ARMAND FÉRAUD
Entró a la oficina de control de producción seguido por Helyel.
Los supervisores de la fábrica de Walaga habían desocupado ese cubículo un rato antes. No había nadie más desde hacía un buen rato y, por ello, las estaciones de trabajo sólo mostraban la pantalla para iniciar sesión de red en sus monitores. La alfombra marrón apenas si apagaba los pasos mecanizados de Helyel, quien debió agachar su cuerpo robótico para caber por la puerta de vidrio. Los escritorios, empotrados en las paredes, habían sido personalizados con adornos tan variopintos como plantas o personajes de dibujos animados en pósteres o como estatuillas plásticas.
Helyel se acercó a la mesa oval de madera en el centro de la oficina y ofreció una de las sillas a Armand.
—Bien —dijo Armand ni bien se sentó con ayuda de su andador—, ¿de qué quieres hablar?
El aspecto de ídolo sumerio robotizado de su amo le ponía nervioso. Pero lo disimulaba tan bien que de seguro él no lo notaría hasta que leyese su mente. Como sea, la mejor manera de probar los autómatas era que fuesen pilotados.
—De dos cosas. —la voz de Helyel sonaba como si un ebrio hablase frente a un ventilador—. Como podrás ver, los autómatas de combate están casi listos para iniciar una invasión a gran escala en Eruwa. Este es el momento perfecto para probarlos, para que el Gobierno Central de Beijing los vea en acción...
—Creo saber qué pretendes —respondió Armand con firmeza a pesar del nerviosismo—. Y también me gustaría verlos en acción antes de ofrecer los autómatas a clientes potenciales. Pero, después de ver destrozado nuestro mejor modelo, empiezo a dudar que estén listos para un campo de batalla real.
—Cualquier vehículo de batalla terminaría igual si lo usas cinco días sin parar.
—¿Y se puede saber contra qué peleaste para estropear así el autómata?
—Un Ministro —Los hombros de Helyel emitieron un apagado siseo cuando los encogió.
—Sí, eso explica los daños. Pero no garantiza que los autómatas serán útiles en un ejército.
—Lo serán, créeme —Helyel asintió—. Si el que yo usaba resistió contra un Ministro poderoso, podrán contra cualquier ejército.
Armand apoyó el codo en la mesa y el mentón en la mano.
—¿Puedes garantizarlo? —dijo serio.
—Déjame invadir Eruwa con ellos y verás que no necesitaba garantizártelo.
La mesa aún tenía vasos desechables de café abandonados por los supervisores y todavía quedaba una dona de chocolate en la panera del centro. En otra época, Armand hubiera comido el pan sin pensárselo. Ver aquel bocadillo solitario le dio una última idea para asegurarse de que Helyel no seguiría provocando más pérdidas al Grupo Féraud.
—Sabes algo —dijo al mismo tiempo que agarraba la dona—, cuando era niño consideraba a la dona reina de los bocadillos; comía donas todo el tiempo. —Puso el pan en la mesa—. Pero un día el médico me prohibió comerlas. Y, en general, cualquier comida alta en azúcar. —Enseguida, se retrepó en la silla y miró fijo a Helyel—. Ahora pienso que son deliciosas y dañinas por igual. Justo como tú.
—Interesante comparación —respondió Helyel—. ¿Cuál es el punto?
—A la Corporación le gustan tus ideas. Y confieso que también a mí. Me encanta eso de volver realidad la ciencia ficción. Pero, mientras tus ideas produzcan sólo pérdidas, serán el azúcar de la que tendremos que prescindir.
—¡Por favor! Es natural que haya pérdidas al inicio de cualquier negocio.
—Sí, pero tus estudios de factibilidad prometían...
Helyel hizo saltar la mesa de un manotazo. Las patas delanteras y una esquina se quebraron con el golpe.
—¡A la mierda los estudios de factibilidad! Si Beijing no quiere los autómatas, ofrécelos a otro país. O úsalos tú para conquistar tu mundo. Me importa un carajo. A mí sólo me interesa ir a Eruwa y traer La Nada.
Armand detestaba cuando Helyel se enojaba de ese modo. En esos casos, resultaba más provechoso ceder.
—¡Está bien! —dijo Armand tratando de no parecer asustado— Usa los autómatas como quieras, pero tráeme evidencias en video de lo que hagas. La necesito para mostrarla al Gobierno Central de Beijing.
Convencer a los otros socios de la Corporación para introducirse a la industria militar sería una tarea más o menos fácil para él, en especial ahora que tenía los autómatas terminados y clientes potenciales. El primer posible comprador probablemente no dudaría en desembolsar millardos de yuanes.
La Tierra de la cual Armand Féraud provenía fue colonizada por China, los ingleses y —en menor grado— otras potencias europeas. De hecho, casi todas las antiguas colonias de Beijing en América y África se independizaron sin violencia poco a poco al transcurrir las décadas. Las primeras en emanciparse aún eran leales al emperador y por ello el gobierno chino fundó en 1865 la mal llamada Mancomunidad Mundial. No obstante, la ex metrópoli tenía roces con algunos países vecinos y otros más lejanos. Querían expulsar a Inglaterra de Hong Kong y Shangai desde hacía muchos años. Los japoneses buscaban expandirse al occidente, incluso arrebataron una península a los rusos. La India anexó a Pakistán y al Tíbet y pretendía llevar su dominio más al norte. La Corporación Féraud proyectaba ganancias titánicas con semejantes circunstancias, en especial si vendía armamento a todos los bandos. Y, como plato extra, tendrían las carretadas de dinero resultantes del Proyecto Regina.
Sin embargo, no todo era sonrisas en la Corporación Féraud.
Armand, sus dos hermanos y su cuñado formaban parte de la Mesa Directiva, junto a cien inversionistas más entre individuos y sociedades anónimas. El caso era que los accionistas creían que el dinero se gastaba en construir ocho prototipos de autómata —un ejemplar por modelo— cuando en realidad se fabricaron mil seiscientas unidades. Así pues, los socios desconocían la existencia de mil quinientas noventa y dos máquinas; lo cual ocasionaba quejas constantes por las proporciones intergalácticas de los costos del Proyecto Babylon. Incluso, éste era más caro que el Regina.
Las promesas de desarrollar tecnología considerada hasta entonces inexistente en la Tierra eran lo único que mantenía el capital en el proyecto.
—Me gusta tu propuesta —Helyel empezó a caminar despacio alrededor de Armand—. Seguramente al Gobierno Central le complacerá una demostración práctica si los impresionas en video antes.
—Bien —dijo Armand—, ¿y cuándo piensas ir a Eruwa o como se llame ese mundo victoriano?
—Podría ir el sábado. Pero supongo que quieres terminar primero a Regina.
Armand no vaciló en responder.
—Tienes razón. Prefiero que trabajes primero en Regina.
Armand estimaba superiores las ganancias por las ventas de clones. Éstos últimos apenas tenían una tercera parte del costo de los autómatas y podían venderse al triple de lo que valían sus contrapartes mecanizados. No importaba cuál proyecto llevaba mayor avance.
Los pistones que sostenían la columna vertebral del cuerpo mecánico de Helyel sisearon al hacer una reverencia.
—Así será —dijo él—. Pondré manos a la obra tan pronto compruebe que Regina sobrevivirá fuera del tanque de clonación.
Excelente —dijo Armand mientras aplaudía quedo, tocándose sólo las yemas de los dedos—. Pero hazme un favor: busca otro blanco para la demostración en video.
—Tienes razón —Helyel movió su cabeza babilónica arriba y abajo—. No sería nada bueno que los chinos descubrieran la existencia de Eruwa. Está bien —hizo un ademan casual con una de sus manazas mecánicas—, no te preocupes. Sé de un lugar donde probar el primer lote.
—¿Y probarás los tripulados o los controlados por inteligencia artificial?
—Ambos —Helyel se encogió de hombros—. Te conviene si quieres una buena presentación de ventas.
Si ellos estaban de acuerdo en algo, era que nadie más debía saber de los otros universos; especialmente tratándose de Eruwa. La razón no precisaba explicaciones complejas. El propio Dios escondió en ese mundo la materia prima de la Creación: La Nada. Se trataba de la energía más potente y pura que jamás hubo. Y sólo preciso transformar ingentes cantidades de ella en polvo estelar para hacer existir galaxias, soles, planetas y todo cuerpo celeste imaginable. Por ello Helyel la llamaba en ocasiones el Tesoro de los tesoros. Él deseaba arrebatársela a Olam —uno de los tantos nombres de Dios— para eliminarlo de una vez por todas junto con su Creación y recrear todo a su gusto. En otras palabras, quería reemplazarlo. Y ya puestos, a Helyel le disgustaba pensar en que los humanos querrían competir por apoderarse de La Nada primero... claro, si llegaban a descubrirla o vivir después de tocarla.
Armand prefirió ser más rico que el sultán de Brunéi, tener vida eterna y salud inquebrantable, aunque Helyel prometió recompensar sus servicios dándole un mundo propio.
Si bien el ofrecimiento inicial parecía generoso, el señor Féraud decidió aferrarse a sus propios términos. A decir verdad, él conocía tantas argucias contractuales que perdió la cuenta en algún momento olvidado años atrás. Las aprendió gracias a haber pasado más de dos décadas lidiando con abogados de clientes, socios y hasta aquellos que lo sacaron de prisión. Por ello, supuso que Helyel seguramente quería engañarlo. ¿De qué le serviría volverse amo del mundo si apenas le quedaban meses de vida? Así pues, optó por una recompensa modesta en comparación, pero duradera. No se dejaría engatusar como los arrianos.
—Consideraré tu sugerencia —dijo Armand mientras se ponía en pie despacio, apoyándose en su andador—. Iré al lobby a esperar a François.
Él y su amigo de toda la vida habían acordado, antes de llegar a Walaga, encontrarse en el vestíbulo de la fábrica cuando terminaran su visita. A decir verdad, ese sitio no era cualquier acceso a la planta. Dado que las instalaciones fueron construidas en una luna del exoplaneta Kelt 6b, la única forma de volver a la Tierra era a través de un agujero de gusano cuya abertura se ubicaba en dicha habitación.
—Préstame tu teléfono antes de que te vayas —Helyel extendió su mano robótica como para enfatizar la petición.
Armand sacó del bolsillo de su chaqueta el delgado aparato, casi tan grueso como las antiguas tarjetas bancarias, y lo entregó a Helyel. Éste se lo puso en el pecho, encima de un triángulo formado por puntos rojos cerca del hombro izquierdo, para devolverlo a su propietario instantes después.
—Este es el otro asunto del que necesitaba hablarte —Helyel posó su índice sobre la pantalla del teléfono— Te di copias de planos y cuanto necesitas para producir mis autómatas en la Tierra. Transferiré las líneas de montaje cuando conquiste Eruwa.
El móvil se calentó tanto que Armand debió guardarlo aprisa en el bolsillo frontal de su chaqueta para no quemarse.
—¡Por fin! —resopló—. No sabes cuánto me cuesta mantener esta fábrica en secreto de mis socios.
—¿Ah, sí? —Helyel repasó los dedos por los cables de acero que simulaban una intrincada barba al estilo babilónico— ¿Dónde les dijiste que está la fábrica?
Armand se sorprendió de que él no supiera cómo engañaba a sus socios.
—En África —le informó—. Y lo creyeron.
—Vaya, eres más astuto de lo que esperaba.
El raro cumplido de Helyel tenía sentido si uno consideraba que casi todo el continente africano de la Tierra-16 (de donde provinieron Armand y François Voinchet) estaba sumido en una guerra de medio siglo. Y los pocos países fuera del enfrentamiento no participaban porque, a su vez, pasaban por conflictos civiles o tenían epidemias descontroladas. El meollo de la mentira consistió en hacer creer a los socios de la Corporación Féraud que la fábrica de Walaga se ubicaba en Sudáfrica. El motivo de la elección era tan simple como ingenioso. Dicha nación era neutral. No obstante, las autoridades ahí eran prácticamente decorativas. El crimen organizado y las pandillas ostentaban el mando, sin mencionar que apenas si toleraban a los extranjeros. Aunque, por lo general, no molestaban a nadie con dinero... siempre y cuando pagara. Desde luego, ningún accionista querría poner un pie en las instalaciones bajo esas circunstancias; se conformaron con acceder a mano de obra y servicios públicos a los cuales faltaba poco para ser gratuitos.
—¿Por qué quisiste entregarme los documentos en privado? —quiso saber Armand todavía extrañado por el acto.
—Mis trabajadores aseguran que un espía de Olam anda en la fábrica —respondió Helyel—. Yo creo que se equivocan; pero también pienso que más vale prevenir.
El triángulo de puntos rojos en su hombro titiló de pronto varias veces.
—Espera —dijo él—. Estoy recibiendo algo.
Armand contó mentalmente quince segundos en los cuales su amo se quedó con los ojos rojos y el brazo en alto, como paralizado. Quién sabe si podía responder o no estaba inmóvil y sólo quiso dar un vistazo a lo que recibió.
—¿Y bien? —quiso saber Armand.
—Debo ir a la Tierra-16 con ustedes —respondió Helyel grave.
—¿Para qué? —respondió Armand extrañado.
—Mis Legionarios capturaron a unos agentes de gobierno entrometidos. Los llevarán a tu casa para interrogarlos.
Helyel se puso en marcha deprisa y salió por la puerta en el extremo opuesto de la sala. Armand lo siguió tan rápido como podía. La salida desembocaba en un corredor cuya pared izquierda de cristal permitía ver las líneas de montaje; en el muro derecho sólo había accesos a las oficinas de Contabilidad, Recursos Humanos y un centro de cómputo. La pintura y alfombras en esa sección cambiaban de marrón a tonos grises.
—Espera —jadeó Armand mientras intentaba alcanzar a su amo—, ¿por qué vas meter rehenes a mi casa?
Helyel se detuvo a esperar. No puso los ojos en blanco porque tenía una máscara de ídolo mesopotámico en lugar de rostro. Pero su impaciencia se volvía notoria cuando tamborileaba los dedos de una mano sobre sus brazos cruzados. ¿Cómo esperaba que un sexagenario, quien respiraba asistido por una botella de oxígeno, caminara velozmente?
Armand logró alcanzarlo al fin. Tuvo que hacer un ademán para indicarle que necesitaba recobrar el aliento.
—Te recuerdo —empezó a decir Helyel sin darle oportunidad de recuperarse— que gracias a mí eres director ejecutivo y accionista del Grupo Féraud. Yo te saqué de la cárcel. —Le dio un empujón a Armand con sólo uno de sus enormes dedos—. Y puedo devolverte a La Santé cuando quiera; así que no te atrevas a cuestionar mis acciones otra vez. ¿Entendiste?
—Sí —resopló Armand—, entendí perfectamente. Bueno —agregó resignado—, ¿de qué agencia son los rehenes?
—Son americanos —Helyel reanudó la marcha al mismo paso lento de su siervo—. Pero ni siquiera yo conozco la agencia a la que pertenecen. Y eso es mucho decir. Quizá no existen oficialmente y su gobierno se lavará las manos en caso de ser capturados.
Ambos continuaron su pausado caminar hasta el extremo del corredor. Terminaba en otra puerta de cristal. Detrás de ella, se abría una pequeña sala de espera con sillones de cuero teñido del color del vino. Francos Voinchet esperaba sentado. Dos autómatas de combate estaban en pie junto a él. Ambas máquinas eran casi tan altas como la habitación y necesitaban encorvarse un poco para no raspar sus cabezas en el techo. Tenían más o menos la misma estatura que Helyel, pero no parecían dioses babilónicos. Se trataba de ejemplares del modelo básico (sería comercializado como CF-ADC1) en cuyas caretas sin rasgos sólo había un par de rendijas para los ojos. Los cuerpos pintados de gris llevaban al descubierto los pistones de brazos y piernas.
Helyel se inclinó para cruzar la puerta sin golpearse la cabeza. Armand entró tras él.
—Mi señor —dijo el autómata más cercano con una tétrica voz femenina electrónica—. Le traigo el interrogador que solicitó y una mala noticia.
Armand sólo pudo suponer que Helyel quedó inmóvil hacía rato porque estaba solicitando un interrogador.
—Gracias, Aix —respondió Helyel—. ¿Cuál es la mala noticia?
—El Gran Arrio Teslhar tiene un neuropro que Baal intentó quitarle a Leonard Alkef.
—¡¿Qué?! ¿Quién asignó esa misión a Baal y por qué me entero de todo hasta ahora?
—No era una misión, mi señor. Baal sólo fue a la versión de Monterrey que invadieron los arrianos porque lo enviamos a recoger chatarra arriana.
—¿Y?
—Detectó que Leonard Alkef tenía un Vividpro cargado de información y no pudo quitárselo. Ahora lo tiene Olam.
—¿Saben qué información tenía?
—Baal cree que eran los planos de la fábrica.
—Baal tenía un trabajo importante —se quejó Helyel—, sólo uno. —sacudió la mano sucia para limpiarse— Y tenía que cagarla. ¿Te das cuenta de la seriedad de esa cagada?
—Yo no entiendo nada —dijo Armand con timidez—. ¿Qué es un Vividpro?
Enseguida, se acercó al autómata que había permanecido en silencio.
—Tienes suerte de que necesite un interrogador —dijo Helyel—. Espero que al menos sepas hacer bien eso.
—Soy el mejor, mi señor. Nadie puede mentir ante mí ni ocultarme nada.
—¿Cómo te llamas?
—Sucot.
¿Acaso Helyel no conocía a todos los Legionarios bajo su dominio?
—¡Ah, es cierto! Ya me acordé de ti. No habíamos hablado en siglos. Escucha, tengo a dos agentes americanos a los que me gustaría presentarte.
—¿CIA, FBI, Cuerpo de Marines o NSA?
—Son de una agencia sin nombre; andaban tras el tal Bert y usan unas ridículas máscaras de expresidentes.
—No la conozco. —Sucot apretó el enorme puño ante su cara—. Pero los haré cantar como canarios. ¿Qué necesita saber de ellos?
—Todo. Especialmente qué saben de La Nada... pero que no deduzcan su existencia si no la conocían.
—Es imposible. Yo siempre mato a mis "clientes" —Sucot hizo comillas en el aire para enfatizar la última palabra— cuando no quiero que anden por ahí contando qué les hice. De hecho, me pasa casi siempre.
—Oye, Armand —Helyel le dio codazo apenas perceptible—, ¿has oído la expresión "tortura china"?
—Me parece que sí.
—Bueno, los orientales aprendieron de él.
—Me imagino —respondió Armdand lacónico.
Años atrás, él hubiera juzgado la existencia de otros mundos, o la de La Nada, como un mal cuento de ciencia ficción. Su sentir persistió durante meses aun con las pruebas que Helyel ordenó se le dieran. Las primeras fueron el testimonio de Baal, un Legionario que permaneció poco más de una década en Eruwa. Pero no dio crédito. ¿Qué decía el refrán? ¿El viento se lleva las palabras o algo así? En todo caso, Herbert Lloyd le trajo un robot explorador lunar bastante anticuado a la oficina el día cuando le propuso suministrar capital para construir la fábrica de Walaga. El dichoso aparato logró tomar videos y fotografías de una suerte de ciudad victoriana. En sus calles adoquinadas se veían algunas máquinas de vapor inusuales. Casi todas parecían hijos de las locomotoras del viejo oeste y otros artilugios. Los ingenios más alocados fueron varios coches similares al Ford modelo A o camiones Chevy de los años 1930, todos movidos a vapor. En las murallas de aquella peculiar urbe ondeaban unos enormes estandartes blancos con bordes dorado y verde y un escudo de armas: dos leones rampantes separados por una cruz coronada. Seguramente representaban a la monarquía nativa.
Desde luego, Armand alegó que esas pruebas bien pudieron ser filmadas en un estudio. Y, antes de que pudiera oponerse, Herbert lo cogió por el cuello. Desaparecieron en un santiamén de la torre administrativa del Grupo Féraud para reaparecer en una versión de la Tierra donde predominaban los Testigos de Jehová en vez del catolicismo. Fue una medida desesperada pero efectiva.
—Basta de chistes —dijo Helyel—. Es hora de largarnos.
Se dirigió hacia una mesita de cristal donde había una plaquilla ovalada que parecía hecha de obsidiana. La tocó apenas un instante. Con eso bastó para aparecer en el aire un portal por donde se distinguían los sillones del recibidor de una casa a oscuras. Parecía un retrato en alta definición, sin marco, colgado de ninguna parte.
—Bueno, Armand —Helyel—, estás en tu casa.
—Claro que es mi casa —protestó Armand al reconocer el lugar—, maldición.
Enseguida,cruzaron uno tras otro el portal a la Tierra-16.
Que informacion? Recuerda que es la ultima misión de Leonard en Monterrey durante Teslhar.
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