La última estación
Estación de trenes Termini en Roma, verano del 2009.
...Morir en Venecia y venir a ser un alma en pena en las calles de Roma; mi destino es un sueño... Damiano Petrobielli no es un fantasma. Aunque a veces pretende serlo. ¿Por qué no? Si está cansado de lo que le ocupa el habitar un cuerpo de piel y hueso imperecedero. Ha vivido por demasiado tiempo; incluso murió una vez. Carga con las cicatrices, y las pesadillas que lo prueban.
Lo peor de morir y regresar es descubrir que al abrir los ojos, solo se tiene más preguntas. Damiano recuerda la bruma, la suave presencia que le hizo sentir bienvenido y sobre todo limpio. Fino rocio que como una caricia, lamió sus heridas y le libro del dolor de su cuerpo y el tormento de un alma que se negaba a perdonarse a sí misma.
Con gusto hubiese permanecido para siempre en la Encrucijada, siendo un perro que en su desesperación se consuela con aullar a la luna. Mejor aún; de haber podido escoger, se hubiese perdido en el ir y venir de la nube de espíritus que danzaban a su alrededor hasta convertirse en algo menos que un recuerdo. La carencia de razón es a veces un consuelo.
Pero entonces, no fue su voluntad, si no la de la maledetta gitana. Giuliana, quien debe llevar por apellido Entrometida. La chiquilla rogó tenerle de vuelta y la luna, siempre complaciente, decidió accederle.
–Me lo vas a agradecé, algún día. Mira que no hay ná pior que dejá asuntos pendientes–. Eso le dijo al traerle de vuelta.
Damiano no pretendía nada. No era nada. El sufrimiento en la encrucijada destruyó sus ilusiones de grandeza, hizo trizas su ego. No era nadie especial. Con el tiempo, se conformó con convertirse en el mandadero de los poderes que guardan la Encrucijada. Se convirtió simplemente en el hombre incapaz de completar su viaje, carente de todo, hasta de la capacidad de dar fin a su vida. Atrapado por siempre entre dos mundos, condenado a no entender ninguno.
Entre los dudosos talentos que trajo de vuelta a la vida, estaba aquel de ver espíritus, caras de vidas pasadas, almas en tránsito. En nada ayudaba semejante habilidad, fuera de recordarle que jamás tocaría fondo. La expiación de sus pecados sería eterna. No podía llevar a nadie a la luz; estaba incapacitado de brindar consuelo. Aunque quisiera, no podría ayudar a los desdichados espíritus. Damiano desconoce que hay detrás de la cortina.
Por años pensó que todo era parte del plan de Giuliana. La chiquilla siempre tuvo un sentido del humor particular y un disgusto evidente por su persona. Era su manera de torturarlo, de mantenerlo atado con una cadena corta, mientras pretendía dejarle libre. Libre para caminar en un mundo lleno de fantasmas. Estaba obligado a llamarla, si alguna vez los espíritus eran demasiada carga. Tenía que verse con la chiquilla para que ella le concediera librarse de esas sombras que se agrupaban al borde de su vista.
Entraba el verano y la ciudad alcanzaba temperaturas infernales. Las gentes se movían a cualquier lugar donde el aire acondicionado les garantizara un respiro. Damiano gustaba de la estación de Termini. Se sentaba allí por largas horas solo para observar la gente pasar. De esa manera satisfacía su necesidad de comulgar con la ciudad sin comprometerse con nadie.
Acentos e idiosincrasias de alrededor del mundo se conglomeraban en las horas tempranas. Si todos los caminos llevan a Roma, todas las estaciones te devolverán un sentido del mundo. Después de las ocho de la noche, era otra la historia. Los trenes olvidaban los turistas y cargaban a cansados locales que llegaban a casa tras un día de arduo trabajo. Eran las horas de silencio. El retumbar del alto parlante recordaba a todos haber llegado a la última estación. El tren, ayudante de la misericordia les trajo hasta el punto más cercano a casa.
Damiano esperaba por Giuliana, la gitanilla de media pinta a la cual estaba irremediablemente atado, sentado en uno de tantos bancos a lo largo de la estación. Uno que otro turista o local a veces conectaba con su mirada. Ya fuese hombre o mujer, parecían quedar fascinados. Nadie espera encontrar a alguien como Petrobielli en la última estación. No cuentan con que un hombre vestido de zapatos de cuero y atuendo semi formal, cuya estatura, ojos del más claro verde y cabello platinado que le hacen destacar, pueda parecer estar tan solo, tan triste, tan dado al silencio como para no continuar su camino.
Para complacerla, Damiano pretendería que Giuliana le tomó por sorpresa. En realidad estaba acostumbrado a descubrirla escabullirse entre la gente. Roma, con sus calles angostas y jardines ocultos a plena vista, con sus cientos de extraños caminando las calles, es cuidad de gitanos, más que de ninguno. La muchachita, con piel trigueña y cabello lacio y grueso, siempre se las arreglaba para pasar bajo la nariz de la escuadra de la Polizia, quienes de un tiempo a esta parte se habían empeñado en hacer pagar a los caminantes por todos los problemas de la ciudad.
La chiquilla se veía mortificada, obligada a vestir pantalones de mezclilla y playera. La molesta tela parecía hacerle arder la piel. Damiano sonrió entretenido. Era bueno saber que algo fastidiaba a la pequeña. La miseria gusta de compañía.
– ¿Qué de qué? – Preguntó algo apurada– Tengo sitios donde í, gente a quien fastidiá... La agenda es larga.
–Necesito ayuda con un espectro–. El hombre le hizo saber cómo si se tratara de la forma más normal de dar inicio a una conversación.
–No tienes que dedicarte a esto tó el tiempo sabes. Hay miles de cosas que hacé en la ciudá en verano. En ná que te pareces al barquero que cruza los muertos pal otro lao...
–Se trata de algo diferente–; capturó la atención de Giuliana solo con el hecho de hablar por lo bajo. No importa que tanto el reconociera a su superior en la gitana, siempre se las arreglaba para referirse a ella con un tono soberbio y actitudes egoístas– Me rompe el corazón verla allí sola. Tan perdida. Estoy seguro de que sufre, solo por estar allí.
Por primera vez desde que lo conoció (y Damiano y Giuliana se conocen por más tiempo de lo que alguno pueda considerar posible) la chiquilla no encontró rastros de cinismo o amargura disfrazados de prepotencia. Su voz incluso se quebró un poco y sus labios se curvaron... ¿Sería la sombra de una sonrisa acaso? Era suficiente como para querer conocer a esta alma en pena.
Bajaron a la estación soterrada, cuidando sus pasos. A veces los espíritus odian ser perturbados.
Ella estaba allí, frágil y transparente a sus ojos. Joven, delicada, hermosa, con un mechón de cabello color rojo por siempre escapándose de debajo de su sombrero. La fábrica suave y ajustada que cubría su cuerpo delataba el estilo de los años 20's. El fantasma tenía la gracia y el porte de una bailarina. No era difícil imaginar que el bolso semi-transparente, parte de la ilusión que creaba su presencia, contenía un par de zapatillas doradas de doble amarre en el tobillo.
El fantasma les miró, sus ojos verdes carentes del brillo de la vida, pero igualmente encantadores. En un principio saludó a Damiano con una sonrisa tímida, luego pareció congelarse. El terror se apoderó de ella al descubrir que no estaban solos. Es de todos conocido que los espíritus viven aterrados de los gitanos. No es la primera vez que un caminante ha enviado a un espectro al más allá sin la mínima de las consideraciones. Los vivos tienden a olvidar que los lugares donde los fantasmas están condenados a vagar se convierten en lo más cercano a casa. Ser enviado a lo desconocido es como morir de nuevo. Pero Giuliana probó ser amable y presta a escuchar.
Cuando la gitana tomó la mano de Damiano y usando su poder, logró conectar con la mano del espíritu; la bailarina recordó la sensación de estar viva. Ese dulce y amargo que provoca que los ojos se cuajen de lágrimas. La bailarina pudo sentir por primera vez, el calor del toque del hombre de quien se había enamorado.
–Entiendo que pensaras que él también es un fantasma...– La gitanilla suspiró, echándole una mirada a su amigo– Dale Damiano pa tu casa, que tengo cosas que hacé, corazones que remendá, gente pa enviá a donde tiene que í.
****
Damiano llegó al apartamento al que llamaba casa. Tomó una ducha. Comió algo. Se fue a dormir. Su día había culminado. No le dio un segundo pensamiento al espíritu perdido que ya no volvería a ver. No es que no fuera a extrañar su compañía. Simplemente, por los muchos pecados que cometió en su larga existencia, no merecía sentir esa mirada curiosa, las sonrisas generosas y la promesa de un toque gentil que jamás experimentaría en su piel. Renunció a ella para evitarse el dolor de verla a diario... siempre esperando... sin poder abandonar la última estación. –No te engañes Damiano– dijo, tratando de consolarse– tus razones siempre han sido egoístas. En realidad verla era como verse, ella tan encadenada y destrozada como él se sentía.
Al principio pensó que se trataba de un sueño, pero esta vez lo despertó el peso de un cuerpo en su cama y el toque suave de unas manos entretenidas en trazar la línea de su mentón.
Damiano abrió los ojos para encontrarla. Su cabello estaba desparramado como ardiente cobre sobre la almohada. Los ojos de su bailarina brillaban con ansias, sus labios tocados con el dulce de la vida, su piel temblando ante el asomo del deseo. Cada beso, cada caricia, cada demanda de la piel fue satisfecha hasta que ambos, cansados y felices se perdieron uno en los brazos del otro y la noche culminó con un último beso, suave como seda sobre su hombro antes de ser vencido por el sueño...
El sol se levantó sobre la ciudad y marcó la hora de levantarse a otro día agitado de verano en una cama vacía. Damiano corrió hasta la estación, encontrando solo Giuliana sentada en la banca, con los ojos entretenidos en el vaivén de los pasajeros.
– ¿Qué hiciste? – Demandó de la gitana–. ¿A dónde la enviaste?
– ¿Yo? Eh, ¿y por qué siempre yo? – protestó la chiquilla –. Que ha sío idea de ella, de la bailarina. Que le dije que los espíritus se convierten en ná, en pura bruma, cuando se desvían y no van diresto ala encrucijá. Pero ella insistió en verte.
Giuliana se detuvo a mirarlo, y por primera vez en mucho tiempo, no se arrepintió de tenerlo a su cargo. Si un espíritu estaba dispuesto a perder hasta su esencia por él; quizá la bailarina vio algo en este diavolo arrogante... A lo mejor no estaba tan tarde como para hacer de Damiano un mejor hombre.
Damiano por su parte no entendió la mirada de la chiquilla. No estaba acostumbrado a inspirar orgullo en la gitana. Giuliana no se detuvo a explicarle. Solamente tomó su mano y exigió su pago en gelato fresa; una de las pocas cosas por las que vale la pena enfrentarse al sol durante el verano italiano.
Nota de autora:
A veces me dedico a revistar fantasmas, encontré esta foto de mi sobrina en una promo de Sombra Roja (Fantasía histórica que escribí en el 2013 junto a el genial Eric Javier Pérez) y decidí resucitar a estos dos personajes.
Damiano y Giuliana pertenecen al universo de Sombra Roja. Les advierto que este Damiano y esta Giuliana que leen en estas líneas, han cambiado muchísimo desde la primera vez que cruzaron palabra. En ese entonces ella era una huérfana sin historia y él era un desgraciado, además de ser Obispo de Padua, allá por el año 1532.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top