>Comandante.
Advertencia: Gènero Drama y Angst.
Ambientado en la guerra del pacìfico.
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Batalla de Tarapacà, año 1879.
Miguel podìa oìr el silbido fùnebre de los fusiles al exterior de aquella vieja casa abandonada y despedazada por el paso de la mortal guerra que dejaba hasta el momento, como triste saldo, el número de setecientos muertos.
Y muchos de ellos, compañeros suyos.
El frìo sudor le corrìa por las sienes. La sangre le bajaba por la comisura del labio. Sus ropas estaban rasgadas y, sus manos temblorosas, sostenían el pesado fusil entre ellas.
Con un esfuerzo sobrehumano controlaba apenas su respiración agitada por causa del pavor pues, Miguel sabìa que, en el fondo de aquella habitación en la que se adentraba de forma sigilosa, se escondìa un soldado de las fuerzas opositoras.
Se escondìa un soldado chileno.
''Tengo que hacerlo. Debo hacerlo. Debo matar a ese chileno''.
Miguel no paraba de repetirse aquello una y otra vez en la conciencia. Siendo un joven de diecinueve años, hijo menor de una familia de médicos y, enviado por su familia a honrar el apellido de los Prado y a salvar a la patria, Miguel se veìa en la obligación moral de matar a lo menos a un soldado de las fuerzas opositoras pues, de lo contrario, su familia ya no lo querrìa de vuelta.
''Ya que has decidido no seguir estudiando medicina como si lo han hecho todos tus hermanos, Miguel, a lo menos ve y lucha por la patria, y lleva a la tumba la cabeza de un chileno. Nos has defraudado profundamente como familia Prado, y lo menos que puedes hacer es dar honor a nuestro apellido y honrar a tu paìs''.
Las palabras de su padre y, las miradas de desprecio de su madre y hermanos, se le reproducían de forma constante en la cabeza.
Era la vergüenza de su familia, y debía matar a un chileno para ganarse a lo menos el respeto de ellos.
Pero le costaba. Miguel no era un asesino. Èl era un joven aspirante que, muy por el contrario a sus hermanos, no hallaba su pasión en la medicina, sino que en el mundo de las artes y, específicamente en la pintura.
Pero no podìa. Y por màs razones que tuviese, las manos le temblaban sosteniendo el fusil.
Pero era rápido. Debìa entrar en esa habitación oscura, alzar el fusil y, con determinación, apuntar a la cabeza del chileno que se oìa quejar despacio en el rincón, de seguro gravemente herido.
Volarle la cabeza era el paso definitivo para ganarse el aprecio de su familia.
Cerrò los ojos con fuerza, inhalò profundamente y, con las manos aferradas al fusil, ingresò de forma sorpresiva a la habitación, y alzò el arma.
—¡Quieto! —gritò eufòrico—. ¡No tienes escapator...!
Y se quedó de piedra.
Miguel contrajo sus pupilas, abrió de forma leve los labios y se quedó quieto observando al chileno.
No podìa creerlo.
—Vaya, con que me han encontrado —musitò el de las fuerzas opositoras—. Pensè que estaba bien escondido en este sitio.
Miguel no pudo pensar por un instante. Seguìa con la misma sorpresa.
No se trataba de un soldado cualquiera. Era un comandante chileno. El comandante Manuel Gonzales, el hombre al que se les había encargado llevar la cabeza a toda costa en aquella misión.
No podìa ser cierto.
—¿Què esperas? —le interrumpiò Manuel en sus pensamientos—. Dispara rápido. No te quedes quieto. Ya màtame —le instò—. Estoy gravemente herido y no puedo moverme. Es tu oportunidad para rematarme.
Miguel, aùn descolocado, bajò su mirada hacia una de las piernas de Manuel y, efectivamente, la sangre le mojaba las prendas.
Al parecer el comandante estaba gravemente herido hasta el punto de estar inmovilizado en el rincón de esa habitación. Su fusil estaba tirado a varios metros de èl, y no podìa defenderse en esa posición.
Estaba totalmente indefenso.
—Hazlo.
—¡Silencio! —exclamò iracundo Miguel, alzando nuevamente el arma—. Cierra tu puta boca, comandante, o moriràs en este mismo instante.
—Hazlo si te crees capaz.
Miguel se mordió los labios, y las manos le comenzaron a temblar sosteniendo el fusil. Sintiò una punzada en el estòmago, y la expresión contenido le dejó en evidencia.
No podìa hacerlo; el comandante se echò a reir.
—Lo sabìa; no puedes hacerlo. —Miguel frunció el ceño ante el tono burlesco del comandante—. Eres tan solo un niño. No tienes las agallas para acabar con mi vida, ¿verdad?
Miguel chasqueò la lengua y forzó su agarre en el fusil alzado.
—No tienes la sangre tan fría como para hacerlo. Jamàs has estado en una guerra; lo veo en tu expresión. No puedes alejar tu deber del sentimiento.
Miguel comenzó a desmoronarse mentalmente; las palabras del comandante parecían ser certeras.
—Cà-càllate... maldito chileno, bestia demoniaca.
—Entonces màtame —ordenò—. Soy el comandante Manuel Gonzales, lidero las tropas chilenas en esta región. Dispàrame justo al corazón —dijo, desabotonando su uniforme y dejando expuesta la zona de su pecho en donde yacìa su corazón bajo la piel—, y màtame. Lleva mi cabeza a tus compañeros y a tu comandante, y gánate infinitos honores. Màs adelante seràs un héroe de tu patria, y un país completo te rendirà devoc...
—¡¡¡CÀLLATE!!!
Miguel no soportò la presión en aquellos instantes y, sin pensarlo debidamente, lanzó el gatillo del fusil, lanzándose una fuerte bala, provocándose un ruido sòrdido y generándose una humareda alrededor.
Hubo un silencio absoluto. El humo fue denso y Miguel sintió que el corazón se le detuvo.
Luego la imagen del comandante chileno le volvió a ser visible ante sus ojos.
—Ni siquiera me apuntaste —se oyò una voz por lo bajo—. Si quieres jugar a ser actor, moriràs en esta guerra, muchacho.
Miguel sintió alivio por un instante; realmente sus intenciones no eran matarlo, pero la bala del fusil se le había disparado sin èl quererlo.
Lanzò un suspiro cargado de un llanto retenido, soltò el fusil y cayó rendido de rodillas al suelo.
Comenzò a sollozar despacio, ante la expresión serena de Manuel.
—No puedes dudar en cuestiones como estas —le dijo Manuel—. Yo podría matarte en estos instantes.
Miguel no respondió. Se quedó con la vista hacia el suelo, sintiéndose un fracaso al no poder acabar con la vida del comandante totalmente débil ante su presencia.
—¿Por què no me mat...?
—No puedo hacerlo —musitò Miguel, con la voz apagada—. No puedo matarte, comandante, por màs razones que tenga, por màs honores que reciba si mato a alguien de tu rango y, por màs posibilidades que tenga.
Manuel se le quedó mirando con expresión serena.
—Yo no soy un asesino como tù.
El comandante contrajo sus pupilas ante aquella acusación y, finalmente, sonriò de forma leve.
—Con que un asesino...
Hubo un largo silencio. Miguel seguía con la vista hacia el suelo.
—Jamàs he matado a alguien —revelò el comandante, y Miguel alzò su vista, sorprendido.
—¿N-no...? ¿Pero cómo tù entonces tienes ese rango?
Manuel se llevò los dedos a la sien, y se golpeò despacio.
—Soy estratega —le revelò—. Mis manos no están manchadas de sangre, pero sì mis ideales. No soy el actor material de ninguna muerte, pero si el autor intelectual de muchas. Soy bueno operando con la mente, y puedo generar estrategias perfectas en momentos de crisis.
Miguel quedó de piedra por unos instantes.
—Aunque tampoco eso no hace menos grave mis acciones. Soy un asesino intelectual de todos modos.
Miguel bajò la vista y se mordió los labios.
—¿No sientes culpa por ello? De ser el responsable de tantas vidas perdidas, de sueños arrebatados, familias rotas...
Miguel observó directo a los ojos del comandante; este rehuyò de su vista, y ladeò la cabeza hacia el rincón de la habitación.
Se quedó en silencio. Miguel entendió la respuesta.
—¿Què edad tienes? —preguntò el comandante, y Miguel mostró sorpresa por la pregunta—. Tranquilo, no es como si yo fuese a utilizar dicha información, después de todo, estoy aquí escondido en esta habitación; indefenso, inmovilizado... ni siquiera puedo sentir mis pies. Creo que no podrè moverme por lo que me resta de vida.
Miguel dirigió su mirada hacia la pierna herida del comandante.
—Tengo diecinueve años —revelò, y Manuel mostró cierta sorpresa.
—Bueno, eres joven —dijo—. Eso explica el por què actùas de esa forma. Yo tengo casi treinta años. —Esta vez Miguel se mostró sorprendido; el comandante se veìa mucho màs joven que eso—. Bueno, en realidad tengo veintiocho años.
—¿Còmo has podido ser comandante a tan temprana edad?
—Soy hijo bastardo del comandante supremo. Me ha cedido este sitio para poder dar honor a mi madre. Ella está enferma y con lo que gano puedo costear sus medicinas. —Miguel se mostró curioso por lo que Manuel le confiaba—. O bueno, he tenido que aceptar este puesto casi obligado. Lo mínimo que puedo hacer si es que soy un hijo bastardo, es intentar dar honor a mi madre con la desgracia y deshonra que supone mi sola existencia. Imagínate llevar una vida feliz y, que, de un dìa a otro, tengas que parir a un bastardo y paria que hace ganarte el prejuicio y las malas miradas del resto. Es una mierda.
Rio con desgano; Miguel sintió algo de làstima.
Sus historias eran similares. Hijos relegados al desprecio de otras personas y dirigiendo sus vidas para el mero deseo de terceros, cargando con culpas sobre sus hombros por no ser lo que sus familias esperaban.
—Lo siento. La verdad es que no debe interesarte nada sobre mì. Es solo que llevo aquí un par de horas y creo que comenzaba a anhelar algo de compañía —dijo sereno, echando su cabeza hacia atrás y cerrando los ojos—. Puedes irte, si es que no han vuelto tus ganas de matarme.
Rio despacio. Miguel sonriò de forma leve.
Dirigiò su vista hacia la herida en la pierna de Manuel.
—Tu pierna... —susurrò Miguel, y Manuel bajò su mirada hacia ella.
—Ah —dijo con sorpresa—. Sì, está herida. He retenido la hemorragia, pero en cualquier momento morirè. —Miguel le mirò con cierta làstima—. Morirè de hambre en este sitio, o bien, morirè de una infección a la herida. Este es un sitio insalubre, oscuro y sin ventilación. No tardarè en morir.
Miguel sentía làstima por la forma en que el comandante aceptaba su muerte de forma tan frívola, sin darle ningún sentido a su existencia aparentemente.
—Quizà pueda hacer algo —dijo Miguel, deslizando el pantalón del comandante y observando de cerca la herida.
—¡He-Hey! —se quejò Manuel, adolorido—. ¡¿Què haces?!
Miguel palpaba la zona del muslo, intentando ver si yacìa dentro la bala del fusil.
—Estudie medicina por un año. No soy doctor, pero tengo conocimientos bàsicos.
Manuel le observó con cierta vergüenza.
—Ya, niño —le dijo, alejándole con las manos—. Te lo agradezco, pero no.
—Pero, si no te sanas, morir...
—Vine a esta guerra sabiendo que moriría —revelò—. Es cierto que hemos conversado por un rato, pero no necesito tu làstima.
El comandante sacaba a relucir su orgullo.
—No es làstima, es solo que...
—Soy tu enemigo —le dijo—. Ya has hecho demasiado por mì al dejarme con vida, cuando pudiste matarme. Ahora, escucha lo siguiente que te dirè.
Miguel le escuchò con atención.
—Si bien es cierto que soy el comandante de las tropas de esta región, hay algo que aprecio màs que a mi patria, y son las actitudes caballerosas. Me has perdonado la vida y, a cambio, salvarè la tuya y la de tus compañeros.
—¿Sa...Salvar mi vida?
Manuel asintió, se tomò la pierna y se quejò; Miguel se sobresaltò.
—¿Te... te sientes bien?
—Hoy al anochecer, mis tropas se dirigirán al lugar en donde ustedes pernoctaràn, y les mataràn mientras duermen. Robaràn sus municiones y sus caballos, y huirán con dirección al norte, para abrirse camino hacia Lima.
Miguel quedó horrorizado.
—¿Co-còmo ustedes saben...?
—Porque yo todo lo sè —dijo Manuel, con una expresión que denotaba dolor en su pierna herida—. Recuerda que soy estratega y comandante de estas tropas. Sè muchas cosas que ni siquiera imaginas.
Miguel se quedó de piedra por unos instantes. Le asustaba pensar la cantidad de información que Manuel sabìa sobre ellos.
—Debes irte ahora ya. Avisa a tus compañeros sobre lo que las tropas chilenas harán. Eviten un combate directo y huyan hacia el noroeste. Salvaràn sus vidas y no mataràn a nadie.
Miguel dudò por unos instantes en las palabras de Manuel.
—Te estoy diciendo la verdad —prometió el comandante, al notar la expresión de preocupación del peruano—. Es lo que te doy a cambio por perdonar mi vida. Es tu vida y la de tus compañeros, a cambio de la mìa.
—Gracias, Manuel...
—No me lo agradezcas —le dijo, evitando contacto visual directo—. Soy tu enemigo, y eso jamás cambiarà. Ahora ve, o se hará tarde.
—Pero... —Miguel no podìa dejar de preocuparse por la herida en la pierna de Manuel; le observaba con melancolìa—. Tu herida... moriràs si no hacemos algo con ella. Si me voy, entonces...
—Vete ahora.
—Pero...
—¡¡Vete!!
Manuel le gritò con tanta aspereza, que Miguel se encogió en su sitio. La mirada que le dedicaba era iracunda, y el peruano no pudo evitar actuar ante dicha orden.
Sin lugar a duda, Manuel tenía el aura imponente como un comandante.
—Bien —dijo, y se alzò, retrocediendo despacio—. Pero, volverè.
—No lo hagas. Tù y yo ya no tenemos temas pendientes. Con esto quedaremos saldados.
—Volverè y sanarè tu herida, ya veràs.
—Hey, no lo necesit...
—Espèrame. ¡Volverè!
Y tras los ojos que expendìan el aura decidida de Miguel, el comandante se quedó solitario nuevamente en dicha habitación.
Y no pudo evitar sonreir.
Què ingenuo le parecía aquel muchacho.
(...)
Aquella noche pasó lo prometido. Las tropas chilenas arremetieron en el lugar de pernoctación de las tropas peruanas, pero no llegó jamás el combate directo.
Las tropas peruanas se movieron hacia el noroeste, tal y como les había advertido Miguel a su comandante y compañeros.
El comandante Manuel Gonzales le había dicho la verdad; les había salvado la vida.
Miguel, a la noche del siguiente dìa, entonces volvió.
Y cuando llegó nuevamente a la habitación de la vieja casucha abandonada, no oyò nada a lo lejos.
Solo era perceptible una respiración débil.
—¿Comandante? —musitò asustado, creyendo que Manuel había muerto en la espera de su visita, pues no se oìa nada en la habitación; sintió culpa por tardar tantas horas—. ¿Comandante, está vivo?
Pero no recibió respuesta en un inicio, hasta que oyò:
—Asì que realmente has venido... —una voz débil casi en un jadeo, resonò en la habitaciòn—. Eres realmente tan ingenuo...
Miguel se sobresaltò y corrió hacia el cuerpo débil del comandante.
—He regresado, tal y como prometì —le dijo, agachándose a la altura del chileno, y sacando del bolso un montón de indumentarias—. Por favor, resiste, ya estoy aquí.
Manuel sonriò débil, y comenzó a toser.
Miguel removió el montón de harapos que cubrìan la herida de Manuel, y revisò la zona.
Manuel gritò del dolor.
—Dios, Dios... —murmullò asustado—. Esta herida está horrible. Tengo que sacar la bala ahora, o moriràs.
—Dè...jame, déjame morir.
—No.
—Es... lo único que me esperaba. Soy tu enemigo. Debes dejarme mor...
—¡Silencio!
Esta vez, fue Miguel quien exclamò con aspereza. Manuel le observó casi inconsciente.
—Ayer por la noche mis compañeros y yo nos hemos salvado. Te debemos la vida, comandante. No puedo dejarte morir.
—Pe-pero...
—Escucha —dijo Miguel, tomando las manos de Manuel y entrelazándolas con las de èl, con fuerza—. Voy a remover tu herida, y va a doler, va a doler muchísimo. Voy a sacar la bala, voy a curar, y voy a coser. No puedo prometer que volveràs a moverte, porque desconozco el daño que ha hecho la bala en tu cuerpo, pero al menos evitaremos que haya una infección y mueras por una lepra.
Manuel le observaba atontado, con la expresión adormilada.
Y asintió, dándose por vencido.
Al parecer no podìa contra la persistencia del peruano.
—Bien —dijo Miguel, sacando las indumentarias, remojando la zona y encendiendo una vela—. Prepàrate, esto va a doler. Te darè mi mano para que aprietes cuànto lo necesites. Intenta no gritar, o nos descubrirán. Llora si lo necesitas.
Manuel asintió despacio.
Y comenzó a extraer la bala.
Manuel arqueò su espalda de inmediato. Se mordió los labios, y los quejidos de dolor quedaron aprisionados en su garganta. Làgrimas comenzaron a surcarle por el rostro.
—Aguante, comandante, por favor, aguanta...
Y la localizò en la profundidad del muslo, y comenzó a extraerla con lentitud, o desgarrarìa alguna zona.
—¿Por què...? —mientras la bala era extraìda de su cuerpo, a duras penas Manuel hablò—. ¿Por què... haces esto?
Miguel entrelazò su mano màs fuerte a la del comandante. Este lanzó un fuerte quejido por el dolor del roce de la bala con el interior de su carne.
—Se lo dije, comandante —susurrò—. No soy un asesino.
Manuel le observó adormilado, con los ojos opacos, los labios resecos y el sudor en el rostro.
—Pero, ya me perdonaste la vida antes...
—No ser un asesino, comandante, también tiene que ver con salvar la vida de una persona, cuando tienes la posibilidad de hacerlo.
Y dicho eso, extrajo la bala, la dejó caer en un recipiente metálico, limpiò la zona y comenzó a curar.
Manuel se soltò del agarre y se echò a descansar, aliviado.
—Este sitio no es para ti —dijo el comandante a Miguel—. Es un lugar lùgubre. Este no es tu sitio, definitivamente.
Miguel no pudo evitar sonrojarse por el extraño cumplido.
—Gracias, comandante.
—Manuel.
—¿Umh? —Miguel ladèo su vista hacia la expresión cansada del comandante, sin entender su palabra reciente.
—Manuel —repitiò—. Solo llàmame Manuel.
Miguel sonriò.
—Y tù puedes llamarme Miguel. Solo Miguel.
(...)
A los pocos minutos de suturada la herida en el muslo del comandante, este cayó dormido profundamente por varias horas. Al amanecer del próximo dìa, cuando entonces recuperò la consciencia, abrió los ojos y vio la débil luz proveniente desde el exterior.
Y pudo sentir una leve respiración a su lado; sorprendido, dirigió su vista al costado.
Era Miguel durmiendo.
¿Què hacia ahì? ¿Se había quedado dormido a su lado durante el pasar de la noche? ¿Por què no volvió junto a sus compañeros?
Manuel se quedó en silencio, observando la expresión adormilada de Miguel.
Y sintió una sensación càlida en el pecho.
Aquel muchacho era sumamente ingenuo, y le parecía dulce hasta cierto punto.
¿Què hacia en un lugar como ese?
—Este lugar no es para ti, Miguel... —susurrò, extendiendo sus dedos, y tocando el cabello del peruano—. Mucho menos esta habitación. Un lugar oscuro, con hedor a sangre, triste, y conmigo...
Sonriò.
—Sabìa que podìas ser sentimental.
Dijo Miguel de pronto, y abrió los ojos.
Manuel sintió que tenía la cara como un tomate en aquellos instantes.
—¡He-Hey! —exclamò, avergonzado—. ¡Pensè que dormías!
Miguel se echò a reir; Manuel sintió que el corazón le dio un brinco.
Que bonita risa tenía.
—Y es lo que hacìa —dijo—. Estaba durmiendo, pero tu caricia en el cabello me despertó.
Manuel se sonrojò.
—N-no era una caricia...
—¿Què fue entonces?
—Fue... pues, bueno, fue... —chasqueò la lengua—. Da igual, de todas maneras, ¿por què te quedaste aquí?
Miguel sonriò y rebuscò entre sus cosas.
—Ya que tal parece, tu herida está mejor, esperè a que despertaras para que repongas energías.
Manuel le observó curioso.
—Te he traído agua y alimentos. Debes proveerte de nutrientes, o no tendràs una recuperación.
Manuel le observó incòmodo.
—Miguel... —susurrò—. Agradezco que te preocupes por mì de esta forma. Pensè que ya estábamos a mano con la información que te entreguè acerca de mis tropas, pero... ahora nuevamente estoy en deuda contigo. No solo perdonaste mi vida, sino que además... ahora me la has salvado, y me provees de alimento. —Manuel decía aquello con pena, y bajando la vista—. Agradezco tu ayuda, pero no puedo permitir que sigas haciéndolo. Esto es todo. Ya no màs.
—Hey, ¿por què n...?
—Porque no.
—Pero Manuel, ¿què suced...?
—No podría perdonarme si, por mi causa, terminan asesinándote.
Miguel se quedó de piedra. Bajò la mirada.
—Hey, eso no va a pasar...
—¿Còmo puedes asegurarme eso, Miguel?
—No seas tan pesimista, comandante.
—No se trata de eso, Miguel. Estamos en medio de una guerra. Cualquier cosa puede pasar. Somos enemigos, recuèrd...
—Ya me hartè de esta mierda —dijo de pronto Miguel—. ¿Enemigos? ¿Acaso un enemigo te salva la vida? ¿Acaso un enemigo salva la vida de tus compañeros? ¿Acaso un enemigo duerme a tu lado después de sanar tus heridas?
—Miguel, escucha, eres demasiado ingenuo. Terminaràn matándote por causa de est...
—Pues que lo hagan.
Manuel sintió que la actitud de Miguel le exasperaba; tal parece no entendía el peso de la situación.
—¿Ya te percataste si ningún compañero tuyo te siguió los pasos mientras venias a este sitio?
Miguel contrajo las pupilas; jamás había pensado en ello.
—Yo... —musitò, evidentemente asustado—. No... jamás me percatè de ello.
Manuel chasqueò la lengua. Miguel se encogió en su sitio, como un niño regañado.
—En este preciso instante alguien podría estar apuntando un fusil hacia tu nuca, y no podrías darte cuenta.
Miguel alzò la vista hacia la expresión enojada de Manuel.
—Lo siento... —susurrò, y Manuel suspirò con pesar.
Hubo un largo silencio.
—Solo quiero tu bienestar —le dijo a Miguel, y este, no pudo evitar sonrojarse—. No sigas arriesgando tu vida por mì. Soy tu enemigo, no puedes seguir ayudàndom...
—¡Què no somos enemigos!
Y hastiado del mismo discurso por parte del comandante, Miguel, sin pensar lo suficiente su accionar, tomò el rostro de Manuel y unió sus labios a los del comandante.
Y se besò con èl.
Se quedaron en aquella posición por varios segundos.
Hasta que Miguel, entonces se separò levemente.
Manuel le observaba con el rostro inundado de carmìn y con las pupilas contraídas.
Miguel torció los labios y se separò de golpe.
—¿Què... què mierda acabas de hacer?
—¡¡Lo siento!! Lo siento, lo siento, lo siento comandante. Ay, no, lo siento. No he... no he pensado bien lo que hice. No debì, yo, perdón...
—¿Me... me besaste?
—¡Sì! Digo, no... es decir, lo siento, yo...
Nervioso y, completamente incrèdulo por lo que había hecho, Miguel tomò los alimentos y la vasija con agua, y las llevò de un movimiento violento al pecho del comandante.
Y se alzò rápido con dirección a la salida.
—Debo irme, es tarde. Mis compañeros han de estar preguntando por mì, yo...
—No vuelvas a hacerlo.
—S-Sì... —dijo Miguel, con la voz inestable—, lo siento, de verdad no debì, lo siento...
Y cuando estaba a poco de salir, entonces oyò por última vez:
—No vuelvas a hacerlo. No vuelvas a hacerlo, porque comienzo a mirarte de otra forma, y ya no podrè verte como a un enemigo.
Miguel contrajo las pupilas y se volteò despacio hacia Manuel, que yacìa detrás de èl.
Y le quedó observando por varios segundos.
Manuel se sonrojò, y desviò la mirada.
Miguel sonriò.
—Nos veremos pronto, Manuel.
Susurrò, y Manuel asintió sin dirigirle la mirada y con el rostro pigmentado en carmìn.
Miguel abandonò el sitio, y volvió a las pocas horas después.
(...)
—Mis dos hermanos mayores son médicos. Mi padre también lo es, y mi madre cuidò de nosotros —decía Miguel, mientras que con un trozo de carbón y un lienzo blanco, retrataba la esencia del comandante—. Por eso, cuando decidí dedicarme al mundo del arte, quisieron incluso desheredarme de todo. Era una vergüenza que el último hijo de los prado, se desviara del camino.
—¿Desviarse del camino? ¿Què clase de idiotez es esa? —escupió Manuel, indignado por lo que Miguel le platicaba.
—No lo sè; tampoco fui jamás capaz de entenderlo. Supongo que era vergonzoso para ellos que su último hijo no siguiera la herencia familiar.
Miguel observó detenidamente al comandante, lanzó unos últimos trazos en el lienzo y, seguidamente, se acercò hacia èl y le extendió el objeto.
Manuel sonriò.
—Tienes mucho talento —le dijo—. Definitivamente eres un artista. —Miguel sonrojò—. Pero... ¿no me veo muy poco realista en el retrato? ¿No me veo acaso demasiado guapo?
Manuel se echò a reir. Miguel se mostró ofendido.
—¡Oye! —le reclamò—. Mis retratos son realistas y fieles. Mira... —Tomò el lienzo con el retrato, y comenzó a enumerar—. Tus ojos grandes, tus labios gruesos... —Comenzò a deslizar sus dedos por el retrato, sumido en un silencio absoluto—. Tu nariz respingada, tus mejillas, tu cabello lacio y castaño. Tus cejas gruesas, tu espalda ancha, tu mirada serena...
Manuel se quedó quieto por varios minutos, observando en silencio como Miguel recorrìa el retrato recientemente dibujado.
—Te he dibujado como eres —le dijo.
—¿Y cómo soy?
Miguel sonrojò, y dijo:
—Eres lindo.
Manuel pestañeò sorprendido con la respuesta. Sonriò divertido.
—¡Gracias!
Miguel bajò la mirada, avergonzado.
—Es mi turno —le dijo, tomando el lienzo por el revés y el pedazo de carbón que Miguel sostenìa—. Ahora yo te retrataré.
Miguel le mirò con sorpresa.
—¡¿Sabes dibujar?!
—Claro que sì —le dijo, mirándolo y dirigiendo su atención al dibujo que plasmaba en el lienzo—. Soy uno de los mejores dibujantes de Chile.
Miguel arqueò sus cejas, escèptico.
—¡Mira! —exclamò divertido, extendiendo el dibujo.
Era horrible.
—¡Hey! —reclamò Miguel—. No es justo. No soy tan feo.
Manuel rio jocoso.
—Sì te pareces.
—No me parezco.
—Yo creo que sì.
Miguel tomò el retrato y lo observó apenado; Manuel sonriò con tristeza.
—Acaso no ves que intentè retratar por ejemplo... —alzò su mano, y la llevò al rostro de Miguel—. Tus ojos dorados. Tus largas pestañas. Tus labios gruesos. Tu cabello negro y rizado. Y... —Tomò la nariz de Miguel, y la aprisionò entre sus dedos, como se haría con un niño pequeño—. Tu nariz pequeña.
Miguel comenzó a reir divertido. Manuel sintió que el corazón le brincò con fuerza.
Se miraron por un largo rato, en silencio.
—Eres lindo.
Miguel sonriò despacio. Se quedaron observando en silencio.
—¿Lo dices en serio?
—Lo digo en serio.
Miguel sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.
—Manuel... —dijo de pronto Miguel, bajando la mirada y, deslizando sus manos de forma tìmida hacia las del comandante—. Sobre lo de ayer...
—¿Sì?
Miguel sonriò nervioso.
—¿Te incomodè?
Manuel negó despacio. Miguel pestañeò sorprendido.
—¿Y tù? ¿Te sentiste cómodo? —preguntò el comandante, y Miguel dudò por unos instantes.
—No lo sè —respondiò—. Me sentí... nervioso. —Manuel le observó con serenidad—. Creo que... fue atrevido de mi parte. Jamàs había hecho eso a otro hombre.
Manuel, después de las tìmidas caricias que Miguel le propinaba en sus manos, fortaleciò el agarre y accedió a los roces en las manos.
Miguel sentía que la temperatura de su cuerpo subìa de forma peligrosa.
—¿Quieres estar seguro de ello? —le dijo Manuel, y Miguel alzò la mirada—. Si quieres estar seguro de cómo te sentiste, puedes repetir lo de ayer.
Miguel torció los labios y sintió una extraña sensación en el estòmago.
Manuel le generaba aquello que sintió por primera vez a los catorce años.
—Entonces...
—Si quieres, puedo yo intentarlo esta vez —le ofreció el comandante—. Solo cierra tus ojos.
Miguel aferrò sus manos con fuerza a las de Manuel, y asintió.
Tragò saliva y cerrò los ojos, remojándose los labios un poco.
Y con el pasar de los segundos, fue sintiendo una respiración càlida acercándose a su rostro.
Y posteriormente, un roce suave en sus labios.
Y sintió un tierno beso en ellos.
Se quedaron asì por unos instantes.
Miguel no quiso separarse en aquellos instantes, pero Manuel lo hizo en su lugar.
—¿Y? —le susurrò de cerca—. ¿Ya estàs seguro?
Miguel le observó con una expresión adormilada por el calor. Alzò una mano temerosa al rostro del chileno, y susurrò.
—No me quedó claro. ¿Podemos repetir?
Y Manuel rio suave.
—Claro que sì.
Y lo volvieron a hacer.
Y con el paso de los minutos, el beso ya no fue tan tierno como antes. Y al interior de su boca, Manuel sintió la suave lengua de Miguel adentrándose de forma tìmida.
Y entonces, al cabo de unos minutos, el beso fue màs eròtico que dulce.
Ambos comenzaron a reir.
—Si mis soldados me viesen en este mismo momento, me colgarìan sin pensarlo.
—Dìmelo a mì. Mi comandante me matarìa.
(...)
Los días pasaron y la rutina fue la misma: Miguel llevando agua y alimento a Manuel, pasando la tarde —y a veces las noches— juntos, hablando de cuestiones profundas, a veces banales, caricias, besos y, en algunas ocasiones, en cuestiones màs fogosas.
Jamàs comprendieron como es que avanzaron hasta tal punto, pero ya no se trataban de la misma forma comparada a la primera vez que se vieron.
—Nadie te ha seguido, ¿verdad? —susurrò Manuel, abrazando a Miguel por la cintura y repartiendo pequeños besos en la zona de su cuello—. Debes tener cuidado. Serìa peligroso para ti.
—Tranquilo —musitò Miguel, respondiendo a las caricias del comandante—. Salgo cuando nadie nos ve. Todo estarà bien. Pronto terminarà esta guerra, y podremos partir.
Manuel se quedó en silencio, pensativo; Miguel se percatò de ello.
—¿Què ocurre?
Manuel dibujò una expresión melancólica.
—Cuando esta guerra acabe... —susurrò—. ¿Cuándo acabarà? No tengo noticias del exterior. No sè en donde estèn ahora las tropas chilenas. No sè como las cosas se han dado. Siento incertidumbre por todo ello.
Miguel le tomò del rostro, y depositò un fugaz beso en sus labios.
—Pronto terminarà —le mintió, pues Miguel bien sabìa que las tropas chilenas ya casi llegaban a Lima, y el final de la guerra no se veìa cerca. Èl podìa mentir a Manuel pues, a diferencia de su amado, èl si tenía acceso a la información en el exterior de dichas paredes—. Y cuando todo este termine, huiremos de este sitio. Podremos vivir juntos. Seremos felices.
Manuel sonriò disconforme.
—No lo creo... —susurrò—. Aunque la guerra acabe, de todas formas, no podremos vivir en paz en ningún sitio. Al volver contigo a Chile, sabrán de mi traición al verme con vida, pues todos piensan que las tropas enemigas me han arrebatado la vida. Y al volver a Perù, te crucificarán al verte con un chileno.
Miguel bajò la mirada, preocupado.
—Para ojos del resto, Miguel, tù y yo no somos màs que unos asquerosos traidores.
—Pero yo te amo.
Dijo Miguel, y Manuel sintió que el corazón le dio un brinco por aquello.
—Y yo a ti, Miguel; pero ya no sè què pasarà con nosotros.
Se quedaron en absoluto silencio. Miguel abrazò con fuerza al comandante.
Comenzò a acariciarle el cabello.
—Viviremos —le dijo—. En cualquier sitio que no sean nuestros países. La guerra acabarà pronto, y viviremos unidos. Nada podrá contra nosotros.
—Miguel...
—Te amo, Manuel. Y estoy dispuesto a perder a mi maldita familia, por pasar el resto de mis días contigo. Has sido la única persona que realmente ha logrado comprenderme, y que me ha hecho sentir orgulloso de lo que soy.
Manuel sintió que los ojos se le humedecieron.
—Yo si quiero pasar mi vida contigo, comandante, aùn sì tenga que soportar lo que venga. Incluso si debo soportar por el resto de mis días tus feos retratos.
Manuel se echò a reir.
Le tomò del rostro, le acercò los labios a la frente, le depòsito un dulce beso, y susurrò:
—Cuando acabe la guerra huiremos. Ya no pertenecemos a ningún sitio. Solo nos tenemos el uno al otro.
(...)
Las semanas avanzaron, y la situación en el exterior fue crítica. Luego de una aplastante derrota para la confederación Perù-Boliviana, la disolución de la alianza se vio cercana.
Y aunque aquel terrible conflicto no dejaba de generarle ruido a Miguel en la conciencia, èl hallaba consuelo cada tarde en los brazos de Manuel en aquella habitación abandonada y oscura.
Ya no quería seguir batallando. Solo quería estar en los brazos de su amado.
—Ya no quiero seguir en esto —le dijo una tarde al comandante—. Ya no quiero, Manuel. Quiero huir contigo. Ya no aguanto esto.
Manuel le tomò el rostro, y pegò su frente a la de èl.
—Pronto acabarà... —intentò consolarle—. No tienes que volver. Quèdate conmigo en este sitio. Quèdate junto a mì, y cuando se declare la paz, huiremos sin que nadie se percate. Prometo que todo pasarà.
Miguel comenzó a llorar en silencio.
—Esto es horrible. No quiero salir de este sitio. Tan solo quiero estar contigo, Manuel. Ya no lo aguanto, yo...
—Tranquilo, sshhh, sshhh. —Tomò a Miguel de la nuca, y le posò en su pecho; comenzó a repartir caricias en su cabello—. Todo pronto acabarà. Huiremos de este sitio, seràs un gran artista reconocido, y yo posarè siempre para ti. —Miguel sonriò entre làgrimas—. Pero no te rindas. Estoy contigo.
De pronto, Manuel es capaz de ver en la entrada de la habitación, una sombra irreconocible a primera vista.
Contrajo las pupilas y se quedó de piedra.
Y cuando quiso gritar para advertir a Miguel, fue demasiado tarde.
La bala de un fusil se disparò.
Manuel se echò pulso y se cambió de lugar con Miguel, ladeando su espalda hacia la entrada.
La bala del fusil le atravesò entonces el cuello.
Miguel quedó frìo.
Y gritò.
—¡¡Maldito traidor, siempre supe que algo raro escondìas!! —exclamò un soldado de las filas Perù-bolivianas, apuntando iracundo hacia Miguel—. ¡Sabìa que no era normal tu ausencia en las filas! ¡Sabìa que algo escondìas!
Julio Paz, un soldado boliviano, había descubierto el romance existente entre el comandante y Miguel.
Y le había seguido el rastro, para matar a Miguel por traición a la alianza.
Pero fallò en su propósito y, en su lugar, Manuel se interpuso y fue herido de gravedad.
Miguel estaba en shock.
—¡¡Con que estabas protegiendo a esta asquerosa rata chilena!! —exclamò con rabia absoluta—. Voy a matarlo ahora. Luego te llevarè a ti al comandante y te humillaràn en la plaza.
Y antes de que pudiese disparar el fusil de nuevo hacia Manuel que yacìa tendido en el suelo, apenas respirando, Miguel salió de su trance.
Y pudo verlo.
Manuel respiraba con sus últimas fuerzas con la bala en el cuello, y dentro de poco, èl moriría.
Rabia.
Ira absoluta. Frustraciòn. Amargura; una mezcla de sentimientos oscuros se alzó en Miguel, y pronto, entonces no se reconoció a sì mismo.
No podìa ser. Habían herido de gravedad al hombre al que amaba.
Ya no había nada màs que perder.
Tomò el fusil de Manuel entre sus manos, se alzò sin titubear, apuntò al pecho de Julio y, si poder este reaccionar, le disparò directo al corazón.
Y lo matò de forma instantànea.
Ni siquiera sintió culpabilidad por dicho acto.
Se echò de rodillas en el suelo y la vista se le nublò.
Comenzò a llorar.
Què amarga era la guerra. Pero aùn màs amargo, era enamorarse del enemigo en medio de una guerra.
Y cuando el enemigo se convertía en quien amabas y, perecìa en manos de tu bando, era un sentimiento que desollaba en el alma.
Y Miguel ahora mismo lo sentía.
—Mig...guel... Mig... —Manuel balbuceaba en sus últimos minutos de vida, con el cuello destrozado y la vista nublada.
Miguel se quedó observándolo, sin creer lo que ocurrìa.
Y entonces sintió el golpe de realidad.
Se echò a llorar en el pecho de Manuel.
—¡¿Por què lo hiciste?! ¡¿Por què?! —gritaba eufòrico—. ¡¡No puedes hacerme esto!! ¡¡Prometiste que estaríamos juntos!! ¡¡Què me esperarìas después de la guerra!! ¡¡No puedes Manuel, no tienes el derecho de hacerme esto, no lo tienes!!
Manuel sonriò entre làgrimas.
—Te... amo...
—Y yo te amo a ti, por favor, no me dejes —sollozò, sacudiendo sus manos en señal de desesperaciòn—. Por favor, aguanta, te sanarè, ¿sì? Manuel, no me dejes, te lo suplico. No puedes hacerme esto, tù...
Y entre la desesperación que sentía, Miguel sintió el suave tacto de las manos de Manuel en las suyas. Se las llevò al pecho, y le instò a sentir los últimos latidos de su corazón.
—Por ti... la-latiò este corazón en sus últimos días de vi-vida... —dijo, corriéndole las làgrimas—. Tòmalos y no dejes que... que tu corazón se apague. Promèteme que seràs el artista que sueñas, in-incluso si no es a mi lado, Miguel...
—No, por favor, Manuel, no me hagas esto, no, no...
—Te amo, y no... no me arrepiento de haberte entregado mi vida.
—Manuel, por favor, aguanta...
—Gracias...
—¡¡MANUEL!!
Y Manuel sonriò.
Y su agarre se desvaneció entre las manos de Miguel, y a los segundos posteriores, entonces cerrò sus ojos.
Y ya no tuvo nociòn de nada màs.
Lo último que Manuel alcanzó a oìr antes de concluir su existencia, fue entonces:
''Te amarè por siempre. Gracias por enseñarme este sentimiento. Prometo llevarte siempre en mi pensamiento, y ser lo que te prometì, incluso en tu ausencia. Hasta siempre, mi amor''.
Y Manuel se sintió dichoso.
(...)
Treinta años después del incidente, Miguel Prado, un reconocido artista del sector aristocràtico de Lima, es alabado por su màs famosa obra en todo el desarrollo de su carrera.
Un famoso cuadro que retratò al inicio de ella y, que con gran emotividad èl titula: ''Comandante''.
Las señoras y señoritas se preguntan en quién habrá inspirado dicho cuadro el distinguido señor Miguel: ''Nadie en especial'', responde èl.
Pero solo èl sabe toda la historia tras ello.
El cuadro deja hipnotizado a quien le mire —hombres y mujeres—. Es un joven de cabello castaño y lacio, de nariz respingada, de labios gruesos, ojos grandes y una mirada serena y firme.
Y cada vez que Miguel ve su creación estampada en todas las salas, de todas las casas aristocráticas, no puede evitar decir por lo bajito a dicho cuadro:
''Buen dìa, comandante. Pronto nos volveremos a ver. Tenemos mucho que conversar... y hacer''.
Toma su copa de vino y camina hacia el comedor en donde le espera su familia.
Siente paz en su interior.
Porque, a pesar de que Miguel re hizo su vida contrayendo matrimonio y procreando a dos hijos, hay amores que dejan una huella tan profunda, que inclusive las nuevas vivencias no logran borrarla del alma.
¿No es cierto, comandante?
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