Uno
Ya me cansé de decirles que esto no es vida
Hace dos años que espero encontrarme con vos
Muero con todas mis fuerzas y no puedo.
(Alba - No Te Va Gustar)
Despertó sobresaltado. El sol se negaba a salir esa mañana, y su televisor seguía encendido de la noche anterior. Se quedó inmóvil observando sin atención como los periodistas del noticiero matutino se reían de un mal chiste. Estaba volviendo a la realidad.
Nuevamente, todo había sido un sueño.
La mudanza no fue fácil, y a pesar de que ya habían pasado dos años, todavía se sentía nostálgico como si fuera su primer día en ese departamento. Se levantó sin ganas, acomodó su cama, apagó el televisor, y se puso su ropa de trabajo a pesar de que era domingo. Salió del pequeño departamento y cruzó el pasillo en dirección a la terraza de su edificio mientras encendía un cigarrillo.
Entre calada y calada, seguía preguntándose si había hecho lo correcto. La encrucijada de si pesaba más un sueldo dos veces mejor y un departamento más cómodo, o alejarse de la única mujer de la que se había enamorado, todavía le generaba escozor e incertidumbre.
Levantó la vista y observó el cementerio de Flores a lo lejos mientras arrojaba la colilla al piso, ya la juntaría después. Y es que así se sentía él. Muerto en vida. Solo por elección. Por cobarde. Por cagón. Y sobretodo, por impotente. ¿Qué podía hacer? Ella estaba enamorada, y no precisamente de él.
Había conocido a Alba cuando era portero en un edificio de Balvanera. Ella tenía un pequeño local de comidas caseras, que administraba solamente con dos empleados. Las comidas más ricas que su paladar había degustado fueron hechas con sus manos. Alba era multitarea, se la podía ver correteando por el local mientras ayudaba con las comandas, dirigía la cocina, y acomodaba sus deliciosos platos en el escaparate del mostrador con una precisión de chef internacional.
Al principio él ni la registraba, solamente no quería cocinar luego de limpiar y encerar hasta el último rincón del edificio. Iba, elegía un plato y se retiraba a comer en su departamento mientras miraba programas deportivos por el cable. Pero su rutina cambió una noche de junio.
Tormenta, frío, y una emergencia médica en el pulcro hall de su edificio. Un altercado de parejas que acabó con patrullas, una ambulancia, y su piso de porcelanato salpicado de sangre. No viene al caso cómo fue que el esposo engañado le descosió la cara a trompadas a su socio, lo que interesa es que él tuvo que sacar sus trapeadores y limpiar la escena del crimen. Y para cuando terminó de guardar sus artilugios de limpieza, faltaban quince minutos para el cierre del local de comidas al que era habitué.
No tenía tiempo de subir hasta el último piso por un abrigo y un paraguas, así que cruzó de un pique en diagonal hasta la esquina en cuanto el semáforo cambió a rojo. Media cuadra de trote en la que se empapó como si le hubieran vaciado un balde de agua helada sobre la cabeza. Entró y visualizó su cena, una deliciosa porción de pastel de papas. Se relamió inconscientemente hasta que vio que la señora que estaban atendiendo antes de él era quien se iba a llevar su cena. Cerró los ojos con frustración mientras suspiraba pesadamente y echaba la cabeza para atrás. ¿Y ahora qué iba a comer? Apenas quedaban guarniciones y alguna que otra empanada, de las cuales ya estaba harto. Se preparó mentalmente para llevárselas, sean del relleno que sean, cuando escuchó una melódica voz, digna de ser envidiada por cualquier locutora de radio.
—Querías pastel de papas, ¿no?
—Sí, pero ya fue... ¿Te quedó algo más además de esas empanadas? Perdón por la hora, es que...
—Sí, sí, lo sé... Sos el encargado del edificio de enfrente, ¿no? Manso quilombo se armó —rio al recordar mientras él asentía con la cabeza a su pregunta—. Ya no tengo nada más que lo que ves, pero puedo prepararte uno chiquito si querés. Estás cansado y estás temblando de frío, necesitás una comida suculenta y las empanadas no son la mejor opción.
Él se negó y ella insistió. Discutieron un poco, pero ella era tozuda, y aunque él se negara, ella igual ya sabía en dónde vivía él. Así que sin más, cerró el local y se dispuso a cocinar su última comanda del día. Él quiso esperar su cena, pero ella volvió a ser tajante.
—No, andá a tu casa y pegate un baño caliente. Yo cierro, te llevo la comida y me voy a casa.
—Okey... Decime cuánto es.
—Ahora no, después. Andá antes que te agarres una neumonía.
—Gracias... Nos vemos después.
Todavía no sentía nada más que gratitud por aquella joven que, sin ningún tipo de obligación, se ofreció a cocinarle una cena más decente que tres miserables empanadas. Colgó su empapado uniforme en el tender que arrastró desde la terraza hasta el pasillo que conducía a su departamento y se dirigió a la ducha. El onceavo piso era suyo, hasta allí ni siquiera llegaban los ascensores y los vecinos del edificio rara vez se acercaban a su departamento, mucho menos a esa hora. Podía permitirse la falta de glamour desvistiéndose en el pasillo.
Con la calefacción encendida al máximo y vestido con ropa cómoda se sentó a esperar su comida, el reloj marcaba las once y media y el temporal no tenía piedad. Se preocupó por la chica, los minutos pasaban y su portero eléctrico no sonaba. Estaba a punto de ir hasta el local cuando el irritante chirrido lo sobresaltó. Bajó con prisa, y al salir del ascensor se sintió culpable por algo que ni siquiera había hecho.
Ahora quien temblaba de frío y estaba empapada era ella. Sostenía firmemente con sus dos manos el paquete, y de su brazo colgaba el paraguas ya cerrado. Él se apresuró a abrirle, y la invitó a pasar al hall.
—Hola —saludó ella con un leve temblor en la voz mientras mostraba una amplia sonrisa.
—Hola... Estás empapada... No era necesario que te mojaras por mí, me hubieras llamado y cruzaba a buscarlo.
—¿Y cómo iba a llamarte? ¿Por telepatía? —rieron al unísono—. No te preocupes, es un poco de agua, no me voy a oxidar.
—Eso no fue lo que dijiste hace un rato...
Touché. Ella bajó la mirada para ocultar una sonrisa, y algo se movió dentro de él. Una extraña sensación, algo que nunca había sentido hablando con una mujer. Y se sentía bien.
—¿Por qué no subís un minuto y te doy una toalla para que te seques un poco? Y te llamo un taxi, dudo mucho que encuentres uno en la calle con este diluvio. O puedo bajarte una si te da miedo subir hasta mi departamento.
Ella lo dudó un momento, y sonrió. —No, no hay problema. Acepto la toalla y el taxi. Y si intentás hacer algo estúpido, grito y algún vecino me defenderá.
Volvieron a reír mientras él cerraba la puerta del edificio y ella entraba con modestia. Subieron en el ascensor con la mirada fija en el suelo de goma, ninguno se animaba a hablar. Y fue ella quien rompió el silencio cuando iban por el piso seis.
—Soy Alba.
—Paulo. Un gusto.
Llegaron al décimo y ella lo siguió el piso restante por la estrecha escalera. Él le quitó el paquete de las manos para dejarlo sobre la mesada.
—Si querés colgar la campera y el paraguas ahí... —indicó desde el interior de la vivienda—. Ya te llamo un taxi.
Alba le hizo caso, y luego se colocó en puntas de pie para observar la tormenta a través de la ventanita de la puerta que accede a la terraza, mientras se abrazaba a sí misma para darse calor. Paulo salía de su departamento a toda prisa, para darle la toalla calentita luego de apoyarla en el hogar de piedra a gas, pero se detuvo en seco al verla luchar con su baja estatura para poder visualizar hacia afuera. Se quedó petrificado al ver su espesa y mediana cabellera, un negro azabache que moría a la mitad del largo para convertirse en un blanco grisáceo. El desmechado en pico lucía como una estalactita, en honor al frío que azotaba la ciudad de Buenos Aires. Una imagen por demás peculiar que lo dejo petrificado a él, cual estatua de sal.
Sin dudas, Alba ya estaba empezando a despertar su curiosidad.
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