DESCARGAS ELÉCTRICAS

Helyel caminaba de un lado al otro del cuarto, lo más lejos que podía de la cama de hospital donde Armand Féraud yacía inconsciente. El cardiógrafo marcaba una línea plana desde hacía unos momentos. Pero él (¿o ella?) mandó silenciar el aparato porque el pitido de la alarma le resultaba molesto en extremo.

Uno de los Herbert Lloyd aplicaba resucitación cardiopulmonar. Era el tercer intento. Pero se rindió poco después. El gráfico del ritmo cardiaco no varió. Luego, el clon suyo que lo auxiliaba dio descargas con el desfibrilador al inmenso pecho desnudo del paciente. Lo hizo dos veces más. Al final, colocó los electrodos de nuevo en el carrito donde se hallaba el dispositivo de descargas. Entonces, retiraron el ventilador de la boca de Armand. La lengua grisácea del infeliz alcanzaba a verse entre sus dientes.

Enseguida, Lloyd x consultó el reloj de su teléfono móvil.

—Hora de muerte —dijo grave—: veintiuna cuarenta y dos.

—No tenemos que llenar la partida de defunción —señaló Helyel.

—Perdóneme, gran señor, fue por costumbre.

—¡Qué me importan tus costumbres! —respondió Helyel dando un manotazo en la esterilla de la cama— Regresen a la fábrica y atiendan a los heridos. ¡Mierda! ¡No imagino qué más puede salir mal hoy!

Con Armand Féraud muerto, el financiamiento de Walaga peligraba. Necesitaban suplantarlo cuanto antes para cubrir las reconstrucciones de la fábrica y asegurar la operación durante los meses venideros. Por suerte, Helyel contaba con los expertos que quisiera. Pero debían apresurarse. Una vez que las últimas señales eléctricas del cerebro de Armand desaparecieran, sería imposible obtener información de él. ¡Lástima que sólo viajó a Walaga para palmarla!

Enseguida, Helyel activó los altavoces para vocear a uno de sus Legionarios.

—¡Sucot! —dijo en voz alta, para hacerse oír por encima del trajín de las reparaciones— ¡Preséntate de inmediato en el pabellón de observación!

Sucot, el mejor Legionario interrogador, entró por el cristal de acceso al pabellón después de momentos que antojaron demasiado largos. Tuvo que agacharse para pasar bajo el dintel. Su cuerpo de autómata de combate raspaba el cielorraso a pesar de que se mantenía con la cabeza baja. Tenía abollada la careta sin rasgos y el yelmo. Seguramente ocurrió durante el ataque de Ahoan y Jerathel, apenas una hora antes.

—¿Alguna vez interrogaste a un cadáver? —quiso saber Helyel.

Sucot se acercó a Armand y le abrió un ojo delicadamente con sus enormes dedos de acero.

—No —respondió el Legionario a secas—. Pero, afortunadamente, los muertos cooperan más que los vivos. ¿Qué necesita saber?

—Todo lo que tenga en la cabeza, porque enviaré a alguien que lo suplante mientras terminamos de clonarlo.

—Bien, ¿cómo murió el señor Féraud?

—Tuvo paro cardio-respiratorio.

Enseguida, Sucot se rascó la cabeza... lo cual no tenía sentido si se consideraba que todo su cuerpo era metálico.

—Su cerebro se deteriora muy rápido —dijo serio—. Sacaré todo lo que pueda.

Enseguida, apretó la cabeza del muerto durante unos diez minutos. Más o menos. El caso fue que, para cuando terminó, dejó las mejillas marcadas con manchas violáceas que tenían la forma de sus manazas. Luego, el cuarto se llenó de un leve olor a chamusquina.

Está listo —anunció Sucot al soltar el cadáver—. Ahora necesitamos que lo posean antes de que se ponga rígido.

—¿Por qué no lo haces tú? —respondió Helyel cruzándose de brazos.

—No soy buen actor. Pero puedo recomendarle uno excelente.

Enseguida, Sucot activó los altavoces de la planta. Pidió casi a gritos que otro Legionario llamado Lynades se apersonara en el pabellón de Observación. Momentos después, entró por el cristal de acceso un ser enjuto, descalzo y sin vello que vestía un deshilachado kilt con la vieja camisa de lona más vieja del mundo. Su único ojo le ocupaba la cara de tal forma que apenas si quedaba lugar para la boca.

—¿Me llamaste? —dijo Lynades con voz de ardilla.

—El gran señor necesita de tu talento, pendejo —respondió Sucot agachándose para encararlo mejor—. Sabes que no te llamaría para otra cosa.

Enseguida, dio un rápido piquete al ojo de Lynades. De ese modo, le transmitió la información que extrajo del cerebro de Armand. Por lo regular, bastaba que un Legionario tocara a otro para tal efecto. Incluso los Ministros de Olam se comunicaban igual. Pero a Lynades eso nunca le funcionó como debía desde que lo expulsaron del Reino Sin Fin junto con Helyel. Por ello, la mejor forma era picarle el ojo.

—¡Oye! —se quejó el enano cíclope mientras tallaba el enrojecido globo ocular—. ¡Ten más cuidado!

—No puedes quedar ciego —contestó Sucot al enderezarse—. Aunque tuvieras forma física, como nosotros.

—Ya lo sé. Pero es molesto de todos modos.

—¡Basta! —tronó Helyel para callarlos— Ahora escuchen los dos. El financiamiento de esta fábrica y todos nuestros planes pende de un moco. Quiero que vayamos a la Corporación Féraud. Ustedes fingirán ser Armand y yo me encargaré de quien haga falta. Nos adueñaremos de la compañía —Enseguida, encaró a Sucot—. Dame la mano y muéstrame qué había en el cerebro de Armand.

Sucot tomó la delicada mano femenina de Helyel. Enseguida, éste último recibió la memoria de Armand.

Aquel mismo día, el difunto señor Féraud sostuvo una reunión con su hermana Monique y otros directivos de la empresa. Él y su amigo, François Voinchet, los convencieron a duras penas de que transferirían las operaciones de Kelt 6b a la Tierra. Desde luego, no todo era cierto. Los ejecutivos pensaban que Walaga se ubicaba en Sudáfrica y, por ello, querían limitar el financiamiento a lo indispensable para el traslado del equipamiento a Francia. Los pelmas estaban seguros de que resultaba más barato producir autómatas y clones en París porque había demasiados gastos incomprobables gracias a la corrupción gubernamental del país africano.

En realidad, Armand quería ceñirse al plan de Helyel. Sólo mudarían un laboratorio de clonación y algunas líneas de montaje para acallar a los accionistas. El resto de la fábrica permanecería en las lunas de Kelt 6b. A final de cuentas, él y François Voinchet prometieron a los directivos que Helyel (en su nuevo cuerpo) se presentaría ante ellos en una semana, haciéndose pasar por la primera clienta adinerada del Proyecto Regina.

—Refrigeren a Armand y prepárenlo para las 5 de la mañana, hora de París —exigió Helyel—. Yo tengo mucho que hacer ahora.

—Yo me encargo, gran señor —dijo Lynades.

—Como quieras —asintió Helyel—. Pero Armand debe parecer vivo.

Los Legionarios hicieron una reverencia antes de llevarse el cadáver con todo y cama.

—Los esperaré en el cuarto bajo el auditorio —dijo Helyel poniéndose en marcha—. Más vale que lo tengan listo para cuando yo termine.

Salió del pabellón detrás de sus subordinados. Él siguió recto. Pero ellos pararon antes de arribar al Laboratorio Nueve. Luego, metieron a Armand en el primer cilindro congelador de muestras aún funcional que hallaron. Por suerte, Sucot y Lynades consiguieron un recipiente al primer intento. Lo complicado fue introducir el cadáver. Si bien dichos refrigeradores podían almacenar a un adulto sin trocearlo, el espacio del interior apenas si alcanzaba para acomodar a un muerto obeso. ¿Qué pretendían esos dos refrigerándolo tan pronto?

La fábrica de Walaga sufrió daños cuantiosos aquel día. No obstante, los obreros, supervisores y Legionarios trabajaban sin parar. Varios equipos reemplazaban el piso de cemento dañado mientras otros apuntalaban paredes y sustituían vigas de acero dobladas y los paneles rotos en muros. Un grupo componía la instalación eléctrica de la planta y varios más colocaban de nuevo cintas transportadoras, máquinas soldadoras y el resto de la maquinaria en las líneas de montaje tan pronto conseguían repararla. La producción se reanudaría pronto, siempre y cuando Olam no los atacara de nuevo. Cierto, lograron ahuyentar a los Ministros enviados a destruir sus planes. No obstante, Helyel estaba convencido de que otra victoria como la de esa misma tarde lo arruinaría.

Muchos trabajadores hicieron reverencias a su paso. Sin embargo, ahora él no pudo ignorarlos como solía.

—¡No paren, imbéciles! —los reprendió con dureza y sin detenerse— ¡Quiero esta fábrica en pie de nuevo ya mismo! ¡No tenemos tiempo para estas pendejadas!

Uno de los Herbert Lloyd se le acercó por detrás —era el Delta Veintiocho, según su gafete— para presentarle los informes de daños. Pararon a medio corredor para examinarlo rápido. El treinta por ciento de los autómatas almacenados en los hangares y la mitad de las muestras de ADN de la reina Sofía de Soteria, junto con tres cuartos de las de Armand Féraud fueron destruidos por incendios. El centro de cómputo seguía intacto, aunque varias terminales de diversos sitios acabaron aplastadas por el ataque de Ahoan. Pero todas esas pérdidas no se comparaban con las dos que hicieron rabiar a Helyel hasta el extremo de querer matar a golpes a los portadores de las malas noticias.

—¿¡Se han robado mi Dispositivo de Acceso Multiversal!? —rabió Helyel deteniéndose de golpe a mitad del corredor por el cual iba.

—Desgraciadamente así es, mi señor.

—¡Mierda! ¿Dónde estaba todo el mundo cuando pasó?

—El personal se refugió en el búnker durante el ataque, mi señor, como dictan los procedimientos.

—¿Y quién fue el estúpido que escribió semejante regla?

El infeliz humano retrocedió un poco. Miraba de lado a lado, como buscando por dónde escabullirse, mientras perlas de sudor comenzaban a gestarse en su frente. Helyel comprendió entonces que él mismo fue quien la impuso.

—Ay, olvídalo —dijo tras un suspiro—. Ahora lárgate si no tienes nada más que informar.

—Sí, mi señor —Lloyd Delta Veintiocho hizo reverencias rápidas a la vez que se alejaba en reversa—, enseguida.

Aún faltaba la peor parte.

Taanan y Samael entraron a la fábrica por una salida de emergencia destrozada durante la pelea. El sabueso Samael llevaba la lengua de fuera. Caminaba a cuatro patas, con el rabo entre los cuartos traseros, tras su acompañante. Se acercaron a Helyel despacio, con paso vacilante.

—Gran señor —empezó a decir Taanan.

—También traes malas noticias —le interrumpió Helyel con brusquedad—. Lo sé. ¡Todo el mundo las tiene! Ve al grano, que no tengo paciencia para más.

—Aix nos ha traicionado.

—¿Cómo lo sabes?

—Seguimos rastreando, como usted nos ordenó. Y encontramos su rastro.

—¿Dónde?

—Lo seguimos hasta la nebulosa de Orión. Ahí cruzó un portal junto con Liwatan. Nos costó bastante que no nos notaran. Tuvimos que mantenernos lejos. Pero, de todas formas, vimos que Aix recuperó el mismo cuerpo que tenía cuando era Ministro de Olam...

—¡Basta! —tronó Helyel— ¡Hay mucho por hacer en la fábrica! ¡Busquen ahora mismo en qué ser útiles!

Sólo había una forma de que Olam levantara la maldición que imposibilitaba a los Legionarios tener forma física definitiva: unírsele. Ahora quedaba clara la causa de los últimos contratiempos del Proyecto Regina; y probablemente la desaparición del Dispositivo de Acceso Multiversal también. Aix seguramente intervino en cada uno.

Taanan dio media vuelta y se retiró enseguida. No parecía molesto por la reprimenda. O, si lo estaba, disimuló bastante bien. En fin, poco importaba cómo se sentía él. Si en verdad deseaba ser dios de su propio mundo había un precio que pagar antes. Y, desde luego, el cumplimiento de dicha promesa aún estaba por verse. En cualquier caso, el Legionario terminó por incorporarse a una brigada que sacaba escombros de los hangares.

Helyel decidió entonces ir a charlar de una buena vez con la Agencia Sin Nombre, aun si ignoraba su ubicación precisa. Hallarlos pronto era bastante fácil. En cambio, no podía esperar más a que Baal volviese a Walaga con su informe. ¡Qué remedio! Cualquier trozo de información necesario ahora tendría que averiguarse sobre la marcha.

—Espera, Samael —ordenó—. Ven conmigo.

Ambos fueron directo al auditorio, en el otro extremo de la fábrica. El Legionario sabueso caminaba a cuatro patas, como cualquier can, muy cerca de su amo. Pero no entró al cuarto secreto bajo el suelo. Aguardó sentado junto a la trampilla de acceso.

Helyel, por su parte, rebuscó en los cajones de su mesa de trabajo. No recordaba dónde puso la última pulsera transportadora arriana que pudo coger de Elutania. Incluso echó un vistazo a las jaulas vacías de los animales con los cuales probó antes el Conjuro de Inmortalidad. A final de cuentas, halló el dichoso artilugio tirado en un rincón. Lo recogió al verlo, e incluso se preguntó cómo fue a dar ahí. No recordaba haberlo sacado. En ese instante, una sospecha cruzó su mente como relámpago. Corrió a esculcar de nuevo en los cajones. Puso aprisa el contenido encima de la mesa y notó que faltaba el sobre donde guardó los manuscritos del Encantamiento que volvió inmortal su nuevo cuerpo.

—¡Tuvo que ser Aix! —masculló.

Después averiguaría cómo entró. Se suponía que nadie más podía abrir la trampilla. Entonces, subió de nuevo al auditorio. Se puso en cuclillas ante de Samael y le entregó la pulsera transportadora.

—Debes buscar a una agencia secreta en una versión superpoblada de la Tierra, en el año 2094 —dijo Helyel mientras le ponía la mano en la frente al sabueso para trasmitirle su conocimiento—. Localízalos, repórtame su ubicación de inmediato y, si encuentras a Baal, envíamelo de vuelta acá. Yo iré detrás de ti.

—Sí, mi señor—gruñó Samael—. Los encontraré.

—Te doy veinticuatro horas para hallarlos. Andando.

—Es muy poco tiempo.

—Pues más te vale aprovecharlo.

Helyel se levantó enseguida. Volvió al cuarto bajo el suelo, dejando a Samael solo en el auditorio.

Aún faltaban algunas horas para reunirse con los estúpidos directivos de la corporación Féraud. Pero ese tiempo bastaba para obtener el dinero necesario para comprar la empresa.

Helyel tenía "colaboradores" humanos en distintas realidades. El doctor Herbert Lloyd —junto sus clones y algunas versiones alternativas de otros mundos— era el más cercano. Armand Féraud fue el más rico. Pero había otros a los cuales recurrió en contadas ocasiones. Sus Legionarios los reclutaron en su nombre, a cambio de diversos favores, mientras él estuvo atrapado en Elutania. Él los consideraba reservas. Y, como tales, las convocaba durante eventualidades como la ocurrida con su viejo socio.

Mamón, quien se hacía llamar El señor de la riqueza, solía encargarse de esclavizar para Helyel a todos aquellos que ofrecieran su alma a cambio de dinero. Bastaba con que fuese a pedir una pequeña cooperación a cada uno.

Helyel activó enseguida los altavoces de la planta y citó a Mamón en el auditorio. El Legionario se apersonó allá un momento más tarde. Éste ahora habitaba uno de los autómatas CF-ADC1, el modelo sin rasgos en la careta aparte de las rendijas para los ojos. Pero se atrevió a personalizarlo dándole un baño de oro.

—Compraremos a la Corproracion Féraud —informó Helyel—. ¿Tenemos suficiente dinero?

—La corporación Féraud está valuada en ochocientos cuatrillones de yuanes —informó Mamón—. Yo tengo la mitad esparcida entre Suiza, Belice, Hong-Kong y Granada de la Tierra Original. Son ganancias de mis propios negocios. Pero tendremos que buscar el resto con más inversionistas.

Helyel entonces cayó en cuenta de que había olvidado por bastante tiempo a sus socios de otras Tierras. Dejó de recurrir a ellos para financiar sus proyectos porque Armand contaba con más recursos y potencial para ampliarlos de forma casi ilimitada.

—¿Puedes conseguir todo el dinero en la Tierra-16? —quiso saber Helyel.

Mamón proyectó en el aire dos gráficos de cotizaciones antes de cruzar sus enormes brazos de autómata.

—No será complicado —dijo serio—. Los Féraud no eran sus únicos socios allá.

—¿Y por qué me entero hasta ahora, pendejo? —respondió Helyel llevándose las manos a sus caderas femeninas.

—Señor, siempre hemos tenido socios aparte de Armand Féraud...

—No, no, idiota —interrumpió Helyel con brusquedad—. Eso ya lo sé. Me refiero a por qué nadie me dijo que también los teníamos en la Tierra-16.

—Le informé en su momento, señor. Puede buscar mi memo en su bandeja de entrada si gusta.

—Bien, la revisaré después; aunque no recuerdo haber visto nada así. Ahora anda a juntar el dinero, los documentos, abogados y demás rollo necesario para la compra. Te doy veinticuatro horas.

—Lo reuniré antes, mi señor —dijo Mamón mientras cerraba los gráficos—. Se lo garantizo.

Enseguida, hizo una reverencia y dio media vuelta para marcharse.

Helyel suspiró tranquilo luego de recibir la primera buena noticia de aquel día. Sin embargo, los renovados ánimos se le agriaron otra vez cuando su estómago pareció decir algo como "Raúl" con voz apagada. Según el reloj en su cerebro electrónico, el plazo de ocho horas en el cual debía comer por última vez terminaría en cuarenta minutos. Con la fábrica en ruinas, y el montón de tareas para reconstruirla que restaban, tenía que olvidarse de comer. Nadie podía cocinar nada para él. Ahora iba a pasar hambriento la eternidad, aunque fuera inmortal. Claro que el hambre no lo perjudicaría. Pero sería demasiado molesto sentirla siempre.

Por otro lado, que Mamón consiguiera más socios en la Tierra-16 —la misma donde se ubicaba la Corporación Féraud— sonaba a mentira. Pero Helyel decidió asegurarse. Abandonó enseguida el auditorio y fue directo a la oficina de control de producción. De camino allá, revisó la bandeja de entrada del correo electrónico desde su cerebro. Pronto descubrió que en verdad tenía socios aparte de Armand.

El memo al cual se refirió Mamón era un comunicado en el cual anunciaba la adquisición —otra vez con dinero de su bolsillo— de una minera en Europa Oriental y una inmobiliaria Sudamericana. Al parecer, los expropietarios vendieron sus negocios a otros humanos que Mamón designó para operarlos por él. Los infelices que se prestaron al juego —a cambio de favores de Helyel— en realidad ignoraban cómo dirigir tales empresas. No hicieron más que prestar sus identidades. Dos Legionarios con los conocimientos necesarios los poseían durante las jornadas de trabajo y tomaban las decisiones pertinentes. De eso habían pasado menos de dos semanas. Y el modus operandi era casi el mismo que el usado para rescatar a la Corporación Féraud de la quiebra.

Muchas personas en todas las versiones de la Tierra intercambiaron sus almas, a lo largo de los siglos, por favores variopintos. Los más comunes eran aquellos en bancarrota que luego pedían ser multimillonarios. Helyel, por supuesto, no "compró" a los infelices de años más recientes. Fueron sus Lugartenientes fingiendo ser él. Aparte de que tenían su autorización para hacerlo, no había otro modo, pues él estuvo casi cuatrocientos años atrapado en Elutania.

Mamón seguramente planeaba obtener el resto del dinero con más inversionistas de otros lugares. Esos dos negocios de la Tierra-16 sólo podrían suministrar una fracción de lo necesario para comprar a la Corporación Féraud.

—¡Cuidado abajo! —advirtió alguien desde el techo de la fábrica.

Helyel apenas alcanzó a esquivar una máquina para soldadura que cayó desde un travesaño. El aparato se despedazó al instante en el suelo, a centímetros de él.

—¡¿Qué crees que haces, imbécil?! —rabió Helyel.

Enseguida, se agachó a recoger un fragmento de lámina afilada del artefacto roto. Pensaba arrojarlo al idiota para apuñalarlo como represalia por su falta de precaución. Pero soltó el pedazo de metal ni bien cosquilleo un eléctrico, apenas perceptible, le recorrió la mano. Quizá algún componente de la circuitería rota aún conservaba energía y lo tocó sin querer. Se puso en pie rápido. No estaba alarmado, más bien, sorprendido. Ese mismo día lo golpearon dos de los Ministros más poderosos; y la tunda no le dolió. Ningún ataque lo hirió. Incluso pudo derrotarlos con tanta facilidad que hasta recordarlo le parecía chistoso. En cambio, esa levísima descarga le demostró que tal vez le quedaba un punto débil. Cierto, parecía insignificante. Sin embargo, Olam podía encontrar el modo de aprovecharlo al máximo.

—Esto es inesperado —murmuró luego de repasar despacio la yema de su índice con la lengua.

Dio media vuelta y se dirigió casi corriendo a su cuarto especial bajo el auditorio. Si su Conjuro de Inmortalidad tenía fallas, debía corregirlas de una vez. No podía darse el lujo de combatir contra nadie siendo vulnerable. La única posibilidad que se le ocurrió fue que Regina —es decir, su nuevo cuerpo— empezaba a sufrir las consecuencias de no haberlo despojado de su humanidad restante.

—¡Mierda! —masculló Helyel mientras recorría a paso veloz el pasillo central de su fábrica— ¡Sabía que debía seguir comiendo!

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