AGENTE LINCOLN
Ron Gillespie limpió deprisa las gotas que mancharon su pantalón después de mear. Luego, se lavó las manos de forma vigorosa. Por suerte, a esa hora nadie iba al baño comunitario de la universidad a donde lo enviaron en misión.
Era verano en Verdún... no la comuna francesa, sino la versión de la Tierra a la cual la Agencia asignó ese nombre clave. A Ron le hubiera gustado poder trabajar desenmascarado. Pero la máscara era prácticamente un arma de cargo. Como decía su viejo, no puedes tener todo en la vida. Si bien llevaba un montón de años en el mismo puesto, no se acostumbraba a ver en el espejo su rostro cubierto por el de Abraham Lincoln. ¿A quién se le ocurrió proporcionar máscaras de expresidentes norteamericanos a los agentes? ¿O nombrar cada versión de la Tierra descubierta como una batalla histórica?
El eco de una caseta cerrada de golpe resonó desde el fondo del baño.
—¿Quién anda ahí? —dijo Ron— Le advierto que estoy armado.
—Tranquilo, agente Lincoln —respondió al fin una voz conocida—, somos del mismo equipo.
—Te creeré hasta que me muestres tu placa.
Enseguida, desenfundó el arma de cargo que solía llevar bajo la chaqueta —una pistola Desert Eagle—, la amartilló y dio media vuelta. Sin embargo, tuvo que bajarla a los pocos segundos de haber rodeado las casetas de inodoros que antes estaban a sus espaldas. Negó despacio con la cabeza. Era evidente que su compañero entró un buen rato antes que él y ninguno notó la presencia del otro hasta ese instante.
—¡Kennedy! —soltó al momento que re-enfundaba la pistola— ¡Deja de asustarme así!
—¡Cómo has de tener la consciencia! —dijo el agente enmascarado como John F. Kennedy mientras repasaba el dedo por las baldosas blancas de la pared— Venga, hombre —añadió—, suelo cagar a esta hora; ya lo sabes.
—Me sorprende la precisión de tu metabolismo.
Kennedy pasó junto a Ron sin decir más. Luego, se situó delante del lavamanos y puso las manos regordetas bajo el grifo. El agua empezó a salir en un fuerte pero bien regulado chorro. Comenzó a tallarse vigorosamente con jabón. La sonrisa de látex del expresidente norteamericano, reflejada en el espejo, tenía gesto tan desagradable como burlesco acentuado por las arrugas en las comisuras de los ojos falsos.
—¿Estás listo para el cambio de sede? —dijo Kennedy a propósito de nada mientras se lavaba.
—Es hasta el último de Octubre —contestó Ron—. Aún tengo tiempo para vaciar mi casillero.
—Bueno, la cosa es que se decidieron por otra ciudad. Ahora nos mudaremos a Estocolmo.
—¿Por qué?
Kennedy caminó un poco a su izquierda puso las manos ahora bajo el secador.
—El jefe sospecha que nos han estado espiando —dijo—. ¿Es que no lees el correo?
—Sí. Pero recién me entero de lo de la nueva sede. ¿Cuándo avisaron?
—Hace media hora. Lo leí en mi teléfono cuando cagaba.
—Bien, entiendo. Después leo el correo.
Ron se encaminó hacia la salida. Decidió esperar ahí a su compañero.
—Te recomiendo hacerlo pronto —recalcó Kennedy—. Nos han asignado tareas a todos.
—¿Son peores que esta misión? —soltó Ron con ironía.
—No —respondió Kennedy mientras se le acercaba—. Pero harías bien en no ignorar el mensaje. Lo escribió el propio Washington.
Salieron juntos del baño.
El campus de la Universidad Autónoma de Texas, vacío a esa hora de la noche, parecía especialmente solitario y triste. La luna llena, y las luces LED de los faroles venecianos de hierro que bordeaban el corredor por donde ambos agentes iban, acentuaban la sensación de soledad con sus luces blanquecinas. Aunque el olor del césped entre los edificios resultaba refrescante. El camino de lozas octagonales de concreto pasaba detrás de las últimas aulas de la Facultad de Ingeniería y por enfrente de la Sala de Idiomas y la cafetería. El Laboratorio de Astrofísica se hallaba al otro extremo de la senda.
Ron sabía que, para entonces, hasta los conserjes habían vuelto a casa. Pero no podía evitar ver de reojo hacia las aulas a oscuras. Eran cinco pisos de ventanas desde las cuales un inexistente francotirador podía meterle sin problemas un tiro en la sien. Claro que ahora no le sucedería algo así. Sin embargo, no podía evitar mantenerse alerta. Era culpa, en parte, de sus años en la Armada de los Estados Unidos. El resto se lo debía a una operación fallida de su destacamento en Irán. Un grupo de guerrilleros kurdos los acribillaron desde una azotea sin ser detectados por los drones de exploración.
—¿Crees en fantasmas? —dijo de pronto Kennedy.
—¿Cambiarás de tema si respondo?
—Depende. ¿Crees en ellos?
—No.
—Pues deberías.
Ron había sido compañero de Kennedy lo suficiente como para saber que la respuesta daba igual. Seguirían hablando de fantasmas de todas maneras.
—Mira, Kennedy, si crees que aquí hay fantasmas...
—Ya sé que no hay —respondió Kennedy dando palmaditas en el hombro de Ron—. Pero molaría si los hubiera.
—Si tú lo dices.
—Sí. Porque, honestamente, cualquier cosa es mejor que esta porquería de misión. Sabes que ese tipo no volverá, ¿cierto?
—Pero el jefe Washington cree que sí.
—Ese es el punto. El tal Humberto Quevedo es como un fantasma ahora.
—No —corrigió Ron—, lo sería si reapareciera vivo luego de que lo viésemos morir. Por ahora sólo es un fugitivo bastante astuto.
Kennedy tropezó al llegar al otro lado del corredor con los peldaños de la pequeña escalinata en la entrada del Laboratorio de Astrofísica.
—¡Carajo! —se quejó— ¿Por qué los volvieron más altos?
—¿Te das cuenta de la pendejada que acabas de decir? —lo reprendió Ron
—Bueno, bueno. Mejor abre. El rector no quiso aprobar más accesos.
—Por algo lo habrá decidido.
La puerta permanecía abierta durante el día. Pero, por la noche, sólo algunos profesores podían entrar usando sus huellas digitales. Humberto Quevedo era uno de ese puñado. Ahora Ron y el agente Teddy Roosevelt formaban parte de ese reducido grupo. Por otro lado, los agentes Kennedy, Jefferson y Tony James se turnaban para patrullar el resto de las instalaciones.
Ron acercó la mano a la plaquilla de seguridad sobre el pomo. Luego, la cerradura se abrió con un clic sordo.
—¿Quién es? —dijo Roosevelt pronunciando la S entre dientes antes de que Ron empujara la puerta.
—Lincoln y Kennedy —respondió éste último—. Hemos vuelto
La entrada daba directo a un cuarto amplio, de paredes blancas, donde las estaciones de cómputo adosadas a un muro convivían —en un orden caótico para el inexperto— con un pequeño acelerador de partículas toroidal al centro del edificio y un telescopio de observatorio hasta el fondo, bajo una cúpula. El resto del equipamiento en las mesas de trabajo parecía inidentificable... al menos para Ron y sus compañeros.
El agente Roosevelt se levantó de la silla giratoria donde estuvo sentado leyendo en su teléfono móvil. Guardó el aparato en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego, cogió otros dos asientos iguales de una estación de trabajo y los dio a sus compañeros.
—¡Por fin! —dijo Roosevelt sentándose a horcajadas en su silla— ¿A dónde se metieron?
—No te incumbe —respondió Lincoln a secas, pero él se sentó de la forma correcta—. ¿Hay Novedades?
—El rector estuvo aquí hace cinco minutos —contestó Roosevelt—. Preguntó exactamente lo mismo que tú y se fue murmurando cuando le dije exactamente lo mismo que a ti.
—Ha de querer lo mismo que todos nosotros... que nos larguemos cuanto antes.
A decir verdad, el rector era el menos complacido con la presencia de agentes en su campus. Pero no pudo negarse, a pesar de su autoridad y la autonomía de la institución a su cargo.
Si bien el gobierno de la República de Texas no intervenía en las decisiones de la universidad, tal privilegio no implicaba que la escuela iba a encubrir criminales. Quevedo no era uno en realidad. Por ello, el Agente George Washington convenció de lo contrario al gobernador del estado y a los directivos académicos. Mintió diciéndoles a todos que su catedrático más joven era buscado por crímenes interdimensionales. Hasta presentó las órdenes de aprehensión. Ron —el Agente Lincoln—, sabía lo indispensable para cumplir su tarea. No le importaba que los cargos contra Humberto Quevedo fuesen infundados. El pelmazo debía pagar de algún modo la audacia de atacar a más de veinte agentes con alucinógenos y negarse a guiar a la Agencia hasta la inagotable fuente de energía que él descubrió.
—Pues —dijo Roosevelt frotando la barbilla de su máscara—... el rector al menos no parecía tan molesto como cuando nos instalamos.
—Aceptémoslo —terció Kennedy sentado igual que Roosevelt—. Si al tal Humberto Quevedo se le ocurre volver de donde sea que ande, no lo hará por aquí.
—Washington cree que sí —respondió Ron encogiéndose de hombros—. Yo no pienso contradecirlo. Bueno, ¿a qué vino el rector?
—La verdad, es que no le entendí gran cosa —confesó Roosevelt—. Apenas si habla inglés.
—Pues algo debió haberte dado a entender —agregó Kennedy.
—Básicamente dijo que la Sociedad de Alumnos nos exige desalojar el laboratorio mañana mismo.
—Todavía no podemos hacer eso —replicó Lincoln—. Que se jodan.
—Cierto —secundó Kennedy—. Washington está demasiado convencido de que "el sujeto" —trazó comillas en el aire— no puede quedarse para siempre en su escondite. En algún momento necesitará alguna de las pertenencias que dejó aquí...
Roosevelt se desperezó de forma ruidosa.
—Y, mientras tanto —concluyó—, aguardamos que se aparezca.
—¡Por Dios! —aulló Kennedy— ¡Mejor nos hubieran puesto a observar cómo seca una pared recién pintada!
—Lo bueno de todo esto —dijo Ron en un tono conciliador—, es que sólo estaremos aquí una semana. La próxima nos toca en el apartamento.
—Sí —Kennedy asintió despacio—. Allá por lo menos hay un televisor.
—Por lo pronto, apechuguemos —terció Roosevelt—. Tuvimos suerte de que no nos cesaran tras el Incidente del Edificio Marlín.
—No fue suerte —corrigió Ron—. ¡Fue un milagro!
La Central etiquetó como Incidente del Edificio Marlín al intento fallido por capturar al Humberto Quevedo de la Tierra Verdún. Sucedió en la torre de apartamentos donde vivía su hermana en Querétaro, México. Fue uno de los contados fallos en la carrera de Ron. Pero el desastre alcanzó tal magnitud que, cuando el asunto salía a relucir en cualquier plática entre agentes, por lo general causaba silencios incómodos. A veces hasta cambios de tema bruscos.
Quienes participaron en la tentativa de aprehensión sufrieron un ataque con alucinógenos que los incapacitó en segundos. Sin embargo, las víctimas obtuvieron resultados negativos en análisis de sangre y orina posteriores a la agresión. Ron, por su parte, sospechó que no los asaltaron con drogas sino con un arma desconocida. Quizá hasta fueron alienígenas. Lo supuso desde el instante en cual él mismo padeció los efectos de lo que sea que usaron contra ellos. El Agente George Washington —oficial en jefe de la Central— le culpó del fracaso sólo por haber sido líder del equipo involucrado en la captura. Sin embargo, reconoció que no podía cesar a nadie pues ni él mismo no se esperaba que alguien rescatase a su Sujeto de Interés.
—Bueno —dijo Kennedy de pronto—, vean el lado positivo. No hubo bajas nuestras.
—Es cierto —apoyó Roosevelt—. Los tipos que rescataron al sujeto podían habernos matado si querían...
—Yo pienso que no eran humanos —aseveró Kennedy.
Ron no había contado a nadie sus inquietudes respecto al Incidente. Pero decidió expresar un poco a sus dos compañeros, aprovechando la estupidez que Kennedy acababa de soltar. Así al menos sus propias conjeturas parecerían menos absurdas.
—Eran humanos —aseguró Ron—. Pero a lo mejor vinieron de una Tierra más evolucionada que no conocemos.
Roosevelt se frotó la barbilla de látex un instante. Quién sabe si tendría un gesto pensativo bajo la máscara.
—Puede ser —dijo serio—. ¿De qué otra manera explicas qué pasó?
—A-lie-ní-ge-nas —respondió Kennedy meneando el índice al escupir cada sílaba.
De pronto, su móvil sonó dentro de la chaqueta con una canción pasada de moda hacía medio siglo. Luego, la corbata se le enredó en el brazo al sacar el deprisa aparato y casi se le cayó cuando contestó la llamada. "¡Llegó la pizza!", anunció después casi festivo y salió a paso veloz. ¿Cómo podía comer otra vez luego de...? ¡Bueno, no importa! En todo caso, Ron prefirió fumar. Se puso en pie despacio y abandonó su asiento.
—¿A dónde vas? —quiso saber Roosevelt.
—Por ahí —dijo Ron—. No tengo hambre.
—Tú te lo pierdes.
Ron se sentó de nuevo en un peldaño de la pequeña escalinata. Encendió su cigarrillo sin dejar de observar los alrededores. No temía nada en especial. Sólo era por la costumbre de su oficio.
La Agencia llevaba años buscando cómo remediar la crisis energética de su mundo. Por su puesto que no lo hacían por caridad. Y el Humberto Quevedo residente de la Tierra Verdún no sólo desarrolló un dispositivo para viajar entre realidades, sino que además descubrió la ubicación de una fuente de energía inagotable durante uno de sus viajes experimentales. De hecho, astrónomos de Yorktown —la versión de la Tierra donde La Agencia tenía sede— también dieron con dicha energía en 2009, 2017 y 2040 respectivamente. Fueron ellos los primeros en conocer su existencia. Los primeros también en estudiarla, aunque sin mucho éxito. Por décadas no comprendieron su naturaleza. Se daban de topes preguntándose cómo podía atravesar el universo visible en un segundo. Sin embargo, Humberto halló en meses la ubicación y el método para trasladarse allá.
A decir verdad, no existían Humbertos Quevedo tan inteligentes como los de las Tierras Verdún y Yorktown. Si la Agencia dio con el de Verdún, fue gracias al de Yorktown.
La idea de viajar a otros universos en realidad no era nueva. Existía en la Ciencia Ficción desde los cincuenta del siglo XX. Lo novedoso fue la invención de un dispositivo capaz de superar las fantasías más salvajes de generaciones de autores. Ron Gillespie había olvidado a qué equipo encomendaron el reclutamiento del Humberto de Yorktown. Pero fue el propio Agente Washington quien expidió la orden.
La Agencia solía rastrear alternativas para su proyecto energético tanto en la parte superficial como en la profunda de Internet. Aunque infiltrar redes privadas de universidades y laboratorios era otra práctica común. Fue una de esas infiltraciones la que sacó a la luz la existencia del Dispositivo de Acceso Multiversal y su inventor.
A diferencia del Humberto Quevedo de Verdún, el de Yorktown aceptó enrolarse con la sola mención del salario anual de ocho cifras y presupuesto ilimitado. Sólo debía cumplir una condición: rastrear sustitutos del petróleo en otros universos. De hecho, los primeros resultados de su labor llegaron semanas después de su contratación. Según él, aquella energía misteriosa detectada en 2009, 2017 y 2040 resultaba un candidato atractivo ya que podía transformarse en una cantidad ilimitada de electricidad. Sin embargo, la fuente realmente no se encontraba en otra versión de la Tierra sino en un universo aislado y con Leyes Físicas distintas. Como sea, aseguró que el inconveniente podía solucionarse. Había robado una copia de su propia investigación para construir el Dispositivo de Acceso universal a otro doble suyo. Este doble —quien vivía en la Tierra Verdún— descubrió que existía otro universo en las coordenadas donde se detectó la energía. Sólo precisaban ir allá a tomarla.
Honestamente, Ron jamás entendió cómo el Agente Washington acabó convencido de apoyar semejante iniciativa. Menos aún por qué optó por comprar el Dispositivo del Humberto de Verdún cuando nadie pudo abrir un Agujero de Gusano a ese otro universo. El caso fue que así comenzó todo para él.
A los primeros agentes asignados al caso —Barack Obama y Nicolas Cage— se les ordenó comprar el Dispositivo de Acceso Multiversal desarrollado por el Humberto Quevedo de Verdún. Pero fracasaron. Desde entonces, Ron y su equipo tenían la misión de capturarlo para hacerle entregar su invención y cuanto supiera de la energía misteriosa.
De pronto, el intercomunicador en la máscara de Ron le hizo volver a la realidad de un sopetón.
—¿Lincoln, estás cerca del laboratorio? —dijo Jefferson.
—Sí, ¿qué ocurre?
—El Dispositivo acaba de activarse.
Ron se puso en pie y volvió casi corriendo a la puerta del laboratorio.
—¿Dónde está Kennedy? —quiso saber.
—No responde su frecuencia —respondió Jefferson en un susurro apenas oíble—. ¡Apresúrate que algo va a salir!
Ni bien entró Ron al laboratorio, se dio cuenta de que el Dispositivo de Acceso Multiversal estaba encendido, tal como Jefferson aseguraba. El cañón de protones disparaba un haz de luz hacia el interior de lo que parecía una ventana hacia otro mundo. Ésta era oval y lo bastante alargada para permitir a un humano promedio atravesar cómodamente. Rayos y chispas formaban el contorno... aunque quizá no para crear un efecto estético.
El otro lado del agujero de gusano se veía como un campamento de refugiados dentro de... ¿un iglú?
Jefferson estaba agazapado junto a un muro, detrás del portal a ese otro mundo, de tal forma que pudiese coger por la espalda a quien saliera por allí. Ron se ocultó aprisa bajo un escritorio que tenía cerca. Ni bien desenfundó su pistola, percibió el curioso zumbido grave que los generadores a los cuales el dispositivo estaba conectado emitían al apagarse.
—Contacto abortado —informó Jefferson.
—El Sujeto debió notar nuestra presencia —supuso Ron.
De pronto, la voz del Agente Kennedy sonó en el intercomunicador. Parecía tan agitado como después de correr a toda marcha en una maratón.
—Lincoln, Jefferson, ¿me copian? —dijo Kennedy para poner las máscaras de los tres en modo de conferencia.
—¿Qué ocurre? —contestó Ron.
—No me lo creerán —dijo Kennedy en un tono el cual sugería que estaba por mearse encima—, pero una rubia sumamente atractiva acaba de hacerme rehén.
—Sin metáforas, por favor —contestó Jefferson—. Si quieres tirártela, sólo hazlo. No nos presumas.
—¡Es en serio! —insistió Kennedy— ¡Ahora mismo me apunta a la frente con mi propia pistola!
Ron no entendía qué pasaba. Pero él sabía que Kennedy no se amedrentaba tan fácil. Llevaban años juntos en la agencia. Si se oía asustado, de seguro la amenaza era real.
—Pon a esa mujer al habla —dijo Ron serio.
Kennedy debió haberse sacado la máscara en ese instante, pues el intercomunicador hizo un ruido similar al del papel cuando lo arrugaban. Quizá lo provocó su cabello al rozar el micrófono interior.
—¿Eres el Agente Lincoln? —dijo después una voz femenina en el auricular.
—Sí —respondió Ron—. ¿Quién carajos eres tú?
—Algunos me llaman Lucero del Alba, otros Regina...
—Ve al grano y dime qué quieres.
—Exijo que me lleves con tus líderes ahora mismo.
—Jódete. No lo haremos aunque...
Los disparos de nueve milímetros resonaron en el auricular como bombas. Según las detonaciones que Ron alcanzó a contar, la mujer debió vaciar el cargador del arma en la cabeza de Kennedy. Tragó grueso. Jamás imaginó que su insolencia le costaría la vida a un compañero.
—Tú elijes —dijo ella—: me llevas voluntariamente o quieres que vaya a por ustedes.
Ron hizo señas a Jefferson para que saliera a buscarla. Y éste corrió hacia afuera. Luego, cambió la frecuencia de su máscara de Abraham Lincoln. Pero, antes de pedir refuerzos a la central, intentarían aprehender a esa tipa.
—James —llamó por el intercomunicador—, ¿estás vivo?
—Y coleando —completó su compañero—. Acabo de oír disparos.
—Bien. Ve a la última posición de Kennedy y liquida a la mujer rubia que acaba de asesinarlo.
Hubo un silencio repentino en la línea. Casi podía percibirse cómo la brisa nocturna acariciaba el micrófono en la máscara de su otro compañero.
—¿James?
—Lincoln... Ella está frente a mí.
Ron Gillespie, el Agente Lincoln, apretó los ojos y se estremeció al oír en el intercomunicador cada detonación tras las últimas palabras del Agente Tony James.
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