Onírico
Echaba de menos hablar con las personas. Poder comunicarme con alguien. Que me viesen y me saludasen. Había abandonado esa esperanza hacía mucho tiempo.
A veces los niños advierten mi presencia y sonríen. Esa sonrisa me devuelve a la vida por un segundo. Los perros ladran. Los gatos sospechan.
Solía dedicar mis tardes a sentarme en este parque y a escribir en las hojas de este cuaderno. Mi único amigo.
Eso fue antes de conocerla. Se sentó en frente de mí. Sus ojos desprendían un cálido fulgor. Sacó una libreta y un bolígrafo de su bolso y comenzó a escribir.
Estaba completamente concentrada en el papel. Como si fuese hipnotizada por las letras que iba trazando.
El transcurso de los días no impidió que este acontecimiento se repitiera. Cada tarde, ella se sentaba en aquel banco, delante de mí y se entregaba de lleno a las páginas que conformaban aquel estimado cuaderno.
Un día, hechizado por su pasión y entusiasmo, no pude evitar dirigirme hacia ella y mirar su libreta: "...sentí la necesidad de dialogar por vez primera después de tanto tiempo", leí.
Tomé mi lápiz y me atreví a apuntar en aquellas hojas: "...pero las palabras traicionaron mi voluntad".
Ella giró la cabeza. Nuestros ojos se encontraron. Me hallé perdido en su mirada. Estaba seguro de que el mar se recogía en ese azul tan intenso.
Volvió a dirigir la mirada hacia el papel. "Quién eres?", escribió.
"No soy más que restos de sueños de las personas y de mí mismo. Espíritu para el aire y cenizas para la tierra. Convertido en compañero del olvido y en traidor de la memoria", confesé yo.
En aquel instante descuidé el hecho de no existir, así como la muerte se había olvidado de mi ser.
"¿Y cómo te llamas, ánima?", preguntó.
"No lo sé. Me olvidé de mi nombre el día en que dejé de florecer", contesté.
"Entonces, ¿puedo ponerte uno? De ahora en adelante eres Ángel. Me puedes llamar Alma".
"¿Qué escribes con tanto empeño todas las tardes, Alma?"
"Lo primero que viene a mi mente", afirmó.
"¿Puedes verme?".
"No, mas puedo sentir tu aura, protegiéndome desde el primer día".
"¿Puedo confiarte un secreto?".
"Cuantos desees", respondió.
"Cierra los ojos". La besé. "No lo compartas con nadie".
"¿De qué moriste?".
"No me acuerdo. Ocurrió hace muchos años".
Ella se echó a llorar. De repente, salió del parque.
No era capaz de comprender aquella reacción. ¿Había hecho algo mal? ¿Había cometido algún error?
Pasaban los días y me di cuenta de que estaba desapareciendo progresivamente. Tenía miedo. No quería desaparecer. No quería partir sin verla una última vez.
Se sucedieron así varias semanas. Regresé a la monotonía anterior. La realidad semejaba más melancólica que nunca.
Una vez acepté que ella no volvería jamás, apareció corriendo hacia el lugar donde yo estaba.
Tomó su preciado cuaderno y lo abrió por la mitad. Me enseñó lo que había sido grabado en aquella página: "El ángel sin nombre".
—¡Es tu historia! Incluí nuestras conversaciones. ¡De este modo permanecerás en la memoria de la gente! —exclamó con una sonrisa en sus labios.
Cuando terminó de hablar, me dio un fuerte abrazo. Reparé en que estaba a punto de desvanecerme por completo. Ella me dedicó unas últimas palabras antes de dejarla sola en aquel parque repleto de recuerdos:
—Gracias por haberme protegido desde el primer día hasta el último. ¡Sé libre!
En ese momento no sabía que no la volvería a ver hasta muchísimo tiempo después. Aparentaba un ángel volando en aquel cielo, de un azul tan intenso como el color de sus ojos.
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