El séptimo hijo
Karel nació el día de Navidad. En otro tiempo o lugar, tal vez su llegada al mundo pudo haberse considerado una ocasión feliz. Pero somos oriundos de las tierras Balcanes. El niño, además de ser más pobre de lo que permitía la decencia humana, era el séptimo hijo. Fue marcado para desgracia desde la cuna.
Su padre debió haber sido prudente; su madre debería haberle negado a su esposo la calidez de sus muslos y la plenitud de sus pechos. Después de seis hijos y una medida inexistente de amor, estar juntos era más una mezcla de eficiencia mecánica, necesidad de mantener el frío a raya y la sumisión a una interpretación particular de las Escrituras. En nuestras montañas, las parejas continúan teniendo hijos, incluso si ello significaba concebir monstruos.
Al principio el chico no tenía conocimiento de su maldición. Solo experimentaba la incómoda sensación de aislamiento de aquellos que se cuentan marginados. Era uno de esos, separados del rebaño.
En la iglesia, la mirada severa del sacerdote le perseguía de manera constante. Las maestras de catecismo se aseguraron de que mientras otros niños aprendían los pasos necesarios para consagrarse como parte del cuerpo de Cristo, Karel repitiera las condenaciones profeta Isaías. Le obligaban a consagrar a la memoria palabras a las cuales un niño jamás podría aplicar contexto y mucho menos encontrar una lección para aplicar a su vida: "El búho lo poseerá, se convertirá en una casa de lobos y moradores de la noche, sus príncipes se desvanecerán de la faz de la tierra. Los pecadores de Edom se echaron a perder por fin." Una y otra y otra vez.
—¿Entiendes la palabra, muchacho? ¿Entiendes?—El sacerdote le insistía—. Hay cosas que el Señor no llamará por su nombre. Cosas miserables y oscuras que alimentan su inmundicia atacando la perfección de Su creación. Bestias, cuyas entrañas están llenas de la podredumbre del cementerio y sus lenguas siempre húmedas en la sangre coagulada de los muertos? ¿Crees que hay un propósito, un camino incluso para el mal, si es guiado por la mano justa?
No había respuesta que el hombre de hábito considerara correcta. Karel lo aprendió de una forma tan brutal como sencilla. Un "no" le ganaba una bofetada por insensato, un "sí" algún tipo de escarnio, con la excusa de rebajar el orgullo. El muchacho simplemente optó por guardarse sus pensamientos, sin dar tiempo al mundo a juzgar si eran limpios o inmundos.
Karel llegó a los diecisiete años, toda una hazaña en un pueblo afectado por la enfermedad y el hambre. Nada de importancia. No hubo celebración alguna. El joven era poco más que un muñeco de paja, un chico delgado con cabello castaño rojizo y cejas gruesas que alejaban la atención de su suaves y conmovedores ojos color avellana. Deseó poder elegir un oficio, como algunos de los otros jóvenes del pueblo. Deseó poder tener una novia, ya que muchos jóvenes de su edad eran hombres casados, e incluso padres. Pero tales cosas, no importa cuán mundanas, estaban reservadas para aquellos marcados para tener una vida. Karel había comenzado la cuenta regresiva hacia su muerte desde el momento en que nació y aunque a todos nos toca la misma suerte, al menos podemos pretender tener una mano ganadora antes de que se reparta la última jugada que nos enviará a la tumba.
Yo nunca me involucré con nadie. Siempre consideré el amor contrario a mi encomienda. Entre caminantes- gitanos para quien vive fuera de nuestras costumbres- los que nacen con el don, entregan su vida al mismo, sin más expectativas. No me doy por especial. A quien me pregunta y no me conoce, simplemente le contesto que fue cuestión de mala suerte, que me tocó nacer en luna menguante, augurio de mujeres estériles y por siempre solas. La tribu es mi familia, cuando me hace falta una; la caravana mi mundo.
Digamos que la vida me bendijo con la capacidad de entenderme desarraigada de todo, participante de todo, sin ser parte de nada. Me tocó ser mujer de caminos abiertos, hasta el momento en que nazca otra vrãjitoare, una bruja que no necesite aprender las artes, que lleve magia en la sangre. Entonces comenzarán a decaer mis días, y a mis huesos cansados no les molestará la idea de la tumba.
Esta pudo haber sido una de las razones por las que nunca me sentí atraída por Karel, a pesar de que teníamos más o menos la misma edad y el joven era bastante atractivo, aún cuando sus condiciones hicieran lo posible por hacerle ver desvalido y miserable. Pero es imposible no hacer conexiones entre humanos. Si necesitan saber, entonces digamos que le amé como una hermana, como una madre... o como alguien que confronta un reflejo torcido de su propia vida. Él era todo lo que me pudo haber tocado ser a mí, de nacer entre gorgers, y no entre gitanos.
Karel por su parte, nunca se preocupó de que yo fuera una extraña. Nunca temió a elementos extranjeros. No tenía el marcado prejuicio y de confianza que su villa mostraba a sus vecinos judíos y sarracenos. Después de todo, él vivía al margen de su propia gente, despreciado por aquellos que compartían con él hasta lazos de sangre. No le molestaba acompañarse de lo que otros decían ser "escoria gitana". Los caminantes no hacemos preguntas. Tenemos nuestros propios secretos que cuidar. Solo nos interesa lo que la vida trae a nuestras puertas.
Entró a mi tienda, bañado en la luz dorada de las velas.
—¿Mireya?
Fue la primera vez que mencionó mi nombre. Algo tímido. Se me hizo encantador. Yo, por supuesto, puse mi mejor cara de negociante. Pensaba que se trataba de algún inocente en busca de una lectura de fortuna.
—De ningún modo es justo que usted sepa más acerca de mí de lo que yo de usted. Siéntese y comencemos por su nombre.
Por supuesto sabía de quién se trataba. A la tropa había llegado el rumor de un séptimo hijo en la aldea adyacente. Es el tipo de historia que no pasamos por alto. Al verle, me fue imposible creer lo que se comentaba; incluso las brujas descartamos ciertas cosas como fantasías. Más que una lectura, determiné que necesitaba una palabra amable. Y así hablamos, durante meses, antes de que el tema de su futuro saliera a colación.
Nuestra amistad creció, sin interés ni compromisos, hasta que llegó el día en que mi curiosidad pudo más que nada, y ofrecí leer su mano.
Fue algo bueno, porque de lo contrario, de no habernos conocido, mi confusión se habría hecho evidente y él me habría señalado como una charlatana. Pero Karel esperó pacientemente mientras frustrada, pasaba de las líneas en su mano al contorno de su rostro para obtener una lectura.
Nada.
Sin darme por vencida, serví una taza de té para leer las hojas que se pegaran al fondo. Ni una señal de suerte mientras giraba la pequeña taza de porcelana, las hojas caían sin adherirse a la superficie blanca y los rastros de líquido eran escasos, se acumulaban en el borde, reacios a compartir una fortuna.
—¿Confías en mí?— pregunté, mirándole directo a los ojos.
Dijo que sí, cual dulce niño. Sus ojos color avellana brillaban con esperanza y asombro.
Me levanté de la mesa y traje una pequeña caja de metal en la que la mayoría de mis materiales de trabajo y hechizos estaban resguardados.
Las brujas viajamos ligeras y no tenemos tiempo para la extravagancia. A pesar de mis pocas posesiones, Kerel parecía fascinado por el mover de mis faldas, el tintineo de la delgada cadena adornada con diminutas campanas de bronce que rodeaban mi tobillo y denunciaban cada uno de mis pasos y los brazaletes que adornaban mis brazos desnudos.
Tan extraño como era este mundo de carro y caravana, vi en sus ojos esa imperante necesidad de escapar, esa voluntad de unirse a la tribu, de ser aceptado.
Yo me sentía incapaz de romper su corazón, pero al mismo tiempo me constaba que no había esperanza. Hay... circunstancias con las que el consejo de la tribu prefiere no lidiar. Cosas que los ancianos no condenan, pero sabiamente, mantienen alejadas.
—Danos tu brazo—dije, dando a entender que al declararme cubierta por el manto de mis ancestros, nuestra interacción no sería interrumpida por nuestra amistad. Estaba a punto de hablar en nombre de los que vinieron antes de mí, así como los que podrían sucederme, porque todos somos uno. Siempre ha sido así.
Karel rodó su manga hasta el codo y apoyó en brazo en la mesa. Le ofrecí un trago de vodka y le advertí que podría doler, justo antes de cortar su antebrazo con una daga de plata. Karel trilló los dientes, pero se sostuvo, aún cuando el corte ardía, quemando su piel según cortaba. Halé un pedazo de piel hacia atrás, arrancando a raíz del corte, la herida chorreó pus y sangre.
—¿Ves esto?—La revelación se hizo tan obvia como dolorosa. Limpié la herida, y separé el tejido que escondía una segunda piel bajo su piel, de suave pelaje oscuro—.Este es tu destino. Tienes la maldición del séptimo hijo. Hay una bestia que vive en tu interior, soñando con el día en que surgirá de entre tus entrañas.
La visión de su futuro se hizo clara entonces. El Lobo se empezó a revelar a través de mis labios.
Vida tras vida, su destino había sido el mismo. El séptimo hijo nacido el día de Navidad, arrastrado por pesadas cadenas hasta la boca del infierno mismo. Vi su morada, una cueva escondida entre las rocas cubiertas de nieve de la Cordillera de Gutâi. Allí haría su su hogar, nunca viendo la luz del día o la luna colándose por esa densa foresta. Destinado a tener por compañía los huesos de sus predecesores. Encadenado bajo la tutela de hombres de hábitos negros que le darían de comer, de vez en cuando, de cadáveres de suicidas o de herejes condenados a morir; aquellos que contaminaron sus cuerpos o su fe como para no merecer ser puestos a descansar en una tumba.
En cuanto a Karel, se perdería. Nunca más recordando al joven que era o soñando con el hombre que pudo haber sido. Se le cedería un acto salvaje de misericordia, introduciendo un punzón de plata pura través del zócalo del ojo hasta alcanzar su cerebro. Una "bendición" que le dejaría para siempre en un estado entre hombre y bestia , librando su alma de culpas y su conciencia de procesar cualquier súplica de misericordia.
Él lo vio como yo lo vi. Las revelaciones no se detienen a considerar sentimientos. Mis labios se movían de manera involuntaria, describiendo lo que sería su vida a partir de la navidad que marcara sus dieciocho años. Karel escuchó en silencio.
—Vârcolac, un hombre que también es un lobo. Ese es tu destino. Karel, ya no podemos vernos más.
Hubiese deseado que mi voz fluyera más suave y mi mirada menos fría, pero su camino y el de nuestra clase nunca fueron hechos para cruzar. Es el tipo de maldición de la que los caminantes se desentienden.
Su viaje era solo suyo.
Apretó sus manos contra la mía y aunque sus palmas estaban calientes, el suave temblor me dijo todo lo que tenía que saber.
—Por el amor de todo lo que es sagrado, llévame lejos. No le digas nada a tus mayores. Tal vez si me alejo del pueblo, esta cosa nunca me encontrará...
No lo dejé terminar. No pude. Un centenar de voces clamaron dentro de mi cabeza. Abrí la puerta de mi carromato, mostrándole la salida, aclarándole que ya no era bienvenido. Varios hombres llegaron al notarme agitada. Siendo doncella y escogida, siempre había alguien cercano a mi puerta . No fue necesario. Él no era más que un chico y yo, a pesar de tener su misma edad, contaba con el poder de generaciones corriendo a través de mí.
Todavía recuerdo la máscara de amargura y sobriedad en la que se transformó su rostro mientras se alejaba. Mi desprecio dolió más que todo lo que había sufrido. Donde otros le maltrataron desde un principio, yo había extendido mi mano en amistad antes de pronunciarlo condenado. Debí haber escuchado las voces, pero el corazón detuvo a la cabeza hasta silenciarlas. Pronuncié las palabras tratando de salvarlo de ese espantoso destino. Actúe en contra de la voluntad de dioses y generaciones que habían condenado a los de su clase como una plaga. Una luna llena escuchó mis ruegos, hambrienta de acelerar la llegada de un nuevo acólito.
Blanca como el hueso, amarilla como la médula,
Llena, menguante y creciente.
Quita su alma del reino de aquellos que nacen humanos.
Durante siete años, el séptimo hijo vagará.
Durante siete años sólo en forma de lobo.
Ninguna flecha perforará su corazón,
ningún filo debe cortarle,
Ningún cazador alcanzarle.
Fue de esta manera como terminé lanzando una nueva maldición, sobre la que ya llevaba. Pensé que con ello le regalaba su libertad, permitiéndole huir de las cadenas y el horror de media transición. Siete años de no ser más que un lobo y luego volver a ser un hombre en pleno conocimiento y control de la bestia que habitaba en sus adentros. Tal vez el lobo correría hasta cansarse, tal vez le llevaría a las montañas, lejos de todo. Le estaba dando opciones, incluso la de nunca revertir a su forma humana tras el plazo.
Poco sabía que su corazón estaba destrozado y Karel ya no era el mismo. La vergüenza y el miedo que marcaron su vida se volvieron odio e ira. No huyó a los bosques, como yo esperaba. Volvió a la aldea de su nacimiento, cerca de la medianoche cuando la luna aún marcaba su camino hacia el cenit. Los hombres y mujeres durmientes de ese pueblo tranquilo que había visto a un niño salir temprano esa noche despertaron al horror del regreso de una bestia.
Me enteré de lo sucedido unos días después. La historia llegó a la tropa como una advertencia, de boca de otros gitanos los cuales sospechaban que lo sucedido implicaba el mal uso de Magia de Caminos.
Una bestia había descendido sobre el pueblo de Breb un poco cercano a la medianoche de la pasada luna llena, un animal como pocos de mandíbulas espumosas de rabia y ojos llameantes.
Su ataque salvaje no tuvo miramientos. Los bebés en sus cunas y viejos en sus camas sufrieron sus dientes y garras hasta que la sangre corrió y el hueso quedó expuesto. Decían que la bestia hizo camino a la iglesia y mató al sacerdote mientras el hombre rezaba en el altar. Se acercó silente, una sombra figura oscura flanqueada por destellos plateados como llamas frías. Impulsado por sus poderosas patas y con una voluntad que parecía humana, el animal se abalanzó sobre su presa. Destrozo al sacerdote sin tan siquiera probar su carne.
Se bañó en la sangre del padre, enmascarando su pelaje en manchas de color carmesí. Tomó su tiempo, desgarrándole hasta poder hundir su cabeza en las entradas del difunto, como si su intención fuera metérsele por dentro. Gente de la villa vecina llegaron tras escuchar los gritos desgarradores en la distancia. Se armaron de espadas, mazas, flechas y lanzas.
Fallaron en aprehenderle. Los de mejor puntería no dieron con su blanco, lo más que alcanzaban a distinguir era una forma distorsionada por la velocidad y un aullido en la distancia que anunció la criatura infernal había quedado satisfecha por esa noche...
Me pregunté entonces si los hombres de la aldea, aunque crueles, podrían haber tenido razón. Por siete años he llevado el cargo en mi conciencia. Siete años de sangrientas masacres. Nuestros caminos se han vuelto inciertos, no hay lugar libre del terror del lobo que no puede ser matado, la monstruosidad que llegó a las montañas una noche de otoño y se mueve con la niebla, cuya piel era tan impenetrable como armadura y sus dientes como dagas.
He sufrido mi parte y he esperado. He rogado a los ancestros por perdón y suplicando misericordia para aquellas que vendrán tras de mí, para que no tengan que enfrentar las consecuencias de mis acciones. Pero una maldición gitana nunca se deshace. Los ancestros y el destino se hicieron cargo de que pague mi deuda.
En el umbral del ciclo de siete años, una niña nació entre los de la tropa. Nadie me lo ha dicho, pero lo sé. Es algo que va más allá de mi habilidad para leer sus caras o sus manos.
La marea se ha vuelto y es hora de que otra vrãjitoare sea exaltada.
Lo acepto, sabiendo que moriré antes de mi vigésimo quinto cumpleaños y esta pequeña ocupará mi lugar. Si tengo suerte, podré volver a ella en espíritu, y advertirle todas las cosas que no debe hacer, para que sus días en esta tierra sean largos, y su legado valioso.
Pero eso está más allá de mí. Ninguna bruja vive el tiempo suficiente para oír a su sucesora decir sus primeras palabras. Además, la luna que brilla sobre el campamento ha determinado el día de mi muerte.
Lo he tomado en buena fe. Pocas personas tienen la oportunidad de encarar sus pecados y cuando el patriarca me bendijo antes de dejarme libre para caminar por este paso entre las montañas y confrontar la bestia, sé que lo hizo desde con buen corazón.
La daga de plata está atada a mi mano derecha con un pañuelo rojo. Se necesita sangre para limpiar sangre. Aunque me vuelva cobarde y corra, no caerá de mi mano. Si tengo suerte, podré sorprenderle justo en medio de la transición, en su momento más vulnerable, y darle una puñalada certera.
He visto sus huellas en la nieve recién caída. Demasiado anchas y profundas para un simple animal. Tras un buen tramo se transformaron solo en dos, separados por la longitud de un paso de hombre. Esta es la forma que estaba destinado a tomar, una bestia que es medio hombre, con ojos demasiado humanos. No voy a pedir su perdón. Me encantaría pensar que alberga un alma torturada, pero la forma en que le he visto en mis sueños, esa sonrisa infernal me persigue es cruel y determinada. Me matará, no para redimir su alma, sino para añadir otra víctima a su cuenta.
Un aullido penetrante rompe la noche y una sombra se extiende sobre el blanco azulado de la nieve, deteniendo mi avance. Ojos de ardiente topacio se encuentran con los míos. Me mantengo firme, sosteniendo la saga.
—Ha pasado mucho tiempo, Séptimo Hijo.
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