LAS MENTIRAS DE LAUDANA
El eco de cientos de gotas sonaba armónico dentro del frío túnel directo entre los iglúes N y C.
Laudana no podía precisar si puso la misma cara de asombro que Byrn, su hermanito, cuando probó el conjuro sanador. El pobre alternaba la mirada entre ella y el brazo recién curado. Pero, al final, él la miró fijo.
—¿Servirá? —dijo Byrn.
Laudana cerró el cuaderno para meterlo de nuevo entre los otros libros escolares que cargaba. A decir verdad, el conjuro con el grabado de la cabeza de águila resultó tan efectivo que no dudó cómo responder a su hermano. Más bien, se preguntaba a quién debía entregar los escritos en sus manos. Quizá las intenciones de Olam no eran sanar al padre de los chicos Gütermann sino exponer esa copia desautorizada del libro de Elí Safán.
—Claro que servirá —respondió Laudana—. ¿No viste cómo me curó?
—No, tonta —Byrn estiro la mano y le dio una palmada en la cabeza—, ya estabas curada cuando te vi.
Laudana le devolvió el golpe lo doble de fuerte casi tan rápido como se lo dieron.
—¿Entonces aceptas que el conjuro sirve, mequetrefe? —contraatacó ella.
—¡No soy mequetrefe! —protestó Byrn— ¡¿Por qué me dices así?!
—Bueno basta, mequetrefe —dijo Laudana mientras disimulaba sus ganas de reír tan bien como podía—. No vuelvo a llamarte mequetrefe, aunque seas un mequetrefe. Prepararé torrijas para almorzar. Te las comes rápido, porque terminando iremos al pabellón-clínica con el Maestre Krensher.
—¡Yo no quiero ir contigo!
—Sabes que no puedo dejarte sólo. ¿O es que olvidaste qué pasó la última vez?
—No —soltó Byrn con aire resignado—, aún me duele la zurra que me dieron.
Los padres de Laudana perdieron la confianza en Byrn debido a una ocasión en la cual se fingió enfermo para quedarse en casa y realizar uno de sus tontos experimentos. En algún momento, durante las compras de mamá en el mercado de Olswedish, él decidió prepararse un emparedado. Nada especial. Sólo quería tostar el pan antes de poner jamón, lechuga, tomates y crema agria. El problema fue que incendió la cocina por impaciente. Quiso encender la leña de la estufa rociándola con un poco de carbosina que papá guardaba en el sótano. Bastaba con un chorrito; pero él empapó la madera con el combustible. Por obvias razones, la estufa vomitó llamaradas por los quemadores ni bien echó dentro el fósforo. O eso parecía, porque las vigas del techo se prendieron. Aquel bocadillo no terminó en catástrofe gracias a que mamá volvió en el instante justo y se apresuraron a apagar el fuego a manguerazos.
La carbosina era un combustible sumamente inflamable. Servía para evaporar el agua de las máquinas de vapor en aerodinos, buques de guerra, tanques de asalto y casi todos los vehículos militares conocidos en Eruwa. Aunque también era un solvente eficaz. De hecho, papá compró un garrafón para desengrasar una máquina de coser antigua que pretendía restaurar. A final de cuentas, Mamá se enfadó con él y con Byrn. Riñó a uno por casi quemar la casa y al otro por guardar sobrantes de ese líquido tan peligroso.
Laudana despeinó a su hermanito como reconciliación después de haberlo molestado.
—Entonces, no se hable más —dijo ella—. Almorcemos torrijas.
La chica pasó el resto del camino alternando entre cargar en hombros a Byrn y competir con él a ver quién saltaba en más charcos de agua. Les tomó poco más de una hora llegar al iglú C. Para entonces, ambos tenían las perneras, zapatos y calcetas empapados. Una vez fuera del túnel, notaron que sus pasos emitían un peculiar chapaleo. Tenían los pies fríos, pero no faltaron las risas. Por alguna razón, encontraron semejanza entre los ruidos que hacían al caminar y el de un mojón cayendo al inodoro. En todo caso, la diversión les alcanzó para cruzar ese iglú —sin importar las miradas incómodas de sus ocupantes— y el túnel que lo comunicaba con el B.
Al llegar a su lote, Laudana dejó los libros y el cuaderno del conjuro Cabeza de Águila sobre la pequeña alacena junto a la estufa; luego, sacó un frasco con hojas de té, la canasta de los huevos y la bolsa del pan del interior. Pero tendría que prescindir de la mantequilla y dorar las torrijas en aceite de oliva. La elección no se debía al gusto de la chica sino a que era lo habitual en Eruwa. Además, los Ministros a cargo del refugio apenas si asignaron a cada lote el mobiliario indispensable. Pero muchos —como el de los Gütermann— no tenían nevera. El reparto de esos trastos iba a pasos de caracol en muletas.
—¿Se acabaron los platos descartables? —quiso saber Laudana al no encontrar ninguno en la pequeña alacena junto a la estufa.
—No sé —Byrn se encogió de hombros.
Laudana agarró la tapa de una sartén y depositó en el lado curvo las primeras torrijas listas.
—Toma —dijo seria—. Come rápido.
Se sentaron juntos en el catre de ella, el cual era el más cercano e incluso tuvieron que arrastrarlo. El pan se terminó en aquel almuerzo apresurado. Apenas quedó té para una taza más, que seguramente mamá bebería al volver de cuidar a papá en el pabellón clínica. O papá, si lo despertaban del coma.
Jarno Krensher llegó mientras Laudana comía. Pero él declinó su invitación a almorzar; aseguró que acababa de hacerlo con su familia. En todo caso, la esperó. Mientras tanto, acordaron ir primero donde los reyes Derek y Nayara convalecían para acoger a la princesa y cuidarla hasta que sus padres mejoraran. Resultaba que habilitaron para Sus Majestades un espacio en el iglú P. No sólo era el lugar del refugio con menos ocupantes. Ahí también habitaban los médicos del pabellón-clínica. Además, el Gran Arrio Teslhar puso a un especialista de Elutania a cargo de la recuperación de Sus Majestades y lo envió a Eruwa junto con sus reales pacientes.
Laudana aprovechó también para preguntar a Jarno más sobre Amalia Wasa.
Resultó que él no se acordaba de todos los detalles, pero sabía que el nombre completo de Amalia era Amalia Sauvignon Wasa y Lopez Castro. Por lo tanto, no correspondía al monograma impreso en la pasta del cuaderno donde Laudana encontró el conjuro. Las iniciales ALS quizá pertenecían a otro miembro de la Familia Real. En todo caso, la prima de Su Majestad Nayara murió al naufragar el barco donde realizaba su viaje de bodas, unos meses antes de iniciar la guerra entre Soteria y Elpis.
Laudana y Byrn terminaron de comer poco después
—Bien —dijo ella—. Estoy lista. Vámonos.
Enseguida, tomó la maceta con la rosa negra. Pero Jarno la detuvo.
—Espera —dijo él—. Pienso que deberías dejar ese regalo para después.
—Pero, ¿por qué?
—Porque el médico arriano a cargo de Sus Majestades es muy quisquilloso. Tal vez no querrá plantas en las habitaciones.
—¿Es en serio? —Laudana se llevó el brazo recién curado a la cintura mientas sostenía la flor con el otro.
Jarno estuvo a punto de agarrar la maceta, pero ella logró evitarlo y ponerla sobre la alacena sin parecer brusca o que se la quitó a propósito. O al menos eso creía.
—Totalmente —respondió Jarno—. Es más, Aron y yo nos reunimos con Sus Majestades hace rato, cuando llegaron. Tuvimos que regresar a nuestros lotes por mudas de ropa limpia porque nos hicieron tirar la que llevábamos puesta. Y aun así necesitábamos una ducha descontaminante.
—¡Perfecto! —se quejó Laudana— ¡Esta era mi última muda limpia! —Señaló con un ademán de ambas manos el pants rojo y blusa blanca que vestía.
—Anoche mamá y yo trajimos más ropa limpia de la casa —intervino Byrn.
—¿Sí? ¿Y dónde la puso?
—En un baúl bajo su cama.
Laudana fue a donde su hermanito le indicó y se agachó para dar un vistazo. En efecto, había un baúl mediano de madera bajo el catre donde su mamá dormía. No lo vio antes porque cubrieron la colchoneta del lecho con colchas tan largas que alcanzaban el suelo aún dobladas.
Enseguida, ella se volvió para encarar a Jarno
—¿Tuvieron que darse dos duchas? —le preguntó—. O sea, la del baño diario y la descontaminante.
—Yo sólo tomé la descontaminante —respondió Jarno—. ¡Quién sabe Aron!
—¡Con razón ese médico los hizo bañarse!
—De todas maneras, iba a hacerlo más tarde —dijo Jarno mientras se encogía de hombros.
Laudana tuvo que pensarse lo de la ducha. Quizá tendría que imitar al Maestre Krensher, pues ella misma no se bañó temprano por ir deprisa al palacio real a buscar el cuaderno del conjuro Cabeza de Águila. Sin mencionar que no tenía certeza de que hubiese agua corriente en esa zona de la ciudad. De haberlo sabido, bien pudo usar la ducha de alguna alcoba de invitados.
Enseguida, arrastró el baúl de bajo la cama, lo destapó y sacó una muda de ropa.
—Toma —dio pantalón de pana y camisa a Byrn—. Dóblalas antes de irnos.
Ella escogió una falda larga color lila claro a franjas negras en diagonal y blusa púrpura. Se marcharon luego de doblar la ropa que se pondrían en el iglú P. Éste era el último y más lejano del refugio. Fácilmente caminarían por dos horas. Byrn aguantó la caminata anterior sólo porque lo mantuvo entretenido además de cargarlo en hombros por ratos. Quién sabe ahora. De todos modos, el chiquillo era bastante delgado y liviano para su edad.
Por suerte, a los Gütermann les habían asignado uno de los últimos espacios en el iglú B. Por ello, no demoraron más de quince minutos en ir hasta la boca del túnel que comunicaba con los otros iglúes. Fue en ese instante que Laudana notó una peculiar novedad.
—Pero, ¿qué es eso? —soltó divertida.
—Un coche, tonta —respondió Byrn—. ¿No lo ves o qué?
—No te pregunté a ti, mequetrefe.
El vehículo en cuestión parecía una carreta hecha de celulosa blanca, con ruedas de caucho del mismo color. Le acoplaron seis bancas de tres plazas y faros en la delantera. Y, a decir verdad, se veía más como un juguete.
—Seguramente los arrianos acaban de traerlo —dijo Jarno serio—. Porque hace rato no había nada. —Luego miró a un lado y al otro—. Pero no veo al conductor.
—Buenas tardes —saludó una voz salida de ninguna parte—, ¿a dónde puedo llevarlos hoy?
—¡Mira, el cochecito habla! —soltó Byrn con una sonrisa enorme y los ojos muy abiertos.
—¿Iglú P? —contestó Jarno con un dejo de duda en la voz.
—Suban por favor. Mantengan cabeza y extremidades dentro del vehículo durante el trayecto.
—¡Qué remedio! —respondió Laudana.
—Floja —masculló Byrn de forma burlona.
Laudana le dio una fuerte palmada en la cabeza a su hermano antes de subirse al vehículo arriano. Luego, Jarno ayudó al mocoso a abordar antes de hacerlo él mismo. Enseguida, los tres abrocharon los arneses de seguridad que salían por los costados de sus asientos aun antes de que el vehículo se los pidiera.
Fue un alivio encontrarse con la novedad del coche. Y mejor aún descubrir que no era el único. Durante el trayecto al iglú P, Laudana alcanzó a contar seis más que venían en sentido opuesto y otro delante, en la misma ruta. Casi todos iban desocupados. Sólo vio dos en los cuales alguien viajaba. Pero los pasajeros eran arrianos. La chica sólo pudo suponer que esos vehículos eran un nuevo tipo de autómata y los estaban probando. Si tenía razón, entonces Jarno Krensher, ella y su hermano eran parte de las pruebas. Bien, qué importaba si eso traía comodidad a todos los habitantes de Eruwa. Bastante soportaban por vivir amontonados en el refugio.
Diez minutos después, el cochecito donde viajaban se detuvo.
—Hemos llegado al destino solicitado —anunció el vehículo—. Iglú P.
Laudana y Byrn descendieron. Jarno se acercó al frente del aparato ni bien puso un pie en el suelo.
—¿Cuánto te debemos? —quiso saber.
—Este transporte ha sido donado a Soteria por el Gran Arrio Teslhar.
Enseguida, la máquina arriana dio media vuelta y se fue.
—Nos dejó en la entrada —observó Laudana—. Debimos ser más específicos.
Pronto se dio cuenta de que no necesitaban concretar a dónde iban. Se encontraban bastante más cerca de lo esperaba.
En el centro del iglú había una suerte de casa pequeña con una parte hecha de cristal opaco y, lo que Laudana esperaba fuera el frente, construido en ese material arriano blanco parecido a la celulosa. Tenía un nombre tan difícil que ella a menudo lo olvidaba. Los catres de los médicos rodeaban aquella instalación. Varios dormían, pues casi seguro habían trabajado durante la noche. Pero alguno que otro hacía fila en las duchas comunitarias o guisaba en las estufas de sus respectivos lotes.
—Bien —dijo Jarno de pronto—, allá tienen a los reyes —señaló con el mentón el cuarto de vidrio—. Síganme los dos.
El trío anduvo por el pasillo central del iglú y fue directo al sitio donde Sus Majestades convalecían. Laudana notó que el cristal traslucía cada vez más conforme se acercaban. Llegó un punto en el cual pudo distinguir cuatro cubículos en el interior, cerrados con puertas de vidrio. Los pacientes ocupaban dos. En el tercero había un escritorio blanco, de superficie pulida donde un hombre muy alto y encorvado, de cabello azul, leía algo de la pantalla incrustada en una pared; quizá él era el médico arriano y la pieza le servía de consulta. El cuarto aposento estaba desocupado, pero no vacío. Dos individuos, un oso de peluche, una muñeca Amber pelirroja y una mesa de juguete era cuanto llenaba aquella pieza en esos momentos. Un Ministro de Olam, enjuto, de piel casi igual de oscura que su hábito negro y tan alto como el habitáculo, daba penosos sorbos a una tacita de porcelana la cual sostenía con dos dedos. En el asientito frente a él, una niña de bucles rubios le pasaba un diminuto plato sin comida.
Laudana no pudo evitar que una risilla saliera de sus labios.
—¡Ay, no puede ser! —dijo— ¡Sofía convenció a un Ministro de jugar con ella!
—Yo creo que lo obligó —respondió Byrn.
—No lo dudes.
—Bien, esperen aquí —terció Jarno—. Iré a ver si pueden entrar por la princesa.
El Maestre se adelantó a paso veloz. Ellos se quedaron quietos a medio pasillo. Esperarían ahí.
De pronto, Sofía se dio media vuelta en su sillita y agitó una mano para saludarlos. Luego, se levantó y salió corriendo de aquel cuarto de vidrio. Su compañero de juego se quedó sólo, de pie donde lo dejaron, mientras aún sostenía su ridícula taza.
—Ya nos vio —soltó Byrn.
—¿Ese Ministro le habrá dicho que íbamos para allá?
—¡Quién sabe!
Laudana recordó que esa noche le tocaba relevar a su mamá en el pabellón-clínica. Podía ser un buen momento para probar el conjuro sanador del cuaderno. Pero había un inconveniente.
—¿Y si mamá se enoja porque llevaste a la princesa al lote? —quiso saber Byrn.
—¡Santa madre de las frituras! —se quejó Laudana— ¡Es cierto!
Meter a la princesa Sofía a la cama —o darle de comer— eran desafíos para los cuales Su Majestad Nayara o Laudana tenían toda la paciencia del mundo. Una por ser madre de la niña y la otra porque le pagaban. Mamá... o sea, Penninah Grace Robinson y Gewehr, señora de Gütermann, no haría nada de eso sin que antes le hirviera la sangre por las travesuras de la mocosa.
—Pues mamá tendrá que aguantarse —soltó al fin Laudana—. Es orden de la reina.
—Pues ojalá Sofía se comporte ahora —respondió Byrn—. Porque la última vez...
Laudana le interrumpió de un codazo discreto en el brazo.
—Cállate —soltó ella entre dientes—. Aquí viene.
La princesa Sofía, hija de Su Majestad Nayara, recibió ese nombre en memoria de su difunta tía, la anterior reina de Soteria. Hasta heredó su gusto por las travesuras y mala crianza. De ahí que pocos toleraran a la niña. En esos momentos, Laudana vio salir a Jarno de las habitaciones de los reyes con aire grave. Caminaba directo hacia ella.
—¡Laudi! —Sofía extendió los brazos.
—Espere, señorita —dijo Laudana con un falso tono ceremonioso—, ¿saludó usted al joven Byrn Gütermann?
—Buen día, joven. —La niña hizo una reverencia mientras levantaba un poco su vestidito rojo de olanes blancos.
—Buen día, Alteza —Byrn siguió el juego correspondiendo la fingida solemnidad.
—¿Te portaste bien? —quiso saber Laudana.
—¡Sí! ¿Quién te crees que soy? ¿Puedo abrazarte ya?
—¡Está bien! Sólo jugaba contigo.
Sofía casi saltó a los brazos de Laudana. Bien, la chiquilla podía ser desesperante en ocasiones. Pero también sincera en sus afectos. Jarno llegó entonces donde ellas y Byrn. La princesa entonces soltó a su niñera y dirigió una mirada de descontento al recién venido. Incluso le sacó la lengua.
—Malas noticias —dijo Jarno sin hacer caso del gesto—. Sus Majestades no pueden recibir visitas hasta mañana después de las siete. Tienen que pasar anestesiados el resto del día y toda la noche.
—Al menos son buenas para ti —respondió Laudana.
—Pues sí —Jarno se encogió de hombros—. Me da tiempo de cumplir el encargo que me hicieron los reyes. En fin, hasta aquí llego. Nos vemos.
Jarno agitó una mano para despedirse. Laudana entonces lo detuvo antes de que se marchara.
—¿Puedo pedirle un favor? —dijo ella.
—Sí, ¿por qué no?
—¿Podría decirle por favor a mi mamá que regrese al lote cuando termine de cuidar a mi papá, porque la princesa está conmigo?
—Sí, está bien. El pabellón-clínica me queda de paso.
Jarno se despidió otra vez luego de que le agradecieran el favor.
Mamá de seguro iba a enfadarse. Pero terminaría por aceptar que la princesa se quedara sólo esa noche en el lote con ella. Especialmente porque Laudana era su relevo cuidando a papá... y, desde luego, pondría a dormir antes a la niña para aligerarle el trabajo al máximo. Una vez que metías a Sofía a la cama, no se despertaba hasta la mañana siguiente.
¿Podemos ir por mis cosas? —quiso saber Sofía.
—Que sea rápido —dijo Laudana.
Los tres recorrieron el tramo que restaba hasta la casa de cristal donde convalecían Sus Majestades. Pero sólo entró Sofía a través de un vidrio translúcido que, al parecer, era la puerta. Ésta se opacó tan pronto Laudana y Byrn intentaron cruzar y ninguno pudo ir al otro lado, sólo palparla. Se volvió al instante tan dura como una pared de ladrillo. De pronto, un altavoz les aclaró por qué les prohibieron el acceso. "Tomen duchas descontaminantes para acceder a la sala de recuperación", exigió la voz femenina salida del aparato.
—¿No había un Ministro adentro? —dijo Laudana al notar que el compañero de juegos de la princesa no estaba.
—Para mí que escapó en cuanto pudo —respondió Byrn con una sonrisa.
Sofía volvió un momento después con el oso de peluche bajo el brazo y una bolsa de papel tintineante en la otra mano. Sonaba como si guardara una vajilla dentro. La muñeca Amber se quedó plantada en la fiesta de té inconclusa con el Ministro. Tal vez la princesa consideró el juguete demasiado grande para cargarlo.
—Tú —Sofía señaló a Byrn con el mentón—, carga mi juego de té —le extendió la mano con la bolsa—. Yo llevaré a mi oso Düstin.
—Bien —Byrn cogió la bolsa de mala gana—, dame eso.
Se pusieron en marcha enseguida.
Sofía dio unas palmadas al oso en el trasero. El juguete desprendió una nubecilla de polvo en respuesta. Desde luego, el nombre Düstin era bastante apropiado y un buen juego de palabras. Las primeras letras —Düst— formaban el vocablo para polvo en el dialecto de Soteria. La gente lo pronunciaba como "Daast".
—¿Y esa muñeca...? —quiso saber Laudana.
—Regresaré después por Lexa —interrumpió Sofía—. Ya me aburrió jugar con ella.
—No hablo de eso. ¿Desde cuándo tienes una Amber? Creí que no le gustaban a tu mamá.
—Me la regaló Erick ayer —Sofía se encogió de hombros—. Pero tampoco me gusta. Creo que es medio tonta.
—Como alguien que conozco —terció Byrn.
—Querrás decir —corrigió Laudana ignorando a su hermano—: el Gran Arrio Teslhar me regaló una muñeca.
—Fue a mí, no a ti —contraatacó Sofía con una risilla.
—Pero entendiste, ¿no? —replicó Laudana— Recuerda que ya no es un Maestre. Ahora es un rey, como tus padres.
—Si, sí, lo que sea —remató Sofía—. ¿Podrías cargar a Düstin?
—Olam Santo, dame paciencia —dijo Laudana mismo al tiempo que agarraba el oso de peluche.
Los hermanos Gütermann cogieron entonces a la princesa Sofía por las manos para no perderla de vista y se pusieron en marcha de vuelta al iglú B. Recorrieron el largo pasillo bordeado de catres con la chiquilla en medio de ambos. Pero la muy malcriada se columpiaba de ellos cada tanto mientras caminaban. A Laudana se le antojó que sería una caminata insufrible. No solo por ese juego molesto sino porque tarde o temprano debía cargar en hombros a cada niño. Sin embargo, y para su buena fortuna, el cochecito autómata en el cual arribaron estaba aparcado en la boca del túnel por donde ella y Byrn llegaron. Podía verse, aunque faltaran decenas de metros para alcanzarlo. Quizá Olam les tuvo compasión.
La princesa Sofía tuvo casi la misma reacción de Byrn. "¡Qué bonito!", exclamó la niña antes de soltarse y correr hacia la entrada del túnel.
—¡Espera! —Laudana salió tras ella— ¡Vas a caer!
Tal vez esa advertencia no tenía nada de profético. Pero sus palabras se cumplieron de manera precisa cuando faltaban unos pasaos para llegar al transporte.
—¡Te lo dije! —soltó la muchacha mientras ayudaba a la princesa a levantarse—. A ver, déjame sacudirte el vestido.
—¡No! —protesto Sofía—. ¡Tú andas más sucia!
—Esta bien. Pero no vuelvas a soltarte así, ¿entendiste?
Sofía sólo respondió con un movimiento de la cabeza arriba y abajo.
El cochecito de nuevo preguntó a dónde iban y les pidió abordar ni bien lo dijeron. Los niños fueron primeros en abordar de un salto. Después, la niñera-hermana lo hizo también. El vehículo dio media vuelta enseguida y entró al túnel. De nuevo, se toparon con otros autómatas sobre ruedas iguales a ese durante el trayecto. Sin embargo, ahora más humanos los usaban. De hecho, la señora Rui Heker y Ushio venían en sentido contrario en otro y saludaron al pasar junto a ellos. Quizá iban al pabellón-clínica para llevar comida a la madre de Laudana. O quién sabe.
—¿Y el idiota? —preguntó de pronto Sofía— ¿Dónde está?
—¿Cuál idiota? —Laudana sabía de quién hablaba la mocosa, pero siguió el juego para averiguar qué pretendía.
—Pues tu novio... ¿Cómo se llamaba? ¿Brent?
—¡¿Qué te pasa?!¡Bert no es mi novio!
—¿Y qué quieres que crea si nunca se separan?
—Nada. No quiero que creas nada. Bert Tuvo que irse, pero luego regresa. ¿Contenta?
—Ah, entonces pelearon.
—No. Y si vas a preguntar algo, que sea otra cosa por favor.
Laudana no había pensado en Bert casi todo el día, hasta que la malcriada princesa le hizo recordarlo. Suspiró por lo bajo. Se conformaba con verlo una vez más, aunque fuera para despedirse.
—Bert y Laudana, sentados bajo un árbol —empezó a canturrear Sofía de forma burlona—, se B-E-S-A-N...
—¡Cállate o te aplico el castigo de los dedos cruzados! —Protestó de inmediato Laudana.
La niña quedó petrificada en su asiento el resto del viaje. Hasta Byrn la imitó.
El castigo de los dedos cruzados consistía en hacer que alguien entrecruzara los dedos de ambas manos y los extendiera sin separarlas; después, otra persona se los apretaba. El dolor provocado en las articulaciones hacía gritar incluso a los adultos.
Laudana tenía razón en obligar a Sofía a callar. El resto de la cantaleta decía que primero se casaban, luego hacían el amor y después venía un bebé. Si querías avergonzar a un chico y una chica, aun sin ser pareja, no existía mejor modo. Y esta era la versión menos atrevida. Casi seguro que Sofía aprendió una variante procaz. Toda criatura de colegio elemental conocía al menos dos formas de la dichosa cancioncilla.
El vehículo arriano en el cual viajaban paró de pronto.
—Hemos llegado al destino solicitado —anunció—. Iglú B.
En efecto, Laudana reconoció de inmediato su iglú. Fue la primera en descender.
—Andando —ordenó ella.
Ayudó a Byrn y a Sofía a bajar. Luego, se dirigió a su lote caminando con un niño sujeto en cada mano.
Laudi —soltó de pronto la princesa—, ¿cuándo te quitaron el yeso?
—Esta mañana —respondió Laudana—. ¿Por qué? No me digas que recién te diste cuenta.
—Me di cuenta cuando nos vimos —Sofía se encogió de hombros—. Pero recién me dieron ganas de preguntar.
La niña no parecía extrañada. Pero quien sabe Laura. O Bert, si acaso Laudana y él volvían a verse. A ellos no podía mentirles como a la señora Heker.
—Ahí está otra vez —Sofía tironeó el brazo de su niñera.
—¿Qué? —terció Byrn.
—Tu hermana poniendo ojos de perrito regañado. Y yo sé por quién.
Laudana se detuvo en seco. Soltó enfadada y con brusquedad a Sofía. Esta no la dejaba pasar.
—¡Ya basta! —exigió—. ¡Cruza los dedos, ya sabes cómo!
—¡No, Laudi! —suplicó Sofía— ¡El castigo de los dedos cruzados no!
—¡OBEDECE! —dijo Laudana más fuerte de lo necesario.
Hasta una mujer que pasaba a su lado, gorda, en bata y el cabello recogido en ruleros, se volvió a mirar.
De pronto, dos lagrimones escurrieron por las mejillas rojizas de Sofía y empezó a hacer pucheros. Y Byrn murmuró algo como "Ésta va a chillar". Era la primera vez que Laudana la hacía llorar en serio sin aplicarle el castigo.
—¡Deja de hablarme feo! —gimió Sofía.
Laudana volvió a tomarla por la mano; aun con brusquedad, pero tratando de parecer menos enfadada.
—Tú tienes la culpa —replicó mientras reanudaba la marcha—. Te pedí parar por las buenas, pero seguiste. No te quejes ahora. Lo que hagas trae consecuencias, aunque seas de la realeza. Deberías recordarlo porque tu mamá te lo ha repetido desde siempre.
Enseguida miró de reojo hacia atrás. La señora gorda de hacía un rato se había quedado parada a lo lejos. Quizá esperaba que ella golpeara a la niña para acusarla con la Oficina de Bienestar Infantil. La muchacha tenía ganas de sacarle el dedo medio. Pero prefirió no rebajarse. Tal vez era mejor ignorar la mala intención de una verdulera. Por suerte, los burócratas no trabajaron durante la reconstrucción, como la mayoría de los ciudadanos que no se inscribieron a las brigadas.
Laudana movió la cabeza de lado a lado mientras daba un largo suspiro.
—Perdóname —dijo al fin—. No debí enojarme así contigo.
—Te prometo ya no molestarte y portarme bien —respondió Sofía.
—Mejor cumple tus promesas —contestó Laudana—. Ahora escucha bien, porque no pienso repetirlo. Bert me gusta. Y me gusta mucho. Si de verdad fuera mi novio, tus burlas no me molestarían. Pero él se ha ido. No me di cuenta de cuándo pasó porque no se despidió de mí. Es más, a lo mejor nunca volveré a verlo. ¿Te das cuenta de por qué me enojé contigo?
—Sí. Porque te rompieron el corazón.
—Entonces piénsatelo bien la próxima vez que quieras burlarte de los sentimientos de alguien.
Después de caminar otro poco en silencio, el trío llegó al lote B4071.
Byrn se dejó caer en su catre tan pronto pudo, con los brazos extendidos y hasta resopló acostado. Laudana, por otra parte, pidió a Sofía que se acomodara en otra cama mientras ella se agachaba para buscar en la pequeña alacena junto a la estufa con qué guisar sopa. La niña entonces cogió el juego de té de la bolsa y lo dispuso para jugar con Düstin antes de sentarse. Pero, de pronto, se levantó y fue directo donde su niñera.
La alacena de los Gütermann era lo bastante pequeña como para que Sofía pudiese echar un vistazo por encima con solo ponerse de puntillas. Tal parecía que la niña notó los libros y quiso averiguar si eran de su cole. Sin embargo, tomó con esfuerzo el cuaderno de conjuros hallado por Laudana en el palacio. Aunque ella puso la libreta debajo de todo, no estaba cubierta por completo. Sobresalía una esquina.
—Este cuaderno era de mi tía —dijo Sofía sin despegar la mirada de la pasta— ¿Por qué lo tienen ustedes?
Laudana se enderezó rápido.
—Lo encontré en la biblioteca del palacio cuando buscaba tus libros del cole —aclaró—. ¿Cómo supiste que era de tu tía?
Sofía dio vuelta al cuaderno de forma que Laudana viese la pasta.
—Mi mamá guarda muchas cosas de mi tía en una alcoba. —La princesa señaló el monograma—. Todas tienen sus iniciales —explicó mientras apuntaba a las letras A, S y L, en ese orden, aunque las dos primeras en realidad se hallaban a los lados de la última—. ¿Ves? ALS significa Anelis Sofía Lancaster. Así se llamaba mi tía.
La forma en la cual Sofía señaló las iniciales del monograma era correcta. La letra central —y también más grande— correspondía al apellido paterno. Las de izquierda y derecha, a dos nombres.
—¿Estás segura? Puede ser de alguien que, casualmente, su nombre empieza con las mismas letras.
—A lo mejor tienes razón —dijo Sofía—. Pero yo he visto la letra de mi tía montones de veces; ahorita nos daremos cuenta de todo.
Enseguida, dio una hojeada al cuaderno.
—Sí —dijo ella—. Es su letra. La misma letra que puso en todas sus cosas. Tiene que ser suya porque nadie más cambiaba los puntos de las íes por corazones.
—¿Nadie? ¿Estás segura?
—Estoy Segura. O dime a quién has visto hacerlo.
—A nadie. Hasta a mí me parece demasiado cursi.
A decir verdad, Laudana no sabía si decepcionarse o sorprenderse.
Resultó que la autora del cuaderno era ni más ni menos que Su Majestad Sofía I, considerada por muchos historiadores como el gobernante más loco en acceder al trono de Soteria. De hecho, obtuvo esa reputación por haber sido el único que sacó a La Nada de su encierro en la Estrella de la Mañana, el gigantesco mosaico de la Plaza Mayor de la ciudad. Y, para empeorar los anales de su reinado, no realizó semejante acción voluntariamente. Vivió años influenciada por un Legionario que había logrado colarse a Eruwa de algún modo. Bien pudo copiar los conjuros a la libreta a causa del influjo. En cualquier caso, el libro del Sacerdote Elí era un objeto sagrado. ¿No se suponía que un sujeto bajo dominio maligno teme a los objetos sagrados? ¿Cómo pudo entonces Su Majestad Sofía traducir o transliterar partes de él?
Enseguida, Laudana tomó con delicadeza el cuaderno de manos de la princesa.
—Mañana visitaremos a tu mamá para dárselo —dijo la muchacha—. Pero yo lo guardaré por ahora.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top