadas tras oír la última jerigonza. Ahora sólo restaba una alternativa.

-Busca a Rashiel -dijo ella al otro Bert-. A lo mejor él sabe qué hacer.

-¡No sé a dónde fue!

Dos cenobitas ancianos -un calvo regordete de lentes y un flaco moreno con cara de bagre- venían hacia el comedor y dieron media vuelta casi tan pronto llegaron. Pero Rashiel apareció en el momento oportuno, tras doblar en la pared al lado de la puerta. Intercambió miradas de forma momentánea con Liz y el otro Bert. Luego, fue directo al hueco de la puerta y se acuclilló en el umbral.

-Hotusi akasata on jabe -dijo Rashiel al Bert que flotaba de cabeza en aquel comedor invertido-: Otse aticer.

-¡Hotusi akasata on jabe!

El comedor empezó a enderezarse como si el mismo Olam hubiera agarrado la pieza con sus colosales manos para rotarla. La habitación giró despacio hasta quedar de nuevo al derecho. Entonces, Lizet decidió marcharse tan pronto Bert dejó de Levitar. Todo volvía a la relativa normalidad de Eruwa.

Liz volvió a sentarse en las gradas de piedra alrededor de la arena de entrenamiento en la cual practicó, durante parte de aquel día, el Conjuro Acelerador de Movimiento. Se situó en la fila más alta y apoyó el mentón entre las manos. El sol caía sobre su hombro izquierdo mientras que la sombra del bloque de celdas junto al graderío le cubría espalda. Se le ocurrió mirar atrás luego de un momento. Alcanzó a oír cómo Rashiel daba una reprimenda al par de idiotas. Aunque también creyó notar que una diaconisa de cabello blanco la observaba desde el segundo piso. La mujer se puso a barrer el pasillo, que quizá daba a una habitación, tan pronto cruzaron miradas. Tal vez sólo eran imaginaciones. Pero las sospechas se confirmaron cuando, un rato después, la religiosa dejó la escoba apoyada en la reja bajo los arcos e hizo señas para pedirle ir allá.

A decir verdad, Lizet dudó. Si bien aquella mujer de hábito amarillo se veía inofensiva, sólo Dios sabía si meterse a las celdas de los religiosos iba contra las reglas de la abadía. En todo caso, decidió subir porque esa fulana insistía en llamarla. Rodeó el edificio de tres plantas, en busca de las escaleras, y las encontró hasta el extremo opuesto.

Rashiel, entretanto, proseguía con el merecido rapapolvo a los Berts.

Todo indicaba que el Conjuro Potenciador recitado por el hermano de Lizet daba, temporalmente, el poder de un Ministro de alta jerarquía. Como era de suponerse, no debían lanzarlo a la ligera. Lo sucedido en el comedor fue más que un vistazo a una fracción del poder de ese encantamiento; también a algunas de sus consecuencias. Los efectos pudieron revertirse con facilidad esa vez porque sólo transcurrieron algunos minutos desde que se pronunciaron las palabras de activación. Sin embargo, las posibilidades de anularlo disminuían entre más tiempo transcurriera.

La jerga que Bert habló cuando estuvo de cabeza resultó ser el español al revés. Por eso Rashiel pudo responderle con facilidad. "Y da gracias a Olam que no perdiste el juicio -concluyó el Ministro-, porque hubieras acabado por matar a quien se te pusiera enfrente; y yo hubiera tenido que matarte". Liz se preguntó entonces por qué lo dejó vivir de todos modos. Permitirle usar semejante conjuro era igual que darle un detonador a un niño caprichoso.

Lizet soltó un gritito por el susto que le dio la diaconisa cuando se encontraron de pronto al pie de las escaleras.

-Déjate de cosas, muchacha -dijo la religiosa con un cuaderno de dibujo bajo el brazo-. Sube.

La mujer hablaba el inglés de Soteria con un acento peculiar. Incluso más que el que Lizet oyó de los habitantes del refugio. Los primeros sonaban como británicos y entremezclaban palabras del alemán y otros idiomas. La diaconisa sonaba como alemana (o quizá rusa) con problemas para pronunciar en un segundo idioma.

-¿No va contra las reglas?

-Lo es si entras a mi celda -contestó la diaconisa-. Muévete. No puedo enseñarte aquí lo que quiero que veas.

-Supongo que quiere una opinión de sus dibujos. ¿O no?

-No quiero opinión de dibujos. Gracias.

Lizet subió aprisa la escalera detrás de la susodicha. Esta paró de repente casi cuando habían llegado a la segunda planta. Se sentó en el cemento pulido del primer peldaño y apoyó el cuaderno en su regazo. Lo abrió con cuidado y comenzó a pasar páginas despacio. Las hojas tenían la suciedad brillosa que se juntaba en los bordes por el uso continuo. No obstante, los retratos a color grabados en ellas eran tan precisos que bien podían pasar por fotografías. ¿Cómo llamaban a ese estilo de dibujo? ¿Fotorrealismo?

-¿La has visto a ella? -quiso saber la diaconisa luego de señalar el retrato de una linda adolescente.

Lizet había caído en cuenta, desde que llegó, que la belleza de ninguna mujer terrícola podía compararse a la de cualquier nativa de Eruwa. Pero la muchacha plasmada en aquel dibujo la dejó sin aliento. Era una pelirroja de ojos almendrados y facciones alargadas tan exquisitas que no importaba si tenía pecas, la hacían ver aún más hermosa. La expresión dulce y sonrisa tímida de esa chica derretían hasta el corazón más duro con sólo mirarlas. Vestía un chaleco azul marino con blusa blanca y un listón celesta hacía de corbata. Debía ser el uniforme de alguna escuela.

-No tengo el gusto de conocerla -dijo Lizet.

-Muy bien. ¿Qué me dices de ella?

La diaconisa mostró ahora otro grabado. La retratada vestía el mismo uniforme de la primera, pero tenía cabello blanco y ojos de un azul imposible en humanos. Bajo el chaleco se adivinaba un busto digno de envidia. El rostro tenía un aspecto tan pícaro e inocente que resultaba de lo más adorable. Aunque también se le notaba cierto aire aristocrático. Los rasgos de esta otra muchacha eran todavía más delicados. Sus labios finos y sonrosados mostraban unos incisivos prominentes. Quizá en verdad era adinerada; las solapas de su blusa tenían un pequeño monograma compuesto por las letras CSB, bordado en color a juego con la corbata.

-Tampoco -dijo Lizet negando con la cabeza.

-Me alegra -respondió la diaconisa-. Entonces La Era sin Maestres todavía no se acerca lo suficiente.

-Es bueno saberlo -Lizet se encogió de hombros con indiferencia.

-¿Por qué estás aquí entonces? -preguntó la religiosa al mismo tiempo que pasaba hojas del cuaderno aprisa.

Lizet entonces reparó en que la mujer tenía las manos -y lo poco que el hábito dejaba ver de sus brazos y del pecho- llenos con cicatrices de diversas longitudes. Parecían cortes de cuchillo. No imaginaba qué clase de voto exigió semejante sacrificio.

-Vine a entrenar para Maestre -contestó Lizet-. Ahora, dígame quienes son ellas y qué tienen que ver conmigo.

-Las conocerás en su momento... que será más pronto de lo que crees. Lo único que puedo decirte sobre ellas es que serán también Maestres. Como tu hermano y tú.

Ahora Lizet era el tema del siguiente retrato que le mostraron. Podía jurar que replicaron la foto de su permiso de conducir.

-¿Usted lo hizo, hermana? -dijo ella sorprendida.

-Algo así -respondió su interlocutora-. Trabajé hace varios años con el Sumo Sacerdote anterior haciendo grabados para un libro... ¡Pero qué cabeza la mía! ¡No me he presentado contigo! Soy Heidi Braun.

Lizet dijo su nombre antes de estrechar la mano áspera y cubierta de cicatrices de Heidi.

-Te decía -prosiguió la hermana Braun-, hice algunos grabados para un libro que el Sumo Sacerdote Elí escribió. Pero otros los hizo él. Yo sólo copié los que me gustaron y uno más que él me dijo que debía tener.

-¿Ah sí? -respondió Lizet- ¿Para qué?

-Para identificar a la persona que iba a necesitar mi ayuda. O sea, tú. Pero confieso que no sabía cómo debía ayudarte hasta que te vi batallar con un conjuro.

De pronto, Bert, el hermano de Lizet se acercó al pie de la escalera y la llamó desde ahí.

-Onee-san -dijo él-, Rashiel te necesita -prosiguió en español-. Baja por favor.

-¿No pudo venir a decírmelo él o qué? -respondió Lizet de forma áspera.

-No -zanjó Bert antes de dar media vuelta e irse.

-Creo que ya entiendo por qué falla el Conjuro Acelerador de Movimiento -terció la hermana Heidi en la lengua de Soteria-. Dime, ¿peleaste con tu novio?

-Ese no es mi novio -replicó Lizet en el mismo idioma-, es mi hermano.

La diaconisa probablemente no entendió lo que dijeron los terrícolas. Lo más probable era que notó el tono irritado de sus voces. Entonces, ella cerró el cuaderno y se puso en pie despacio. Sacudió el polvo pegado al hábito durante el rato que pasó sentada en el suelo.

-Algunos conjuros tienden a salir mal cuando guardas rencores o has pecado -dijo con calma-. Ahora ve. No tardes en reconciliarte con el muchacho o tus problemas con los conjuros seguirán.

-Haré lo que pueda.

Lizet bajó algunos peldaños. En ese momento, se detuvo porque recordó preguntar algo más. Por suerte, la hermana Heidi Braun todavía no se alejaba.

-Oiga, hermana -dijo Lizet mirando hacia arriba-, ¿cuánto cree que falte para la Era sin Maestres?

-No lo sé. Pero, si tu hermano y tú han venido acá hoy, es porque vivirán para verla con sus propios ojos.

-Gracias.

Lizet entonces siguió bajando. Volvería a la arena de entrenamiento con Rashiel.

Para entonces, ella había adquirido ciertos conocimientos de su propósito gracias al Ministro. Pero ignoraba quiénes más sabían de los Últimos Maestres o ella. Si bien parte de los habitantes de Soteria los consideraban mito, tal apreciación era errónea. Desconocía cuántos en el clero de Soteria discrepaban con esas profecías por no hallarse en la Escritura Santa. No obstante, la peculiar charla con Heidi Braun de esa tarde le hizo darse cuenta de que tenía una misión más palpable de lo que le hubiera gustado reconocer... y que precisaba reconciliarse con Humberto si quería cumplirla con menos dificultades.

Erik tuvo que quedarse de pie en medio del cuarto de cristal donde Derek y Nayara, los reyes de Soteria, convalecieron. No le incomodaba apretujarse con sus excompañeros Maestres y varios Ministros a los que jamás había visto. Pero quizá sus homólogos opinaban distinto.

-Me da gusto verlos a todos de nuevo -dijo él-. Sinceramente, he extrañado Soteria más de lo que se imaginan.

-Puedes volver cuando quieras -respondió el rey Derek-. Este será tu hogar siempre.

-Pues a lo mejor les tomo la palabra -bromeó Erik-. Elutania tiene montones de comodidades, pero a veces vivir allá se vuelve una lata. Tienen regulaciones demasiado estrictas para todo. ¡Con decirles que hasta yo debo clasificar la basura de mi despacho antes de botarla! ¡Y eso que soy el rey!

-¿De qué te quejas? -dijo la reina Nayara cruzada de brazos- Los reyes deben poner ejemplo a sus súbditos.

-¿Ya terminaron? -intervino Liwatan con cierto deje de irritación en la voz.

-Sí -contestó Erik-, perdón por el desahogo. -Enseguida, adoptó su gesto más serio y encaró a los presentes apretados en la pequeña habitación-. Seré franco con todos ustedes. Olam ha enviado a sus Ministros hasta Elutania para ordenarme participar en la ofensiva contra Helyel. Y yo he aceptado. La Artillería Automatizada y Fuerza Aeroespacial de Elutania están a disposición de la Corona de Soteria.

Nayara y Derek fueron los primeros en aplaudir la resolución. Los Ministros y Maestres se les unieron casi al momento. Pero Erik presentía que no iban a recibir el resto de las novedades con el mismo agrado.

-Gracias -dijo él grave-, pero el aplauso no era necesario. Según los informes de un Legionario que traicionó a Helyel, robaron tecnología, equipamiento, documentación y hasta mano de obra de Elutania para fabricar sus propios autómatas de combate. Y, desgraciadamente, son superiores.

-Me consta -ratificó Leonard Alkef-. Me atacaron durante una misión en la Tierra y rompí mi espada al golpear a uno de ellos.

-Aix nos contó hace días que, aparte de las mejoras que hicieron -dijo Mizar-, les aplicaron conjuros para volverlos resistentes a casi todo. Tienen algunas debilidades. La fuerza bruta de Jerathel es una; pero no hemos descubierto todas.

-Aunque esa no es la peor parte -añadió Erik.

-¿En serio hay algo peor que eso? -soltó Derek alzando las cejas con ironía.

Erik dudó un instante. Pero decidió proseguir a final de cuentas. Su Majestad Nayara iba a descubrirlo de cualquier modo cuando atacaran el cuartel de Helyel.

-Sí que lo hay -respondió a secas-. Helyel tiene ahora un cuerpo definitivo. Pero no es cualquier cuerpo; logró duplicar el de la difunta reina Sofía en uno de sus laboratorios. Lo llaman el Proyecto Regina.

A la reina Nayara se le fue el color del rostro, aunque conservaba la compostura.

-¿Cómo pudo hacerle eso a mi pobre hermana? -dijo ella con aire grave.

-Uno de sus Legionarios obtuvo células de ella y las llevó al laboratorio -empezó a explicar Mizar.

-Su Majestad no quería saber eso -soltó Liwatan-. Lo que quiso decir es...

-Basta, por favor -interrumpió la reina con serenidad-. Helyel ha deshonrado la memoria de mi hermana al crear una imitación de ella. Y debe pagarlo.

-Regina es inmortal -añadió Erik sombrío-. Y aún estamos por descubrir si tiene alguna debilidad.

Nayara de seguro comprendía parte de lo que Helyel hizo a su hermana gracias a las lecciones de biología que tomó durante el preuniversitario, y a que los científicos de Eruwa desarrollaron microscopios hacía unos cincuenta años por aquel entonces. No eran potentes. Pero permitían observar y estudiar tejidos orgánicos. De todos modos, ellos desconocían cómo manipular la célula o duplicar seres vivos. La ciencia de Elutania, en cambio, lo dominó hacía siglos; y en la Tierra comenzaban a encaminarse al mismo rumbo.

-¿Olam no ha revelado nada aún? -quiso saber Leonard.

-No tarda en hacerlo. Pero, por ahora, propongo que el Cuerpo de Maestres se una a la Artillería Automatizada de Elutania. Invadiremos Walaga, el cuartel de Helyel, con una nueva serie de autómatas de combate y todo el poder de Olam en nuestras manos...

-Yo quiero participar -interrumpió la reina alzando la mano.

-También yo -secundó Aron Heker del mismo modo.

-He pilotado autómatas arrianos antes -dijo Leonard-. Cuenten conmigo.

-Qué remedio -soltó Derek tras un largo suspiro-. Si todos se tiran al pozo, entonces los sigo.

Un Ministro, con la misma estatura de un niño pequeño, dio pasos lentos al frente que provocaron vibraciones.

-Las espadas sagradas de algunos de ustedes no están preparadas para tripular los autómatas y usarlas al mismo tiempo -dijo éste-. Tendremos que llevarlas al Reino Sin Fin y reforjarlas.

-¿Cuánto tardaría eso? -quiso saber la reina Nayara.

-Un par de días -respondió el Ministro pequeño.

-Sería un par de días en que estaríamos vulnerables.

-No será así. Las armas de usted, de su esposo y Leonard Alkef están listas. Igualmente la del Gran Arrio. Sólo nos llevaríamos las faltantes.

Aron Heker se acercó entonces al Ministro y desenvainó su espada sagrada.

-Falta la mía -dijo Aron al entregarla-. Aquí la tienen.

Jaron Krensher lo imitó enseguida. Sólo ellos faltaban.

-Mañana por la mañana partiremos todos a Elutania -informó Erik-. Nos prepararemos para luchar contra Helyel.

El Consejo de Gobierno de Elutania estaba ya bastante disgustado con él por aceptar reconstruir Soteria y la Tierra en las negociaciones del Tratado de Paz. Pagarían carretada tras carretada de créditos -como llamaban los arrianos al dinero- y aún faltaba más. Estaba seguro de que la presencia de sus amigos de Soteria en Elutania molestaría todavía más los pelmas concejales porque les recordaría cuánto les costaba ganar la guerra entre los mundos. Pero a él eso le importaba un venerable rábano. Después de todo, ahora era el Gran Arrio.

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