Draugen

Prometió que volvería. Esas fueron sus palabras al partir a las tierras del oeste, allende al mar, ocultas tras la bruma por la mano de los dioses. Insistí en que no viajara pero, ¿cómo se puede persuadir a un hombre de no ir a enfrentar su destino? Las runas cayeron, sentenciando sobre la mesa de piedra del oráculo: El Guerrero. El Viaje. La Adquisición. La Puerta. El vidente declaró que sin lugar a dudas la expedición sería favorable.

–¿Y qué de las otras señales? –pregunté nerviosa–. La runa de La Vida cayó alejada del círculo y Los Designios han hecho presencia de forma horizontal.

Me aterraba esa imagen que dejaba ante nuestros ojos líneas paralelas en cuyo centro se cruzaban otras dos en forma de equis; reminiscentes de unos labios cosidos con fino hilo. Es la señal del dios que nadie escucha, que todos esquivan. Loki Lauffeyson es conocido por dictámenes irónicos y crueles. Tales cosas me hicieron pensar el valor del sacrificio y el verdadero precio de la incursión.

Barin, a cuyos pies estudié augurios desde niña, no consoló mis dudas. Simplemente espantó mi preocupación con un gesto de su mano. Sus ojos azules como el hielo antiguo se plantaron en mí, indignados.

–No eres más que una aprendiz de vala; débil de brazo y ahora al parecer de mente quebradiza. Que el día de mañana, cuando los dioses canten tu suerte, no recaiga sobre ti haber sido de tropiezo en tu propio oficio. O peor, el comprometer la entrada de tu esposo a las habitaciones de Valhala. ¡Maldición espera a quien impida a un guerrero alcanzar noble muerte!– Sus palabras fueron pronunciadas con tal convicción que prestas, ocultaron la perfidia que emanaba de sus labios.

Fue así como cada quien tomó su rumbo aquella tarde gris. Calder abordó el drakkar en compañía de treinta hombres por los cuales estaba dispuesto a sangrar y morir. Y yo, librando mis pies de calzado, comencé mi peregrinar hacia el sur, abandonando Skjerin hacia las fronteras de Jutland en pos de completar el ciclo que me concedería el don de una visión.

El esperado augurio llegó semanas más tarde. Recostada sobre la hierba, observaba el parpadear de las estrellas. Era unas de esas noches ausentes de nubes, sin rastro de lluvias o el murmurar del dios del trueno. Los días perezosos del verano permitían dormir a la intemperie. Con ojos vencidos por el cansancio, trataba de dar por terminada una callada devoción a los dioses.

–¡Eira!

Escuché mi nombre y aturdida, me pareció por un instante que no era una voz humana quien me arrancaba del sueño. Ese llamar familiar y a la vez ajeno, parecía nacer de todas partes. Viajaba en el viento, provocaba el vibrar del suelo contra el cual recostaba mi espalda; perturbaba mi espíritu, dejando con cada sílaba una sensación fría que marcaba mi alma. Pude verle antes de que mis sentidos me convencieran de lo contrario. Calder, con el rostro dorado por el sol y las ropas revestidas de armadura de cuero con las que se presentaba al campo de batalla, se acercaba a paso seguro hacia mi lugar de descanso.

Quise abrazarlo, deseé besar cada espacio de esa piel que quedaba expuesta ante mis manos y un poco más. Fiel a mi llamado, antes de corresponder cuerpo con cuerpo la alegría que me concedían los dioses, me lancé de rodillas al suelo con lágrimas en los ojos a agradecer a Frigga el retorno de mi esposo. El regocijo fue cortado de mi corazón, la alegría dejó en mi boca un sabor amargo que mató de súbito mis plegarias. La mano que se aferró a mi muñeca, obligándome a ponerme en pie, era fría y de tacto duro, carente de la sensibilidad que Calder mostraba en la intimidad.

–¿A qué dioses ruegas, mi belleza de cabellos oscuros? ¿Perderás el tiempo adorando a los Asynjur cuando quien me ha permitido llegar hasta aquí rige en otro mundo?

Fue entonces que la venda fue quitada. El hombre ante mis ojos era sin duda mi esposo, pero lo que en un momento de fugaz deleite pensé era una piel acariciada por el sol, ahora mostraba el rojo inconfundible de la sangre que se alojaba en esas líneas de expresión que una vez marcaron su propensión a la fácil sonrisa. La vida se le escapaba espesa y vaga hasta alojarse en su barba. Esos ojos, antes de un suave y sereno verde, ahora estaban revestidos por el cenizo de la muerte. Sus ropas, deshiladas y húmedas, guardaban entre el doblez de tela y cuero el suave suelo que cubre una tumba recién cavada. De su cuello pendía una cadena corta y gruesa. Las runas que servían como eslabones marcaban el lugar a donde temporeramente residía su alma.

Terribles cosas se dicen de los hijos de Loki. Se atribute a estos la duplicidad de su padre. Nacidos bajo el sello de la condenación, su lugar es Helheim. Calder llevaba la estampa de los dioses a los que no se les canta, cuyo plano es inescapable.

–¿Cómo lograste volver?– pregunté anticipante. Mi corazón latía en un palpitar avasallante y temí que el repicar en la sien me privara de entendimiento.

–Muerto estoy, mas no del todo, Eira. Ella a quien solo los que han visto su rostro entienden su extraordinaria y singular belleza, ha decidido que puedo aún ganar mi entrada a Valhala.

–¿A qué te refieres?–  visión infernal o no, Calder seguía siendo aquel a quien más amé. Cada fibra de mi ser deseaba escuchar su voz, si tan solo para prolongar su presencia. Le pedí se sentara junto a mí. Descorazonada observé como al hacerlo, el suelo sobre el cual dobló sus piernas, incluso aquellos lugares donde se extendía su sombra se vieron privados del verde del verano. Hubiese llorado, pero algo en mis adentros advertía que Calder necesitaba algo más que duelo.

–Puedes verlo por ti misma. La deslealtad de la lanza, el certero blanco del hacha en mi espalda.

Mientras hablaba, guiaba mi mano hacia las heridas que cubrían su pecho y el pedazo de piel colgante y hueso trillado que quedó en la base de su cuello cuando arrancaron de él el filo de hierro que atravesó su clavícula. Proferidas a traición y con armas hechas para tiro a distancia, hablaban de una emboscada. La tierra de una tumba, posición deshonrosa para quien esperaba entregar su cuerpo a agua y fuego, delataban la falta de alma de sus asesinos. En su rostro se perfiló un amago de sonrisa y tal vez la luna fue cómplice del corazón, pero bajo la tenue luz del orbe menguante sus ojos parecieron recuperar algo de vida. Sus palabras se suavizaron y sus manos intentaron regalar algo parecido a una caricia. Sentí sus dedos rozar mi mejilla y perderse entre mi cabello. Besé el interior de su muñeca, aunque dicho intento costó que se enchinara mi piel.

–¿Quién pudo hacerte esto?

Separó su mano de mí, consciente de que habría de hacerme más daño que bien.

–No culpes tu belleza, pero el deseo que despertaste en tu maestro me llevó a una temprana tumba. El vidente sin duda tuvo a bien arreglar mi destino. El augurio de mi muerte aparecía en las visiones, no para que se cumpliese, si no para ser previsto. Estuvo en tus manos saber mi suerte y Barin socavó tu confianza en la interpretación del designio para burlarnos a ambos. En estos momentos espera, satisfecho con su obra, el verte de vuelta en Jutland para anunciarte que eres viuda y desvalida y reclamar lo que se hará fácil hacer suyo. El caudillo de nuestras tierras está unido a él por fe de matrimonio con su hermana. La conspiración quedará sellada. Mi muerte se pagó en oro, y mi nombre no será redimido con preguntas.

La culpa me asaltó como una salvaje puñalada. No teníamos hijos y por ende, mi voz carecía de reclamo.

–Huiré esta misma noche. Prefiero morir en tierras extranjeras antes de volver a la Skjerin.

–¿Y dónde ha de quedar la justicia?– Calder fue rápido a intervenir–. Si no permites que reclame mi sangre, vagaré por siempre con un pie en la vida y otro en la muerte. Mi cuerpo ha de hacerse una ruina mientras que, privado de aliento de vida, seguiré por siempre sin reclamar la recompensa del salón de los dioses o las frías alas del Averno. Debes volver Eira, pero ya no has de llevar tu nombre o el mío. Serás Handen Hella. A partir de hoy, tu mano será guiada por la diosa de los infiernos.

En esos momentos caí presa de un sueño profundo. Me arrulló camino a la inconsciencia la sensación de unos brazos fuertes asidos a mi cintura. Desperté en la tienda que se me asignó durante el peregrinaje, lejos del campo abierto en donde pensé haber conjurado una visión que resultó ser una presencia tangible. Un enorme gato, del tamaño de un becerro dormía a mis pies. En poco tiempo reconocerían a Calder por aquello en lo que se había transformado: un draugen. Mi esposo pasó a ser un guerrero carente de alma a quien se le entrega, por un corto plazo, las llaves del propio infierno.

Las voces de otras sacerdotisas me obligaron a salir fuera de las cobijas que me albergaban antes de tener tiempo de examinarme ante un espejo. El silencio de mis compañeras fue más efectivo que la brillante superficie de metal pulido. Levantaron sus manos curiosas señalando mi cabello el cual perdió todo trazo de color donde Calder acarició mis hebras. No se trataba de la cana recia de los años, se le dotó de un brillo mortecino, el blanco de osamenta desgastándose ante la inclemencia del tiempo. La presencia felina que no se separaba de mi lado corroboró sus sospechas. La desconfianza se asomaba a sus ojos, pero las mujeres de Skjerin nunca hemos sido cobardes. Abrieron paso tanto para mí como para mi inesperado acompañante, pues era necesario interpretar la señal que se asomaba sobre la colina.

A la sombra de un árbol de espino dos lobos silentes observaban un espectáculo grotesco. Serpientes bajaban de entre las ramas para devorar las presas que aseguraban entre sus fauces: cuervos desfallecidos por una inyección de letal veneno. Las aves no graznaban o levantaban vuelo, permitiendo la inmolación en complicidad con los reptiles. Los lobos permanecían inmutables. El paraje se vio privado de la armonía vivaz de la naturaleza; las imágenes eran enmarcadas por el más profundo silencio. A intervalos movían sus cabezas, reconociendo nuestra presencia, como esperando que las palabras corroboraran la señal para poder perderse entre la fina niebla que guarda la salida del sol.

–Entiendan hermanas...– la voz en mi garganta se hizo recia y autoritaria. No sé si por mis labios habló Hel, cuyo asiento está en el helado trono del Helheim, o Loki, cuya sed de venganza acompaña los días en este plano–.Los dioses de Asgard han dado su bendición a nuestra empresa. Odín también fue burlado, privado de un guerrero. Los lobos han visto sobre la muerte de los cuervos. De esta manera, el Padre de Todo ha dado su bendición para que Eira desaparezca de pensamiento y memoria y se me asigne un nuevo nombre.

La noche guardó su llegada. Las augures que una vez dedicaron cuerpo y alma a las brillantes deidades del primer mundo ahora se deslizaban cómplices de la niebla, vestidas en ropajes oscuros que anunciaban su nuevo oficio. Su señora y la criatura que le acompañaba eran indistinguibles. Handen Hella aprendió a caminar al mismo compás atenuado de su draugen; quedándole a deber pisadas al suelo.

Un alarido cortante rasgó el silencio, obligando a los habitantes de Skjerin a abandonar sus casas. Lo hacían forzados por la llamada de Helheim, que hacía eco en los labios de la bruja. Los culpables no necesitaron ser enjuiciados, sus sentencias habían sido leídas en el último de los mundos y ratificadas en las esferas del primero. Ojos que no dormitan y corazones que no albergan cobardía aprobaron la hora de sus muertes. La mujer de cabello negro y onda blanca tomó un cuchillo del cinto que amarraba su túnica y cortó de manera vertical el largo de su antebrazo. El coro de videntes que le acompañaban, llamaban a los culpables. La sangre fluía de la herida abierta a borbotones y el felino lamía cada gota con una lengua áspera y sedienta de más. El líquido carmesí que se entregaba al suelo por venas de su amada no era la sangre de la mujer, si no la vitalidad de sus enemigos.

Uno tras otro fueron ejecutados, desde el jarl hasta los falsos compañeros de armas que callaron sobre el asesinato del guerrero. Agarraban sus pechos como si con sus manos pudiesen librarse de la muerte. Todos cayeron, secos, castigados por el frío que consume desde adentro. Sus rostros se hicieron deformes mientras que sus insidiosos pensamientos corrompían desde adentro y se asomaban por sus bocas, ojos y oídos como blancas larvas. Barin, el vidente fue el último en morir, ahogado en bilis y sangre, rogando a la criatura infernal con ojos suplicantes que consumiera su carne y librara su alma de ese tormento. Pero el draugen solo posó sus enormes patas sobre el pecho del agorero. Harto hasta la saciedad de la sangre de los que participaron de su muerte, el animal era ahora tan grande y pesado como un caballo. Con saña, clavó sus garras en el torso del traidor a los dioses y presionó, haciendo que costillas colapsaran contra su corazón. El hombre pronto fue un guiñapo de piel y hueso que con la mayor facilidad se fundió con el polvo del camino...

En Skerjin los veranos son cortos y preciados, los inviernos largos y crueles. No hay nada que les diferencie del resto de Jutland, a excepción de un detalle. Sobre esas tierras reina una mujer que escucha la voz de los vivos y los muertos y una bestia que es como su sombra. Llegará el día en que los dioses juzguen su suerte y concedan la prometida entrada a los gloriosos salones de Valhala. Pero mientras, los que habitan en Helheim, quienes sin pretensión recogen toda la escoria, sonríen y piden más. Skerjin ha sido marcado como el lugar a donde llegan los acusados de traición, a ser juzgados en las puertas del infierno.

N/A Dedicado a Arassha en honor a nuestra obsesión compartida por la mitología.

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