LECCIÓN

Laudana no se dio cuenta de que había amanecido hasta el momento en el cual el Maestre Aron Heker corrió la cortina que cerraba la tienda del pabellón-clínica donde el padre de la chica permaneció internado. El médico con cara de niño y su colega esquelético discutían en el rincón opuesto, entre susurros, si era conveniente dar el alta al papá de la muchacha. Uno seguía sin dar crédito a la sanidad repentina, el otro insistía en que los análisis y pruebas no mostraban suficientes parámetros para mantener internado al paciente.

—¿Cómo va todo? —preguntó el Maestre Heker.

—Papá está dormido ahora —respondió Laudana—. Pero los doctores no se ponen de acuerdo.

—¿En serio? ¿No han decidido si le darán el alta?

—Todavía no. Y ojalá decidan pronto, porque yo también quisiera dormir.

—Si gustas, puedo quedarme hasta que venga tu mamá. Porque no creo que te dejen firmar el alta.

El señor Heker tenía razón. Sólo un pariente mayor de edad podía realizar el engorroso trámite. Laudana había cumplido quince años hacía pocos meses. Aún le faltaban tres años para la mayoría de edad. Pero, al paso al cual iban los médicos, de seguro ella sería quien terminara por llevar a cabo la dichosa gestión.

—¡Vamos, hombre! —rió él entre dientes— Mejor ve a descansar. A los médicos les tomará años decidir nada.

—Pues qué remedio —suspiró Laudana decepcionada—. Hasta luego.

Enseguida, ella salió de la tienda donde su padre convalecía. Apenas caminó unos pasos cuando oyó al Maestre Heker llamarla.

—Disculpa, olvidé preguntarte si estarás ocupada más tarde.

—Tengo que cuidar a Sofía y a mi hermano. Y luego visitaré a Sus Majestades... si es que me dejan entrar a su pabellón.

—Entonces lleva a los niños contigo donde los reyes. Necesitare que me ayudes a recitar el mismo conjuro sanador que usamos con tu papa.

—¿A qué hora quiere que nos encontremos? —quiso saber Laudana.

—A las once está bien —confirmó el señor Heker—, para que duermas un poco al menos.

—Está bien, nos veremos a las once.

Después de despedirse, Laudana echó a andar de nuevo hacia la entrada del Pabellón-clínica. No había caminado más de veinte metros cuando tuvo la impresión de que los corredores se veían más concurridos que por la mañana anterior. Muchos de los visitantes que llegaban recorrían el mismo pasillo que ella, pero en sentido opuesto. Quienes se marchaban, como ella, lo hacían a paso lento.

Las tiendas de los encamados también parecían más atareadas. A esa hora, los médicos realizaban evaluaciones de los pacientes. Aunque en otras, las desocupadas, se atendían emergencias más cotidianas. En una de ellas, la enfermera suturaba un corte en la mejilla de un niño pelirrojo que no paraba de llorar; su madre lo increpaba por imitar trucos circenses. ¿A qué rayos jugaba el mocoso para producirse tal herida? Afuera de otra, un anciano moreno, desaliñado, sin afeitar, discutía con una doctora; según lo que Laudana alcanzó a oír, la esposa del hombre murió durante la noche y los directivos del pabellón se negaban a entregarle el cuerpo porque debían incinerarlo.

El corredor terminaba en una zona de suelo empedrado en la cual había portales arrianos hacia Soteria y otras ciudades del reino. Ahí mismo paraban los cochecitos parlantes que Laudana vio el día anterior. Pero sólo quedaba uno para entonces. Una pareja con un bebé abordó el vehículo casi tan pronto la muchacha arribó al lugar y arrancaron de inmediato. Quién sabe si la vieron o de plano les importó poco que ella viniese en camino. A la pobre no le dio tiempo de correr para alcanzarlos. Apenas si tardaron segundos en dejar el pabellón-clínica y adentrarse al túnel que comunicaba con los demás iglús del refugio.

—Que les aproveche —masculló Laudana en protesta.

Por alguna razón, el cansancio no se había molestado antes en darle un soporífero abrazo. Y ahora los ojos se le cerraban como si tuvieran voluntad propia. Sentía la espalda tensa y las piernas temblorosas. Bien podía dormirse de pie, igual que los caballos que cargaban garrafas de leche desde la madrugada. Pero ella prefería tumbarse en su propia cama; lástima que no podía llevársela al refugio. Por lo pronto, tenía que conformarse con el catre y tal vez caminar hasta el lote que le asignaron a su familia.

A final de cuentas, Olam no desamparó a la vidente. Otro cochecito que hablaba llegó por donde mismo que el otro se había ido. El cacharro paró junto a ella.

—Buenos días —saludó el vehículo—, ¿a dónde puedo llevarte hoy?

—Lote B4071 —dijo Laudana tras bostezar cual león del zoológico.

—Sube por favor. Mantén cabeza y extremidades dentro del vehículo durante el trayecto.

—Está bien. —Laudana se talló los ojos mientras abordaba—. Pero no salgas disparado otra vez, como ayer.

—Lo siento, no entiendo lo que has dicho.

—Olvídalo. Te confundí con otro que me asustó ayer... ¡Es que todos ustedes se ven idénticos!

Enseguida, ella se abrochó el arnés de seguridad, aun temerosa de que ese cacharro también saliera volando en reversa para llevarla a su destino.

—Somos fabricados en masa —aclaró el coche arriano al emprender la marcha—. ¿Te molesta u ofende?

—No, para nada —contestó Laudana.

El vehículo resultó demasiado sensible para ser sólo una máquina.

El piloto automático condujo en silencio después de soltar el rollo de las reglas de seguridad. Aquello de que estaba prohibido fumar a bordo y que los niños debían permanecer sentados todo el trayecto. Y todo el trayecto, Laudana cabeceó debido al peso de la somnolencia. Es más, no se dio cuenta de cuándo pasó de dar cabezadas a dormitar. La vez anterior que cuidó a su papá, no tuvo oportunidad de adormecerse porque volvió a pie a su lote.

—Hemos llegado al destino solicitado —anunció de pronto el piloto automático del vehículo.

—¿Ah, sí? —soltó ella atontada—. Vaya, qué rápido —agregó mientras se desperezaba.

—El recorrido tomó...

—No me interesa. Gracias de todos modos.

Laudana descendió frente al lote B4071. Su mamá y Byrn dormían en el mismo catre, mientras que el de su papá lo ocupaba la princesa Sofía. Entonces, la muchacha fue directo a tumbarse boca abajo en el suyo sin siquiera descalzarse. Planeaba visitar a Su Majestad en el sanatorio con la ropa que llevaba puesta, pero no tuvo fuerza para siquiera vestirse prendas más cómodas. Buscaría una muda limpia después. El reloj en el catre de papá marcaba las seis de la mañana en punto. Durmió enseguida, por sabrá Olam cuánto. No despertó hasta que un peso caído de pronto sobre la espalda baja le exprimió el aire del estómago.

—¡Laudi, Laudi, despierta! —dijo una vocecilla chillona que la estrujaba por los hombros— ¡Tu mamá ya se va!

—¡Sofía! —protestó Laudana— ¡Bájate que me lastimas!

—¡No! —rió la niña montada a horcajadas en su espalda— ¡Arre, caballito!

Laudana trató de levantarse del catre, aunque la niña siguiera encima de ella. De ese modo, la mocosa no tuvo más remedio que bajarse de un brinco.

—¿Viste cómo te hice bajar? —respondió Laudana desafiante.

En ese momento, la madre de la muchacha calentaba té negro en la estufa. Byrn estaba junto a ella, le ayudaba a servir huevos fritos en los últimos platos desechables restantes. Pero Sofía no hizo más que sacar la lengua a su niñera. El reloj sobre el catre de papá marcaba quince minutos para las diez. Quedaba poco tiempo para alistarse e ir al pabellón donde los reyes convalecían.

—Compórtese como es debido, Alteza —dijo la señora Gütterman—. O tendremos que acusarla con la reina.

—Está bien —refunfuñó la niña.

—Mamá, creí que no había platos ni té —expresó Laudana—. ¿Dónde los encontraste?

—No los encontré. Los traje del pabellón-clínica sin que nadie se diera cuenta.

Byrn empezó a repartir los platos del desayuno. Y fingió que el de Laudana iba a caerse cuando estaba a punto de dárselo. "No juegues con la comida, mequetrefe" se quejó la muchacha. Si él quería fastidiarla, ella también podía. La madre de ambos apenas si intervino. Sólo machacó a su hija la misma cantaleta de toda la vida: "no llames mequetrefe a tu hermano". Ni bien la señora dio media vuelta, la chica susurró al mocoso enclenque que seguía siendo un mequetrefe. Pero él la ignoró. Quién sabe si porque no la oyó o para demostrar que era más maduro que una quinceañera.

—Mamá —dijo Laudana entonces—, papá despertó anoche.

—¿De verdad? —dijo Byrn.

—Sí, de verdad. Pero yo hablaba con mamá. Cuando yo diga mierda...

La madre de los chicos Gütterman dio media vuelta y se quitó una chancla a una velocidad impresionante.

—No te atrevas a terminar la frase —amenazó con la pieza de calzado en alto.

El insulto que Laudana pretendía soltar —además de ser bastante común entre adolescentes Soterianos— rezaba "Cuando yo diga mierda, entonces tú hablas". Y solía emplearse contra entremetidos.

—¡Ay, como sea! —protestó Laudana—. Tienes que ir al pabellón-clínica para firmar el alta de papá. Yo no pude por ser menor de edad.

—Entonces, quédate a cuidar a estos niños —replicó su mamá—. Iré allá en cuanto desayune.

La madre de los Gütterman comió de pie junto a la estufa. Y lo hizo tan deprisa que causó la impresión de más bien haber tirado el desayuno sin que sus hijos vieran a dónde. Enseguida, se puso en marcha hacia el pabellón-clínica mientras ataba su cabello castaño en un moño acebollado. Laudana consultó de nuevo la hora. Eran las diez de la mañana y cuarto. Faltaba poco para visitar a la reina Nayara junto con Aron Heker. Quizá ahora el médico a cargo de Sus Majestades les permitiría pasar. Por suerte, a Su Majestad no la pusieron con los demás enfermos sino en el iglú más lejano. La chica no se toparía con su mamá. Pero Sofía y Byrn tendrían que andar con ella a todos lados, incluso dentro del espacio asignado para que los reyes convalecieran.

Una vez que los niños acabaron su desayuno, Laudana los hizo ducharse rápido y cambiarse la ropa antes que ella. Byrn aún tenía una muda limpia. La princesa, en cambio, solía dejar varias olvidadas en casa de los Gütermann cada vez que los visitaba. Por ello, no fue problema encontrar prendas sueltas para ella en el baúl e improvisar un conjunto para vestirla.

Laudana cogió una falda corta de denim y una blusa amarilla con un pequeño corazón estampado en el pecho. Se duchó y vistió aprisa. Luego, tomó de la alacena la maceta con la Rosa Negra y un bolígrafo que le prestaron los médicos la noche anterior. Tan pronto ella y los niños estuvieron listos, fueron en busca de uno de esos cochecitos arrianos que hablaban.

—Vámonos —ordenó a los niños al mismo tiempo que los conducía de la mano casi a rastras.

—¿Esa flor es para mi mamá? —quiso saber Sofía mientras se dirigían a la entrada del iglú.

—Sí.

—Pues es muy fea.

—Pues te callas. Estás en la mira desde ayer. Y no creas que no voy a acusarte con tu mamá sólo porque ella está herida.

Por increíble que pareciera, Sofía bajó la mirada sin protestar. Murmuraba, pero Laudana no la oía con claridad.

—Más te vale que no sean groserías.

—No son —replicó la niña—. Le diré a mamá que me consiga otra niñera.

Laudana paró de repente y se acuclilló frente a Sofía. Sostuvo la maceta lo mejor que pudo.

—Oye, lo siento —dijo la muchacha—. A veces soy dura contigo, pero lo hago porque me importas mucho. Te considero como una hermanita, y te quiero igual que a este mequetrefe...

—Gracias —terció Byrn— ¡Pero deja de decirme mequetrefe!

—Es broma —Laudana guiñó el ojo a su hermano—. Pero, en serio, Sofía, yo no debería tratarte así porque a lo mejor serás la reina algún día. Y si lo hago, es porque tu mamá me dio permiso. Dime algo, ¿has visto a tu mamá ser tan grosera con los demás?

—No. Porque ella es adulta.

—Eso no tiene nada que ver. Hasta Ushio Heker se porta mejor que tú, y eso que también es una niña.

—Ushio es más grande que yo, así no vale.

—Sólo compórtate, por favor. Si quieres que tu mamá mejore, no le des disgustos.

Laudana se puso en pie de nuevo. Cargó la maceta bajo el brazo. Enseguida, tomó a Sofía con la mano libre y ofreció el brazo a su hermano como pudo. "Imagina que soy tu pareja de baile", le dijo Byrn. El chico se sonrojó y le respondió que ella no era su tipo. Le incomodaban las muchachas llamativas.

No tardó en aparecer uno de esos cochecitos arrianos parlantes. Quizá volvía de dejar a algún pasajero. Lo abordaron tan pronto el cacharro aparcó junto a ellos y ofreció transportarlos.

Por un milagro, Sofía permaneció quieta en el asiento mientras le ponían el arnés de seguridad. Sólo balanceaba los pies de vez en cuando mientras tarareaba en voz baja una canción que Laudana no reconoció. Desde luego, no era Montón de Dinero. El iglú P quedaba en la orilla opuesta del Refugio de las Islas Polares, así que la chica tendría que ingeniárselas para mantener quieta a la princesa. Inmovilizarla con el arnés resultaba tentador. Byrn pudo ajustárselo por su cuenta antes de que siquiera se fijaran en él.

El cochecito partió un momento después. Pero los pasajeros pasaron un rato largo callados, excepto Sofía, que no paraba de tararear. Seguro era alguna tonadilla que compuso mentalmente. Pero ahora era Laudana quien comenzaba a aburrirse. Por suerte, había conseguido sentarse en el puesto junto a su hermano. No lo molestaría en esta ocasión. A veces, sólo conversar con él podía resultar bastante entretenido.

—Oye —dio un suave codazo a Byrn—, ¿por qué dijiste que no soy tu tipo? ¿Te parezco fea?

—Igual que la Imaginaria y Poderosa Señora Peters —dijo a secas el chico.

—¡Por favor! —rió Laudana— Con lo serio que eres, acabarás yendo conmigo a tu baile de graduación.

—Lo veremos cuando me gradúe del colegio secundario —respondió Byrn a secas.

—Bueno, si no quieres ir conmigo, invita a la Imaginaria y Poderosa Señora Peters.

Byrn sonrió. Parecía divertido por la ocurrencia.

—No, mejor te invito a ti —contestó—. Aunque no seas mi tipo.

—Pues eso quiero saber. ¿Por qué no soy tu tipo?

—No me gustan las muchachas tan llamativas como tú.

—Ya veo —Laudana se llevó la mano al mentón y fingió un gesto pensativo—. Entonces te parezco bonita.

—Sí, sí —Byrn meneó una mano con desenfado frente a ella, como para seguir la corriente—, muy bonita.

—¿Te casarías conmigo? —Laudana talló su codo en las costillas de su hermanito.

—¡Eso quisieras! —soltó Byrn con una risilla— El incesto es ilegal en todo el reino.

—No en el Archipiélago de Mutsube —Laudana movió las cejas arriba y abajo—. Allá podrías desposar a tu querida hermanita si quisieras.

—¿No ibas a casarte con el idiota, Laudi? —terció de pronto Sofía.

—¿Cuál de todos? —respondió Byrn— Tiene varios novios en el Colegio Técnico Abierto.

—¡Hey! ¡No son mis novios!

El Colegio Técnico Abierto era una preuniversitario mixto; pero la mayoría de sus estudiantes —o más bien, casi todos— eran varones. Quedaba cerca del cole de Byrn. Y era un incordio cuando su mamá no podía ir a recoger al chico de la escuela. Un grupo de muchachos molestaba a Laudana cuando debía ir por su hermano menor. Gritaban piropos para ella desde la acera opuesta, o le lanzaban besos, y a él lo importunaban con un sonoro "¡Adiós, cuñado!".

—Yo me refería a Bert —dijo Sofía encogiéndose de hombros.

—¡Ahhh! —Byrn se frotó la barbilla para fingir un aire pensativo— ¡Ese idiota! Especifica para la próxima.

Laudana no podía creer que ahora su hermano también llamara idiota a Bert, sobre todo porque los dos eran auténticos empollones que se creían inventores. Sin embargo, en el fondo, ella todavía extrañaba al chico adánico. Si tan solo no se hubiera marchado sin despedirse...

El cochecito arriano paró antes de que ella pudiera revirar las burlas de Byrn.

—Hemos llegado al destino solicitado —anunció de pronto el piloto automático del vehículo—. Iglú P.

Laudana se desabrochó el arnés de seguridad y descendió primero. Dejó la Rosa Negra en asiento. Luego, ayudó a Sofía a bajar y cogió la maceta de nuevo. Byrn, de nuevo, pudo apearse del coche sin ayuda. Ya era un niño grande. Luego, los tres se pusieron a andar por el pasillo que conducía al cubículo de cristal donde Sus Majestades convalecían. Poca gente pasaba cerca de ellos. Quizá parte de los médicos que habitaban el iglú se había marchado a trabajar. La mayoría de los otros residentes dormía en sus catres. Tal vez cubrieron jornadas nocturnas.

—Bien —dijo Laudana—. Byrn, cuida a Sofía mientras pregunto si podemos entrar todos.

—Yo quiero quedarme afuera.

—Bueno, quédate afuera —consintió ella—. Pero cuidarás a Sofía hasta que yo regrese. Y en cuanto a usted, señorita —se volvió para encarar a la niña—, si Byrn me da una sola queja de usted, le contaré a su madre cómo se ha portado... además de aplicarle el castigo de los dedos cruzados.

La pobre chiquilla puso un gesto serio aunque abrió mucho los ojos. Quizá no esperaba que la amenazaran.

—¡Sí, señora! —respondió Sofía imitando de forma exagerada a la infantería Soteriana— ¡Seguiré todas sus órdenes! ¡Sin miedo, sin piedad, sin fallar, señora!

El lema "Sin miedo, sin piedad, sin fallar" perteneció al ejército de Elpis. Pero el de Soteria lo adoptó tras perder la guerra contra Elpis y ser reformado por Su Majestad Nayara. Los soldados nunca lo repetían al recibir órdenes en batalla, sólo durante exhibiciones de gala y desfiles. Y lo hacían en voz alta, casi a gritos. Ahí fue donde la princesa seguramente lo aprendió.

—Sólo compórtate —dijo Laudana—, ¿entendido?

Sofía le respondió un Sí desanimado mientras miraba al suelo.

—¿Crees que mis papás ya se sienten mejor? —dijo ella después de un rato caminando.

—Seguramente —respondio Laudana—. Es más, a lo mejor hoy salen de ese pabellón donde los tienen. Lo presiento.

—Ojalá sí. No me gusta verlos siempre dormidos. En Elutania estaban dormidos todo el tiempo.

Laudana alborotó de manera cariñosa los bucles dorados de la princesa.

—Se recuperaran pronto —dijo grave—, ya lo verás.

Al llegar al pabellón donde Sus Majestades convalecían, Laudana noto que Aron Heker aún no llegaba. Quizá el Maestre venía en camino. Pero ella decidió entrar primero. Entonces, tocó un botón en la puerta. Dentro, sonó un carillón... o algo parecido. Un momento después, abrió una enfermera casi anciana, vestida de uniforme rosado con medias blancas; tenía ojos acuosos y nariz picuda. Al parecer, esa mujer debió ser muy guapa en su juventud, pues aún conservaba la figura esbelta de cualquier muchachita.

—Buenos días —saludó la mujer con voz ronca de fumador—, ¿en qué puedo ayudarla, señorita?

—Hemos venido a visitar a Sus Majestades —respondió Laudana—. La princesa Sofía me acompaña.

—Lo siento. Pero Sus Majestades no deben recibir visitas ahora, especialmente el rey.

—¿Quién es? —dijo una voz femenina, delicada pero firme, desde algún lado en el interior.

—Nadie importante, Majestad. Sólo niños curiosos.

Laudana se sorprendió. En la voz de Su Majestad no se percibían dejos de malestar. Sonaba tan enérgica como ella la recordaba antes de la invasión arriana. Todo indicaba que los médicos de Elutania hicieron una labor estupenda. Entonces, la princesa Sofia se soltó del agarre de la muchacha e intento meterse al pabellón. Pero la enfermera detuvo con brusquedad a la niña a la vez que mascullaba "¿A dónde vas, mocosa?".

—¿Mamá? —dijo la chiquilla— ¿Dónde estás? ¡Esta vieja me clavó las uñas!

—Déjelas entrar —demandó la otra mujer.

—Pero, Majestad —replicó la enfermera mientras apretaba a Sofía para impedirle pasar—, usted aún convalece.

—No dejo de ser la reina por estar convaleciente; si le ordeno dejar entrar a mi hija y a su niñera, usted aún debe obedecerme por ser mi súbdita.

A Laudana no le cupo duda. Sólo la reina Nayara pondría en su sitio a alguien de manera tan directa. La enfermera entonces se volvió a encarar a los recién llegados.

—Estaba a punto de bañar a Su Majestad —dijo la sanitaria—. Tendrán que esperar en la sala de al lado.

Los hizo pasar a la sala donde Sofía jugaba el día anterior. Incluso Lexa, la muñeca Amber que la princesa dejó el día anterior, seguía donde mismo. Luego, la enfermera entró por una puerta de vidrio opaco al fondo. Detrás, había una cama limpia y desocupada y otra donde apenas si se notaban los pies de su ocupante. Laudana no alcanzó a ver más porque cerraron esa zona casi de inmediato. La muchacha esperaba la llegada de Aron Heker en cualquier momento... o la de un médico arriano, y que este la sacara con todo y la Rosa Negra. No obstante, pasó un buen rato vigilando que Sofía y Byrn no dejaran aquel cuarto. Incluso, jugó con ellos y la Poderosa e Imaginaria Señora Peters a la fiesta de té. Transcurrió un buen rato hasta que el carillón sonó de nuevo.

—Yo abriré —dijo Laudana.

Se puso en pie, dejó el juego y se dirigió casi corriendo a la entrada del cubículo. Ahí encontró otro botón. Lo presiono y la puerta se corrió por si sola sin producir ningún sonido, como si alguien la hubiera cargado y puesto en otra parte.

—Hola —dijo Aron Heker meneando los dedos para enfatizar el saludo—. ¿Se puede?

—Pues... yo creo que sí —respondió Laudana.

Aron entró enseguida. Traía el cuaderno de conjuros que ella encontró en la biblioteca del palacio. Luego, la puerta de vidrio cerró de nuevo por su cuenta, sin ruido alguno.

—¿Quién te dejo entrar? —susurro el Maestre.

—La enfermera... por orden de la reina.

—Oh, ya veo. Así que esa urraca está otra vez de turno.

El Maestre Aron se dirigió hacia la puerta de vidrio opaco. Incluso saludó a Sofía y a Byrn meneando los dedos cuando pasó junto a la sala donde ellos jugaban, igual que como hizo un momento antes con Laudana.

—Ayer me pasó más o menos como a ti —explicó Aron Heker todavía en voz baja—. Vine a preguntar cuando podían recibir visitas los reyes. Y esa mujer dijo "Hasta nuevo aviso" —la imitó con una vocecilla nasal— sin consultar con nadie. Si no fuera porque la reina gritó desde adentro que me dejara venir hoy, ahora no estaríamos aquí.

—Entonces, ¿recitaremos el conjuro sanador?

Aron dio un golpecito a Laudana en la cabeza con el lomo del cuaderno de conjuros.

—No traje esto en balde —dijo él con una gran sonrisa.

Aron Heker tenía una cicatriz en la mejilla izquierda que empezaba en la comisura de la boca y alcanzaba la patilla. Obtuvo esa herida durante la guerra de Soteria y Elpis porque alguien le metió una espada en la boca. Desde entonces, él a menudo bromeaba diciendo que su sonrisa literalmente iba de oreja a oreja.

—Lo más prudente será que tú recites para la reina; yo lo haré con el rey.

—Entonces tendremos que usar el cuaderno por turnos.

Enseguida, Aron Heker abrió el cuaderno y sacó de ahí una hoja doblada que entregó a Laudana.

—No hará falta —dijo él—. Anoche copié el conjuro y traje un par de rotuladores.

La puerta de vidrio opaco se abrió en ese instante. La enfermera urraca salió de la otra habitación. Fue directo hacia Aron Heker. Ni bien se plantó frente a él, exigió saber qué hacía ahí.

—Usted sabe la respuesta —soltó Aron Heker.

—Tiene suerte de que la reina lo permitiera.

De pronto, un ruido seco entre siseo y ronroneo provino de la otra pieza. Una silla de ruedas blanca, estilizada, hecha de celulosa u otro material parecido, salió de aquel cuarto... sin que nadie empujara por el espaldar o moviera las ruedas. Su ocupante era una mujer con cutis de porcelana y largas pestañas que enmarcaban unos ojazos castaños. Un rizado mechón caoba asomaba bajo la toalla que cubría el cabello. Llevaba puesto un albornoz y pantuflas del mismo color que la silla. De no ser por el asiento móvil, y la bolsa de suero colgada en el soporte del espaldar, hubiera parecido huésped de una villa. Su rápida y notable mejoría dejaba claro cuán superior era la ciencia médica de Elutania.

—Sí, yo permití que ellos nos visitaran —dijo Su Majestad Nayara—. ¿Tiene algún inconveniente?

—Ninguno, Majestad —respondió la enfermera urraca.

De pronto, Sofía dejo casi corriendo el cuarto donde jugaba con Byrn. Fue directo a la reina. Laudana no alcanzó a sujetar a la princesa. Creía que la niña iba a lanzarse a la silla de ruedas. Pero, la chiquilla aminoró la carrera un poco antes, se arrodilló y apoyó la cabeza en el regazo de su madre.

—¡Mami! —dijo Sofía— ¡Estoy tan feliz de que al fin despertaras!

Su Majestad Nayara rodeó despacio a su hijita con los brazos. Se inclinó con lentitud sobre ella y la besó tanto que Laudana prefirió no mirar. Le pareció más meloso que conmovedor. Pero tantos mimos eran comprensibles. La reina y su esposo fueron de los contados mortales que enfrentaron a Helyel y vivieron (de milagro) para contar la hazaña. Gracias a Olam, el Gran Arrio Teslhar los halló a tiempo después de que casi los mataran durante la batalla en la Plaza Mayor de Soteria.

—¡Yo estoy más feliz, mi corazón! —dijo la reina con la voz entrecortada— ¡No sabes cuánto quería tenerte como ahora! —Su rostro se inundó de lágrimas casi de inmediato— ¡Eres la hija más hermosa que cualquier mamá podría tener!

La toalla se le cayó y sus rizos húmedos se esparcieron por los hombros. Un momento después, se enderezo y encaro a Laudana y a Aron. Había llegado el momento de entregar el obsequio y el mensaje que la difunta hermana de la reina enviaba desde la tumba.

—Lamento que atestiguaran esta escena —dijo la reina limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—No se preocupe, Majestad. —Se apresuró a responder Laudana—. Yo sólo vine a entregarle esto. —Extendió la maceta con la Rosa Negra hacia Su Majestad—. Y un mensaje.

—Ponla en la mesita de noche junto a mi cama. —La reina señaló hacia la alcoba tras la puerta de vidrio opaco—. Te atenderé en un momento.

Laudana entró en la habitación enseguida.

La pieza se dividía en dos cubículos separados por paredes de cristal y unidos por un pasillo. La chica identificó la cama de la reina sólo porque tenía el nombre de Su Majestad grabado sobre una plaquilla en la cabecera. El rey Derek yacía inconsciente en el espacio contiguo. Ella se acercó. Era imposible no quedarse mirando la cicatriz alargada en el pecho del monarca. Al parecer, los arrianos lograron salvarlo con una cirugía cardiaca. Ahora lo mantenían conectado a una mascarilla de oxígeno y diferentes aparatos. Una de esas máquinas monitoreaba el corazón, pues mostraba un gráfico que cambiaba al ritmo de los latidos, pero tal vez nada más Olam sabía para qué eran las otras.

Laudana admiró por un rato aquella tecnología desde lejos. Provino de Elutania, no le cupo duda. Los botones y letreros a la vista estaban repletos de los caracteres a medio camino entre letra y número del sistema de escritura arriano. La visión de sus lucecitas titilantes resultaba tan llamativa como una lluvia de estrellas. La muchacha ignoró durante un rato los calambres por cargar tanto tiempo la maceta con el brazo recién curado. Pero recuperó la noción del tiempo cuando el idioma de los controles cambio de repente a Soteriano. Retrocedió impresionada.

La enfermera entró un instante después. Tal vez quiso averiguar por qué la muchacha tardaba tanto. O a lo mejor pretendía asegurarse de que no tocó nada.

—Pon la maceta donde te ordenaron y márchate, por favor —dijo la sanitaria mientras se acercaba a Laudana.

La muchacha se volvió para mirarla a la cara.

—Aún debo darle un recado a la reina —dijo seria.

—No es mi problema. —La enfermera se llevó las manos a la cadera—. Ese otro señor y tú no deberían estar en este pabellón, en primer lugar. Pero, descuida, el doctor Korhanna los echará así de rápido. —Chasqueó los dedos para enfatizar sus palabras—. La reina sí que lo escuchará a él.

—Pues buena suerte con eso —respondió Laudana—. Ni el propio Helyel pudo amedrentarla.

Enseguida, ella fue hasta la cama de Su Majestad y puso la maceta de la Rosa Negra en la mesita de noche. Tuvo que hacer sitio porque la superficie estaba repleta de frascos de píldoras, ampolletas, jeringas. Desde luego, se dio cuenta rato antes de que la reina disimulaba el dolor. Quizá hubiera sido peor sin tantos medicamentos.

La puerta de vidrio se descorrió para dar paso a la reina a bordo de la silla de ruedas motorizada. Su hija viajaba de pie en la parte de atrás y Aron Heker las seguía, quizá para sostener a la niña.

—Sofía —dijo Su Majestad Nayara—, ¿podrías ir a jugar con el hermanito de Laudana un rato?

—Mami, no —dijo Sofía poniendo morritos.

—Anda. No tardaré mucho, te lo prometo.

La niña brincó de la parte trasera de la silla de ruedas. Luego, se puso cabizbaja.

—Cinco minutos —insistió la reina—. Dame cinco minutos, mi amor, no tardaré más. —Le dio un beso en la mejilla y, enseguida, hizo un ademan a la enfermera—. ¿Puede llevarla donde el otro niño y vigilarlos un rato, por favor?

La enfermera salió de ahí junto con la princesa Sofía. Pero antes pasó junto a Laudana con la nariz en alto.

—Laudana —dijo la reina tan pronto se quedó a solas con ella y Aron Heker—, tendré que ser directa. El señor Heker acaba de contarme que encontraste este cuaderno en la biblioteca del palacio —Lo alzó para que ella lo viera—. Descubrí que era de mi hermana con sólo ver la escritura. No sé cuándo copió tantos conjuros del libro de Eli Safan, o por qué; pero supongo que tú tienes las respuestas.

—No, Majestad, yo tampoco sé por qué su difunta hermana hizo lo que hizo.

—Dime entonces cómo supiste dónde hallar el cuaderno.

—Olam me lo reveló en un trance, Majestad; antes de eso, ni siquiera sabía que el cuaderno existía.

—¿Cómo sé que no mientes?

Laudana se prometió no volver a renegar del don de ser vidente. Pero, ¿demostrar a otros la autenticidad de dicha gracia sería parte de la promesa? Tal vez. A ella le enseñaron en la Iglesia que ningún humano era especial para Olam. Sin embargo, Él escogía a quienes consideraba aptos para servirle sin cuestionar sus órdenes. Ella era consciente de no tener nada extraordinario. Aun así, obtuvo un Sello de Olam. Fue elegida de entre casi medio millón de Soterianos. La Estrella de la Mañana desprendió luz azul desde la Plaza Mayor de Soteria. Nadie más la tocó. Por lo tanto, no importaba quien le creía. La incredulidad de los demás no cambiaba los hechos. O su promesa.

—¿Acaso mientes, Laudana? —insistió la reina mientras arqueaba una ceja.

—No mentiría con algo tan serio —respondió la muchacha a la vez que enrollaba su calceta derecha para mostrar la pantorrilla a Su Majestad—. Este tatuaje apareció hace más de tres meses en mi pierna. —Señaló la marca en forma de estrella de siete puntas—. Es un Sello de Olam; puede verlo por usted misma en el cuaderno. He tenido trances y visiones desde entonces. No le pido que por favor me crea, Majestad, sino examinar los hechos...

La reina Nayara sonrió con los ojos entrecerrados, como si le complaciera acusar de mentirosa a la chica.

—Y sin embargo —dijo ella—, querías que te borraran el tatuaje.

Laudana encaró entonces al señor Heker. Deseaba que sus ojos fueran lanzas para ensartarlo en ellas por contar esa historia al primer mortal que se topó.

—No me mires así —terció él—. Tardabas tanto en salir que terminé contándoselo.

—Ya no importa —contestó ella—. Yo estaba equivocada. Antes creía que esos trances sólo presagiaban desgracias. Ahora que uno de ellos me ayudó a sanar a mi papá, me da igual si nadie me cree. Olam me dio un don; eso dice el cuaderno. Y nada lo cambiará.

—¡Has respondido sabiamente! —señaló la reina de pronto.

Laudana se sorprendió ante la repentina declaración.

—Olam no anda por ahí, repartiendo sus dones a cualquiera —dijo Su Majestad—. Por ello, siempre debes reconocer que Él quiso otorgarte ese don y ser agradecida. Pero también necesitarás confiar tu vida a Olam y mucha determinación. No solo para lanzar conjuros.

A Laudana le extrañó recibir el último consejo.

—¿Para qué más necesito la determinación, Majestad? —quiso saber.

Ella comprendía la parte de confiar su vida a Olam. Era obvio que, por ser vidente, debía obedecerle hasta las últimas consecuencias... incluso si implicaba morir. Pero, no se imaginaba a sí misma lanzando más conjuros después de sanar a Sus Majestades.

Para lanzar un conjuro, no bastaba con recitar las palabras de formulación en rúnico. Si bien tenían el poder de transformar desde adentro cuanto existía, tal prodigio precisaba forzar y transformar —con sólo recitaciones o escritura— las Leyes Físicas. Las leyes Físicas, desde luego, no se someterían a ninguna voluntad excepto a la de su Creador. Por ello, la determinación ayudaba a los Maestres y a los Ministros a sobrepasar esa oposición natural. No debían dudar cuando pronunciaran o escribieran. Por suerte, los titubeos no producían consecuencias graves; en cambio, errar la pronunciación podía ser fatal. De hecho, un error similar provocó la muerte de la reina Sofía I hacía unos cuantos años. Dijo "Shoufarna" en vez de "Shoufara". O sea, "destrúyeme" en vez de "destrúyelos".

—Tú sólo conoces los conjuros de combate y los sanadores —dijo la reina—, ¿cierto?

Laudana se puso pensativa. ¿Qué otros tipos existían y ella olvidó?

—Bueno —admitió—, recuerdo que también hay para abrir portales.

—Elí Safán me confesó hace tiempo que las visiones y los trances son conjuros en dos partes —relató la reina en un tono que sonaba a cátedra—. Olam efectúa la primera. Y todo ese poder llega hasta ti en bruto. Por eso necesitas la determinación: para ser —remarcó el pronombre señalándola— quien controle el trance y no el trance a ti. Ese control es la segunda parte.

Sus palabras cobraron sentido para Laudana. La chica solía quedar tiesa en el sitio donde tuvo el trance. Si eso pasaba a mediación de una calle concurrida... ¡Qué horror!

—Creo que Laudana nunca vio a Elí en trance —intervino Aron Heker

—Pero ha captado la idea —respondió Su Majestad—, ¿no es así, querida?

—Sí... creo.

—¿Captaste o no? —machacó la reina

—Sí, Majestad, hasta la última palabra.

—Entonces, ahora tenemos tres cosas qué hacer. Primero, Laudana deberá dominar sus dones; segundo, quiero oír ese mensaje para mí que mencionó hace rato; tercero, ambos recitarán el conjuro sanador del cuaderno.

—¿El Maestre Heker le contó del conjuro?

—Tardaste demasiado en salir. —La reina guiñó un ojo—. ¿De qué te sorprendes?

—Majestad —dijo Aron Heker—, el entrenamiento de Laudana deberá esperar hasta que se reconstruya Blitzstrahl. No creo que puedan enclaustrarla ahora.

Ella se volvió a encarar al Maestre con un gesto grave.

—No —corrigió la reina—. Lo hará hasta que ella se sienta lista para dejar a su familia por meses... o años.

Gracias a Olam, Laudana aún no debía decidir. Pero presentía que iba a preguntarse en cualquier rato si quedaban alternativas aparte del enclaustramiento por tiempo indefinido. De pronto, alguien le apretó la mano con suavidad.

—No temas —dijo Su Majestad tan maternal como la madre de la chica—. Prometo que Blitzstrahl será el último recurso. Ahora, ¿podrías darme ese mensaje del que hablabas cuando llegaste?

Laudana refirió entonces la visión que tuvo días antes en el archivo muerto de su colegio, sin omitir el más pequeño detalle. Desde el momento en cual la difunta Sofía I apareció desnuda a sus espaldas, de la nada, hasta cuando le entregó la Rosa Negra y se hundió en un charco de agua sin dejar más rastro que pisadas húmedas. Pero dio cuanto énfasis pudo al mensaje codificado de la reina fallecida: "dile a mi hermana que Lucero volverá pronto haciéndose llamar Regina". El Maestre Aron Heker mantuvo un gesto pensativo todo el rato. Incluso movía la cabeza arriba y abajo de vez en cuando. Quizá acababa de sacar en limpio algún detalle nuevo de la visión.

—¿Ese mensaje le dice algo, Majestad? —quiso saber Laudana.

—Me temo que nada —respondió ella.

—Se me ocurre algo. Bert y Laura Alkef tuvieron visiones después de oler la Rosa Negra. ¿Por qué no intenta?

—Precisamente lo que yo iba a sugerir —secundó el señor Heker.

—Me parece bien —dijo la reina—, pero lo haré a solas. Primero recitaremos el conjuro sanador.

Enseguida, Aron Heker entregó a Laudana uno de sus rotuladores.

—Yo me ocuparé del rey —aseguró él—. Tú encárgate de la reina. Hace rato le expliqué todo a ella.

Enseguida, Aron entró al cubículo donde el rey Derek dormía. Desabrochó la camisa del paciente y comenzó a dibujarle en medio del pecho el Ojo de Olam que todo lo ve... grabado al cual Laudana bautizó de manera cariñosa como Cabeza de Águila. Y ella, por su parte, siguió a la reina al otro cuarto con paredes de cristal opaco. La silla de ruedas de Su Majestad Nayara se movía por cuenta propia. Quizá funcionaba con rutas predefinidas en su mecanismo, como los cochecitos arrianos que hablaban. O a lo mejor se movía con el pensamiento.

—Sabes —dijo la reina—, no puedo levantarme sola de la silla. ¿Me cargarías, por favor?

—No hay problema, Majestad —respondió Laudana—. Soy parte del Club de Atletismo en mi escuela. Además, sólo será de la silla a la cama.

—Muy bien. Confío entonces en que no me tirarás.

La reina no parecía pesada, aunque era más alta que ella y tenía el cuerpo definido, firme, de una mujer soltera en sus veintes... a pesar de hallarse en sus treintas y ser madre.

Llegaron a la cama un momento después. Acercaron la silla de ruedas lo más posible. Laudana entonces desconectó la bolsa del suero y la colgó en un gancho metálico en la pared destinado a sostener el recipiente. Luego, flexionó las piernas no sólo para agacharse, sino para evitar lesiones por el esfuerzo. Enseguida, se pasó un brazo de la reina por el cuello y a ella la sostuvo por las corvas y la espalda baja. A pesar de realizar la técnica de levantamiento correcta, sintió de inmediato que se iría de bruces. Pero la chica no cedió a la Gravedad. Pudo enderezarse sin dejar caer a Su Majestad.

—Estudias en San Gleb, ¿cierto? —quiso saber la reina.

—Sí —respondió Laudana pujando mientras avanzaba a la cama con el abdomen apretado para soportar el peso.

—Yo estudié en San Gleb hace veinte años. Oye, ¿los clubes de Atletismo y Equitación todavía son rivales?

—Todavía, Majestad —pujó Laudana de nuevo mientras la recostaba.

La muchacha supuso que su patrona sólo conversaba de algo tan trivial para tranquilizarla. Pero quizá debieron guardar ese recurso hasta el momento de trazar el Ojo de Olam. De hecho, Su Majestad abrió el albornoz tan pronto estuvo en la cama. No llevaba nada debajo excepto un calzón cuyo aspecto recordaba al de una mascarilla quirúrgica.

—No te avergüences —dijo ella con firmeza—. Aron Heker me explicó que esto sería necesario.

—Ojalá que la tinta no sea indeleble —respondió Laudana mientras destapaba el rotulador—. ¿Puedo saber dónde la lastimaron?

—Los arrianos reconstruyeron mi cadera. Pero sólo puedo pasar quince minutos sentada al día. No caminaré hasta dentro de dos meses.

—Entonces ya sé dónde trazar el Ojo de Olam.

La chica había visto a Sofía I desnuda días atrás. Pero le resultaba difícil no comparar la visión que tuvo en aquel trance con la que ahora tenía ante ella. Si bien la difunta tenía un busto más espléndido que su hermana viva, la gobernante Soteriana en turno poseía una figura con curvas de reloj de arena. Las piernas cubiertas de cicatrices eran bellas columnas de mármol castigadas por la intemperie. Ahora quedaba claro por qué Su Majestad Nayara sólo vestía faldas con el dobladillo bajo la rodilla y medias negras. Pero lo más llamativo era una quemadura cerca de la ingle, un poco arriba de donde la pierna derecha enraizaba. Helyel la hirió en ese sitio con un rayo disparado por los ojos durante su última batalla.

—Está listo —anunció Laudana tan pronto acabó de dibujar el Ojo de Olam—. Ahora relájese, por favor. No sentirá nada.

Quedó peor que el que hizo sobre su brazo escayolado al probar el conjuro. Pero funcionaría de todos modos.

—Quiero advertirte antes —la interrumpió Su Majestad—: Si mi esposo y yo morimos porque falló el conjuro, podrían acusarte de regicidio...

—Le aseguro que Olam no lo permitirá. Lo he probado en mí misma y en mi padre.

—Adelante entonces.

La reina cerró los ojos e inhaló profundo. En ese instante, la muchacha repitió las palabras transliteradas del conjuro. Por suerte, el señor Heker las copió del cuaderno para facilitar la pronunciación. Las cicatrices de piernas y cadera de la paciente se desvanecieron casi al momento. Quedó como si nunca hubiera sido herida. Incluso desapareció la escasa palidez restante en la cara de la gobernante

—¿Intento ponerme en pie? —dijo ella ni bien Laudana informó que había terminado.

—Pienso que sí —respondió la muchacha—. Yo tenía el brazo fracturado; pude moverlo como si nada después de recitar.

—Entonces olvidémonos de reconectar el suero. No lo necesitaré si estoy curada.

Su Majestad Nayara abrochó su albornoz y se sentó despacio en el borde de la cama. "Con cuidado", murmuraba mientras iba acercándose a la orilla del colchón. Parecía esperar que el dolor punzara sus huesos. Hasta permaneció un momento con la mano en alto para indicar a Laudana que aguardase antes de ayudarle a bajar. Tras unos minutos de espera, la reina hizo un movimiento con la cabeza para pedir a la muchacha que le permitiera apoyarse en su hombro. No hizo gestos de malestar al descender del lecho. Pero apenas si podía mantenerse en pie. Sus piernas temblaban con cada paso. Era como si aprendiese a caminar de nuevo.

—Lo siento —dijo ella—. No he caminado en casi una semana.

La enfermera entró en ese momento por el cristal que servía de puerta a esa zona del pabellón.

—¡¿Qué haces, muchacha?! —soltó ésta con el horror plasmado en el rostro descolorido al mismo tiempo que se les acercaba casi corriendo.

Intentó cargar de nuevo a Su Majestad tan pronto la tuvo cerca para devolverla a la cama.

—¡Déjame! —protestó la reina luego de apartarla a manotazos— ¡Estoy curada! —Luego, le dirigió una mirada feroz— Mejor trae al doctor Korhanna para que me dé el alta. Y no tardes.

—Como ordene, Majestad.

Laudana alcanzó a ver por el rabillo del ojo al rey Derek, sentado en su cama, dando la mano a Aron Heker para ponerse en pie también.

La reina encaró de pronto a la chica y sonrió de forma pícara.

—Por cierto —susurró—, el Club de Equitación mola.

¡Claro! Tal broma era de esperarse si ella formaba parte de dicho club cuando estudió en San Gleb.

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