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PART 1:

Las puntas de sus botas se golpearon contra los adoquines con una furia apresurada. Podría jurar que iba incluso más rápido que el labrador retriever a su lado, paciente de todos los tirones que su dueña le daba y estaba segura de que probablemente le habría dado sin querer con el pie más de una vez.

Palpó con la superficie de este el cambio de calle a asfalto, y lo cruzó al no escuchar el motor de ningún coche rugir hacia ella. Volvió a colocar con un breve y rápido movimiento de brazo la carpeta con documentos que llevaba en este y que empezaba a pesar. Sin embargo aquello, valdría la pena.

Un nuevo tratamiento, algo revolucionario que haría que con una simple donación de células madre compatibles con su cuerpo, sus retinas adquiriesen nuevo tejido vivo y sano que sustituyese el dañado y enfermo que la había hecho ciega desde los tres años, por culpa de un accidente automovilístico. Aquella carpeta supondría el suministro oral del medicamento previo y posterior a una operación que prometía ser infalible, ella se dormiría y los doctores y médicos harían su trabajo y ella recuperaría la vista.

Aquella colisión la habría mandado volando de no ser porque aquello con lo que se había chocado tuviera los suficientes reflejos como para tirar de su muñeca antes de que el coche la espachurrase. Notó como su carpeta salía disparada de su brazo y los papeles se perdían, haciendo que toda la sangre de su cuerpo se acumulase en su corazón y se mezclase con la congoja, hasta que estuvo a punto de estallar, sin esos documentos estaba perdida. Sus gafas de sol salieron disparadas, y se hicieron un pequeño rasguño, pero no lo suficiente como para que se desmigajaran en el puente de la nariz de (T/n), así que optaría a dejárselas puestas... Después de regañar al imbécil con el que se había chocado.

–¿¡Pero eres gilipollas o solo tonto!? ¡Mira por dónde vas imbécil! ¡Y haz el favor de devolverme todos y cada uno de los documentos! ¿¡Dónde está mi perro!? ¡Por tu culpa he soltado la correa! ¡Vamos! ¡Deja de hacer el idiota y ayúdame, joder!

...

–Mierda... Mierda... Mierda... ¡Llego tarde, joder! –Se chistó a sí mismo, maldiciéndose por tener un ala rota. Correr cuando llevas toda tu vida acostumbrado a volar es un engorro. Siempre se había considerado mil veces más afortunado que el común restante mortal a él, por el hecho de poder volar y llegar mucho antes a un destino que preocuparse por si su diafragma le pinzaba en medio de una carrera, o preocuparse por si le entraba sed, o por sudar a chorros, o por quedarse sin aliento... Volando, el diafragma nunca le dio el más mínimo problema, jamás llegó a jadear de cansancio al batir sus alas ni mucho menos a despeinarse. Juraría llevar por lo menos treinta minutos corriendo sin cesar, con el peso de las malditas alas, una bien y otra rota, a pesar de tener los huesos huecos, pesaban un quintal.

Con suerte hoy le quitarían la escayola, el yeso y el hierro que le habían puesto a su ala para que no se rozase con nada, para que mantuviese la forma de su articulación natural y para que fuese incapaz de extenderla, un halcón no puede volar solo con un ala, no quería parecer un patético pollo toda su vida.

La clínica se veía en su mente a la vuelta de la esquina, y los nervios apenas lo dejaban respirar, estaba completamente alerta a todo lo que pudiese ocurrir que siquiera rozase su ala, la cual parecía vibrar dentro del yeso, esperando a ser liberada para echar a volar. Entonces fue cuando se chocó con ella.

Todo pasó muy rápido, el labrador retriever que la joven llevaba atado frenó su andar cuando vio el coche asomándose desde una ramificación del amplio sistema de callejuelas que tenía la ciudad, Takami Keigo tropezó con una joven que parecía no prestar atención al medio que la rodeaba, y que abría sido atropellada de no ser porque su muñeca se movió lo suficientemente rápido como para agarrar con su mano la suya y darle un tirón hacia atrás, haciendo que las carpetas, documentos y papeles que antes llevaba en el brazo, saliesen disparadas, ante la mirada de todos los espectadores que paseaban por la calle.

–¡Pero bueno! ¡Mira por donde vas! ¿Qué no puedes ver un coche cuando lo tienes delante de tus nari-...? –Atisbó a ver una mirada asesina de lo que el prácticamente opaco cristal oscuro de sus gafas de sol dejaban ver de sus ojos ciegos... Como ella. Se trabaron sus palabras y le fue inútil articular simples sílabas cuando cayó en aquel hecho, ella verdaderamente no había visto el coche, su perro sí, pero ella parecía llevar demasiada prisa como para dejar que el animal la advirtiese.

–¿Un coche? ¿Había un coche? – Preguntó extrañada, ignorando lo que él había dicho, sin saber nada sobre su ceguera, estaba tan acostumbrada que prácticamente aquello le resultaba tan normal como respirar. –¿Y cómo que no lo he oído? Con el oído que yo tengo... –Se preguntó.

–Era un coche eléctrico. No lo oíste por eso, en el centro de la ciudad no se permite conducir otro modelo de coche que no sea eléctrico, por temas de contaminación. –suspiró comentando aquello, aún con su muñeca entre sus dedos, como quien observaba las nubes y te informaba de si iba a llover o no.

Dirigió su mirada opaca a dónde provenía esa voz, y rápidamente frunció el ceño enfadada. ¡No tenía tiempo para un lapsus! ¡Y menos con un tipo que no conocía de apenas nada!

–¿¡A qué esperas!? ¡Ayúdame a recoger los documentos! Son doce, y están numerados, si se me ha perdido uno por tu culpa, la vamos a tener. ¿Dónde está mi perro? ¡No puedo ir a ningún lado sin él! –Un lametazo en su mano le indicó que el labrador, con toda tranquilidad, se había quedado al lado de su ama y de aquel extraño que la había salvado. –Vale, Tom está aquí... ¡Pero dónde están mis documentos! ¡La clínica está a la vuelta de la esquina y voy a llegar tarde y sin los documentos!

¿La clínica a la vuelta de la esquina?

Por un momento trató de calmarse y mirarla, fueran lo que fuese aquellos documentos, tenían una justificación médica para su enfadado y su frustración, parecían ser muy importantes para ella, el héroe se detuvo a observarla. Sus ojos se llenarían de lágrimas si no encontraba sus documentos pronto, su voz se trababa ante el miedo de no llegar a su destino a tiempo, como si lo que ocurriese en aquella clínica una vez ella llegase, fuese a cambiar su vida. Tenía todo el cabello encima de la cara, y trataba de apartarlo de su frente de no ser porque de nuevo, un mechón rebelde conseguía hegemonía sobre su rostro sonrojado por la ira y la rabia que aquella frustración le hacía imposible canalizar. Chasqueaba la lengua entreabriendo sus labios y mordiéndoselos con impaciencia a la par que él contaba en voz baja los documentos, y contemplaba con alegría y alivio que eran doce, y que no se había perdido ninguno.

–¿Cómo te llamas?

–¿Acaso importa? ¡Dame los documentos!

–Dime tu nombre, soy Hawks, soy el héroe número dos de esta ciudad, trabajo con Endeavor. ¿Te suena de algo?

–No, porque soy extranjera. No soy de aquí así que ni sé quién es Endeavor ni sé quién es Hawks ni sé quién es nadie, solo sé que si no llego a esa clínica a tiempo y la cierran, tengo menos posibilidades de recuperar mi vista. –confesó en un arrebato de impaciencia.

Fue lo único que el héroe necesitó para despojarse de su escayola en el ala, llevándose alguna que otra pluma en el proceso, a pesar de tener los músculos entumecidos, solo necesitó una par de movimientos para que su ala despertase en vitalidad de nuevo, quizá aquello podría costarle una bronca monumental de todos los médicos que, día y noche se habían pasado ayudándole con aquella lesión, sin embargo, la situación de la joven era mucho más importante.

El héroe actuó más rápidamente si cabía, dejó el perro al cuidado del dueño de una carnicería, a cambio de un autógrafo para sus hijos, que al héroe no le importaba para nada firmar si ayudaba a la joven por la que se había arrancado la escayola a llegar a tiempo a la clínica. Tomó a la joven en sus brazos y voló a toda velocidad, esquivando cualquier otro coche que se interpusiese en su camino.

El corazón de ella dio un vuelco, y ahogó un grito de sorpresa y miedo cuando sus pies dejaron de tocar el suelo, solo podía pensar en su perro y sus documentos, nada cegaba a (T/n) de su seguridad ante que si él la ayudaba entonces alomejor llegaría a tiempo.

–¿Estamos volando? –Una suave caricia de una pluma, cuyo color no recordaba le dio la respuesta, entendió porqué le llamaban Hawks, pero lo que no entendía era por qué le estaba ayudando, le pareció increíble cómo se tomaba aquella actitud heroica tan en serio.

–¿¡Eres un ángel!?

–No, soy Hawks, encantado.

El hecho de que sus pies anduviesen colganderos con su brazo bajo las rodillas para nada la relajaba, le clavó las uñas en los costados, tratando de agarrarse con todas sus fuerzas para no caerse, (T/n) juraría que estaría dispuesta incluso a morderle el hombro con tal de no salir disparada y fostiarse contra una farola o una pared de ladrillos. Le habría gustado estudiar medicina para comprobar con aquellos conocimientos que la velocidad de su corazón en aquel momento se alejaba bastante de lo considerado un ritmo cardíaco normal, el aire atropellaba sus pulmones, y su cabello danzaba revoltoso al viento, metiéndose fastidiosamente entre sus labios, los cuales ella mantenía fuertemente apretados, al igual que sus párpados, como si intentase cascar una nuez con ellos.

Tal era la sensación de velocidad, que cuando el joven se posó frente a la clínica, ella aún seguía agazapada contra su firme torso.

A pesar de que no podía ver, abrió los ojos como paelleras, con el simple fin de relajar un poco las facciones, tragando saliva y lamiendo sus labios ligeramente para devolverles la humedad a estos y a su garganta. Una voz calmada, tranquila, serena... Mejor dicho, preocupantemente calmada, tranquila y serena teniendo en cuenta que habían atravesado una autovía probablemente infestada de tráfico a la velocidad de la luz sin perder los piños en el acto.
–Hey, niña peleona. Hemos llegado a la clínica.

La niña peleona estaba deseando sentir el asfalto bajo sus pies para profesarle amor eterno.

La dejó con delicadeza agarrando su antebrazo y su hombro para que no se cayese y la guio hasta dentro del establecimiento. No tenía ni idea de quién narices era ese que le había dado el paseo de su vida, no tenía ni idea de cómo podía ser que alguien con un par de alas la hubiese llevado hasta la clínica a tiempo con todos sus papeles, no tenía ni idea de cómo podía haberla salvado así de aquel coche eléctrico.

No tenía ni idea de quién era.
Pero no estaba tan ciega como para decir que no le gustaba.

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