3x1 (FrUK)
Escrito para el Agosto de Mpreg 2023 por Ilitiaforever.
Trama 17
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Arthur Kirkland es alguien sencillo.
Le gusta desayunar un té con galletas, media tacita de leche con dos terrones de azúcar. Le gusta leer el Times mientras desayunaba sus biscochos.
Le gusta su camisa bien clanchada qué siempre usa bajo un Jersey o chaleco curiosamente bordado con rombos.
Le gusta mucho el aroma de las rosas de su jardín acompañándole mientras borda unos dulces unicornios.
Le gusta sobremanera escuchar las campanadas del Big Ben dando las cinco mientras degusta un delicioso té negro en compañía de una novela entrañable.
Lastima que ese modo de vida pasible no rea mas que una fantasia desde que comenzo a salir con Francis Bonnefoy, un frances, la definicion viva de lo que es un parisino.
Al principio no eran nada formales, después de todo Francis era un mujeriego idiota. Raro le resultó que llevaba meses acostándose con Arthur y nadie más.
Pasaron años, antes de que, una soleada tarde de abril con trajeran nupcias en la Catedral de Nuestra Señora de París.
De la manera en que peleaban y discutían nadie jamás podría haberlo predicho. Seguramente si fueran países estarían en guerra constante.
—Eres una rana horrible y floja —era como Arthur decía "Te quiero".
—Y tú un bruto con cejas de azotador —era como Francis respondía “Yo te quiero más”
Ahora, con cuatro años de casados, viviendo en Inglaterra, pasando las vacaciones en el mediterráneo, no era erróneo decir que el joven matrimonio consumaba su pasión cual pareja de conejos.
Su luna de miel fue tan dulce y melosa, que de ser descrita, se derramarían sobre los párrafos del libro jarabes azucarados. Brotando de las palabras tal cual brotaban de sus besos.
Pero cuando peleaban, las cosas se resolvían con seco salvaje, agresivo, algo con lo que cualquier fan del sadismo disfrutaría, palabras sucias desbordantes. Brutas.
Al culminar ambos en un maravilloso orgasmo, los besos y caricias no se hacían esperar. Ya estuvieran en el cuarto, en la cocina, incluso en algún lugar público, era tradición llegar al clímax con un beso.
No están ustedes para conocer la intimidad de un caballero, pero, es propio describir a Francis Bonnefoy. Con su pelo rubio, ligeramente ondulado, me atrevo a decir que perfecto. Sus ojos de un azul franco que amenaza en brillar violeta. Siempre bien vestido, desde el saco hasta los calcetines, vistoso, sin perder la elegancia. Trabajaba como editor en una revista de moda francesa, empresa que no solo le permitía trabajar desde su computadora de manera remota, si no que se pasaba 300 días al año en huelga y 65 de vacaciones obligatorias por sindicato.
Francis tenía fama de promiscuo, una puta para los caballeros, un mujeriego para las damas.
No era para nada una sorpresa la experiencia y maestría del francés en el arte de amar. Arthur perdió su virginidad con él a una edad que es escandaloso decir, quedó tan impresionado del movimiento de las caderas, de como le tocaba en los lugares exactos para caerle temblar, de como sus labios se movían sobre su piel caliente, apretando, soltando, succionado de una manera maestra. Fue tan satisfactorio el sentirle tan profundo, tan caliente, tan grande... Que juró para sí que la próxima vez que se acostaran sería él quien estuviese arriba, que sería él quien arrebataría de los labios francés gemidos y gritos, que lo haría retorcerse debajo de él.
Habían conservado desde entonces la bella tradición de la versatilidad.
A veces Francis hacia de activo, a veces Arthur.
Llegaban al punto de hacer bromas y apuestas ridículas.
10 de diciembre del 2022, cuartos de final del Mundial de Fútbol en Qatar.
Francis revisaba su teléfono desde la cama, sobre su pecho, su propia esencia descansando en su pecho, prueba de que fue amado con pasión hasta el orgasmo, siente un cosquilleo en la columna por el fluido desbordando de su interior, prueba inequívoca dde qué su idiota esposo, no solo no ha usado condón, sino que se ha corrido dentro sin reparos. Francis, como el sinvergüenza que es, ni siquiera se molesta en levantarse a limpiarse.
Su marido regresa del baño con una toalla remojada en agua caliente, la cual arroja con alevosía sobre el rostro del francés.
—¡Bruto! —protesta el galo, comenzando a limpiarse el cuerpo con la toalla.
Arthur sonríe un poquito por haberle molestado.
—¿Quién juega mañana? —pregunta el inglés, dispuesto a sentarse junto a su marido en la cama, despreocupado porque no va a trabajar el día siguiente, sábado.
—Mmm... Me sorprende que no lo sepas —ronronea el francés, acercándose al británico para comerle la oreja a besos.
—Sé que juega el futuro campeón de Qatar 2022 y un equipo de ranas feas, pero no recuerdo los demás —indica, haciendo referencia a que juega Inglaterra contra Francia.
—¿Disculpa? —Francis se le separa, indignado falsamente —. Creo que no te has enterado pero, Francia va a ganar, este y todos los partidos qué vienen –asegura el de ojos azules.
Arthur se ríe burlón.
—Por favor, los franceses solo sirven para tres cosas: hacer Ratatouille, hacer huelgas y ser insoportables —enumera el británico, contando con los dedos en un acento exagerado —. No saben jugar fútbol.
—Pues yo conozco dos copas que dicen lo contrario —resalta Francis con una mirada burlona—. Y pronto serán tres.
El inglés se cruza de brazos, refunfuñando porque le molesta como pocas cosas el que Francia tenga dos puñeteras copas del mundo mientras de el Gran Imperio Británico solo tiene una.
—Bien —aprieta los dientes torcidos—. Si estás taaaaan seguro que tu selección idiota va a ganar, te propongo una apuesta.
—Te escucho —El gallo le mira con los ojos entrecerrados y una sonrisa macabra.
—Quién pierda mañana va abajo —suelta su propuesta, mirando fijo a los ojos azules.
Francis se reclame los labios encantado con la idea.
Los corazones de miles de ingleses se quebraron, para no variar, al perder 1 a 2 contra la selección francesa.
Lágrimas británicas fueron derramadas sobre los vítores y festejos de los franceses.
Francis miró a los ojos de su esposo con tanta exitación qué el rostro de Arthur no pudo más que ponerse rojo hasta la punta de las orejas.
Trató de contener sus gemidos mordiendo la almohada, Francis estaba tan contento bombeando como un demente dentro del perdedor, sexo duro, rudo, sucio. El británico terminó gritando, suplicando piedad cuando el orgasmo le invadió de una manera tan brutal qué parecía morir. El gallo ni le escuchaba, estaba tan feliz de ver el rostro destrozado de su esposo, jadeando su nombre, moviéndose reticente. La pasión lo abrumó tanto aquella noche que se dejó explotar dentro de su esposo las veces que quizo, una y otra y otra vez hasta perder la cuenta, llenándole de sí mismo hasta embriagarle en un mar de placer absoluto, las primeras veces fueron sexo salvaje y descarado, las últimas fueron amor incontenible. Aquella noche ambos olvidaron sus nombres, quienes eran, qué hacían, porque lo hacían, todo. Solo sabían lo mucho que se odiaban...
Lo cierto es que jamás habían esperado hijos. Francis era tan promiscuo qué aseguraba qué de poder, ya se hubiese embarazado al menos cinco veces. Pero no. A lo largo de sus treinta y cinco años de vida no había sufrido ni el susto de un embarazo.
Caso similar el de Kirkland, ya en sus treinta y sin poder concebir.
Dejaron de cuidarse por un tiempo, buscando activamente tener un bebé, "chance y pega", pero nada.
Ninguno se dió cuenta de cuando dejaron de esperarlo, de cuando dejaron de comprar pruebas de embarazo. Solo siguieron su vida haciendo como que no les importaba.
Una mañana Francis se levantó de la cama a las 7 horas para volver el estómago.
Arthur se sorprendió, pues no había fuerza, humana o celestial que pudiese levantar a Francis de la cama antes de las 11 horas.
Francis estaba hecho un absoluto desastre, con el cabello enmarañado, ojeras y rostro de pocos amigos.
Arthur se burló de él por feo, pero le preparó un té para asentar el estómago.
No fue un insidente aislado, los vómitos eran cada mañana y el malestar general se incrementaba.
—No me quiero ilusionar —confiesa Francis en un susurro, asustado, hecho bolita en la cama.
—Se lo comenté a Vash y dice que es casi seguro —trata de convencerle Arthur, poniendo una prueba de embarazo en la mano ajena.
Los dorados cabellos de Francis se movían de lado a lado en absoluta negación.
—No voy a soportarlo si sale negativo otra vez —cierto es decir que sus ojos retenían lagrimas traicioneras.
Pasaron los días. Los ojos azules miraban con recelo la prueba de embarazo sobre el buró de la entrada. La prueba le devolvía la mirada en espera de ser usada.
No fue hasta que los antojos se hicieron presentes que el galo tuvo valor suficiente para usar la prueba.
Salió del baño llorando, con la prueba en las manos corriendo hasta donde su marido con cejas horribles.
Le abrazó por la espalda logrando qué escupiera el té de la mañana.
La felicidad era suficiente para hacer sonreir a toda Europa.
Francis le presumió a todos, a su hermano Antonio, a su mejor amigo Gilbert, a todos los de la oficina y a cualquier pobre diablo que pudiera escucharle.
Arthur por su parte, más recervado y vergonzoso, no le dijo más que a su madre, quien estuvo contenta al principio, antes de comenzar a reclamar que ojalá su futuro nieto o nieta fuese un diablo como lo fue el inglés para ella. A quien le presumió con fuerza y maldad fue a sus hermanos. "Me lo cogí tan bien que quedó preñado, idiotas", expresó el caballero.
Al principio todo embarazo es una bendición, no es hasta que actúan las hormonas qué los hombres se doblegan.
—Quiero un carii coco —lloriquea Francis, desde el sofá, cubierto de pies a cabeza por una manta con horribles rombos, pero que conservaba el olor del británico.
Arthur levanta una ceja súper poblada ante eso.
—¿Te sientes bien? Te estás inventando palabras —continúa su lectura.
El francés le da un leve golpe en la cabeza.
—Es un platillo muy real, es curry con crema de coco —protesta lloriqueando.
Arthur le mira escéptico. Pero no puede permitir que el bebé nazca con cara de curry con coco.
Buscando en Internet encuentra un pequeño local que vende comida típica del África Oriental. Muy específico.
Un local tan pequeño como las esperanzas de progresar en el país de la revolución industrial.
Para la tremenda la suerte del inglés, el local se encontraba hasta una villa alejada de Oxford. Lo bueno es que el país es pequeño y, con un viaje largo en auto podía llegar.
Compró el dichoso curry y se dispuso a volver a Londres. Por la carretera, un local rojo con amarillo de tintes capitalistas, un McDonald's en la carretera le hizo ojitos.
No entiende porque, es casi como un imán atrayendo el metal, cual mosca cayendo en miel. Sintie repentinas ganas de una hamburguesa cuarto de libra jugosa, grasosa y pestilente. Pide tres.
Llegando a casa, Francis come gustoso su curry, mientras él inglés lava sus dientes para esconder el olor de la carne de hamburguesa.
Los antojos raros de Francis continuaron, el invierno dió paso a la primavera en Europa, con cada nueva flor de los rosales era un nuevo antojo raro de Francis.
Ensalada de palmito, tektek, mariscos, todo bañado de salsa rougaille.
Podemos decir que la economía de aquel local en Oxford era sostenida por Arthur Kirkland y los antojos de su esposo.
La barriga de Francis comenzaba a notarse.
El ultrasonido había revelado una bella niña, saludable y creciendo.
—Mírala —pide Francis a su esposo, apretando su mano, señalando la pantalla con mucha ilusión —. Es tan guapa como yo.
—Bah —en el fondo, Arthur REZA por que la niña sea tan guapa como Francis y no... Bueno, tan poco agraciada como la familia Kirkland —. Seguro tiene mis cejas.
—¡No! —grita en pánico el galo —. Bebé, sé buena y no desarrolles cejas tan feas como las de tu papá —pide en francés.
—No le hables en ese horrible idioma de republicanos —se queja Arthur, abrazando un poco a su hombre.
La ecografía era un milagro, sus pequeñas manitas parecían moverse con ritmo.
De pronto, Arthur sintió una patadita.
Bueno, en realidad sintió como un futbolista profecional pateaba sus entrañas con fuerza, como si quisiera explotar su vejiga cual piñata.
Llevando sus manos a la barriga se retorció de dolor.
Francis le miró angustiado exactamente un segundo, antes de que su propio vientre se sintiera agredido, la ecografía reveló como la futura señorita pateaba.
—Au —protesta Francis a su niña—. Ya está ansiosa por nacer, me pateó muy fuerte.
Arthur abre los ojos completame impactado.
—Lo sentí —asegura, golpeando un poco sobre el vientre —. Estoy seguro que lo sentí.
Ambos miraron a la doctora a cargo de la eco grafía en busca de una explicación.
La doctora explicó que, tal vez, se trataba del Síndrome de Couvade, un trastorno que hacía sentir a la pareja de alguien en cita los mismos síntomas, cual si ambos estuviesen embarazados.
—¡Eso es una locura! —protesta Arthur, quien no está nada dispuesto a sentir tremendo martirio.
La doctora se encoge de hombros mirando al matrimonio.
—Suele pasar en personas que aman mucho a su pareja —explica la mujer.
El rostro de Arthur se torna carmesí con forme procesa esa información, el rojo aumenta a medida que escucha el "Awww" qué suelta Francis.
—El no... Yo no... ¡No es como si! ¡Ni siquiera me cae bien! —trata de poner excusas que nadie le cree.
Mientras la primavera marchitaba en verano, Arthur investigaba cada vez más.
Cómo ser buen padre, cómo cuidar una niña para que sea una señorita, qué significan los repentinos antojos de mariscos en el embarazo, qué hacer con un esposo hormonal, cómo cocinar mariscos, cómo apagar un incendio.
Pero sobretodo que es el síndrome de Couvade.
Al principio le pareció tan absurdo. No era posible que el cerebro fuese tan estúpido como para armarse un embarazo psicológico. Seguramente solo fue una indigestión...
Las patadas comenzaron a ser algo más constante, no menos doloroso por ello.
Inclusive empezó a subir de peso. Siempre había sido alguien flacucho, nada de músculo en esos huesos, una mañana de julio se notó con una barriga abultada, como esa panza de beber mucha cerveza.
Ah se le antojaba una cerveza muy fría... O una coca-cola.
Destapar el refresco se sentía extraño, ¿Qué muerda le pasaba? Él odiaba la Coca-Cola.
Se la bebió de un trago.
Francis no tenía tiempo de preocuparse en sí su marido se creía embarazado o no. Aseguraba qué era un exagerado y que seguramente los dolores de estómago no eran NADA comparados al dolor de las patadas de la salvaje niña. Estaba más preocupado por sus pies ¡Destrozados! ¡Deformes! Una absoluta desgracia, ninguno de sus zapatos le quedaba. Solo unas... Chanclas, horribles.
Ninguno de sus pantalones le entraba ¡era una ballena gorda y a su marido solo le importaba comer estúpidas hamburguesas de McDonald's!
Todo está listo para la llegada de la bebé, su habitación dulcemente pintada de azul ¿azul para una niña? ¡Azul para una princesa!
Francis insistió en el color, la habitación fue finamente pintada con motivos del mar, sirenas por aquí, con has por allá, barcos en todos lados a petición expresa de Arthur.
La niña quería mariscos ¡mariscos iba a tener.
El otoño tornaba las hojas verdes en ocre. El tercer trimestre había llegado.
Francis tocaba la barriga de su esposo un poco burlón.
—Síndrome de Couvade ¡sí claro! Esa barriga es mucho más grande que la mía y está llena de comida basura —protesta desde la camilla. Esta esta la última revisión antes de la cita programada para la cesárea.
Arthur hace los ojos verdes en blanco, un poco fastidiado por tener la barriga tan gigante ¡Puñetero síndrome de Couvade! ¡Couvade se podía ir mucho a la mierda!
Incluso se sentía mal ¡Mal! Su corazón latía con más fuerza. Sudaba como langosta en una olla, la mano que sujetaba la de su marido temblaba.
—Siempre te ves mal pero... —el francés se muerde el labio con preocupación—. Ahora te ves peor ¿Te sientes mal?
—Estoy bien, rana tonta —miente.
La revisión pasa con normalidad.
Lo único diferente es que Arthur se desmayó a mitad de la sesión.
El francés gritó cuando el cuerpo de su amado azotó contra el suelo.
Por suerte estaban en el centro de salud. Trastadaron rápidamente al británico hasta emergencias.
Francis tuvo que continuar su cita médica, solo, angustiado. Terminando, a pesar de las recomendaciones, corrió hasta urgencias.
Las horas parecían tan eternas como los siglos.
Un doctor salió, con las manos empapadas de sangre, manchando un poco la nota en su mano.
Francis sintió morirse al oír si nombre salir del hombre ensangrentado.
Entró al quirofano desesperado.
Arthur se encuentra inconsciente postrado en la camilla, conectado a una máscara de oxígeno, suero y sangre. Francis se acerca con lágrimas en los ojos.
—Felicidades —sentencia una enfermera al notar el anillo en su mano.
—¿Felicidades por qué? —ladra el francés con ira sin entender un pimiento porque le felicita, qué no ve que su marido está muriendo o solo es estúpida.
—Por sus gemelos, uno es tan sano como la lechuga, calladito y rosadito, en un minuto lo traemos —explica la mujer haciendo señas a las enfermeras.
Francis no entiende, más bien no quiere entender.
No es hasta que en sus brazos ponen al pequeñín que lo entiende.
No era síndrome de Couvade, Arthur realmente estaba embarazado ¡De gemelos!
Acuna el bebé con cuidado, un niño hermoso de cabellos dorados, no lloraba, solo temblaba de frío a pesar de las mantas, con los ojos azules casi violetas de su padre. Su bebé.
Francis lo abraza con cariño hasta que cae en la cuenta.
Son gemelos ¿Dónde está el otro?
Arthur no le da tiempo de pensar, comienza a recobrar el sentido.
—¿Rana? —llama sin ser capaz de abrir los ojos por el dolor de la cesárea totalmente improvisada.
Francis se levanta con el niño en brazos, poniéndose al lado de la camilla.
—Mon petit lapin —llora de felicidad.
Los ojos verdes se abren un poquito. La escena que lo recibe es inedita.
Se levanta bruscamente haciendo sonar el electrocardiograma.
—¿Es ella? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? —pregunta desesperado viendo al niño en brazos de su esposo, quien niega.
—En realidad... Este... Tú diste a luz a este —explica acunando al pequeño—. ¡Sano como lechuga! Mon petit chou...
Arthur se toma su tiempo para procesarlo, sin creerlo hasta ver su cicatriz.
—¡Bloody hell! —el dolor es otra prueba.
Y de pronto recuerda, siente.
—¿Dónde está el otro? —le inquiere con desesperación a su cónyuge. Repite la pregunta a gritos a las enfermeras.
Una enfermera valiente se acerca a explicarle.
—Está estable —miente un poco—, en la incubadora, nació... Falto de oxígeno.
Arthur, a pesar del dolor, del suero, de la toda la muerda médica qué tenía conectada, se levanta. Las enfermeras y Francis intentan que vuelva a la camilla pero nadie, ni el mismo Dios encarnado podría impedir que este padre llegue hasta su hijo.
Su corazón se rompe en mil pedazos al verlo.
Tan pequeño, tan indefenso en la incubadora, el niño llora, sin fuerzas, a punto de darse por vencido.
—Tú puedes, hijo mío tú puedes, tú puedes porque eres asombroso, eres el más fuerte de todos y tienes que luchar —exclama el inglés entre lagrimas hacia el bebé.
El niño lucha, hace por llorar pero...
Deja de respirar.
Sólo un momento antes de chillar con todas sus fuerzas.
El pequeño Alfred tuvo que quedarse unos días más en el hospital para asegurarse de qué estaría bien.
Por fin la familia pudo volver a casa, no solo con sus dos gemelos, Alfred y Mathew, si no que también con la princesa de la casa, la pequeña Michelle, una Dulce niña morenita de cabellos negros, genes cortesía de la familia francesa.
Arthur estaba reacio a separarse de Alfred, su pequeño milagro.
—¿Cómo vamos a explicar que ahora hay tres bebés? —le preguntó Francis al inglés.
—¡La cigüeña estaba borracha! —zanja Arthur, tan contento con sus pequeños bebés.
Francis está contento igual, riendo del chiste y dando gracias a los cielos de que ninguno de los pequeños tiene esas cejas espantosas.
Bueno, el dicho dice; donde come uno, comen tres.
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