CABEZA DE ÁGUILA
Laudana Gütermann paró en el portón del palacio real para limpiarse el sudor con el dorso de la mano. Acababa de salir y ya sentía su brazo derecho cocerse bajo la escayola. El sol de mediodía pegaba inclemente en las calles del centro de Soteria. Se le antojaba beber una limonada en cualquier tienda. Sólo que ninguna abriría hasta terminar la reconstrucción de la ciudad.
—¿Encontró lo que buscaba? —dijo una voz masculina a sus espaldas.
La chica dio media vuelta y miró hacia abajo, donde el achaparrado portero esperaba respuesta.
—¡Sí! —sonrió Laudana mientras señalaba con el mentón los libros bajo su brazo—. Su Majestad quería los libros de la princesa para ponerla a hacer los deberes del cole.
—Pero ahora no hay escuela —respondió Geryald Harlænd—... ya sabe, por la reconstrucción. ¿O sí?
—No, no hay escuela. Pero debo mantener a la princesa ocupada; además, anda mal en mate.
—Me imagino. Esa niña es toda una diablilla.
—Dígamelo a mí —Laudana se encogió de hombros—. Yo soy la niñera.
Tras despedirse de Geryald, echó a andar por la Calle Gardner rumbo a San Gleb, su colegio. Sostenía los libros de la princesa y el cuaderno que halló en la biblioteca lo mejor posible con un solo brazo. Ni loca iba a cruzar la Plaza Mayor. No quería verse tentada a tocar la Estrella de la Mañana otra vez. Fue así como obtuvo el tatuaje y sus dones de vidente.
Resultaba difícil transitar, aunque había menos gente, porque los pocos seres vivos en la ciudad formaban parte de las brigadas de reconstrucción. Entraban y salían de los edificios sin avisar, dejaban en la acera los escombros generados por su trabajo o muebles que les estorbaran. En fin, la pobre debió esquivar a los brigadistas tantas veces que perdió la cuenta en las primeras tres manzanas de camino a San Gleb. No tenía otra razón para ir allá excepto cruzar el portal instalado por los arrianos y volver al Refugio. Byrn, su hermanito, de seguro tendría hambre para esas horas. Si ya había despertado, Claro está.
Laudana optó por caminar a media calle para ir más rápido. Pero su idea fallaba por momentos. Tuvo que tomar algunos desvíos porque se topó con un tanque de asalto quemado bloqueando una intersección. Después, unos autómatas arrianos —de esos sin rasgos en la careta aparte de rendijas para los ojos del piloto— la obligaron a tomar otro camino con la excusa de tapar el cráter de una explosión. Más adelante, las ruinas de varias casas le impidieron el paso. A final de cuentas, ella se adentró en una zona del distrito de Upperhills la cual no conocía bien desde antes de la invasión. Incluso se detuvo un rato para acordarse por dónde seguir. Por buena o mala suerte, la reconstrucción todavía no comenzaba en esa parte de Soteria, así que nadie más la vería confundida.
Una idea le vino de pronto cuando intentaba ubicarse. "¡Hey!¡Aquí puedo probar ese conjuro sanador!", pensó mientras echaba un vistazo por una callejuela que le parecía prometedora.
Los libros no pesaban lo bastante para cansarla en otras circunstancias. Pero ahora tenía calambres en el brazo izquierdo al no estar acostumbrada a cargar tanto tiempo con él; y la escayola del otro le quemaba. Entonces, la prueba del conjuro le venía bien.
Sin pensárselo, Laudana se sentó en el bordillo de la acera. Puso los libros junto a ella y sacó el cuaderno de en medio de ellos. Lo hojeó hasta encontrar la página que contenía el encantamiento con el grabado en forma de cabeza de águila. El dibujo ocupaba una mitad de la hoja. Lo demás contenía texto transliterado del rúnico a la lengua de Soteria. Y eso le preocupó. Los otros encantamientos estaban traducidos o usaban un alfabeto entendible o cuando menos había notas al margen para pronunciar correctamente las palabras difíciles. En cambio, éste carecía de traducción y aclaraciones. Si la chica agregaba a la peligrosa receta sus escasos conocimientos de idiomas varios, el resultado en definitiva no sería lindo.
Su papá le contó cierta vez que un aprendiz de Maestre estornudó mientras recitaba un conjuro sumamente difícil y acabó por vaporizarse a sí mismo junto con un ala completa de la Abadía de Blitzstrahl. ¿Qué pasaría si ella se equivocaba? Nada, en el mejor caso. Sin embargo, la idea de hacer saltar en pedazos a toda Soteria le erizaba los vellos.
Laudana puso el cuaderno en la acera.
—Pero, ¿en qué estoy pensando? —murmuró para sí— ¡Tengo mi tatuaje de profetisa!
La marca le confería el dudoso don de tener trances y revelaciones vívidas. Además, estaba convencida de que la guio de algún hasta hallar el cuaderno de conjuros. ¿Por qué no habría de funcionar otra vez?
Laudana sentía comezón en el tatuaje cada vez que tenía revelaciones. De hecho, le sucedió igual hacía menos de dos horas, cuando se rindió después de buscar la libreta en la biblioteca del palacio hasta el cansancio. Pero no tuvo un trance o visiones. Sólo se le ocurrió intentar de otro modo; y esa idea la llevó a registrar un pequeño escondrijo en lo más alto de las librerías. A ella le bastó la casualidad de la picazón de la pierna y la ocurrencia para considerar que tuvo una epifanía.
—Bien —dijo mientras contemplaba su pantorrilla—, ¿qué esperas?
Sintió una leve comezón en el tatuaje. Aunque no la suficiente para querer rascarse.
—Eso tiene que bastar —masculló recogiendo el cuaderno del suelo.
Tenía razón. El Sello de Olam en su pierna había desprendido en verdad un poco de poder.
Pasó las páginas del cuaderno hasta hallar de nuevo la del grabado de la cabeza de águila. Para su decepción, el texto en rúnico seguía tan incomprensible como al principio. Volvió a dejar la libreta en el suelo. Resopló sorprendida de su ingenuidad. ¿Por qué imaginó que, de pronto, el conjuro aparecería en soteriano? Fue en ese instante cuando reparó en una peculiaridad bajo el dibujo. Ponía una frase diminuta; legible, pero sin sentido. No recordaba haberla visto antes. Decía "Rita vio su tienda roja" (o "Rita saw his red tent" en el idioma de Soteria) con letras tan pequeñas que leerlas provocaba dolor de ojos.
—¿Rita vio su tienda roja? —repitió Laudana pensativa, una y otra vez como si eso pudiera remediar algo.
De pronto, cayó en cuenta de que la frase no estaba ahí por casualidad. Tal vez debía reordenarla.
Resolver anagramas no era su fuerte. Pero tenía el presentimiento de que podría hacerlo rápido esta vez. Dio un vistazo a un reloj de dos carátulas montado sobre una farola de cuatro lámparas en la esquina opuesta. Marcaba las once y cuarenta. Ella se atrasó por todos los desvíos, así que intentó trasponer la frase tan deprisa como pudo. A pesar de su apresuramiento y falta de habilidad, sólo le llevó tres intentos sacar una oración coherente y acorde al contenido de aquel cuaderno. Primero obtuvo el nombre de Diane Whrittser, una actriz afamada en Soteria. Luego salió "What is a tender sir" (¿Qué es un tierno caballero?), lo cual carecía de lógica. Finalmente, apareció la respuesta: "Léase esto como está escrito" o "Read this as written" en soteriano.
Laudana vio de nuevo la hora.
—Falta un cuarto para las doce —observó en voz baja—. Aún tengo tiempo.
El conjuro de la cabeza de águila ocupaba media página. No sólo por lo largo, también debido a la caligrafía de quien lo copió del libro del Sacerdote Elí al cuaderno. La chica empezó a recitar despacio los primeros renglones. El-Olam e pesaj. De pronto, sintió un golpecito en la escayola. Miró su brazo y sintió el corazón írsele a los pies. El yeso se había agrietado de arriba abajo. Lo tocó con el dedo. Era una ruptura superficial; aún estaba firme por dentro. Prosiguió enseguida, segura de que su brazo derecho se recuperaría. Terminó de pronunciar cada palabra en rúnico. Pero nada más ocurrió.
Laudana decidió entonces dejar de jugar con el encantamiento. No quería que se le hiciera tarde para volver al refugio. Si no preparaba el almuerzo de su hermano, él seguramente le daría el chisme a su mamá tan pronto la viera.
La muchacha se levantó y desempolvó el pants dándose palmaditas en el trasero. Por suerte, acababa de recordar el camino a San Gleb. No quedaba lejos de ahí. Sólo debía ir a la izquierda dos calles más adelante y andar derecho tres más. Luego, se puso en marcha. No necesitaba correr. Sólo daría pasos largos.
El portal arriano que ella debía cruzar se encontraba cerca del portón principal de su colegio. Para esas horas, cualquier conocido andaría lejos de ahí. No sólo porque pronto sería hora del almuerzo. Las brigadas de reconstrucción terminaron de remozar la fachada del plantel un par de días antes y ya nadie trabajaba en esa zona. Los capataces tampoco serían preocupación. Por lo general, ellos almorzaban en un aula lejana del bloque de primer grado.
Laudana recorrió las primeras dos manzanas de su trayecto a zancadas con la cabeza bullendo.
No estaba segura de qué falló cuando recitó el conjuro, aunque tenía una teoría. La cabeza de águila calcada en la libreta debía ser un catalizador. O sea, un ingrediente o acción que potenciaba los efectos del encantamiento. Quizá debía dibujársela en la escayola. En fin, ya lo comprobaría después. Aún le quedaban más preocupaciones antes de intentar sanarse a sí misma e intentarlo después con su padre. Probablemente Su Majestades Nayara y Derek ya estaban de vuelta en Eruwa para entonces. Ella aún debía entregar a la reina la Rosa Negra, además de darle ese mensaje críptico enviado desde la tumba sobre la tal Regina.
A decir verdad, Laudana consideró decepcionante el hallazgo del cuaderno. No contenía pistas sobre el significado del acertijo que la difunta reina Sofía envió a su hermana mayor. "Lucero volverá pronto haciéndose llamar Regina". Quizá lo mejor era entregarlo sin preocuparse por entender. Total, no era para ella. Cabía una posibilidad muy alta de que nadie, excepto Su Majestad, lo entendiera. Bien podía tratarse de una frase en código sólo comprensible entre ellas por ser de la misma familia.
Para empeorar todo, ahora le intrigaba saber quién escribió el cuaderno y cómo hizo para copiar porciones del libro de Elí Safán. Laduana sólo conocía de él (o ella) un monograma impreso en la pasta de la libreta. Había cientos de personas con las iniciales ALS. Como sea, esa persona debía saber que enterraron el texto con el antiguo Sumo Sacerdote en las catacumbas. O dónde encontrarlo si pasó cuando el anciano aún vivía.
La frente de Laudana chocó con el musculoso pecho de un hombre al doblar en la esquina donde creía que se ubicaba la calle del preuniversitario San Gleb.
—¡Hey! —dijo el fulano— ¡Cuidado!
Ella estuvo a punto de responder "Usted fíjese por dónde camina", pero se arrepintió. Acababa de tropezar con el Maestre Jarno Krensher. Era compañero de trabajo de su papá. Andaba a pie, como ella, debido a la falta de transporte público causada por la guerra. ¿Qué hacía él por ahí?
—Lo siento —soltó Laudana avergonzada—, iba distraída...
—No te preocupes —El Maestre Jarno hizo un gesto casual con la mano—. Yo tampoco le puse mucha atención al camino. ¿No trabajaste hoy?
—Pedí permiso. Pero ahora voy de vuelta al refugio.
—Ah, pues eso es muy buena noticia para mí.
—¿Por qué? —Laudana arqueó una ceja. Le extrañó que él dijera eso.
—Resulta que Sus Majestades acaban de volver. Me enviaron a buscarte y reunir información.
Laudana suspiró con desgano. Sólo había una razón por la cual los reyes derrocharían recursos mandando que alguien tan importante como un Maestre fuese a buscarla.
—Sofía debe estar vuelta loca sin nadie que la cuide —soltó ella.
—Un poco, sí —Jarno movió la cabeza de arriba abajo; sonreía como si su respuesta fuera la ocurrencia más divertida del mundo.
—Bien —dijo Laudana resignada—, iba a volver al refugio de todas maneras. —Se puso en marcha—. El trabajo de una niñera nunca termina —soltó sarcástica.
—Puedo acompañarte —Jarno la siguió hasta ponerse junto a ella—, si gustas.
—¿Y le quedará tiempo para terminar el otro recado de Sus Majestades?
—Lo haré después. De todas formas, los reyes están inconscientes. Me parece que no necesitarán nada ahora. No de mí al menos.
Laudana aceptó la compañía del Maestre y volvieron juntos hacia el portal que conducía al refugio de las Islas Polares. Jarno Krensher era un hombre joven pero casado. Se trataba de una de las pocas personas con cabello verde natural que ella conocía. De cierto modo, le recordaba a un tío suyo —hermano de mamá— al cual no veía desde niña porque vivía en Turian, uno de los territorios más lejanos de la Corona.
—¿Cómo sigue tu papá? —quiso saber Jarno.
—Igual —Laudana se encogió de hombros—. No pude quitarle la cara idiota con que ustedes lo dejaron.
—Perdón. De verdad hicimos lo mejor que pudimos.
—Está bien. Por lo menos ustedes lo han mejorado más que los médicos.
—Gracias... supongo. Por cierto, Aron Heker dijo que te propuso intentarlo de nuevo. ¿Es cierto?
Laudana comprendió al instante que el Maestre Heker no le contó a Jarno sobre la idea de pedir una revelación a Olam para sacar a papá del coma. Entonces, ella sintió comezón en el tatuaje del chamorro y la inquietud de mostrarle el cuaderno a su acompañante. Convencida de que esas molestias eran otras formas de revelación, decidió dejarse guiar por dicha peculiaridad.
—Sí —respondió la chica—. De hecho, me pidió que le consiguiera algo antes. Lo tengo justo aquí.
—¿En esos libros del cole? —soltó Jarno con un gesto divertido.
Laudana sacó el cuaderno de entre los textos escolares y lo entregó al Maestre.
—No —respondió ella—. Ahí.
Jarno Krensher examinó por un momento la pasta donde aparecían el monograma y el león rampante coronado que escupía fuego, escudo del colegio Karl III. Frunció el entrecejo. Parecía extrañado por aquella libreta de apariencia ordinaria y contenido sorprendente, porque hasta aflojó el paso en cuanto empezó a hojearla.
—Esto no es de la princesa Sofía —respondió él serio.
—¡Ya lo sé! —se quejó Laudana—. Alguien copió partes del libro de Elí Safán a escondidas. Es muy obvio que no fue ella.
—Claro que no. Este cuaderno debe tener veinte años fácilmente. Tampoco lo escribió la reina; conozco su letra y te aseguro que ésta no es.
—¿De quién podría ser entonces?
Jarno se encogió de hombros por toda respuesta. Después, adquirió un aire pensativo, aun con la vista metida en la libreta.
Elí Safán, sumo sacerdote de Soteria anterior al recientemente fallecido Shmuel Mancini, padecía el mismo don que Laudana. El anciano religioso escribió un libro en el transcurso de varios años por mandato y revelación directas de Olam. Según contaban, lo hacía mientras estaba trance. El pobre viejo podía durar días así. No comía o dormía hasta completar las porciones de texto prescritas por el Eterno. Aunque, al clérigo no le pasaba tan seguido como a ella. Elí Safán murió a pocos meses de terminar, dormido y con más de ciento veinte años encima.
—Sabes —dijo Jarno—. Tengo una idea muy vaga de quién podría haber transliterado estos conjuros. —Sacudió el cuaderno como para remarcar sus palabras.
—Pues sería bueno que me dijeras. Quiero preguntarle por qué lo hizo.
—Lástima que esté muerta —respondió el Maestre Jarno.
—Oh, ya veo —respondió Laudana avergonzada—. ¿Quién fue, entonces?
—Se llamaba Amalia Wasa —Jarno se frotó la barbilla con gesto pensativo—. Era sobrina de Sus Majestades Basil y Noa, que en paz descansen. Si mal recuerdo, era tercera en la línea de sucesión. O sea, que si las entonces princesas Nayara y Sofía no ocupaban el trono...
—Lo sé —interrumpió Laudana con tanta delicadeza como pudo—. El trono hubiera pasado a los Wasa.
—Exacto. Los Wasa hubieran recuperado hasta parte de su fortuna.
Laudana recordaba haber oído en el palacio que Su Majestad Nayara y Amalia Wasa eran primas por los lados materno y paterno de sus respectivas familias. Pero no tenían una relación cercana. De hecho, a la actual reina de Soteria (que por entonces aún era una princesa adolescente) le caía mal casi toda la parentela de su madre. Los consideraba sólo unos ricachos deseosos de recuperar la gloria de sus antepasados y volver a ocupar el trono, como lo tuvieron diferentes ocasiones en siglos anteriores a ese día.
—La cuestión —dijo Jarno al devolver el cuaderno a la chica— es que no conozco bien la historia, pero sí recuerdo que tu papá me contó que Elí Safán olvidó su libro una vez en el palacio. Estuvo ahí varios días hasta él se lo devolvió.
—¿Crees que Amalia sabía del libro o para qué servía?
—A lo mejor ella no. Pero otro familiar seguramente sí. Me huele a que creyeron poder liquidar a la Familia Real con esos conjuros y ocupar el trono de una vez por todas.
—Y después hubieran acabado matándose entre ellos —apuntó Laudana.
En ese momento, llegaron al enrejado frontal del preuniversitario San Gleb.
Las brigadas de reconstrucción aprovecharon para reemplazar portones y rejas de latón por otros de hierro forjado y decorarlos con ladrillo en diferentes tonos de rojo. El último alarido de la moda antes de la invasión arriana. Hasta colocaron un arco de forja cubierto con Enamoradas del Muro —flores trepadoras— que abarcaba desde la entrada hasta un pasillo amplio en la planta baja del edificio donde se ubicaban la sala de profesores y la oficina de rectoría.
—Acabo de recordar algo —dijo Laudana—. ¿Me esperarías?
—Claro —respondió Jarno—. Pero no tardes, por favor.
—Ni cinco minutos. Ya vuelvo.
La muchacha se dirigió al portón de su escuela. Abrió y entró deprisa.
En realidad, no había olvidado nada. Sólo pensó aprovechar el regreso de Sus Majestades a Eruwa para entregar la Rosa Negra de una buena vez. en el patio general. A pesar de la renovación, las brigadas recolocaron las viejas pizarras donde los clubes o profesores del colegio solían colgar anuncios.
Enseguida, ella atravesó el patio casi corriendo. El bloque de aulas donde escondió la flor se encontraba del otro lado. Subió directo al segundo piso, pasando los escalones de dos en dos, se metió al baño y entró al angosto cuarto donde se hallaban los tanques de los inodoros. Cogió la maceta y regresó a paso veloz donde Jarno.
—¡Listo! —anunció Laudana en tono triunfal— Ahora, sí, ¡vámonos!
—¿Tú la cultivaste? —señaló Jarno la macetita de barro cocido, sin pintar, con una paloma en relieve.
—Me ayudaron las chicas del club de jardinería.
Mentira. Ella sólo les robó la maceta.
—¿Nos vamos? —dijo Jarno mientras tendía las manos para cargar la maceta.
—Sí —respondió Laudana—. Pero yo cargo la maceta. La rosa es muy delicada; quiero regalársela a la reina.
En realidad, mintió porque nadie más debía tocar la flor. Sólo ella o Su Majestad Nayara. O al menos eso le ordenaron cuando recibió la planta encantada.
Se pusieron en marcha de nuevo.
El portal arriano que los conduciría de vuelta al refugio se hallaba en la esquina. Pero el operador había sido sustituido por un autómata gris no tripulado, sin más rasgos en la careta aparte de rendijas para los ojos del piloto. Ella y Jarno Krensher se acercaron despacio a la máquina de portales. El aspecto del androide que la operaba era intimidante, aún sin armas. No porque se moviera solo o midiese más de dos metros de alto. La gente en Soteria parecía estarse acostumbrando a verlos por ahí, con escasa supervisión. No obstante, resultaba escalofriante pensar que el muñeco mecánico asesinó soldados soterianos no hacía ni un mes, antes de volverse un dócil servidor público de los sobrevivientes.
—¿Cuál es su destino? —dijo el autómata con una voz que sonaba como la de un ebrio hablando frente a un ventilador encendido.
—Refugio de las Islas Polares —respondió Laudana.
—Formen una sola fila. Solo se permite cruzar a una persona por turno.
Tanto la chica como el Maestre obedecieron, aunque nadie más iría allá.
Los portales no sólo se utilizaban para transportar a los brigadistas de Soteria al refugio. Los arrianos también los aprovechaban para traer herramientas, maquinaria o materiales desde Elutania.
—Pero —dijo Laudana a Jarno—, ¿por qué Amalia Wasa querría los conjuros del Sacerdote Eli? Es más, ¿cómo sabía de ellos?
—Mira —contestó Jarno—, no se me ocurre nadie más. Amalia pudo encontrarse el libro porque sus papás visitaban el palacio más o menos seguido y ella era una lectora empedernida. Si sus parientes conocen bien la historia de Soteria y al Cuerpo de Maestres, es gracias que alguna vez fueron la Familia Real.
Ambos cruzaron el portal. El calor otoñal de Soteria fue reemplazado en un instante por el frío tufillo a pies sucios y repollo hervido del refugio de las Islas Polares. Laudana dio un vistazo. La visión de catres alineados hasta el horizonte, o de mujeres con sus hijos y algunos individuos solitarios en fila para bañarse en duchas comunitarias, lo ratificaba. Habían arribado. Hasta los ronquidos de un soldado de la guardia urbana, que dormía descalzo, sonaban como una sopa en pleno hervor.
—Supongo que Aron Heker podría explicarte más y mejor —dijo Jarno—. O tu papá, si logran despertarlo. No tengo tanto tiempo siendo Maestre como ellos, así que desconozco muchas historias de la Familia Real.
—Tienes razón —Laudana suspiró—. Como sea, se supone que la única copia del libro de Eli debería ser la que mi papá hizo. —Metió el cuaderno entre los libros otra vez—. Entregaré a Sus Majestades esta hoy mismo.
El sacerdote Elí Safán pidió al padre de Laudana copiar diversas partes de su libro. Dicha labor tomó varias semanas, ya que fue realizada a mano; hasta el señor Gütermann precisó contratar un dibujante para reproducir los grabados. Esas porciones guiaron después a Aron Heker para determinar que el tatuaje en la pantorrilla de la chica era un palimpsesto.
El motivo para copiar fragmentos del texto resultaba tan peculiar como tétrico.
Elí Safán pidió como última voluntad que su libro estuviera enterrado con él hasta que Laudana Gütermann controlara sus dotes de vidente. Pero presentía que ella iba a necesitar diversas secciones antes de ese día. A decir verdad, la muchacha no lo supo sino hasta más de veinte años después. No obstante, ahora tenía en su poder otra copia de los escritos del clérigo tal vez no autorizada. Sólo Olam sabía quién la hizo. Por el momento, averiguar la autoría del cuaderno era menos importante que entregar a Su Majestad Nayara la Rosa Negra y el mensaje de su difunta hermana menor.
Jarno miró de un lado al otro de pronto, como si no supiera dónde estaba.
—Carajo —se quejó—. ¿Por qué aparecimos en mi iglú?
¿Por qué tardó tanto en notarlo?
—Está bien —dijo Laudana con resignación—. Ya estoy acostumbrada a caminar mucho.
—Pues qué bien. Porque a Sus Majestades les dieron su propio espacio; no están en el pabellón-clínica.
—Y ese espacio está lejos, ¿verdad?
Jarno asintió despacio.
El refugio de las Islas Polares se componía por iglúes capaces de albergar ciudades enteras. Aunque varios —como el F— alojaban habitantes de diversas poblaciones. Dentro se asignaban espacios para cada familia. Se los llamaban lotes e iban enumerados iniciando con la letra del iglú donde se ubicaban.
—Creo que iré primero a mi lote —respondió Laudana—. Aún tengo que guisar el almuerzo para Byrn.
—Entonces, también almorzaré —soltó Jarno—. En mi lote, quiero decir. ¿Paso a buscarte después?
—¡Obviamente! Todavía no sé dónde tienen a la princesa Sofía. O dónde están los reyes.
Ella se imaginaba que algún Ministro de Olam cuidaba a la chiquilla. Desde luego, ellos eran muy pacientes. Pero Sofía los impacientaba con sus pataletas tan fácil como a otras niñeras que se encargaron antes de cuidarla. Incluso, llegó en menos de un mes al punto en que nadie más quería ser su niñera.
Jaro dio media vuelta después de agitar la mano para decir adiós.
—¡Espera! —soltó Laudana— ¡Acabo de recordar algo!
—¿Qué pasa? —quiso saber el Maestre.
—Mi papá te estaba enseñando rúnico, ¿verdad?
—Más bien, lo estudiábamos juntos. ¿Por qué?
Laudana abrió el cuaderno lo mejor que pudo con una sola mano. Le mostró el conjuro de la cabeza de águila.
—Es un conjuro sanador —dijo ella—. Lo probé en mí misma, pero no funcionó.
—Supongo que Aron Heker y tú necesitan para despertar a tu papá. ¿O me equivoco?
—Tienes razón. ¿Podrías decirme entonces qué hice mal?
Jarno se quedó un instante con la mirada perdida en las anotaciones. Arrugaba la frente a la vez que sus ojos iban de lado a lado. Por momentos parecía pasar del asombro a la comprensión y de vuelta.
—Está escrito en Alto Rúnico —respondió al fin—. Pero entiendo lo suficiente. Dime, ¿qué pasó cuando recitaste?
—Se agrietó mi escayola. Pero fue todo.
—Prueba dibujando el águila antes. El primer renglón dice que la necesitas como catalizador.
—¿Entonces el dibujo es para darle potencia al conjuro?
Jarno movió la cabeza de arriba abajo, despacio, para contestarle que sí.
—Ahora sí —dijo él serio—, nos vemos en una hora, en tu lote.
Agitó una mano para despedirse otra vez. Pero ahora se desvió por un espacio vacío entre dos catres desocupados.
Laudana se puso en marcha, pero en dirección opuesta, para volver a su lote deprisa. No importaba llegar tarde cinco o diez minutos. Sólo debía asegurarse de no demorar más. Byrn, su hermano, había cogido la costumbre de desvelarse con lecturas complejas para su edad como El Gran Manual Riemens de Mecánica o la Ciencia Eléktrica Aplicada de Leif Roster. Con suerte, el mocosuelo aún estaría dormido. Aunque, a veces el muy bobo perdía la lucha contra el sueño y despertaba más temprano a la mañana siguiente.
Los Gütermann se alojaban en el iglú B. Mientras que los Hekker, donde Byrn pernoctó la noche anterior, tenían su lote en el L. El recorrido desde el F sería cansador si ella no tomaba el túnel que se atravesaba el C, el E y el N sin pasar por el resto. El camino no sería más corto; sólo estaría menos congestionado.
Mientras recorría los pasillos entre lotes, Laudana decidió no preocuparse más por saber más qué significaba el acertijo de la fallecida reina Sofía. O quién era la tal Regina. De seguro, la intención de pasar tal mensaje era que nadie, excepto Su Majestad Nayara, lo entendería. Que dos amigas o hermanas se comunicaran en claves no era nada novedoso. Había pasado de moda incluso cuando la abuela de la chica era joven. En todo caso, sólo repetiría lo que oyó cuando tuvo el trance en el cuarto de archivo.
Tal como ella previó, casi no andaba nadie en el túnel de desviación desde el iglú C hasta el N. Gracias a eso, pudo moverse con mayor agilidad y hasta correr por tramos. De hecho, eso último debía hacerlo de todos modos para no perder calor. Muchas personas evitaban aventurarse en dicho pasaje porque era la zona más fría del refugio. Una apenas aguantaba andar por ese sitio sin abrigo. Además, el suelo siempre estaba encharcado porque encima de aquel subterráneo pasaba la capa inferior de un glaciar. El hielo se derretía a causa de las estufas y el agua goteaba al filtrarse por el techo de piedra.
Si bien el recorrido fue veloz, Laudana tuvo tiempo para decidirse a probar el conjuro sanador del cuaderno.
A decir verdad, quería experimentar con el encantamiento. Si Olam la guio hasta la libreta, entonces Él quería que ella la usara. Pero, por ahora, tendría que ser egoísta. Lo usaría primero en sí misma, después en su papá y, por último, en la reina... si ésta le daba permiso. Además, la escayola del brazo le resultaba estorbosa y molesta.
Llegó un punto del recorrido en el cual notó que no había nadie más en el túnel.
—Bien —se dijo a sí misma—, ahora es cuando.
Dejó los libros en el suelo de piedra y abrió el cuaderno. Enseguida, buscó una piedrecilla afilada para dibujar la cabeza de águila en la escayola de su brazo. Al encontrarla, copió el dibujo raspando el yeso tan bien como podía usando la mano zurda. Su réplica quedó fea a pesar del esfuerzo. "Debe servir", pensó al ver el resultado. Enseguida, recitó en voz baja el conjuro, con cuidado de pronunciar cada palabra tal como las escribieron. Era muy largo. Pero, a diferencia de su intento previo, cada renglón leído agrietaba más el yeso de la escayola. Llegó un instante en el cual voló en pedazos con un chasquido similar al de una bombilla al fundirse.
Enseguida, ella puso su brazo recién curado delante de la cara. Abrió y cerró el puño despacio. Luego, giró la muñeca a un lado y al otro. No dolió. No molestaba de ningún modo. Hasta parecía que nunca se fracturó.
—¡Funciona! —susurró— ¡De verdad funciona!
Laudana recogió los libros y el cuaderno y se dirigió al lote de la familia Heker. Para cuando llegó, Byrn aún dormía apacible el sueño de los inocentes, aunque pasaba del mediodía. Ushio, la hija del Maestre Aron Heker, jugaba a la casita con su muñeca Amber —a la cual llamaba Momoka— sentada en el suelo junto al corredor.
La señora Rui Heker miró a Laudana con los ojos muy abiertos.
—¿Cuándo te quitaron la escayola? —quiso saber.
—Hace un rato —Laudana se encogió de hombros—. Ya sabe lo eficaces que son los médicos arrianos.
—Sí, entiendo. Despertaré a Byrn.
De seguro la señora Heker no tragó la mentira. Aun así, ella fue hacia el catre donde el chico dormía. Lo movió un poco. Él se quejó de manera ininteligible. Parecía que iba a despertar. Pero, a final de cuentas, sólo se dio vuelta para continuar el sueño sobre su otro costado.
—Permítame —dijo Laudana.
Enseguida, la muchacha sacudió con brusquedad a su hermano hasta que lo hizo incorporarse.
—¿Qué fue eso? —dijo Byrn con voz amodorrada.
—La hora de irnos —replicó Laudana—. Anda, levántate y dale las gracias a la señora Heker.
Bryn salió del catre y se acomodó el cabello con las manos para ocultar las marcas de la almohada. Enseguida, se despidieron de la señora Rui y Ushio y les agradecieron su hospitalidad. Después, los chicos Gütermann anduvieron por el corredor entre lotes hasta el túnel que llevaba desde ahí directo al iglú C. Se adentraron en él sin mediar palabra; de hecho, no hablaban desde que salieron del lote de los amigos de sus padres.
—¿Cómo te quitaste la escayola? —quiso saber Byrn de repente.
—¿Cómo sabes que me la quité sola? —respondió Laudana a secas.
Byrn soltó una risilla burlona
—Tú misma acabas de decírmelo —dijo él con una sonrisa mientras movía las cejas arriba y abajo.
—¿En serio quieres saber cómo lo hice?
—Sí. Tu brazo se ve bastante bien para que te hayas curado tú sola.
Laudana sacó el cuaderno para mostrarle la página donde... bueno, por ahora no importaba quién apuntó aquel conjuro sanador con el grabado de la cabeza de águila.
—Este conjuro me compuso el brazo —dijo ella—. En un rato más volveré con papá. Aron Heker y yo lo vamos a despertar con él.
Nomas checa.
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