¡Hola!
En este nuevo shot, voy a salir de mi amadísima zona de confort (mi querido ShakaxAioria) para explorar esta pareja y dedicarle estas palabras bochornosas a un artista a quien admiro profundamente: Alphe. Espero que te guste y puedas disfrutarlo tanto como yo disfruté escribiéndolo.
Aclaración: Construí este fic basado en todo lo que consumí de Saint Seiya (entre el canon y la vida misma) para luego darle una vuelta de tuerca. La personalidad de Aioria y su historia, la tomé del Episodio G.
Se agradecen los votitos y los comentarios, hacen feliz a una autora en recuperación y salvan a las foquitas bebés en algún sitio del mundo.
Mía.
"Sobre los campos, sobre el horizonte
Sobre las alas de los pájaros
Y sobre el molino de las sombras
Escribo tu nombre."
Paul Éluard
I
Mu odiaba a Aioria.
Odiaba la forma en la que su cabello castaño, que se aclaraba bajo la intensidad del sol de verano griego, caía desordenado enmarcando su rostro bronceado.
Odiaba la forma en la que sus ojos verdes se entrecerraban, decorados por un marco casi glorioso de cejas enormes, cuando se enfadaba.
Odiaba su voz grave, profunda; estúpidamente seductora. Odiaba su autoconfianza. Odiaba su catarata vocal de palabras que caían desde la línea de sus labios gruesos: rígidas y sólidas, como saltando a un abismo, impulsivas... tan impulsivas como él.
Odiaba su pasión, su entrega, su desafiar constante e irritante.
Odiaba su mandíbula afilada y su maxilar inferior, su boca colmada de piedras preciosas blancas y perfectas, su sonrisa iluminada.
Odiaba verle caminar con esa seguridad arrolladora y sus piernas; la danza feroz de sus muslos firmes. Odiaba su andar, ese deslizarse suave y potente a la vez, casi felino. Odiaba su incapacidad de doblegarse y su actitud: oh, cómo odiaba su actitud.
Odiaba profundamente cada uno de sus movimientos hipnóticos y a su vez, se odiaba a sí mismo, por no poder evitar que sus ojos le persigan absortos cuando atravesaba su templo o entrenaba en aquella periferia, tan cerca del templo del Carnero.
("He venido a reparar mi armadura."
"Puedes irte. No puedo hacerlo"
"¿No puedes o no quieres?"
"Si quieres saber la verdad: ambas")
Odiaba a Aioria, sí, con un dejo de rivalidad tonto que había nacido
(sabes bien cuando nació el odio, Mu)
en algún momento de aquel vínculo extraño donde no lograban comprenderse.
Mu odiaba a Aioria.
(Casi)
Pero más aún
odiaba
a
Milo
(besándolo)
a
escondidas
tras
las
putas
ruinas.
II
La tarde que les descubrió juntos por primera vez pudo sentir aquella sensación gestarse en su estómago. Un fuego que ascendía, vestido de odio, envidia y celos, como un ácido corrosivo.
(¿Por qué?)
¿Por qué le había removido las entrañas? Ni siquiera le agradaba el león, ¿por qué le molestaba tanto? Quizás fuera aquel beso correspondido por alguien a quien en teoría detestaba, porque todos en el Santuario sabían que Milo y Aioria se repelían como el agua y el aceite hirviendo... pero allí estaban, jóvenes que abandonaban lentamente la adolescencia, escondidos y disfrutándose, en un beso.
Mu sujetó su propio vientre, como atajando una arcada. No podía descifrar exactamente lo que sentía porque su cabeza se había convertido en un campo minado y peligroso, en donde transitar se había vuelto imposible.
Dos palabras que danzaban junto a dos símbolos de pregunta, tirando y aflojando como en un tango feroz, se tornaron pronto un huracán confuso: ¿Por qué?
Sí, ¿por qué?
¿Por qué le fastidiaba, por qué le provocaba, por qué le afectaba que el león dorado bese al escorpión?
Aioria se había transformado en un joven irascible. Ya no era aquel niño de ojos enormes, que corría divertido tras su hermano mayor, generoso y noble. Luego de la muerte del centauro, aquella llama alegre y encantadora se apagó
(la apagaron)
y jamás volvió a ser el mismo, como si hubieran reemplazado al pequeño cachorro con un juvenil tigre de bengala, extremadamente agresivo y solitario.
El león se refugió en sí mismo, del mismo modo en que él, aquel joven carnero dorado, se había refugiado en Jamir, lejos de aquel sitio y lejos de la ausencia de su maestro. Él también sabía, de una forma algo injusta, cómo se sentían las carencias y las faltas... pero a diferencia de Aioria, no se había entregado al odio. (El odio de portar el apodo del traidor, el odio a su hermano, el odio mismo a odiar a Aioros, el odio corrosivo y cirrótico a la vida y su lapidaria realidad.)
Sabía lo que solían decir los caballeros de la orden... que Aioria era un joven irresponsable, sin modales: el hermano del traidor que probablemente siguiera sus pasos algún día. Algunos tenían el valor de decirlo en voz alta, otros a sus espaldas y otros, en su cara; para erosionar, lentamente, la calidez y el amor natural de aquel cachorro que crecía año a año para portar la armadura de Leo.
Y Milo, luego estaba Milo.
Milo se empeñaba, diariamente, en pelear con él. Generalmente solían ignorarse, pero si pasaban demasiado tiempo juntos en un mismo espacio temporal y físico, algún insulto volaba de Escorpio a Leo y viceversa, así funcionaba la dinámica entre ambos.
Hasta ahora, claro, que habían transformado aquellos insultos en un beso ajustado y oculto, en las sombras del Santuario.
Mu, aún confundido, se alejó rápidamente de la escena, obligando a sus piernas a funcionar y coordinando sus movimientos uno tras otro, hasta marcharse de allí. Ya analizaría luego lo que sucedía... luego. Aún estaba demasiado abrumado para comprenderse.
III
Algunos meses habían desaparecido ya del calendario hasta aquel agosto caluroso, las noches y los días se encendían y se apagaban opacos, sin demasiado sentido. La normalidad les abrazó como un bálsamo abúlico y aburrido, colmado de cotidianeidad e inercia. Levantarse, entrenar, comer, entrenar, descansar, entrenar, dormir. Quejarse del calor: repetir.
Creyó que volver a Jamir pronto sería un buen plan. Diría lo de siempre: "tengo mucho trabajo" y se piraría tan rápido de allí que no le verían el pelo en algunos meses, como cada vez que decidía marcharse.
La voz de Kiki fue quien lo arrastró de aquel pensamiento como un ancla; el pequeño que, con 6 años y poco más de un metro de estatura, se había convertido en su alumno (y su familia).
–¿Maestro Mu? –indagó curioso, acercándose con sus diminutos pies y sus pasos cortos. Los ojos enormes y cálidos de su tutor volvieron al mundo real para encontrarse con su mirada... quizás se le había pasado ligeramente la hora de comer, pero podrían hacerlo en Jamir, luego.
–¿Sí, Kiki?
–El señor Aioria no se encuentra bien.
Aquellas palabras resonaron como un eco alarmante. En su cabeza, un sinfín de escenarios peligrosos y horribles se sucedieron con la velocidad de una película bélica.
–¿Dónde está? ¿Está herido? –preguntó algo alterado. Aquel odio que sentía quedó momentáneamente sepultado por la urgencia de salvar a un colega en apuros, sea cual sea la amenaza.
–No lo sé. –replicó el niño. El león le caía simpático, a pesar de lo que solía escuchar por allí... con él era amable y solía consentirle cuando su maestro no estaba cerca. –Le he visto detrás de la montaña donde entrenaba, en dirección a los mercados de la aldea.
No llegó a terminar aquella frase antes de que su maestro, sin siquiera tomarse el tiempo para buscar su armadura, se desintegró dejando solo un zumbido detrás.
Aquello no podía ser bueno.
No.
IV
Con el corazón galopando en una carrera a muerte, esperaba encontrarse un cuerpo desmembrado, un grito agónico, un mar de sangre. Esperaba encontrar al león en problemas, arrojando relámpagos contra algún enemigo que aún no lograba percibir. Nada de eso sucedió, sin embargo, más que en su propia imaginación desesperada.
No.
No vio relámpagos, ni luces, ni sangre.
No escuchó el sonido característico del metal de la armadura chirriar ante los golpes, ni la agonía desahogada en un espasmo sonoro en forma de grito.
Lo que escuchó fue otra cosa, algo peor.
Oyó un ligero quejido, que luchaba por salir con dificultad, casi carrasposo. Una garganta lacerada por otro tipo de guerra en donde el enemigo no era visible: el enemigo era él mismo.
Aquel sollozo le azotó como un temporal, dejándole clavado en su sitio. La voz usualmente grave y segura del león, se había transformado en un llorar suave, triste, reprimido, casi imperceptible. El llanto atragantado que lograba, en pequeñas olas, drenarse a través de su cuerpo angustiado.
No, Mu no escuchó ningún poder colapsando contra la armadura de su compañero, pero en aquellos quejidos guturales y ligeramente espasmódicos, pudo escuchar su dolor, inmenso y abrumador.
Sus ojos, enormes y expresivos, se abrieron con sorpresa llenando su pálido rostro de color. Pudo observar a través de ellos, al león altivo: esta vez derrotado en una posición de absoluta vulnerabilidad, donde su columna se había vencido bajo el peso de su propia angustia mientras sujetaba sus rodillas en un abrazo algo torpe, solo para esconder su cabeza de la mismísima vida.
Se acercó, cauteloso.
–¿Aioria? –preguntó, cauto. Los ligeros rastros de odio que habían comenzado como un episodio de celos estúpidos fueron rápidamente reemplazados por un deseo irrefrenable de abrazarle... pero como sabía, abrazar a un león herido puede costarte un ojo.
–¡Vete! ¿Qué haces aquí?–vociferó Aioria, intentando reactivar su mecanismo de defensa y devolverle a su voz aquel bramido característico. Debía volver a su eje y rápido o el borrego podría pensar que era un llorica, cosa que no podía permitirse.
Mu no se dejó intimidar, aún sentía demasiada pena para abandonar a su compañero
(no es tu compañero, Mu, ya lo sabes)
–Compañía. –respondió, tan calmo como pudo, sentándose junto a él, en la misma posición. Estiró sus piernas y se acomodó, ajustando su espalda a aquella roca que le servía de durísimo diván.
–No necesito tu compañía, ni la de nadie. –respondió Aioria, aún herido. –Puedes meterte la caridad por donde no te da el sol. Si quisiera compañía, la hubiera pedido. Ahora vete.
Los ojos del carnero lo buscaron y en aquella mirada carente de cejas, por primera vez, no encontró lo que todos los pares de ojos que le observaban le devolvían: rechazo. Aquellas pupilas, destellantes y decoradas con un iris extraño y colorido, le obsequiaron momentáneamente algo más, algo que el león no pudo descifrar.
–Está bien, no tienes que hablar si no lo deseas. –contestó el tibetano, asintiendo.
–¿Vas a quedarte mucho tiempo más aquí o me dejarás tranquilo?
El carnero se acomodó nuevamente en su sitio.
–No sé lo que sucede, pero a veces, la soledad no es buena consejera.
Aioria resopló fastidiado y sardónico.
–¿Y tú eres mejor consejero? ¿Crees que quiero contarte mis problemas? –preguntó enarcando una de sus cejas gruesas. –¿Por qué estás aquí? Tú crees lo mismo que los demás. Haznos un favor y márchate.
El león estaba actuando exactamente como Mu suponía que lo haría, defensivo, irritante y altivo. Quería resguardar los últimos gramos de su dignidad como un tesoro y podía comprenderlo. Esperó que el carnero se marche, después de todo, así funcionaba la vida para Aioria. La gente se hastiaba de sus humores y le dejaba: solo. Mejor así, solo ya no podría sufrir, ya no podría perder. Esperó una respuesta, una palabra, pero no llegó: sí, mejor así.
Lo que sí llegó fue la mano pálida del tibetano, en forma de bálsamo-caricia, que aterrizó en su espalda. Nadie se había atrevido a tocarle, nunca. Su cuerpo dio un ligero espasmo. Sus dedos se posaron suavemente, a modo de consuelo.
Como si hubiese dado con algún punto frágil y sensible, aquel gesto activó en el joven de ojos verdes una lágrima furtiva que huyó de su rostro para caer con pesadez sobre la tierra. ¿Qué hacía el carnero allí? Ya daba igual.
–Llorar es bueno. –comentó Mu. –Es liberador.
El león negó enfáticamente.
–Llorar duele y es una puta mierda. Mi hermano decía que llorar no solucionaba nada, pero ahora no está aquí y da un poco igual ¿no?
Mu asintió, comprendiendo súbitamente un retazo de aquella realidad. Claro que su actitud radicaba en un nido oscuro, hecho de esa materia que asesina los sueños y los anhelos: el dolor de ser quien era.
–¿Te duele que tu hermano no esté aquí? –preguntó el tibetano sin más.
–¿Eso importa? Era un traidor. Todos aquí lo detestan y... supongo que yo también.
Los ojos del joven de Jamir se entrecerraron con algo de pena, mientras reacomodaba sus manos en sus rodillas.
–Yo no lo detesto. –se sinceró. –No creo que tu hermano sea un traidor, Aioria. Y creo que a pesar de lo que digan los demás, no tienes que odiarle solo porque alguien más lo haga. Creo que era una buena persona y quererle es justo. Después de todo, él te crió y cuidó de ti, con amor. ¿No es así?
El cuerpo del león, que se había tensado de forma casi inconsciente ante la presencia de Mu, se relajó, antes de barrer aquella lágrima que se le antojo rebelde y tonta. No quería llorar, él quería ser fuerte, tan fuerte como los demás... y sin embargo allí estaba: lloriqueando con un hombre que no le toleraba.
–No lo sé. Supongo que sí. ¿Crees que enloqueció? ¿Y quiso asesinar a la Diosa por...––
Mu lo interrumpió rápidamente.
–Creo que solo escuchamos una sola versión de los hechos y digamos que no me fío mucho de ella. Creo que a veces es mejor una duda a una certeza tiránica. Creo que Aioros siempre demostró ser alguien leal y el relato, a mi parecer, carece de lógica... –concluyó, observándole. Los rasgos del castaño se suavizaron aún más con rapidez.
–Gracias. –exhaló, con cierta pesadez.
–¿Por qué?
–Por... no ser como los demás.
Aquellas palabras encendieron las mejillas usualmente pálidas del tibetano y algo en su pecho se movió suave como la llama de una vela tenue que parpadeaba. De pronto, el león había dejado de parecerle el imbécil altivo y sus ojos, verdes y llenos de vida, habían dejado atrás dos cuencas opacas y cansadas. Sus brazos, otra vez, desearon cerrarse en un abrazo, pero se reprimió. Tosió para acomodar su voz.
–¿Y eso? ¿No soy como los demás? –preguntó el carnero curioso, espiándolo desde la esquina de su ojo enorme.
–Bueno... supongo que no. Eres la primera persona que desea escucharme y que no escupe algún gesto si mi hermano es mencionado en la conversación. Eres el primero que... intenta acercarse.
Mu recordó a Milo y estaba seguro de haber visto al león "acercarse" a él antes, pero no lo mencionó.
–Creí que tendrías amigos por aquí. ¿No hablas con nadie?
–¿De verdad crees que alguien por aquí además de mi escudero tenga el mínimo deseo de hablar conmigo?
V
La noche cayó sobre sus palabras y, ya sin más luces, la luna era demasiado tenue para alumbrar aquel escenario rural. Mu le escuchó, atentamente, durante algunas horas. Escuchó por primera vez al hombre que era y no al que fingía ser: el joven altivo y fácilmente irritable era aún, en el fondo, ese niño lastimado y abandonado a su suerte, perseguido por su sangre y por su historia. Insultado y denostado por ser "el hermano de".
El tibetano a su vez, se sintió cómodo para expresar sus propias impresiones acerca del Santuario y la muerte de su maestro... y por primera vez, el dolor que había sido unilateral y silencioso, encontró un puente sanador de dos carriles: dos soledades que se encontraban en dos relatos contenidos y callados durante años, que por fin se liberaban en la contención mutua.
Algo, bajo aquella luna testigo, sucedía tácitamente: ni el carnero ni el león querían terminar aquella conversación, pero las sombras pronto los devoraron y tuvieron que dar por finalizado el encuentro.
Los ojos del griego, ya no esas cuencas vacías y opacas, sino verdes y ligeramente esperanzadas, se encontraron con la mirada del tibetano, en una ligera colisión eléctrica y cómplice.
–Debería volver ya. –sentenció el león, sin ganas. –La noche está ganando demasiado territorio y debería cenar. Y tú, deberías alimentar a Kiki.
Mu sonrió, algo divertido.
–Créeme, lo hago. Probablemente aún duerma su siesta. ¿Qué cenarás? –preguntó casual, levantándose del suelo, lo que provocó una ligera protesta en sus músculos por haberles obligado a permanecer sentados sobre una piedra durante horas.
–Bueno... hoy es mi cumpleaños. Supongo que––
Mu palideció. Claro. Su cumpleaños. Agosto... 16. Se cagó un poco en su memoria y su rostro se desdibujó en un gesto de desesperación.
–Aioria, ¡lo siento tanto! Yo... no lo recordé antes y...
La sonrisa del griego, entre las sombras de la noche, pareció iluminarlo todo para él. Algo en su estómago volvió a protestar y sus mejillas se encendieron levemente.
–Está bien, ha sido el mejor cumpleaños que puedo recordar. Gracias por... escucharme y por... hablar conmigo.
Mu negó, tan enfáticamente que no le dio opción.
–No. Es tu cumpleaños. Festejaremos tu cumpleaños. En Jamir. Kiki, tú y yo... si tú quieres, claro... es que... pensaba partir y... quizás podamos celebrarlo todos juntos. –aseveró como un decreto, serio. Finalmente, una sonrisa se escapó. –Sé que malcrías a Kiki a mis espaldas, por cierto...
VI
Salir del Santuario era justo lo que necesitaba para coronar una noche especial. Llevaba años sin festejar su propio cumpleaños, y de repente, aquella idea se le antojo maravillosa. Se sonrió en la cocina del carnero, en aquella torre extraña escondida en el Himalaya.
Kiki lo observaba cocinar, atento. El carnero mayor aprovechó la ocasión para desaparecer en busca de algunos alimentos extra y quizás, alguna sorpresa.
–¿Es tu cumpleaños? –preguntó descansando su diminuto cuerpo en una silla, mirándolo con cierta curiosidad. Era la primera vez que tenían visitas por allí y lo novedoso le divertía, como a cualquier niño.
–Lo es... sí. –contestó sonriente un joven león que indagaba entre sus alacenas con velocidad, analizando posibles comidas.
–Entonces... ¿vendrás a comer con nosotros otra vez pronto? –volvió a preguntar el pequeño, con aún más curiosidad.
Aioria no supo qué responder, porque no lo sabía. ¿Importaba? Quizás... al menos había descubierto que la presencia del carnero no solo le había aplacado, sino que comenzaba a disfrutar de ella. ¿Por qué no? Después de todo, cuando te pasas la vida solo y aislado de los demás, un amigo puede ser una luz de esperanza.
–¿Te gustaría? –le preguntó, con una sonrisa.
–A mi maestro Mu sí, así que supongo que a mí también.
Una ceja danzó inquieta sobre uno de sus ojos verdes.
–¿A tu maestro Mu le gustaría? ¿Qué yo venga aquí a comer?
–Sí, porque le gustas.
No pudo reaccionar porque sintió el zumbido característico de la teletransportación y su corazón se detuvo. Su rostro se desarmó, cuando su quijada normalmente geométricamente perfecta, se arqueó en un gesto de sorpresa absoluto.
–¿Sucede algo? –preguntó Mu al detectar la palidez en el rostro del griego.
Kiki negó.
–Solo le dije que podía comer con nosotros pronto... y que le gusta el señor Aioria.
VII
Las cejas inexistentes de Mu empujaron su frente preso del terror absoluto... el terror y la vergüenza.
–¡Kiki!
–¿Qué?
–Vete a tu habitación un momento por favor.
–¿Vas a besar a––
–¡A tu habitación!
El niño protestó antes de irse, resoplando para sí mismo. No comprendía por qué su maestro se enojaba si el joven que le gustaba había finalmente accedido a visitarles. Se alejó lo suficiente para que no le vean pero lo bastante cerca para escucharlo todo. Si sucedía algo, él quería saber.
El silencio cayó como un yunque de mil trescientos kilos y aunque sus miradas se encontraron, ninguno se atrevió a hablar.
–Aioria, Kiki es... algo... no habla en serio... él es un niño e imagina cosas... además... sé que estás con Milo y yo... jamás intentaría...––
–Espera... ¿Milo?
–Ah... eso. –suspiró Mu. Aquello se le había escapado. –Lo siento, yo vi...
–Ya, ¿el beso de las ruinas? –quiso saber el león. El tibetano asintió, apesadumbrado.
–Sí. Lo ví.
–Solo sucedió una vez y ni siquiera sé bien por qué... créeme Milo y yo no... no. Somos... completamente diferentes. Solo fue una tontería y no significó nada.
Algo en el carnero volvió a resurgir, como si juntara su vergüenza con una pequeña cuchara del suelo.
–Ah... ya veo... de todas formas no tienes que explicarme nada, Aioria. Kiki solo estaba... imaginando cosas.
–¿Por eso me miras así? –preguntó curioso, enarcando una ceja.
Mu quiso protestar, se sentía tan en evidencia que quiso volver a huir con cualquier excusa tonta, pero allí estaba, el hombre que odiaba y deseaba en partes iguales en momentos oscilantes, observándole con aquellos ojos hipnóticos.
–No, yo... –sentía la urgencia de mentir, con todas sus fuerzas, porque a pesar de que había descubierto que no odiaba al león y que en realidad le gustaba, exponerse y vulnerarse emocionalmente no estaba en los límites de su zona de confort. –Lo siento, Aioria, no quería incomodarte ni arruinar... tu noche con tonterías sin importancia que no existen más que en la imaginación de un niño... no quiero que las cosas... sean extrañas entre nosotros. Sé que no hablamos demasiado hasta hoy y...
–¿Y? –insistió levemente el león con una sonrisa. Volvía a odiarlo lentamente, por hackear su sistema de esa forma. Su tonta y bellísima sonrisa.
–Y... me gustaría que celebres tu cumpleaños, con nosotros y te lo pases bien. No más momentos incómodos entre nosotros. Disfruté tu compañía, no quiero arriesgar nuestra... novedosa amistad por algo que no tiene importancia.
Aioria volvió a sonreír, pero sus labios no gesticulaban una burla soberbia, sino que, como un afable cachorro, intentaba amenizar la situación.
–Nada parece incómodo contigo, Mu. –sentenció.
VIII
Aioria decidió finalmente zanjar la cuestión y dejarlo estar. Si Kiki tenía razón o no, lo diría el destino... pero aquella noche, el destino le dio algo más que la simpleza de un romance incipiente: una pequeña celebración de cumpleaños, por primera vez en años, desde que su hermano (y su hogar) había muerto.
En Jamir, por la diferencia horaria, la madrugada se termino pronto, entre cenas, juegos y la divertida presencia del niño, que comenzaba a tener contestaciones graciosas y algo pícaras. Aioria lo observó todo, tomando tantas panorámicas mentales como pudo. El rostro afable de Mu, la sonrisa contagiosa de Kiki, la sensación de pertenencia en un mundo que se había empeñado en mostrarle que él era diferente y su castigo, el aislamiento, completamente ineludible... había descubierto allí una mano pálida que había tocado su espalda y ahora encendía las velas de su postre estrella: una tarta que un rápido Mu consiguió dejándolos solos unos minutos. Esa mano aparecía para barrer sus sombras, para moverse al ritmo del llanto de su espalda y para demostrarle que aún cuando la soledad y el exilio aparecen como única fortuna en tu camino, alguien, en algún sitio, podía aparecer para cantar tu cumpleaños y descubrir el velo de una nueva compañía.
Aioria lo comprendió. Comprendió que en aquella canción mal entonada se escondía una empatía que crecería pronto para convertirse en autentico cariño, (y algunos meses más tarde en amor). Comprendió que en el intento descarado de Kiki por meter el dedo diminuto en la crema, se escondía la jovialidad divertida y un sentir novedoso: la palabra "familia", esa comunidad extraña donde uno pertenece o quiere pertenecer. Comprendió, que a pesar de las diferencias, los ojos de Mu le habían llevado a ese lugar donde poder descansar de su pena, para reflejarse en aquel iris extraño y poder sentir nuevamente aquella mano; tocando su espalda, barriendo las sombras.
No, en Jamir amanecía y la oscuridad cedía, perdiendo la batalla en el cielo contra un sol que irradiaba intenso, disipando las sombras, al ritmo de la sonrisa de ambos, comprendidos en aquel puente de dos carriles cómplices.
–Feliz cumpleaños, león.
IX
Un año más tarde, decidieron repetirlo en el mismo escenario... y aunque la noche volvía a perder territorio en aquel firmamento, una madrugada de agosto, la canción volvía a disipar las tinieblas.
Esta vez, sellaron el festejo con un beso, (uno de muchos), seguida de una mirada cómplice y un susurro, la antesala de aquel abrazo que no había podido darle la tarde que le escuchó llorar por primera vez. En ese abrazo, el mundo: el anhelo de un nuevo beso, la protesta de Kiki y su urgencia por comer su postre, la risa en los labios pegados, los ojos-refugio fusionados en el apoyo de ambas frentes.
–Feliz cumpleaños, león. –murmuró Mu, finalmente, junto a su boca.
–¿Ya te he dicho que te amo? –preguntó Aioria a modo de respuesta.
–Creo que sí, puedes decírmelo otra vez, tengo pésima memoria y me gusta cuando me lo recuerdas. –sonrió.
–Te amo, Mu.
–¿Podemos volver a cantar? –preguntó Kiki, interrumpiendo aburrido. Adoraba al león y a su maestro, pero sus momentos cursis no le permitían comer y su dedo ya había hurtado demasiada crema para poder esconder su homicidio culinario.
Los ojos de ambos, más vivos que nunca, se movieron para buscar al pequeño.
–Sí, podemos volver a cantar. –sentenció Aioria, sintiendo la mano pálida enroscarse en sus dedos; la mano que barría las tinieblas.
Volver a cantar, sí.
Desentonaron tanto como pudieron, otra vez, mientras amanecía en todas las ventanas...
...y en el corazón despierto de un león que descubría la novedad de los sueños compartidos.
Sueño que canta, hace temblar a las sombras.
-FIN-
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