Seis

—No entendí bien... —Comenzó a atar cabos sueltos—. ¿Se enamoraron antes o después de abrir el local?

—Fue una consecuencia. En realidad, empezamos a hablar cuando vino a hacer un reparación de urgencia a mi sala. A partir de ahí, cada vez que nos cruzábamos hablábamos, en una charla yo le dije que uno de mis sueños era abrir mi propio restaurante, algo chico, nada ostentoso. Más bien, familiar...

—Y fue ahí que él te ofreció el negocio.

—En realidad me dijo que tenía el local abandonado y que no sabía que hacer con él, le estaba costando alquilarlo, y bueno... Tenía ganas de abrir una casa de comidas caseras para que los que trabajan por la zona tengan donde comprar sus almuerzos, pero no tenía ni idea de cocina, ni tiempo, ni tanta plata para pagarle a los empleados. Así que invertimos juntos y bueno... Fue en ese ir y venir que nos enamoramos.

De nuevo no le creía una sola palabra, la gente enamorada adquiere un brillo en los ojos cuando habla de su pareja, y los ojos de Alba eran dos perlas metálicas. Frías e inexpresivas. Decidió indagar más.

—¿Es por eso que tienen casi dos locales en uno? Digo, porque al mediodía hay otros empleados, y la comida no tiene buena pinta.

—Esa fue la primera discusión que tuvimos —rio al recordar y luego mordió su alfajor helado—. Es que al final, los empleados los eligió él, quienes iban a ser mi ayudante de cocina y atención de mostrador. Cuando me los presentó parecían salidos de un penal, y... Me negué. Discutimos un poco, y fue ahí cuando decidimos dividir la economía del local —hizo comillas con sus dedos.

—Entiendo. Él atiende con sus empleados y vos con los tuyos.

—Exacto. Yo ya tenía prometidos los puestos, uno a Guido, el hermano de uno de mis alumnitos. El chico había terminado la secundaria y necesitaba trabajar para ayudar a sus padres. Y el que me ayuda en la cocina es Cristian, un amigo de Guido. De día es encargado en el Mc Donald's de acá nomás, así que si alguien sabe de comandas y apuros ese es él. También aspira a chef.

—Interesante... Ahora me cierra por qué ayer la comida del mediodía no me apetecía, la cocinaron dos presidiarios...

—No, tampoco para tanto. —Alba estalló a carcajadas—. Que yo sepa no son ex presos, parecen pero no... Me muero, ¡por Dios!

Alba reía con ganas, pero Paulo apenas podía sonreír, algo extraño había en ese local cada mediodía. Y si se ponía a pensar, el flujo de gente que acudía lo hacía en las noches, contrario a lo que planificaron al inaugurarlo.

Pero era irrisorio de solo pensarlo, ¿qué otra cosa podía haber? Despejó esos pensamientos intrincados y se dispuso a disfrutar de la compañía de Alba.

—¿Y vos? ¿Qué es de tu vida además de ser el encargado de este edificio?

—No hay mucho qué contar, trabajo acá desde que murió mi papá. Soy de Misiones, mis viejos se separaron cuando tenía veinte, y me vine con él hace quince años, quería probar suerte en la Capital. Él también era encargado, así que fue él quien me consiguió este puesto. Murió hace dos años, creo que sabía que iba a morir, y para no dejarme en la calle me consiguió un trabajo y dónde vivir.

Paulo enmudeció al recordar a su padre, una neumonía mal curada se lo arrebató. Fumador empedernido, aunque no tanto como él, lo mató el cigarrillo silenciosamente. Alba se conmovió al escuchar su relato, tanto que acercó su silla hacia él y volvió a tomar su antebrazo, mientras hacía caricias circulares con su pulgar.

—Pau... Lo siento, en serio, yo no quería...

—Está bien, no te preocupes. —Paulo apoyó su mano izquierda sobre la mano de Alba que aún permanecía sosteniendo su brazo. Aceptó su consuelo en silencio, y así permanecieron un buen rato.

—¿Y novia? ¿Alguien especial en tu vida? —preguntó con cautela, permaneciendo en la misma posición.

—No... Solo estoy mejor. Me gusta disponer de mis tiempos, mis horarios. No me veo atado a alguien. Aunque... Creo que ya va siendo hora de empezar a buscar una compañera, el problema es que ya tengo treinta y cuatro, y se me va a complicar encontrar a alguien sin una mochila a cuestas.

Efectivamente, en ese momento comprendió que cualquier pareja que consiguiera a esa edad vendía con un corazón roto, un fracaso labrado en un acta de divorcio, o el fruto de algún amor. Había dejado pasar el tren del amor para toda la vida, y comenzaba a arrepentiste de haber sido tan egoísta.

—Pau, esas cosas no se buscan ni se planean, solo llegan el momento menos esperado. Si me permitís el consejo, sólo dejate llevar cuando lo sientas. Es mejor fracasar, que arrepentirse por no saber qué pudo haber pasado si lo intentábamos.

Paulo giró su cabeza hacia Alba, sonrió con pesar mientras volvía a apoyar su mano izquierda sobre la de ella, quien aún lo sostenía del antebrazo. Le devolvió una mínima caricia que la hizo sonreír.

—¿Quién sos, Abi? ¿De dónde saliste?

—Creo que soy tu nueva amiga, y salí de acá enfrente. Siempre que me necesites, voy a estar para vos.

—Gracias, Abi.

Alba dio un apretoncito en su brazo a modo de apoyo y finalmente lo soltó. Se levantó, y al pasar por detrás suyo le dejó una caricia en el omóplato que lo estremeció por un instante. Juntó todos los restos de la cena ante su atónita mirada, y ya en la cocina se dispuso a lavar lo utilizado.

—Abi, dejá. Yo lavo después, sos mi invitada. —Paulo intentó quitarle la esponja de la mano, pero Alba se lo impidió girando levemente.

—¿Y? Vos cocinaste, yo lavo. No me cuesta nada.

—Se te va a hacer tarde, ¿vivís lejos?

—No, enfrente de Plaza Miserere. Puedo caminar todavía, no es tan tarde.

—No, de ninguna manera. Yo te acompaño o te llamo un taxi.

—¿Me estás echando? —Alba dejó de fregar el plato y lo miró desafiante.

—¡No! Digo... Ya es tarde y...

—Estás cansado... ¡Ay, perdón! —dramatizó llevando el dorso de su mano enjabonada a su frente—. En serio, a veces olvido que arrancás a trabajar muy temprano.

—No te preocupes por eso, puedo dormir una siesta a la tarde, mañana es sábado. Yo te llevo, no te preocupes. Te ayudo.

Juntos terminaron de acomodar la cocina, ya era sábado cuando ambos bajaron a la calle, la una de la mañana. Cruzaron Rivadavia por el medio de la calle, dado el poco tránsito que circulaba a esas horas. Alba solo lo seguía sin preguntas, con las manos hundidas en los bolsillos de su campera.

—¿Tenés mucho frío? —inquirió Paulo con una pícara sonrisa mientras ingresaban en un viejo estacionamiento.

—¿Por qué? —La duda de Alba quedó respondida cuando Paulo se puso frente a una moto de alta cilindrada—. Ah... Ya veo... —sonrió.

—Tuyo. —Paulo le extendió su casco—. No tengo otro, así que ponételo vos. Para la próxima veo si consigo prestado uno. Vos dirás hacia dónde vamos.

Alba le dio las indicaciones, y en cinco minutos ya estaban en la puerta de una modesta casa antigua de puertas altas y estrechas. Efectivamente vivía cerca, frente a Plaza Miserere.

—Gracias por todo, Pau —agradeció mientras se quitaba el casco y se lo devolvía—. Andá antes que se te haga más tarde, necesitás descansar, y además acá es medio peligroso a esta hora, esa moto es muy llamativa.

—Y vos querías venir sola, ¿viste?

—Sí, pero es distinto... A mi me conocen, saben que soy la mujer de Raúl...

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No sé... Es lo que siempre dice él cuando le digo que me da miedo volver de noche del local.

—Bueno, me voy... Dale que te veo entrar.

Alba se acercó rápidamente a dejar un beso en la mejilla de Paulo, y se adentró en su casa. Sin perder tiempo, él se calzó el casco y salió a toda velocidad. Guardó su moto en la cochera, y mientras subía en el ascensor le envió un mensaje a Alba para avisarle que había llegado en una pieza.

Pero Alba ya no respondió, porque se había quitado la ropa y se había desplomado en la cama sin desarmar a sollozar. Ya no tenía que engañar a más nadie.

No era feliz, y absolutamente nadie lo sabía.

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