06: Home is where the heart is.
Teniendo en cuenta que ni la clienta ni su abogada se encontraban en las mejores condiciones, la reunión fue cancelada y pospuesta para otro momento.
En cuanto Carmen logró alcanzar la calma, además de Avery haberle ofrecido una botella de agua junto a unos kleenex con los que eliminó la visibilidad de los rastros de su dolor, Lydia le comentó que podían contactar a un Uber. La joven mujer ecuatoriana, sin embargo, partió de la oficina en el vehículo en el que había venido: el suyo propio.
El servicio legal Kirkpatrick abría a las ocho y media de la mañana y cerraba a las cuatro y quince de la tarde, pero ese día, Lydia decidió dar los quehaceres laborales por finalizados antes de lo acostumbrado.
Avery no se molestó en cuestionar nada de lo sucedido. Sobraría. El cansancio en el rostro de su jefa era mayor que cuando llegó hacía horas atrás, y fuera lo que fuera lo dicho dentro de su despacho, Lydia no podría hablarlo ni siquiera con su familiar más cercano: había un acuerdo de confidencialidad de por medio. Se sentía mal por ella.
«¿Le puedo dar un abrazo?», le preguntó Avery a Lydia a la hora de despedirse, cosa que la tomó desprevenida. A pesar de que su secretaria la llamaba licenciada Kirkie, y de que se habían hecho favores fuera del trabajo, no tenían una relación personal. Aún se trataban de usted y no conocían nada sobre la vida de la otra.
No obstante, eso no la detuvo al aceptar con timidez.
Los abrazos no fueron su fuerte durante su juventud, pero ahora que no los recibía ni los obsequiaba tanto, reconocía el tesoro en ellos. Qué ironía.
Luego de desearle un buen fin de semana a Avery, Lydia se montó en su Tacoma del año dos mil dieciséis, colocó su bolso en el asiento a su lado derecho y encendió el motor. Esperó a que se calentara y arrancó, habiendo bajado el volumen de la radio para quedar ella y su voz interior a solas. El silencio podía ser terapéutico, y el aire acondicionado, el cual no se diferenciaba mucho de la temperatura baja que les había dejado el clima lluvioso, lo secundaba.
Cuando se encontró a cinco minutos de la casa de su mamá, a quien visitaba siempre que salía del trabajo y con quien incluso se quedaba a dormir a veces, una llamada telefónica se escabulló por el Bluetooth de su auto; y al leer el nombre de su sobrina en la pantalla, contestó en menos de un segundo.
—¡Christine!
—¡Tía Lyd! —Su tierna voz sonó como si estuviera sentada a su lado, o detrás de ella, gracias a las bocinas.
Tras terminar de saludarse, ambas chillaron con euforia y compartieron una risa.
—Dios te bendiga, mi amor. ¿Cómo están? ¿Siguen en esa misión rara?
El pasado siete de septiembre, las Kirkpatrick llamaron a Emily para felicitarla por su cumpleaños número cincuenta, pero no consiguieron decirse nada más porque «estaba ocupada». Lydia procuró confrontarla en cuanto tuviera la oportunidad.
—¡Ay, menos mal que no! —La adolescente no se molestó en ocultar su fastidio ni en sus palabras ni en su timbre—. Ni siquiera celebramos bien el cumpleaños de mamá. Peeero, podemos compensarlo.
La imagen de la adolescente sonriendo y mordiéndose el labio inferior con la emoción de la expectación se produjo con claridad en la mente de Lydia. Conocía demasiado bien los gestos que frecuentaba, no solo como buena tía, sino también porque una joven Emily se reflejaba a través de ella.
—¿Sí? ¿Qué tienen en mente?
—¿Estarás libre hoy en la noche?
Era muy rara la vez que Lydia se llevaba el caso de un cliente a casa, pues se consideraba fiel creyente de que la noche era la recompensa de un día ocupado. No obstante, incluso si no la tuviera libre, hallaría la manera de dedicarle tiempo a su familia; así fuera por un minuto.
—Así es.
—Perfecto. Wade y yo veremos qué películas y tandas hay en el cine de El Valle.
El rostro de la licenciada se contrajo en confusión.
—¿En el...? —Optó por callarse. No estaba segura de haber escuchado, entendido, bien—. ¿Vienen para acá?
—Viviremos acá, tía Lyd. —Se unió Wade a la conversación. Lydia jadeó con impresión y frenó de golpe, mas un claxon detrás de ella la hizo avanzar de nuevo. No tuvo tiempo de soltar un «¡lo siento!» al aire, porque su sobrino intervino con un grito que la ensordeció; al parecer se había pegado demasiado al teléfono—: ¡Tú y abuela Esther tienen que acompañarnos!
—¡Será una sorpresa para mamá! —añadió la hermana mayor del adolescente.
La tía de los chicos se vio en la inevitabilidad de reír entonces, regocijada ante la noticia del regreso permanente de los Gardner-Richter y el plan de cumpleaños. Lydia esperaba que, donde fuera que se encontrara Emily en ese momento, no los estuviera escuchando.
—Chicos, no he tenido muy buenos días y esto me ha alegrado el año entero. ¡Abuela Esther se va a volver loca cuando se lo cuente!
Wade y Christine acordaron enviarle la película elegida y su horario por mensaje de texto en unos minutos, y Lydia se despidió de ellos diciéndoles que los amaba y que los veía pronto.
La mujer se estacionó frente a su vieja casa y a través del cristal miró el pórtico con nostalgia. Su papá, Abraham, solía esperarla ahí.
Descendió de la Tacoma, y mientras caminaba hacia la entrada, encendió la alarma de seguridad pulsando el botón de sus llaves que mostraba un candado cerrado. Antes de tocar la puerta con sus nudillos, Lydia quiso comprobar algo primero: con suspenso, llevó la mano al picaporte y lo giró un poco.
Abierto. Después de tantos regaños.
Suspiró con pesadez, y tras ingresar y bloquear el acceso, reemplazó sus tacones por las sandalias planas que siempre se encontraban debajo del perchero colgado en la pared. Movió los dedos de los pies con libertad y sonrió para sí.
Arrojó su layard de corazones —unos de color blanco y otros de rojo— junto a su teléfono a un mueble con toda la confianza del mundo y se acercó a la mesa de centro en la sala, donde reposaba una foto enmarcada de Abraham Kirkpatrick, para besarse la yema de un dedo y tocarle el rostro con ella.
Tenía esa costumbre incluso en su despacho. Era el único saludo que les quedaba.
Su nariz captó un olor dulzón en el ambiente y sus oídos distinguieron el ruido de utensilios de cristal, metal o plástico y el correr del agua. Esther, además de estar horneando y lavando los platos, no se había percatado de que su hija había llegado.
Lydia, con una idea maliciosa en mente, fue hasta la cocina con el mayor sigilo posible y apoyó su hombro derecho en la puerta del refrigerador. Su madre le daba la espalda.
—Hola, má.
Esther brincó del susto, a tal nivel que el bowl que limpiaba cayó en el lavadero, y se volteó hacia ella con ojos alertas y boca entreabierta.
—¡Lydia Kirkpatrick! —chilló. La susodicha apretaba los labios para no reírse demasiado—. Eso pudo haberme dado un ataque al corazón.
—¿Ves lo que ocurre cuando dejas la puerta abierta? —trajo Lydia a colación, ahora con expresión seria. La señora de cabello corto y canoso regresó a su labor, negando con la cabeza por la broma de mal gusto—. Se meten a la casa.
—Tú eres mi hija.
—Pero podría llegar el día en que sea un ladrón, o un asesino, o un abusador sexual.
—Este vecindario es tranquilo.
—No lo ha sido todo el tiempo. Al señor Rivera...
—Lydia. —Esther tomó un paño que estaba encima del grifo, y a medida que volvía a encararla, se secó las manos. Tenía las cejas alzadas—. ¿Estás en mi casa o en el tribunal?
Lydia, por más preparación académica y años de experiencia laboral que tuviera, no era capaz de ganarle a su mamá en una discusión. Fue por ello que una sonrisa victoriosa cobró forma en el rostro de Esther.
—Tengo razones de más para dejar la puerta abierta. Para ti; para no sentirme encerrada en mi propia casa; porque se me olvida ponerle seguro. —Colocó el paño en la barra a su derecha—. Si alguna vez estuviera en una situación de peligro que no me correspondiera, lo sabría.
La abogada no necesitó que le explicara a qué se refería. Esther Kirkpatrick era una mujer de Dios, y por ende, muy guiada por su Espíritu.
—Ahora bien, ¿en dónde está mi abrazo?
Lydia rodó los ojos, pero sonriendo. Ambas extendieron los brazos a los costados y la hija se acercó a la madre para abrazarla. La paz que colmó su alma fue manifestada a través de un extenso suspiro. Esther, habiéndose percatado de ello, le acarició la espalda.
—Mi niña, ¿te encuentras bien? —se atrevió a preguntar la dueña de la casa en cuanto se separaron.
Ayer la había notado tensa, pero no comentó nada, pues desde jovencita, Lydia a veces necesitaba su espacio. Sin embargo, hoy incluso había venido más temprano.
Lydia, bajo la intensidad del contacto visual, supo que no podría ocultárselo más; al menos, no todo. Apoyó su espalda baja en el borde de la barra, se cruzó de brazos y bajó la mirada por un momento.
—Ayer vi a Johnny.
Esther parpadeó en respuesta.
Cuando pensó y pensó en qué podría estar sucediéndole a su hija, su primer exnovio fue el menor de las posibilidades. Ni siquiera se le pasó por la cabeza. Su solo nombre le trajo recuerdos de Lydia ahogada en llantos.
—¿En dónde? ¿Te dijo algo?
—En una gasolinera. Nos miramos más de lo que hablamos. —Se había memorizado hasta las ubicaciones de las arrugas en su rostro, y aún era capaz de sentir el sudor de él en los centavos que se le habían caído al suelo—. No entiendo por qué tuvo que aparecer ahora —farfulló, casi para sí.
—No tiene que significar nada, Lydia. Solo se vieron.
Y si aceptaba el caso de Carmen, además de que se verían más seguido, serían oponentes. Pero su madre no lo sabía.
—Ja. Solo nos vimos y siento que estoy perdiendo la cabeza.
Esther se recostó a su lado.
—Me parece una reacción bastante razonable. —Levantó los hombros, observando el horno encendido frente a ellas—. Cuando queremos a alguien, nos marca por el resto de nuestras vidas. —Sus ojos azul grisáceo se enfocaron en Lydia—. El pasado no se borra, ni siquiera con el paso de los años; solo se hace las paces con él.
Después de todo, era el pasado lo que formaba al ser humano y lo que lo llevaba a un mejor futuro.
La licenciada ladeó la cabeza, reflexionando en un breve mutismo. Su madre había dado justo en el clavo.
—Sí, supongo. No ayuda que haya envejecido bien, en lo absoluto —dijo. Los golpes en su cara no habían logrado opacar su atractivo ese día. Nunca, posiblemente—. Entre la voz y la barba, está más varonil que nunca... —No pudo evitar alzar las comisuras de los labios en una sonrisa pequeña, devolviéndole la mirada a su mamá—. Pero tiene poquito pelo.
Esther jadeó con sorpresa y se puso una mano en el pecho.
—No te creo. Ese niño tenía más pelo que tú, y eras la chica.
La risa de su hija fue música para sus oídos. Lydia la abrazó por los hombros y con su mano libre agarró las de Esther, que aunque arrugadas y con venas sobresalientes por su avanzada edad, transmitían la misma calidez de siempre. Pegó su sien a la de su mamá y se zambulleron en las aguas de la gratitud.
Esther Kirkpatrick la había ayudado a validar lo que andaba sintiendo. Como una mujer de cincuenta años hecha y derecha, no estaba orgullosa de la inestabilidad de sus pensamientos y emociones, mas debía darse crédito: incluso en sus peores momentos, y en tan poco tiempo, amó a Johnny Lawrence.
Era su sueño. Uno que no llegó a cumplirse en el pasado... y uno que tampoco se cumpliría en el presente. Debía hacer las paces con aquello que había estado dormido.
En medio del silencio, el pitido de su Apple Watch sonó con la notificación de un mensaje. Atrajo su muñeca a su cara y leyó la tanda de cine que Christine le había enviado: Citizen Kane a las siete de la noche. Mamá Kirkpatrick amaba esa vieja película por la realidad cruda sobre crecer que representaba.
—Casi se me olvida. —Despegó su cabeza de la de Esther para poder mirarla—. Adivina quiénes vivirán en El Valle.
—Eh... —Iba a contestar que no tenía idea, pero recordó qué era lo que horneaba y una bombilla se encendió en su mente—. No me digas que...
—¿Emily y los chicos? Sip.
Esther profirió un grito de alegría.
—Esta mañana me desperté con ganas de hacer galletas de chispas de chocolate, cupcakes de limón y tartas de frutos rojos. ¡Ahora entiendo por qué! ¡Son sus dulces favoritos! ¡Qué maravilloso es el Señor! —Unió sus manos en un solo puño y se lo llevó al corazón. La energía de la madre regó la flor de una sonrisa cariñosa en la hija. Parecía ser joven otra vez—. ¿Me puedes pintar las uñas cuando todo esto esté listo? Quiero verme bonita para ellos.
—Lo pides justo a tiempo, má. Los veremos en unas horas.
—¡Ahí está su coche!
Su mamá señalaba hacia su derecha con el dedo índice, y en efecto, era la destacable Suburban de Emily Richter.
La luz del atardecer le daba vida no solo a su color gris, sino también a dos stickers pegados en las esquinas inferiores del cristal de atrás. Uno de ellos era de Taylor Swift: decía «Sweeter Than Fiction» debajo de la artista musical, el título de una canción que a Christine le encantaba, y el otro era de Toad, el personaje favorito de Wade en la franquicia de Super Mario Bros.
A su lado izquierdo había un estacionamiento libre, así que fue ahí donde Lydia se estacionó. Todo parecía caer en su lugar, tal y como una obra divina.
Después de guardar los dulces en tuppers, darle una limpieza completa a la cocina —Lydia insistiendo en hacerlo sola para que Esther descansara—, ir de lleno a la sesión de uñas —siendo el celeste el color ganador— y tomarse un baño, ambas Kirkpatrick pararon en la farmacia Walgreens para comprarle un regalo de cumpleaños a Emily: una canasta con un oso de peluche siendo rodeado por flores artificiales y sosteniendo un perfume junto a una tarjeta entre sus patitas delanteras. Venían globos incluidos. Sin embargo, teniendo en consideración que se encontrarían en un cine, por el momento solo le entregarían un globo y la tarjeta de felicitación.
Mientras más se aproximaban a la entrada, mayores eran los latidos de alegría en el corazón de Lydia. Al ingresar y localizarlos con facilidad en la fila de la comida, además de los vellos en su piel erizarse, tuvo que aguantarse un chillido.
Emily contemplaba los monitores de la cartelera, Christine movía una pierna y Wade se mordía las uñas de una mano. Aunque ninguno de los tres había notado la presencia de las mujeres, había algo que los diferenciaba: la madre no las esperaba y los hijos sí.
Lydia y Esther intercambiaron una mirada y sonrieron con complicidad. Sin importarle en lo absoluto que hubiera gente a su alrededor, la abogada, tras aclararse la garganta, alzó la voz y habló:
—Disculpen, ¿han visto a una agente inmobilaria superestrella y a sus preciosos hijos por aquí?
La agente inmobilaria lanzó un pequeño grito emoción al escucharla, a tal nivel que una de las empleadas en el mostrador de comida se asustó. No obstante, al ver a sus sobrinos cuchichear, se rió de la situación.
Emily levantó una mano en cuanto se volteó.
—¡Ay, soy yo!
Las risas de Lydia y Esther sonaron al unísono en respuesta, y en el proceso, Lydia se percató de que el rostro triste de su mejor amiga, ese que había visto en las videollamadas últimamente, estaba más deslumbrante que nunca.
—¡Sorpresa! —exclamó esta vez Esther.
Esa fue la luz verde para todos los miembros de la familia. Los hermanos Gardner-Richter corrieron hacia las Kirkpatrick con su madre detrás de ellos al mismo tiempo que Lydia y Esther aligeraban el paso en su dirección.
Cuando los chicos se le arrojaron encima a su tía, Lydia sintió lágrimas en sus ojos, pero se esforzó por no derramarlas. Estaban ahí, con ella, en sus brazos. Besó las dos cabezas y procedió a saludar a Emily con un abrazo que duró tanto como el anterior.
Ya habiendo finalizado con los gestos de afecto, Christine volvió a aferrarse a su tía y se mantuvo en su posición. Wade se quitó su gorra de béisbol y se la puso a su abuela, a quien también envolvió. Lydia y Esther, entonces, le extendieron el globo y la tarjeta a la cumpleañera.
—¡Feliz cumpleaños, Emily Hannah! —dijo Lydia. Estaba sonriendo tanto que las comisuras de los labios le temblaban—. El resto está en mi carro.
—Muchas gracias por el detalle. A las dos. Y a ustedes también.
Lydia creía imposible que pudiera engrandecer su sonrisa ante la ternura en su mirada y la gratitud en sus palabras, pero fue justo lo que ocurrió.
Observó cómo Emily llevaba su mano al interior de su bolso y se sorprendió al reconocer el diseño de una boina francesa.
Para ella.
—¡Oh, vamos! —Aunque había fingido indignación, su sonrisa permaneció intacta. Asimismo, sintió la risa de su sobrina vibrando contra su propio cuerpo—. Esta noche te pertenece a ti, Emily.
—Ay, póntela, tía Lyd —siguió el juego Wade. Esther lo apoyó con un «¡sí!».
La susodicha negó con la cabeza, divertida, para luego agarrar el sombrero de color negro y apreciar su belleza. Se lo acomodó en la cima de su cabello cobrizo con la ayuda de Christine y, una vez lista, miró a toda su familia.
—¿Qué tal?
Emily sacudió las palmas de sus manos para animarla. Dejar de sonreír también se había convertido en una tarea difícil para ella. El sonido de su silbido, sensual, hizo no solo que Lydia se ruborizara, sino también que se cubriera el rostro con vergüenza; pero solo por un segundo.
Colocó una pierna delante de la otra y una mano sobre su cintura, sujetando el borde de la boina con la otra. Emily manoteó para que le prestara atención y replicara su mueca: boca de pez. Lydia obedeció, pero no por mucho tiempo, porque tanto las mejillas absorbidas como su pose de modelo comenzaron a incomodarla.
Ambas explotaron a reír y Esther, Christine y Wade las acompañaron.
—¿Recuerdas que siempre lo hacíamos en la secundaria? Nuestra boca se quedaba con un dolor increíble. Mamá nos regañaba. —Señaló a Esther, quien volvió a asentir.
—Ustedes dos eran demasiado ocurrentes cuando se juntaban.
—Me hubiera gustado conocerlas en la secundaria —comentó Christine, contemplándolas con amor. Tenía la cabeza ladeada, los brazos cruzados y una sonrisa.
Lydia volvió a reír, pero con menos entusiasmo, y por naturaleza, estableció contacto visual con Emily. La secundaria era un tema en el que no deseaba pensar ahora que se encontraba dentro de la comodidad de su familia.
La agente inmobilaria carraspeó, le dio un vistazo al reloj en su muñeca izquierda y agitó los brazos.
—Bueno, ¿qué película vamos a ver?
Los hermanos Gardner-Richter se miraron con incredulidad.
—Mamá, ya compramos las taquillas para Citizen Kane —obvió su hijo menor, y Lydia trató de ocultar la burla en su sonrisa. Su mejor amiga nunca aprendió a ser discreta.
—Yo compré la mía y la de mamá en línea. Las voy a imprimir.
Apenas se giró, su sobrina le regaló una nueva razón para sonreír al rugir lo siguiente: —¡Iré contigo!
—¿Ahora cómo me voy a deshacer de ti? —molestó Lydia, caminando hacia las máquinas. A su lado, Christine abrió la boca y jadeó ofendida.
—¡Tía Lydia! Eso fue cruel.
La susodicha rodeó el cuello de la chica con un brazo y la atrajo aun más a ella. Christine se quejó al quedar apretada.
—Nah. Si a tu mamá se le ocurre irse otra vez, los voy a secuestrar.
Sintió que alguien a sus espaldas la estaba mirando, mas supuso que se trataba de Esther, Emily o Wade.
—No sería necesario. —Se despegó un poco con tal de conectar miradas—. Estaba triste por dejar Londres, pero estar aquí, contigo y con la abue, es más de lo que pude haber pedido.
El corazón de Lydia se derritió y en su garganta un nudo cobró forma.
—Eres tan hermosa, Christine Gardner —le dijo, dándole un beso tan grande en la mejilla que pareció retumbar en el cine entero. La adolescente se rió entre feliz y pasmada, pretendiendo limpiarse la baba de su tía.
Cuando llegaron a la primera máquina a la vista, extrajo su teléfono de su bolso de cadera y buscó el correo electrónico que tenía el código de sus taquillas hasta hallarlo. Estiró el dispositivo hacia Christine y le pidió que se lo dictara para ella registrarlo en la pantalla sin mucho lío.
Recogieron las taquillas impresas y emprendieron marcha de regreso a su familia con las manos entrelazadas. De igual manera, Wade, Esther y Emily habían comenzado a dirigirse a la fila de la comida, las últimas dos en medio de una charla desconocida para Lydia.
Justo en ese momento, su mamá, desde cierta distancia, volteó la cabeza para atrás. Los dos pares de ojos se encontraron y sus labios sonrieron por un momento que se vio interrumpido por la continuación de su conversación con su otra hija.
La señora Kirkpatrick, en cuanto Lydia las alcanzó, le agarró una mano a ella y a Emily para zigzaguear juntas por la zona libre de la recepción hasta llegar a la cola de la fila. Christine y Wade, quienes ya se habían adelantado, se reían de ellas.
—Ahora nos faltan las palomitas. Y también los dulces, porque necesito dulces —dijo Christine.
—Yo me encargo de los dulces y tu mamá de la comida. Emily, pídenos nachos con queso y Coca-Cola de dieta a mamá y a mí.
En esta ocasión, Christine quiso compartir con su abuela y madre, quienes se encontraban primero que Lydia en la fila; no sin antes solicitarle a su tía que le comprara un Twix y un Kinder Bueno. La abogada tomó a Wade de un brazo y lo jaló para que estuviera con ella.
—Tú eres más arisco —explicó como si nada, pues la mirada de su sobrino expresaba desconcierto—. ¿Qué quieres de dulces?
—Hershey's con almendras y Snickers.
Lydia asintió, y tras un instante de silencio, habló de nuevo: —¿Cómo has estado, cielo?
—¿Cómo has estado tú? —evitó el rumbo de la conversación con éxito, notó Lydia—. Nos dijiste que no estabas teniendo los mejores días.
Intentó no perder la compostura. ¿Por qué tenía que mencionarlo?
—Cosas de adultos y del pasado. Nada de qué preocuparse.
—¿Es por un hombre? —preguntó. Su tía llevó sus ojos de vuelta a él de inmediato—. Casi siempre es por un hombre —se respondió a sí mismo, observando a Emily empezando a ser atendida por una chica rubia.
Lydia comprendió, entonces, que se refería a su propio padre. No supo descifrar si lo dijo con rencor o dolor, porque su rostro era un vacío de emociones.
Quiso abrazarlo por la espalda y situar su mentón en su cabeza, pero Wade ya no era un niño. Había superado su estatura. Por lo tanto, se limitó a acariciársela con cariño y empatía.
—El matrimonio y el divorcio de tus papás, todo lo que haya pasado entre ellos, no son cargas que te pertenecen.
—Soy su hijo —contestó, y a Lydia se le estrujó el pecho. Claro que un hijo sufriría el padecimiento de sus padres y anhelaría que las cosas fueran distintas.
El matrimonio de Abraham y Esther fue hermoso. Tuvieron sus altas y bajas como cualquier otro, incluso con Cristo como el centro y sustento de su casa —según ellos, era Él quien los hacía victoriosos al final de cada batalla—, pero fue uno que le hubiera gustado tener. Ella no entendería por completo lo que estaban pasando Wade y Christine. No exactamente.
—Abuela Esther me dijo hoy que el pasado no se borraba; solo se hacía las paces con él. ¿Lo intentamos juntos?
Lydia sonrió cuando él lo hizo. Esta vez, fue Wade el que la abrazó por la espalda y puso su mentón sobre su boina francesa. La mujer se sostuvo de sus brazos y se acurrucó en su pecho, cerrando los ojos con sosiego.
Segundos después, fue su turno para acercarse al mostrador. Lydia, además de pedir los chocolates de los chicos y añadir tres paquetes de Skittles para ella, Esther y Emily, se percató de que en la etiqueta de nombre de la empleada decía «M. Whitemore».
Whitemore. Ese era el apellido de Brandon, Cobra y viejo amigo de Johnny. Al igual que Brandon, era rubia de ojos azules.
¿Sería... su hija?
—¿Tía? —intervino Wade, despertándola de su ensimismamiento. Whitemore la miraba con una sonrisa incómoda.
Lydia, sin saber por qué le había dado tanta importancia, se rió con nerviosismo y se disculpó. Fue así como la empleada logró entregar los dulces y ella el dinero.
—Christine, ven. No te voy a llevar tus chocolates —molestó su sobrino. Lydia le envió una mirada de advertencia.
Christine, desde la mesa en la que ella, Emily y Esther estaban sentadas, corrió hacia ellos y soltó el globo de su mamá por accidente.
Por instinto, Wade y Whitemore trataron de alcanzarlo estirando los brazos o saltando, pero no estuvieron lo suficientemente cerca del globo. Sin más opciones a las que recurrir, todos, el resto de los clientes en fila incluidos, siguieron el rumbo del globo hasta el techo en silencio.
—Oops —terminó diciendo Christine, mirando ahora a la empleada rubia—. No nos van a sacar de aquí, ¿verdad?
Whitemore respondió un «no» verbal mientras reía, contagiando a la familia; a excepción de Wade, quien, decepcionado, negaba con la cabeza hacia su hermana mayor.
—Hemos comido demasiada porquería hoy —comentó Esther, con semblante traumatizado. Lydia se rió—. Los dulces que les hice tendrán que esperar hasta mañana.
Luego de que la película culminara, la familia hizo una parada en el Domino's del West Valley Mall para comer pizza, donde Esther les propuso que se quedaran a dormir en su casa. Todos juntos en un mismo espacio. No quería dejarlos ir tan rápido.
Ahora las Kirkpatrick se encontraban en el viejo dormitorio de Lydia, el cual solo se utilizaba para hospitalidad de aquellos que necesitaran de ella en la actualidad. Mientras Lydia sacaba colchas, sábanas y almohadas, Esther se encargaba tanto de las tres mudas de ropa como de los cepillos de dientes, ya que los invitados no se habían traído nada. Emily, Christine y Wade las esperaban en la sala.
—No seas aguafiestas. Los dulces serán el postre.
—Si les da dolor de barriga, tú serás quien los atenderá —advirtió su mamá, entre seria y divertida. Esperaba en Dios que no sintieran malestar en una noche tan hermosa como esa.
Por otra parte, Lydia aceptó el reto con una sonrisa acompañada por un encogimiento de hombros. Tenían derecho a un día de «gustitos».
Echaron los artículos en una amplia caja de cartón y Lydia la arrastró hasta el pasillo. Antes de apagar la luz y cerrar la puerta, se tomó un momento para contemplar la habitación y recordar lo que alguna vez fue.
El color rosa de las paredes era lo único que había permanecido igual.
Suspiró y volvió a arrastrar la caja, pero en esta ocasión hacia la sala, con Esther en la delantera. A medida que se acercaban, la voz de Christine adquiría mayor claridad:
—En fin, no puedo evitar pensar en las pijamadas que hacían aquí. Seguro que te divertías y eras muy feliz. ¿Cierto, mamá?
Su tía sonrió con malicia, decidiendo dejar la caja en el centro —los Gardner-Richter le habían hecho el favor de mover la mesa— para acomodar lo que sería su pijamada familiar después. Ni siquiera tenía sueño aún, y le adjudicaba la responsabilidad a la adrenalina del cine.
—En una de nuestras últimas pijamadas lloró como bebé —aportó, apoyando su cadera en el reposabrazos del mueble en el que Esther se había sentado—. Fue el día de mi graduación de secundaria.
—No pude evitarlo —expresó Emily, quien lucía relajada, mas el ligero temblor detrás de sus palabras la traicionaron—. Habíamos pasado tantas cosas desde que nos conocimos hasta ese momento. Y mi hermana me dejaba y por fin se iba a la universidad de sus sueños. Imposible no llorar, Lyds.
Mientras Esther y los chicos susurraron un «aw», Lydia se llevó una mano al corazón y caminó hacia su hermana pequeña. Tomó asiento a su lado, acurrucó la cabeza sobre su regazo con total confianza y Emily inclinó la suya. Ante el contacto, ambas cerraron los ojos.
Fue ahí cuando Esther pareció ver a dos niñas otra vez.
—¡Qué hermosa foto! —dijo Christine tras fotografiarlas con su teléfono—. Cuando la tenga impresa en una polaroid, la colocaré en casa y en todos lados.
—Espero que en todos lados esté incluida mi casa —habló la señora Kirkpatrick, formando comillas con los dedos al mencionar la frase «en todos lados». Sus hijas se rieron—. Tengo guardado su viejo álbum de amistad. Podemos ponerla ahí también.
—Creo que ahora es el momento perfecto para viajar entre fotos —opinó Lydia, levantando la cabeza hacia sus sobrinos, pero todavía sin separarse de Emily—. ¿Les parece si lo hacemos mientras comemos galletas de chispas de chocolate, cupcakes de limón y tartas de frutos rojos?
Christine y Wade intercambiaron una mirada de sorpresa para luego dirigirla a su madre, y por último, a Esther.
—¡¿Nos hiciste nuestros dulces favoritos?! —bramó el único chico allí, con los ojos tan abiertos en júbilo que las mujeres se quedaron perplejas.
Esther asintió con una sonrisa. Los hijos de Emily se miraron entre sí de nuevo y movieron la cabeza en un acuerdo desconocido para las mujeres adultas.
Corrieron hasta el encuentro de su abuela y la envolvieron en un abrazo, tan grande y fuerte que Emily temió por su cuerpo envejecido. En cuanto Esther notó las intenciones de Emily, alzó una mano para frenarla. Lydia se limitaba a reír en silencio desde la cocina, a donde se había ido en busca de los dulces.
—Muchas gracias, abuela Esther —le agradeció Christine, dándole un beso en la mejilla. Lydia le entregó una galleta a ella, un cupcake a Wade y una tarta a Emily.
—Eres la mejor, abuela. Gracias, gracias —balbuceó Wade debido a su boca llena. Volvió a mirar a Esther cuando terminó de ingerir su postre, y con victoria en su rostro, declaró—: Este es el mejor cupcake de limón de todos.
En medio de las risas de ternura y gracia, la abogada observó a cada miembro de su familia con detenimiento. Pensó en cuánto los amaba, en el bien que le hacían, y sonrió para sí.
Lydia Kirkpatrick estaba en su hogar.
N/A
HOLAAA HERMOSAS MÍAS
Por favor, recuerden leer Sweeter Than Fiction (de Daniel... y Miguel 🤫) y Jet Black Heart (de Hawk), escritas por freaklowden, para conocer y entender más a fondo el lore de Emily, Chris, Wade y los Whitemore y deleitarse!!! 🙂↕️ Open your Heart no sería lo que es sin ella y sus personajes, historias y aportaciones 🩷
EMILY Y YO CUMPLIMOS AÑOS HOY :') es un honor y gozo para mí compartir cumpleaños con mi bebé
El próximo capítulo será narrado por Johnny, así que a Lydia no le va a durar mucho la felicidad 😝😜🤪
Espero que este les haya gustado tanto como a nosotras nos gustó escribirlo. Gracias por leer 🫶🏼
[TikToks: retrokirkhan, astronomiceve & tothisdayduo
Spotifys: retrokirkhan & Liz Kirkpatrick-Lawrence]
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top