Cincuenta y siete

Caminaba por los pasillos del edificio, controlando que todo esté en orden para la reunión de consorcio que se efectuaría esa misma tarde. La gente se agolpaba en la pequeña sala del fondo de la planta baja. A él no le agradaban esas reuniones sinsentido, de gente que escondía sus prejuicios tras un trato cordial. Sin embargo, debía asistir, y hacia allí se dirigió mientras elevaba los ojos con frustración.

Pero había alguien que no cuadraba en esa pequeña multitud. Se acercó a paso lento, y cuando estuvo detrás de ella, apoyó su mano en el hombro intruso y la volteó suavemente. Unos ojos tan plateados como el cabello que no cuadraba en la reunión lo encandilaron. Quitó la gorra que lucía la chica, y el tiempo se detuvo en ese instante.

Esa era su vieja gorra. Y frente a él, Alba.

Despertó sobresaltado. El sol se negaba a salir esa mañana, y su televisor seguía encendido de la noche anterior. Se quedó inmóvil observando sin atención como los periodistas del noticiero matutino se reían de un mal chiste. Estaba volviendo a la realidad.

Nuevamente, todo había sido un sueño.

La mudanza no fue fácil, y a pesar de que ya habían pasado dos años, todavía se sentía nostálgico como si fuera su primer día en ese departamento. Se levantó sin ganas, acomodó su cama, apagó el televisor, y se puso su ropa de trabajo a pesar de que era domingo. Salió del pequeño departamento y cruzó el pasillo en dirección a la terraza de su edificio mientras encendía un cigarrillo.

Entre calada y calada, seguía preguntándose si había hecho lo correcto. La encrucijada de si pesaba más un sueldo dos veces mejor y un departamento más cómodo, o alejarse de la única mujer de la que se había enamorado, todavía le generaba escozor e incertidumbre.

Levantó la vista y observó el cementerio de Flores a lo lejos mientras arrojaba la colilla al piso, ya la juntaría después. Y es que así se sentía él. Muerto en vida. Solo por elección. Por cobarde. Por cagón. Y sobre todo, por impotente. ¿Qué podía hacer? Ella estaba enamorada, y no precisamente de él.

Por más que sus viejos amigos de Balvanera lo afirmaran, el tiempo y la corta pero tangible distancia se habían encargado de afirmarle que Alba no lo amaba, o que no estaba dispuesta a luchar para forjar un futuro con él. Sea cual sea el caso, ya era hora de empezar a olvidarla.

Pero era difícil si seguía experimentando el sueño del pasillo.

Elevó su vista al cielo, las nubes negras en el horizonte confirmaban la tormenta pronosticada para ese día. Definitivamente debía preparar la sala de espera de la planta baja para la reunión de consorcio de esa tarde, así que puso manos a la obra mientras refunfuñaba pensando qué consorcio en su sano juicio hacía esas juntas un domingo. Excusas van, excusas vienen... El único día que podían juntarse todos a discutir estupideces era el domingo al caer la tarde. En verano solían hacerlo en la terraza, y los días frescos o de frío extremo en el salón de usos múltiples. Pero dado que esa noche se celebraría una fiesta de cumpleaños, solo quedaba la opción de la pequeña sala de espera de las oficinas de la planta baja.

Hizo su ronda de limpieza de repaso, acomodó la sala para la reunión, y cuando estaba a punto de volver a la soledad de su piso, recordó la fecha: 8 de diciembre. El árbol de navidad lo esperaba en el sótano del edificio, listo para lucirse en la recepción durante todo el mes siguiente.

Armó el ostentoso árbol blanco de dos metros con sumo cuidado y algo de desgano, mientras ideaba un plan para comenzar a olvidar a Alba. Quizás podría probar esas famosas aplicaciones de citas, comenzar aceptar las salidas con sus compañeros de clase los fines de semana, o darle una oportunidad a Laura, su desliz de una noche que estaba enamorada de él. Mil opciones pasaron por su cabeza, y para cuando quiso darse cuenta, todo el hall del edificio estaba vestido de navidad.

Eran las tres y media de la tarde cuando dio por finalizado el trabajo, ni siquiera había almorzado, pero tampoco sentía hambre. Lo siguiente que hizo fue subir, y luego de tomar una ducha, se dispuso a picar sobras de la heladera mientras aguardaba el partido de Gimnasia y Esgrima de La Plata, club al que se había hecho aficionado desde que su adorado Crucero del Norte volvió a descender de categoría. Como si lo hubiera sabido, su fanatismo aumentó excesivamente cuando Diego Maradona se convirtió en el nuevo director técnico del equipo. El Diez, la mano de Dios... La mayor leyenda del fútbol argentino, y hasta se diría, mundial. Un lujo de hincha que difícilmente hubiera experimentado con El Colectivero, a quien también seguía amando desmesuradamente, pero necesitaba una excusa para seguir alentando en Primera División, y se decantó por el Lobo Platense.

Y recordó su vieja camiseta de Crucero del Norte, aquella que Alba había utilizado la noche que se quedó a dormir en su viejo departamento.

Caminó lentamente hasta su habitación, como si cada paso quemara. Corrió la puerta del armario y ahí la vio. Jamás había vuelto a usar esa camiseta desde que la prenda tocó la piel de su gran amor. La tomó entre sus dedos, y como si de un crimen se tratara, quitó rápidamente su musculosa deportiva y se colocó la casaca. Cerró los ojos mientras tiraba la cabeza para atrás, reprimiendo una lágrima nostálgica. Creyó sentir el perfume de Alba, y no supo si estaba alucinando o la fragancia todavía permanecía impregnada en la tela. Pero lo disfrutó mientras su cabeza mostraba un breve resumen de todos los momentos que vivieron en Balvanera.

—Todavía te amo, la concha de su madre... —maldijo en voz baja—. Nunca me enamoro, y cuando me pasa, me toca un amor prohibido. Qué mierda, la puta madre. Como duele.

En ese momento comprendió el significado del corazón roto. Sintió un puntazo en el pecho que le dificultó la respiración. Se arrodilló abatido, y lloró como nunca lo había hecho en su vida, completamente roto de dolor. Olvidó la previa del partido en la televisión, olvidó el falso incentivo a rehacer su vida de un momento atrás, y solo se centró en expulsar la rabia de haber renunciado a Alba. Se sintió lejos de Balvanera, se volvió a arrepentir de mudarse a ese maldito edificio de gente estirada, que lo saludaban como haciéndole un favor, sin un ápice de calidez, casi como si fuera su sirviente. Extrañó a todo el consorcio de Once, hasta a su primo Luis, con quien últimamente tenía un contacto casi nulo debido a las responsabilidades del chico. Él sabía mejor que nadie que allá la carga laboral era más pesada que la suya en ese momento.

Y cuando la tormenta de llanto ya había pasado, y estaba recuperando su ritmo normal de respiración, su teléfono vibró en el bolsillo de su jogging.

Y le clavó el visto. No era momento para las estupideces de su primo.

Voy a dejar una canción extra por aquí, y me retiro lentamente. Disco recién salido del horno (este viernes pasado), de una banda que adoro, tanto sea como artistas o como seres humanos. Un honor pertenecer a la familia de Elefans desde Argentina.

https://youtu.be/cg7iOUSYAi0

Capitulo dedicado a Tracks. Gracias por todo, amigo. Era "el capítulo" para una de mis canciones preferidas.

Y a Alber Raimundi, el relator más groso del fútbol argentino. La voz de Gimnasia en cada partido en el sagrado templo (sic). No podía no poner a Gimnasia en uno de mis libros. De cuerva a lobo, mis respetos y admiración siempre.

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