Constantine Y La Muerte

John Constantine, el mago y estafador más descarado del universo, siempre ha jugado con la delgada línea que separa la vida de la muerte. Pero esta vez, esa línea se desdibujó de una manera inesperada.

Una noche en Londres, después de una de sus habituales visitas al pub, John regresó a su apartamento. La botella de whisky en su mano estaba casi vacía, y su gabardina, desgastada por los años, apenas lograba protegerlo del frío nocturno. Al entrar, no encendió las luces; la penumbra y el olor a tabaco eran compañía suficiente.

Pero esta noche no estaba solo.

En su cama, reclinada como si estuviera esperando una conversación casual, yacía la Muerte misma. Con su figura esquelética y alas negras, parecía más curiosa que amenazante. John, sin inmutarse demasiado, dio un largo trago al whisky y comentó:
—¿Te cansaste de llevarme a rastras o solo viniste a disfrutar de mi maravillosa compañía?

La Muerte sonrió (o al menos lo intentó).
—No todas las noches se tiene la oportunidad de conversar con alguien que me esquiva tan a menudo, Constantine. Pensé que era hora de que nos conociéramos mejor.

John dejó caer su abrigo al suelo, sacó otro cigarrillo y se dejó caer junto a ella en la cama. Rodeado de botellas vacías y cenizas, el ambiente era un retrato perfecto de su vida caótica.
—Si estás aquí para llevarme, dame cinco minutos más. Tengo un cigarro que terminar.

Pero la Muerte no estaba allí para llevárselo. Habían venido a un punto en el que incluso ella, la personificación del final, quería entender qué impulsaba a John a seguir adelante, a luchar por el bien mientras acumulaba más pecados que cualquiera.

La noche transcurrió entre charlas sobre lo absurdo de la existencia, los errores que Constantine nunca logró enmendar y las personas que había perdido en el camino. En un momento, John, con los ojos entrecerrados por el cansancio y la bebida, preguntó:
—¿Crees que todavía hay redención para un alma como la mía?

La Muerte no respondió de inmediato. En cambio, apoyó una de sus manos huesudas en el hombro de John y susurró:
—El hecho de que sigas preguntándolo ya es respuesta suficiente.

Cuando el amanecer comenzó a colarse por las grietas de las persianas, la Muerte se levantó. John, todavía medio dormido, murmuró:
—¿Volverás?

La Muerte sonrió una vez más.
—Siempre estoy cerca, Constantine. Pero por ahora, todavía tienes trabajo que hacer.

Y así, cuando el sol finalmente iluminó su habitación desordenada, John se despertó con un dolor de cabeza monstruoso, pero con un renovado sentido de propósito. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero mientras tuviera una oportunidad más, seguiría desafiando incluso a la Muerte misma.

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