Sesenta

La multitud del fondo podría estar debatiendo mil locuras. Podrían estar proponiendo el atraco a un banco, mil y un maneras de recortar gastos, o contrariamente, despilfarrar en más adornos navideños para sobrecargar la recepción de rojo y verde. Nada importaba mientras Paulo probaba por primera vez en cinco años los labios de Alba, en un beso que, lejos de detenerse, cada vez cobraba más intensidad. Por momentos, tomaban un respiro mientras Paulo dejaba pequeños besos en sus labios, pero era demasiado el hambre que había pasado, y volvía a devorarle la boca. Pararon cuando la ropa empezaba a molestar, y no era ni el lugar ni el momento.

Y mucho menos, habiendo pasado más de un año sin hablarse.

—¿Estás bien? ¿Qué hacés acá? —Paulo atropellaba las preguntas sin soltar su rostro, mientras colocaba mechones de cabello tras sus orejas—. ¿Te hizo algo el hijo de puta de Raúl?

—¿Qué? —Alba estaba entre sorprendida por la reacción de Paulo, y agobiada por tantas preguntas que responder—. No, estoy bien. ¿No te enteraste? ¿No te contaron los chicos?

—¿Qué cosa? ¿Qué pasó? Corazón, no me asustes.

—Raúl está preso por narcotráfico, desde hace como una semana. ¿En serio no lo sabías?

En ese instante, recordó el mensaje que Luis le había enviado hace una hora. Tomó su teléfono, revisó el mensaje, y automáticamente comprendió a qué se refería. Y comenzó a reír, primero con una amplia sonrisa, luego risas, y finalmente estalló en una carcajada que retumbó en toda la recepción.

—No, no sabía nada —atinó a decir cuando se recompuso—. De seguro era eso lo que me quería contar el Porta recién y no le di bola.

—¿El Porta? ¿Quién es?

Y paró de reír. Alba lo había escuchado, y en esa oportunidad no tenía excusa para disculparse. Decidió que ya era hora de abrirse con ella, y contarle todo lo que sabía de Raúl.

—Es Luis, mi primo. En Misiones le decimos el Porta. Es una historia bastante larga, que debería contarte en algún momento.

Entonces fue cuando Alba recordó la conversación con Guido, todas esas respuestas que solo Paulo sabía, y su semblante se endureció.

—Bueno, este es el momento —expresó con determinación—. Un buen momento para que me expliques por qué me ocultaste que Raúl tenía esposa, o qué pasó en Misiones aquella vez que fue para allá.

—Sí... Necesito sacarme este peso de encima. Es hora de que sepas todo.

Paulo abrazó a Alba por los hombros, como temiendo a que la chica huyera antes de que él pudiera abrir su corazón, y explicar los motivos por los que le ocultó semejante información todos esos años. El ascensor hasta el último piso se hizo eterno, palió la espera besando dulcemente la cabeza de Alba, quien recibía la muestra de afecto cerrando los ojos al sentir el contacto de los labios de Paulo en su cabeza. Sus besos paliaban la rabia que acumuló con él desde la noche en que Guido le confesó todo, y se sintió tonta e ingenua.

Pero nuevamente, no era culpa de nadie. Era exclusivamente su culpa.

Al ingresar al departamento, su cabeza trajo el recuerdo de aquel domingo de la mudanza. Conocía a Paulo, sabía que era desordenado, así que se sorprendió al ver el departamento idéntico a cuando lo abandonó aquella tarde. Las veces que volvió a visitarlo, en ninguna oportunidad había subido hasta su piso. Los horarios apretados de Paulo solo le permitían charlas en la recepción, y quizás algún fin de semana subió, pero hasta la terraza. No pisaba ese departamento desde la tarde en la que se despidieron como vecinos.

Paulo apagó la televisión, ya no le importaba el encuentro entre Gimnasia y Central Córdoba. La vida le estaba regalando una oportunidad, y no debía desperdiciarla. Alba se acomodó en el sillón de cuero y Paulo se sentó junto a ella, cabizbajo, tratando de ver por dónde empezar a contarle. Concluyó, en que lo más sensato era contarle toda su historia, desde su pasado en Misiones y cómo decidió abandonar su pueblo. De su estadía en Buenos Aires tenía mucho más para decir, comenzó a contarle sobre Raúl y sus aprietes. Lo que pasó en Misiones, y la reacción de Raúl a la vuelta. No dejó nada sin decir. Hasta le contó cómo fue que se enamoró de ella, en qué momento exacto, y cómo y porqué decidió que lo mejor era callar su sentir.

—¿Por qué no me dijiste nada de todo esto? ¡Podríamos haber enfrentado todo estando juntos! ¿Por qué perdiste tanto tiempo? —Alba comenzó a llorar con rabia—. ¡¿Por qué te fuiste?! ¡¿Por qué te fuiste si me amabas?! ¡¿Por qué me dejaste en manos de ese enfermo!?

Alba comenzó a tirar puñetazos al pecho de Paulo, quien la tomó por las muñecas y la acunó en su pecho para calmarla. Pudo sentir la humedad del llanto desgarrador de la chica en su camisa azul marino, mientras él derramaba sus propias lágrimas. Era una tormenta que debían afrontar, si querían ver el sol en el horizonte.

—Lo hice para protegerte, corazón. Sos el amor de mi vida, y no me hubiera perdonado que él te lastimara, o me lastime a mí como castigo para vos. Me alejé con el corazón partido en mil pedazos —la voz de Paulo comenzaba a temblar—, porque sabía que, si estábamos destinados, en algún momento íbamos a tener la oportunidad. Esta oportunidad. Te amo, desde hace años, nunca pude dejar de amarte. Así me hubiera mudado a la luna, te hubiera seguido amando igual. Creo yo, que no hay nada más que hablar, ¿no?

Alba se desenredó del abrazo contenedor de Paulo, y lo admiró por primera vez como un hombre. Pero diferente a aquella tarde en la terraza, en donde se permitió el lujo de apreciarlo como tal, esa vez era distinto. Ahora era su hombre, ese que la había esperado paciente, al margen mientras era carcomido por sus sentimientos, resignado mientras respetaba su relación con Raúl. Un hombre que le decía cuánto la amaba solamente con sus ojos. Limpió las lágrimas que resbalaban del rostro de su amado con el pulgar, y lo besó sin prisas.

—Te amo, Pau. Y por favor, nunca más vuelvas a irte así, sin decir nada —susurró sobre sus labios mientras lo miraba a los ojos.

—Debería irme ahora mismo a la reunión de consorcio de abajo, pero se pueden ir todos a cagar en fila.

—Ah, ¿eso era una reunión de consorcio? Yo me mandé ahí entre la multitud, a ver si en una de esas te veía.

Paulo se petrificó. Elevó la vista unos centímetros y vio su vieja gorra en la cabeza de Alba, aquella que le había dado una tarde como garantía de que se iban a volver a ver. Recién en ese momento notaba la prenda en la cabeza de la chica, y comprendió que, para ella, esa prenda tenía el mismo significado que su camiseta de Crucero del Norte. La quitó suavemente y frente a él pudo ver que ahora el cabello de Alba era completamente plateado, algo más corto que cuando se frecuentaban. Y como si de una película se tratara, recordó el sueño que había tenido la noche anterior. Y los de las noches en Balvanera. Cada sueño encajó en una pieza perfecta, como si se tratara de un dejavú en capítulos.

El sueño del pasillo, la chica buscándolo. Todas ellas eran Alba. Era ese día, ese momento.

El momento en el que su amor verdadero logró salir de su mundo onírico.

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