FESTÍN EN EL AUDITORIO DE WALAGA



Helyel solía perder la noción del tiempo con facilidad. En especial cuando se encontraba en un lugar sin ventanas, como el sótano de la casa de su socio Armand Féraud.

La propiedad de Armand tenía un pequeño bar en el sótano y un inútil reloj de cucú, situado encima del espejo de la pared posterior. En otras circunstancias, con eso hubiera bastado para saber la hora. Pero el instrumento llevaba años señalando las ocho veinticinco. Los sirvientes se olvidaron de él cuando el propietario anterior del inmueble aún vivía.

Helyel lamentó no poder saborear el oporto que acababa de servir. Sin embargo, eso cambiaría dentro de poco.

—Por nuestros nuevos socios —brindó con toda la delicadeza que sus manazas mecánicas le permitieron.

—Por nuestros nuevos socios —Armand chocó despacio su copa con la de él.

Sucot, el Legionario interrogador que Helyel trajo desde Walaga, desencadenó de la mesa de pingpong al agente muerto al cual torturaron para descubrir qué tanto sabía acerca de La Nada. Se echó el cadáver al hombro, abrió un portal en el aire y lo cruzó de inmediato. Fue rápido. Pero dio tiempo para distinguir qué había del otro lado: la ladera de un volcán y un río de lava que corría por aquella pendiente. Seguramente era el Mauna Loa.

—Hawái es bonito en esta época del año —dijo Armand como para hacer conversación luego de beber su copa.

—Si te refieres a que no está abarrotado —respondió Helyel—, coincido. En fin, ya habrá tiempo para ir. Y, hablando de tiempo, ¿no irás a trabajar hoy?

—¿Qué hora es? —preguntó Armand en voz alta al aire.

Nadie respondió. Enseguida, él movió la cabeza de lado a lado y murmuró palabrotas. "Activar confirmación de comandos por voz", dijo otra vez a nadie casi a gritos. Enseguida, preguntó de nuevo la hora.

—Son las seis cuarenta y cinco de la mañana —respondió la inteligencia artificial que controlaba la casa.

El computador tenía una armoniosa voz electrónica de soprano. Pero Armand la detestaba. La mantenía apagada casi siempre porque sonaba muy parecida a su exesposa. La mujer lo abandonó y se llevó a sus hijos y cien mil millones de euros mientras él estaba preso en La Santé. Luego, desaparecieron. Incluso la Interpol nunca dio con ellos. Eran suficientes motivos para que no quisiera recordarla.

—Iré a cambiarme —anunció Armand—. Ambos tenemos un día muy largo por delante.

Helyel se apartó de la barra para que su socio pudiese llegar al ascensor junto a la escalera. Su socio no había subido escaleras en años a causa de su enfermedad. Bien podía sufrir un infarto sólo con ese esfuerzo. Además, la obesidad provocaba que se agitara con rapidez.

En ese instante, Helyel recibió una alerta de mensaje nuevo en su bandeja de correo. Él lo abrió de inmediato. El Herbert Lloyd auténtico acababa de enviar aquel comunicado urgente. Ponía con negritas "Avances del Proyecto Regina" en la línea del asunto. Los trabajadores de la fábrica de Walaga usaban ese título de forma indiscriminada, por lo que resultaba difícil formarse una opinión sin leer el memorándum.


Mi señor.

Hemos decidido concluir anticipadamente el periodo de observación del Proyecto Regina. El sujeto ha respirado por su cuenta ocho horas continuas. La frecuencia cardiaca muestra parámetros normales. Los resultados de las biopsias de estómago, hígado, colon e intestino delgado señalan que podrá alimentarse sin asistencia tan pronto retiremos las sondas intravenosas. Concluimos, pues, que el sujeto debe dejar de sólo considerarse viable y, en vez de ello, ser catalogado como producto completo.

Han iniciado también preparativos para el próximo sujeto. Los laboratoristas extraen ADN de las muestras del señor Féraud y ensamblan un cerebro electrónico nuevo para él en estos precisos momentos.

Esperamos sus órdenes.

Herbet Onassys Lloyd, Ph D.


Helyel envió una respuesta concisa pero cargada de autoridad. "Comiencen inmediatamente con el nuevo cuerpo del señor Féraud. Presiento que lo necesitaremos antes que él", escribió en el editor de correo incorporado a su unidad central de procesamiento.

Esas noticias le hubieran provocado una sonrisa. Pero era imposible hacerlo con los labios sellados de la careta del autómata que le servía entonces como forma física. Quizá una rubia de un metro sesenta y cinco no parecía tan amenazante como un androide de estatura ajustable y aspecto de dios babilónico. Pero esa era la gracia. Ningún humano juzgaría letal su nueva apariencia. Pocos hombres terrícolas podrían ignorar la belleza inusual de una mujer nativa de Soteria. En cualquier caso, había motivos para sentir poca complacencia a pesar de las novedades. Su limitada percepción del futuro arruinó aquel momento. El mensaje recién recibido le despertó el presentimiento de que algo no saldría bien tarde o temprano; y que más valía tener listo el nuevo cuerpo de Armand para cuando sucediera esa calamidad.

—Siéntete como en tu casa —dijo Armand antes de cerrar las puertas de su ascensor personal.

—No —respondió Helyel—. También debo irme. Me esperan en Walaga.

Luego, accionó el transportador incorporado a su cuerpo de autómata. Desapareció de la Tierra-16 y se materializó en la recepción de su fábrica en Walaga.

Desplazarte seiscientos años luz en un segundo, hasta las lunas de un exoplaneta, podía asombrar a cualquier mortal. Pero no a él. A él le resultaría sorprendente viajar directo a Eruwa, Elutania o al mismísimo Reino Sin Fin de Olam sin dificultad. Y cada vez se acercaba más a dicha meta. Por lo pronto, faltaba casi nada para recolectar el primer ingrediente con el cual realizaría su más codiciado sueño. Al obtener un cuerpo definitivo, no sólo podría manifestarse de manera tangible sin recurrir a la posesión, también le posibilitaría atravesar ileso las barreras entre universos. Jamás necesitaría "adoptar" una nueva forma física en cada viaje.

Helyel entró a su complejo industrial. Cruzó deprisa el corredor de cristal que llevaba de la recepción a la sala de control de producción. Podía ver desde ahí las líneas de montaje de autómatas y armamento y los laboratorios de clonación al fondo. Sus obreros parecían trabajar con más ahínco del acostumbrado.

Ni bien cruzó el pasillo central entre las líneas de ensambladura, los trabajadores otra vez hicieron reverencias a su paso y soltaban ocasionales "¡Salve!". Él los ignoró. Fue directo hasta el laboratorio nueve y entró. Luego, pasó junto al tanque de clonación principal aún vacío. Después, se vio flanqueado por los cilindros congeladores de muestras. El pabellón de observación se hallaba al fondo, tras un cristal de acceso. Lo atravesó como si no hubiera nada delante.

Helyel se encontró sólo con una habitación de hospital desocupada. De haber tenido dientes, ahora los estaría rechinando. No había nadie aparte del Herbert Lloyd que desinfectaba aquel lugar con un líquido almacenado en la bombona colgada de su espalda.

—¿Dónde está el Proyecto Regina? —exigió saber Helyel sin molestare en leer el gafete del humano.

—En la habitación de al lado —respondió su esclavo—. La están alimentando.

Helyel identificaba a los dobles de Herbert Lloyd con una letra del alfabeto griego y un numeral. Como eran tantos, no podía recordarlos a todos y tenía que leer sus nombres de los gafetes para tener una idea remota de con quién hablaba. Le sucedía algo parecido con los tres Humbertos Quevedo que trabajaban para él su fábrica. Pero a ellos los enumeraba con romanos.

—¿Qué complicaciones hubo con el Proyecto? —exigió saber Helyel. Quería asegurarse de que no le mintieron.

—¡Al contrario! —respondió el Hebert Llyd— Se desarrolló tan bien que decidieron terminar la observación.

—Ya veo —dijo Helyel y se dirigió entonces al cristal de acceso que daba a la próxima habitación—. Bien, sigue con lo que estabas.

Tal como le informaron, su nuevo cuerpo aguardaba inconsciente, reclinado en un asiento especial parecido a un sillón odontológico. Otro clon de Herbert Lloyd examinaba la dentadura mientras un tercero preparaba una bolsa de solución nutritiva cuyo aspecto recordaba a la leche con vainilla. Hasta se habían tomado la molestia de hacer una coleta en la melena color trigo de la chica. La mesa de instrumentos junto a ellos tenía una sonda de alimentación nasogástrica. Si Helyel no se equivocaba, pretendían introducir el líquido al estómago del Proyecto Regina vía nasal. En otra mesa, al fondo del cuarto, había una impresora.

Los Herberts interrumpieron su labor e hicieron una reverencia.

—¿Por qué paran? —tronó Helyel— ¡Terminen!

—Sí, mi señor —respondió el que examinaba los dientes del Proyecto Regina—. Estará lista en dos horas.

—¿Dos horas? —Helyel se frotó la barba metálica de su careta— ¿Eso tarda en acabar el suero?

—¿Le parece mucho? —preguntó con voz temblorosa el que preparaba la solución.

—No, es perfecto —respondió Helyel—. Me da tiempo de preparar el auditorio para el ritual. —Enseguida, activó la impresora a espaldas de ellos para entregarles un documento—. Cuando terminen, quiero que delineen en el cuerpo del Proyecto todas las marcas dibujadas en la copia que acabo de imprimirles. Luego, llévenla al auditorio.

El Lloyd dentista recogió el documento de la impresora y lo mostró a su compañero.

—Aséenla perfectamente antes de pintar las marcas —exigió Helyel antes de dar media vuelta y marcharse.

Decidió entonces programar una alarma en el reloj de su Unidad Central de Procesamiento. Así no perdería noción del tiempo. Después, salió del pabellón de observación. Cruzó el laboratorio nueve, la zona de producción, hasta ignoró las alabanzas de los obreros a su paso. Los hangares de los autómatas terminados, la cafetería y el auditorio se ubicaban al otro extremo de la fábrica, en ese orden. Pasó frente a los primeros dos sin hacer caso de nadie. Fue directo hasta el cristal de acceso que cerraba la sala a la cual se dirigía. Entró y las luces se encendieron automáticamente. Las butacas no habían sido recolocadas desde una fiesta que los trabajadores organizaron dos meses antes. En realidad, no las necesitaban. Los implementos indispensables para lanzar el conjuro con el cual él volvería inmortal a Regina antes de convertirla en su cuerpo definitivo se hallaban en un cuarto especial.

Helyel atravesó el auditorio dejando grandes y profundas huellas en la alfombra. Llegó hasta el escenario y abrió una trampilla al pie. Descendió a la oscuridad de un brinco, con el cual retumbó el suelo bajo el salón. El tintineo desafinado de cadenas agitadas fue toda su bienvenida.

—¡Luces! —ordenó a la inteligencia artificial de la fábrica.

La débil iluminación provista por una única lámpara incrustada en el muro de fondo alumbró las numerosas jaulas encadenadas al techo. Unas encerraban monos capuchinos; otras, palomas; algunas más a iguanas, conejos, tortugas, lagartos. Todas habitadas por animales lozanos, pero carentes de agua o alimento para sus ocupantes. El suelo rebosaba de plumas, pelo y suciedad de diversas especies. Hoyos de bala cubrían el interior del cuarto. Aves y primates chillaron a causa de la luz repentina. Eran los sujetos de experimentación con los cuales él probaba sus conjuros.

Helyel colocó bajo la trampilla una rampa de madera apoyada en la pared. Así saldrían los animales cuando decidiera soltarlos. Luego, fue a la pared donde se hallaba la única bombilla de la habitación. Desprendió los bocetos del Conjuro de Inmortalidad que recitaría en un par de horas más. Dejó los papeles en la mesa de piedra adosada al muro, sobre la cual mantenía frascos repletos de ingredientes tan variopintos como serrín de alcornoque o uñas de gallina negra o sanguijuelas conservadas en formol. Enseguida, abrió la jaula más cercana, sacó de ahí un capuchino nervioso y lo encadenó rápido a la mesa. Luego extrajo de los recipientes ojos de sapo ciego, raíz de mandrágora, testículos de mapache infértil, tierra de cementerio abandonado, escama de cocodrilo albino. En ocasiones, se sentía como bruja de cuento cuando trabajaba en ese lugar. Sus últimos intentos no dieron resultados permanentes. Pero, si ahora el efecto salía según lo planeado, estaría más cerca de convertirse en un dios. Podría otorgar vida imperecedera a quien se le antojase.

El monito chillaba y brincaba para escapar. Helyel ignoró al animal mientras él mezclaba tinta negra con los demás ingredientes en un mortero. Pero al terminar apretujó al primate con una de sus manazas para aquietarlo y pintarle en el pelaje las marcas de los bocetos. Por ahora, bastaba si pronunciaba solo el conjuro. Pero, hacer lo mismo con un humano requería docenas de personas. Afortunadamente, no faltaba quién ayudase más tarde.

—Hybata ah sehse. Anej Iknogio vermi sushere —recitó de memoria—. Mijdl vermi. Anej vermi. Nuro eh miishya Midjl shnma. E abna satwee...

Las marcas del mono capuchino brillaron hasta teñir el pelaje con una tonalidad azulada, y se apagaron al terminar la recitación. El conjuro parecía haber surtido efecto. Por desgracia, esa señal no era confiable. A veces ocurría sin que el sujeto de prueba se volviera inmortal.

—Veamos si esto es de tu talla...

Helyel sacó las ametralladoras de su brazo derecho. Disparar sólo una hubiera bastado para despedazar a tiros un animal más grande. Pero lo único deshecho fue la cadena que sujetaba al mono a pesar de que abrió fuego con las cuatro armas. El primate, ahora suelto, escapó hacia el auditorio por la rampa bajo la trampilla.

—¡Funciona! —festejó— ¡El conjuro funciona!

La satisfacción del triunfo fue tal que acribilló a los animales enjaulados. Los escasos sobrevivientes gracias al Conjuro de Inmortalidad abandonaron el cuartucho en desbandada. Aquellos hechizados con la versión final huyeron ilesos. Pero los que sufrieron intentos previos regeneraban patas, colas, orejas durante el escape.

A Helyel le tomó décadas perfeccionar ese encantamiento. Lo formuló en secreto cuando estuvo atrapado en Elutania, antes de que Osmar, el anterior Gran Arrio, ascendiera al trono de aquel mundo. Fue sencillo escoger las palabras exactas. Resultó de lo más fácil ocultar a los arrianos —sus antiguos socios— que les robaba tecnología para construir sus propios autómatas y la fábrica de Walaga en Kelt Seis B. Hasta conseguir inversores ingenuos para sus proyectos era juego de niños. En cambio, determinar los ingredientes para potenciar el efecto y las proporciones necesarias fue una pesadilla que se prolongó hasta aquel mismo día en el cual recuperó lo que Olam le había quitado desde el principio de los tiempos. Por fin tendría de nuevo un cuerpo inmortal.

—Conéctame al sistema de altavoces —ordenó Helyel a la inteligencia artificial de la fábrica.

El chillido de un micrófono retroalimentado le indicó que podía hablar tan pronto alguien corrigiera la falla.

—Si ven animales sueltos —anunció ni bien pudo—, sáquenos de la fábrica por los hangares.

Los animales no morirían afuera del domo de seguridad bajo el cual se construyó la fábrica. Eran inmortales. Pero flotarían vivos en el espacio interestelar por toda la eternidad.

Helyel volvió a la mesa de trabajo y calculó la proporción de ingredientes para un sujeto más grande. Por suerte, su cuerpo mecánico tenía una báscula digital integrada. Era una de las pocas cosas que iba a extrañar de su forma física actual. Después, molió las sustancias en el mortero. Preparó tres porciones y las metió en frascos; más valía que sobrara en vez de faltarle. Ni bien terminó de elaborar la mezcla, imprimió a control remoto decenas de copias del Conjuro de Inmortalidad en la impresora del pabellón de observación. Desde luego, a él no le gustaba dejar sitio a imprevistos. El documento tenía en el reverso un contraconjuro e instrucciones para volver a Regina mortal de nuevo si el ritual fallaba. La única forma de resolver una contingencia en esas circunstancias era matarla.

La alarma programada en su Unidad Central de Procesamiento sonó mientras cargaba hacia el auditorio la mesa de piedra. Le sorprendió que las dos horas hubieran pasado tan pronto. Aun así, activó de nuevo el sistema de altavoces y dio órdenes a sus esclavos de la fábrica.

—Atención al personal de laboratorios —dijo—. Preséntense en el auditorio junto con el Proyecto Regina.

Tras exigir la presencia de sus trabajadores, fue a la trampilla de acceso y salió de la habitación subterránea con un brinco. Tuvo que saltar lo más lejos posible para no derrumbar el techo de su cuarto especial. Luego, dejó la mesa de piedra en medio del auditorio. Enseguida, fue al pabellón de observación a recoger sus impresos y volvió cuando terminó de contar las copias. Para ese momento, los primeros Herberts Lloyd llegaron junto con uno de los tres únicos dobles de Humberto Quevedo a su servicio, Bert III.

Helyel se apostó en la entrada del auditorio para repartir las copias del conjuro al resto del personal conforme llegara. Los últimos en arribar fueron aquellos que traían al Proyecto Regina en una camilla flotante.

Las puertas del auditorio se cerraron. El ritual iba a comenzar.

—Bien, ya estamos todos —anunció Helyel—. Pongan a Regina en la mesa de piedra.

Los Herberts Lloyd la cargaron con delicadeza para depositarla en la mesa. El nuevo cuerpo de Helyel estaba desnudo y tenía delineadas todas las marcas que el conjuro precisaba. Le habían quitado también la sonda nasogástrica. Sólo debían rellenar los contornos con la mezcla de los frascos.

—Mi señor —dijo uno de los clones—, permítanos pintarla. Sus dedos podrían lastimarla.

Helyel accedió, aunque había descubierto las intenciones del infeliz al leerle la mente. "Date gusto", le contestó.

Los dos Herberts tardaron varios minutos en aplicar la pintura, especialmente cuando la pusieron en las marcas del busto y las piernas. Repasaban esas zonas con delicadeza para disimular que en realidad las manoseaban. Helyel pensó que no podía culpar a esos dos clones. O al resto. Después de todo, Regina era la única mujer en seiscientos años luz a la redonda. En fin, si sus planes triunfaban, los dejaría festejar alquilando el barrio rojo de Ámsterdam entero durante un mes. Como no había nada que comprar en Walaga, casi nadie gastaba su salario.

—Está lista, mi señor —anunció uno de los Herberts a cargo del pabellón de observación.

—Excelente —respondió Helyel— Traigan un camarógrafo. Quiero filmaciones todo el tiempo a partir de ahora.

Enseguida, se volvió hacia su público congregado de pie en torno a ellos.

—¡Hoy inicia una nueva era! —soltó grandilocuente— ¡Al recitar el conjuro que les he dado, estaré a nada de convertirme en un dios! ¡Olam, Eruwa y todos los universos creados por Él caerán y nos levantaremos como los nuevos creadores de todo! ¡Será un nuevo comienzo donde nosotros decidiremos cómo será cada mundo y cómo vivirá cada sujeto!

El discurso arrancó aplausos y ovaciones a los trabajadores de Walaga congregados en el auditorio.

—¡Pongan la música!—Helyel alzó los brazos festivo.

https://youtu.be/Wv6zSrOWkvc

Los acordes de órgano llenaron el auditorio. Él se acercó despacio a la mesa de piedra, donde yacía Regina.

—Esperen cinco minutos después de recitar —dijo enseguida—. Si no pasa nada, usen el contraconjuro en el reverso de sus hojas y aborten al sujeto. ¡Comencemos!

Los asistentes al rito iniciaron el conjuro "Hybata ah sehse. Anej Iknogio vermi sushere —recitaron todos en coro—. Mijdl vermi. Anej vermi. Nuro eh miishya Midjl shnma. E abna satwee...". Él, por su parte, posó una de sus manazas robóticas en la frente de la mujer con tanta delicadeza como pudo. Debía transferirse a su nuevo cuerpo antes de que el brillo de las marcas se extinguiera. De otro modo, solo obtendría una inmortal inconsciente para toda la eternidad; y él quedaría atrapado en el autómata que ocupaba entonces.

—E wa Helyel —murmuró para transferirse al cerebro electrónico de Regina—. E wa emei.

El anterior cuerpo mecanizado de Helyel se desplomó de espaldas. El suelo vibró a causa del golpe. Las extremidades y el torso recuperaron sus longitudes predeterminadas al desactivarse la Unidad Central de Procesamiento. Poco a poco, la máquina se volvía un gigante. A partir de ese momento, podía oír y ver qué pasaba a su alrededor. Pero no lo percibía por los ojos u oídos de Regina. Siendo él un espíritu, podía captar sensaciones aunque careciera de órganos. No obstante, uno de los propósitos del Proyecto Regina era proveerle de un medio definitivo para manifestarse de forma corpórea. Hasta ese instante, dicho objetivo no se había cumplido.

Intentó mover los dedos de una mano. Nada. Luego, trató de hablar sin resultado. La lengua continuaba encerrada dentro de la boca, sin embargo, él no era estúpido. Sus planes consideraban contingencias como la que acababa de acontecer.

Los Herberts Lloyd y Bert Quevedo III terminaron de recitar. Incluso, el camarógrafo llegó y empezó a filmar el rito con una cámara digital de mano. Aun así, todos esperaron en silencio alguna reacción.

Helyel continuaba paralizado dentro de su nuevo cuerpo. Al parecer, algo salió mal. Regina quizá lo estaba rechazando y por ello no obedecía sus órdenes. O quizá el efecto sólo se demoraba porque un cuerpo humano era más complejo que una máquina o un animal. Eso tenía sentido. Sobre todo porque era la primera vez que lo intentaba. Como sea, los asistentes al ritual debían esperar cualquier reacción durante cinco minutos. Si nada sucedía, tendrían que recitar el contraconjuro impreso en el revés de las hojas y matarla para librarlo.

—Ya pasaron cinco minutos —dijo Herbert Lloyd Kappa veintidós—. ¿No debería estar pasando algo ahora?

—Faltan quince segundos —respondió Bert III—. ¿Por qué eres tan impaciente?

—No soy impaciente, sólo digo que algo debía pasar.

Helyel entonces empezó a sentir una molestia peculiarmente familiar en el estómago. La conocía porque antes poseyó a otros seres vivos, depredadores incluidos. ¡Regina tenía hambre! ¡Muchísima hambre! Eso significaba que el conjuro sólo tardó en surtir efecto. Ahora esperaba poder moverse a tiempo para impedir que sus esclavos la abortaran.

—Bien, se acabó el tiempo —anunció el Bert cuyo número impreso en el gafete era el tres romano.

Helyel alcanzó a percibir con los oídos de su nuevo cuerpo que alguien amartillaba una pistola. Ese sujeto se acercaba cada vez más a la mesa de piedra; usaba zapatillas deportivas. Pero eso no era todo. Despedía un aroma irresistible a carne fresca. Tenía tanta hambre que comería lo que se le atravesara. Y no importaría. Siendo inmortal, no precisaba alimentar a Regina con tanta frecuencia. Sin embargo, tendría que ceder al impulso de su bestial apetito por ahora. La pobre chica no tuvo más comida aparte de los nutrientes suministrados vía intravenosa en el tanque de clonación. Además, el aliento frío del aire acondicionado causó la erección de sus pezones.

Alguien más se acercaba tras el del arma.

Helyel sintió cómo Bert III le cogía una mano para tomarle el pulso.

—Está viva —anunció con cierto deje de sorpresa.

—Entonces deberíamos esperar más —dijo el Herbert Lloyd camarógrafo, quien era la otra persona que se acercó a la mesa de piedra.

—El gran señor fue claro —arremetió Bert III—. Las instrucciones exigían abortar si el conjuro fallaba.

El aroma de la carne se volvió más delicioso, fresco. Helyel podía sentir la salivación de la boca de Regina y cómo a sus dedos empezaba a quitárseles lo agarrotado. El hombre de mediana edad olía sabroso, pero el adulto joven al otro lado de la mesa era el que se antojaba tendría un sabor incomparable. Quería apretarle el pescuezo de una buena vez.

—Pues, no lo sé —terció Lloyd Kappa veintidós—. Juraría que ha movido los dedos de una mano.

—Olvídense de eso —insistió Bert III—. Recitemos el contraconjuro y acabemos de una vez. El gran señor estará bastante cabreado por el fracaso del conjuro. No quiero agregar a eso que no lo liberamos rápido.

Enseguida, se inclinó hasta quedar cara a cara con el nuevo cuerpo de Helyel.

—¡Qué lástima! Estabas tan buena... —murmuró Bert III antes de besar los labios de Helyel.

Helyel abrió los ojos en ese instante. Si bien se le pasó el agarrotamiento de las extremidades casi al mismo tiempo, le resultaba desagradable que su primera visión fuera otro rostro pegado al suyo. Entendía tan asquerosa costumbre humana cuando la propiciaba la excitación sexual, pero no en otras circunstancias. En todo caso, el olor de sangre y carne frescas era más intenso debido a la cercanía. No resistió más, enredó aprisa los brazos en el cuello de aquel infeliz y le arrancó el labio inferior de un mordisco.

Bert III retrocedió a la vez que luchaba para soltarse. Tenía el horror inyectado en los ojos y deliciosa sangre escurriendo por la boca. Todos los Herberts Lloyd que asistieron al ritual huyeron en desorden, a excepción del camarógrafo. El pobre sólo se alejó lo suficiente —según él— para no convertirse en el próximo bocadillo. No soltaba la cámara.

Helyel rodó desnudo por el suelo junto con su víctima. Uno se defendía a puñetazos mientras el otro intentaba asestar mordidas. La pelea no duró más que unos segundos. Todo terminó con un mordisco al cuello y una yugular arrancada de un tirón con los dientes. La vida de la víctima escapaba a chorros por la vena rota. El victimario encontró tan fascinante el sabor granuloso de la carne cruda que pronto montó el cadáver y se llenó la boca a tarascadas. La calidez de la sangre encharcada y la que cubría su nuevo cuerpo le pareció tan abrigadora como una gabardina de lana en una mañana nevada. ¡Estrenar cuerpo era genial sin importar que terminó con la melena rubia desgreñada por la pelea!

Helyel jamás había probado la carne humana hasta entonces. No podía calificarla como un manjar exótico, pero tampoco la despreciaría si se presentaba otra oportunidad.

De pronto, el Herbert Lloyd que filmó parte del ritual se acercó despacio, como si no quisiera hacer el menor ruido. Helyel se había olvidado de él. Creía que se fue con el resto de los asistentes. Le sorprendió tanto verlo todavía por ahí que hasta paró de comer.

—¿Por qué sigues aquí? —demandó saber con la boca retacada de carne.

El Herbert Lloyd ante él bajó la cámara despacio, con la mandíbula caída y grandes ojos vidriosos. Helyel tragó el bocado para hablar con claridad.

—¿Qué te pasa? —continuó— ¿Te gusta verme desnudo? ¡Mejor aprovecha y toma una foto!

La delicada voz femenina que salía de sus labios de rosa no se ajustaba para nada a su conducta de troglodita.

—No se ofenda, mi señor, pero no quisiera fotografiarlo... así.

—¿Qué quieres entonces?

—Sólo quería preguntarle si desea que siga filmando.

—Ah, eso —Helyel apartó de su cara un rubio mechón con una mano sangrienta—. Puedes filmar cuando acabe de comer y me duche.

—¿No le gustaría vestirse?

—Sí. Eso también. Consígueme de ropa deportiva. Después de esto, tendré muchas calorías que quemar.

Helyel volvió a hundir los dientes en el cuello del difunto Bert III y arrancó otro trozo de carne. Le tomó poco más de tres horas devorarlo. Y aún tenía hambre al acabar.

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