AIX
Liwatan vigilaba el vacío interestelar desde aquella luna remota. El ecuador del exoplaneta Kelt 6b ocupaba gran parte del cielo. Por suerte, la estrella anfitriona de ese sistema solar se hallaba lo bastante lejos —en ese universo al menos— como para mantener gélido el páramo espacial donde él se hallaba y no encandilarlo con su luz.
La fábrica de Walaga se hallaba en otro satélite de Kelt 6b. Helyel o sus Legionarios no detectarían al Ministro mientras éste permaneciera donde ahora estaba. El conjuro que Olam lanzó en esa zona impedía a cualquiera saber qué había en ella. Las excepciones eran quien estuviera ahí o aquellos a los cuales se les hubiera revelado con anticipación la existencia de dicho lugar.
Dos siluetas aparecieron en extremos opuestos del horizonte. Liwatan reconoció una al instante.
La primera era de Mizar. Tal parecía que acababa de volver del Reino Sin Fin, pues su hábito resplandecía. La segunda pertenecía a una persona desollada. Y Liwatan no notó ese rasgo hasta que la tuvo a unas decenas de metros frente a sí. No se trataba de un humano real. Ninguno sobreviviría fuera de la Tierra sin un traje espacial, mucho menos después de arrancarle la piel. Era el Legionario de Helyel con cual estuvieron reuniéndose los últimos días.
Aix llegó antes donde Liwatan. Le entregó un viejo sobre manila manchado de sangre.
—Ya hice mi parte —dijo Aix—. Ahora cumple con la tuya.
Liwatan dio un vistazo rápido para averiguar por qué Mizar tardaba tanto. Su compañero caminaba de forma errática y desaparecía por instantes de vez en vez. Todo indicaba que recién perdió su forma física y empezaba a regenerarla.
—Mizar acaba de volver del Reino Sin Fin —respondió—. Él tiene tu recompensa. Ahora veamos el conjuro.
—He traído todo —aseguró Aix—. Pero nada he hallado tocante a debilidades del Proyecto Regina.
—No te preocupes. Nunca creí que las hallarías de todos modos. Es improbable que esa información exista.
—Pero, ¿por qué no existiría?
—Si este conjuro es tan perfecto como dijiste el otro día, Helyel ha de creer que se volvió invulnerable a todo.
Liwatan abrió el sobre enseguida. Contenía tres folios los cuales registraban las palabras en Alto Rúnico necesarias para volver inmortal a cualquier sujeto. En otra hoja se detallaba una lista de ingredientes para mezclar con tinta. Una página contenía el grabado de los lugares donde requería dibujar marcas en el cuerpo del Proyecto Regina. La tinta especial serviría para tal fin y como catalizador. Por último, un papel amarillento tenía un contraconjuro escrito con instrucciones de recitarlo en caso de emergencia.
—Pues... parece más complejo de lo que esperaba.
—Te lo advertí —respondió Aix—. A Helyel le tomó muchos años formular el conjuro.
En ese instante, Mizar se acercó por fin a ellos.
—Perdonen la tardanza —dijo él—. Unos humanos me destruyeron esta mañana en la Tierra. Acabo de empezar a recobrar mi forma física.
—Sí, es un fastidio cuando pasa —respondió Liwatan—. Bueno, ¿trajiste el pago de Aix?
—Olam me ordenó no volver al Reino sin entregar esto a Aix —contestó Mizar a la vez que extendía los brazos.
Un hábito negro recamado en hilo de plata apareció en sus brazos junto con una espada sagrada. Aix dio unos cuantos pasos, despacio, sin despegar la mirada. ¿Hacía cuánto deseaba recuperar su dignidad de Ministro?
—¿De verdad quieres volver al Reino? —dijo Liwatan—. Una vez que vistas el hábito, no habrá marcha atrás.
—Tomé mi decisión cuando descubrí que Helyel jamás compartirá el poder de La Nada —Aix negó despacio con la cabeza—. Si no iba a hacerlo con los arrianos, o con ese crédulo de Armand Féraud, mucho menos con nosotros los Legionarios.
—No eres más un Legionario —terció Mizar—. Serás nuestro hermano de nuevo.
—Lo será cuando se ponga el hábito —corrigió Liwatan.
—Lo soy —declaró Aix con firmeza—. Nunca debí dejar de serlo. Y jamás debí escuchar las promesas huecas de Helyel. Aceptaré que Olam disponga de mí como desee.
Enseguida, tomó deprisa su espada sagrada y hábito de las manos de Mizar. Se vistió en un parpadeo y ciñó el arma sagrada a la cintura. Su apariencia cambió en aquel instante. Dejó de parecer una humana desollada para convertirse en un Ministro con cuatro alas cubiertas de ojos y una melena empedrada de estrellas. Su rostro era un sol azul blanquecino. La maldición que impedía a los Legionarios tener cuerpos propios acababa de cesar en él.
—Ya que estas dispuesto —dijo Mizar moviendo la cabeza arriba y abajo—, tu primera misión será en Eruwa.
—Luego le das los detalles —interrumpió Liwatan—. Jerathel debe estar en camino acá justo ahora.
—¿Jerathel, el Destructor? —Aix abrió mucho todos los ojos, de la cara y las alas.
—¿Conoces otro? —respondió Mizar.
Jerathel poseía tal fuerza que rivalizaba con los Príncipes, Ministros de la categoría más alta. Sin embargo, él prefería quedarse en el estrato más bajo de los siervos de Olam. En cambio, Aix perteneció a la Orden de Seraf —un grupo encargado de garantizar la inalterabilidad del Tiempo— antes de unirse a la rebelión de Helyel.
Liwatan sacó las alas del hábito y las extendió en preparación para el vuelo.
—En ese caso —dijo—, será mejor que no encuentre a Aix. Probablemente no sabe aún que cambió de bando.
Sus compañeros lo imitaron. Enseguida, los tres partieron de Kelt 6b. Dejaron atrás al exoplaneta y sus numerosas lunas en menos de un segundo. Volaron entre centenares de estrellas y galaxias, discos de polvo estelar y púlsares tan rápido que apenas si les llevó minutos cruzar la región observable de aquel universo desde la Tierra. La fábrica de Walaga quedó tan lejos como el día en que Aix se unió a Helyel.
Mizar dio un leve codazo a Aix.
—No imagino la cara de Helyel cuando sepa que tú ocasionaste todos los retrasos de sus planes —dijo él.
—Sería algo como esto —respondió Aix. Luego, arrugó el rostro hasta verse como una uva pasa.
—Aún así —intervino Liwatan con un dejo de molestia—, no impediste que Helyel adquiriera una forma definitiva. Tampoco descubriste sus debilidades... ¿Quieres que siga?
—Mejor para —contestó Mizar—. Debes reconocer que logró bastante sin que lo descubrieran.
—Liwatan tiene razón —admitió Aix—. No pude matar al Proyecto Regina.
—Pero te has redimido al traernos esto —dijo Liwatan en un tono más amigable mientras agitaba el sobre con los conjuros de Helyel.
Aix asombró a muchos otros Ministros por querer cambiar de bando. Pero la sorpresa obedecía en realidad a lo súbito de la decisión.
El primero a quien Aix recurrió fue Yibril, uno de los principales mensajeros del Reino Sin Fin. Y, como prueba de arrepentimiento, le entregó copias de los planos de Walaga. El Ministro, con toda razón, dudó y quiso llevar ante Olam dichos documentos para verificar su autenticidad. A final de cuentas, todo resultó genuino. Así pues, decidieron enviar lo robado a Helyel hasta el año 7746 de Elutania, el cual equivalía al 2094 terrícola; luego, entregarían el mismo paquete a Leonard Alkef. Dicho acuerdo no se debió sólo a que la información era necesaria en ésa época y, a la vez, en la era de la segunda invasión arriana. Teslhar, el Gran Arrio que gobernaba en el futuro de Elutania, era aliado de ellos.
Teslhar mandó copiar los planos a un Vividpro y se encargó de transmitirlos a donde fuera necesario. Una de las copias terminó en el teléfono móvil de Humberto Quevedo, en forma de un audiomensaje con duración de noventa y nueve horas.
A final de cuentas, encomendaron a Aix sabotear las operaciones de Walaga hasta que Helyel consiguiera su forma definitiva o fracasara en ello.
Aix dedicó sus últimos días como lugarteniente en la fábrica a impedir que los Herbert Lloyd y sus clones descifraran el Sistema Operativo del Dispositivo de Acceso Multiversal que tenían en su poder. Y, si bien Olam provocó, con un conjuro, el paro cardiaco que el Proyecto Regina sufrió antes de abandonar el tanque de clonación, el exlegionario inyectó a escondidas cloruro de potasio en la sonda de alimentación como catalizador. La intención no era matar al ciborg, sino debilitarlo. Debilitarlo para que Helyel no lo convirtiera en su cuerpo definitivo.
De pronto, la espada sagrada de Liwatan refirió a su dueño un acontecimiento reciente. Nada bueno, por cierto.
—Malas noticias, Aix —dijo serio—. Jerathel fue derrotado.
Él y Mizar detuvieron el viaje en seco a pocos años luz del acceso a Eruwa, cerca de un inmenso púlsar.
—Seguramente Helyel lo enfrentó —respondió Aix—. ¿Cómo pasó tan rápido?
Si Aix no tenía buena percepción del tiempo, quizá se le alteró al viajar a velocidades superiores a la de la luz.
—No lo parece —dijo Mizar—, pero hemos cruzando diez universos en cuarenta y cinco minutos.
—Sí, qué interesante —soltó Liwatan sarcástico—. El nuevo cuerpo de Helyel resultó bastante más fuerte de lo esperado.
Si Liwatan mal recordaba, Jerathel fue el único capaz de someter a Helyel durante la rebelión contra Olam, al principio de los tiempos. Si un Ministro tan poderoso fue derrotado, los humanos quizá serían vaporizados con un chasquido de dedos.
—No importa qué sucedió en Walaga —respondió Liwatan—. Aix irá a Eruwa de todos modos. Pero nos separaremos desde aquí. Mizar, presentante ante Olam, tal vez Jerathel encontró la debilidad de Helyel. Yo le asignaré a Aix su nueva misión.
—¿Cuál será? —quiso saber Aix.
—Ya lo verás. Sígueme, los Legionarios no conocen esta ruta.
Mizar voló rumbo a la galaxia de Andrómeda, mientras que Liwatan y Aix lo hicieron a la nebulosa de Orion.
Aquella ruta de acceso a Eruwa no se usaba desde que Leonard Alkef huyó a la Tierra. Pero, antes de eso, permaneció inactiva centenares de años. El agujero negro en el centro de la galaxia los absorbió como al resto de la luz proveniente de otros rincones de aquel universo. Un portal oculto en las tinieblas dentro de aquel monstruoso cuerpo celeste los arrojó en el centro de Elpis.
Aix miraba con gesto pensativo los edificios, casas y locales de piedra y ladrillo en plena reconstrucción. Las calles pavimentadas con adoquín en esa zona de la ciudad aún no habían sido reparadas. Seguían empedradas de baches provocados por explosiones. Los humanos asignados a la jornada diurna empezaban a retirarse para ceder sus puestos a los del turno nocturno. Pero los autómatas arrianos y otros Ministros de Olam trabajaban sin parar. Ellos no necesitaban descanso. A esas horas, empezaban a instalar los nuevos tejados de barro cocido reforzados con vigas de acero.
—Aquí tienes tu misión —dijo Liwatan—: ayudarás a reconstruir lo que Helyel y sus antiguos socios destruyeron.
—Es lo justo —respondió Aix a secas.
—Puedes regresar con Helyel si no te gusta.
—Yo jamás regresaré a su lado —respondió Aix—. Sé que desconfías. Y tienes razón, porque fui Legionario desde antes de que existiera este mundo... o cualquier otro. Pero Helyel nunca iba a cumplir sus promesas. Lo supuse cuando abandonó al Gran Arrio Osmar a su suerte. Y lo confirmé cuando se me ocurrió leer la mente del tal Armand Féraud.
—Armand Féraud es el socio humano de Helyel, ¿cierto?
—Sí. Lo hice primera vez que visitó la fábrica de Walaga. Helyel le prometió lo mismo que a nosotros: su mundo propio donde sería un dios; y que sólo compartiría ese poder con él. ¡Vaya patraña!
—Pues creo que al fin tenemos algo en común —asintió Liwatan—. Por ahora, cumple tu misión.
—Cuando esto termine —dijo Aix—, me postraré ante Olam por toda la eternidad.
—Suena bonito. Pero no contaría con eso aún. Ya tendrás otra asignación muy pronto.
Ningún Legionario había osado traicionar a Helyel. No obstante, dicha deserción sentó precedente entre las filas enemigas. Aparecieron más inconformes con el paso de los años, los cuales también llegaron a la misma conclusión que Aix. De hecho, todos tenían razón.
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