Prejuicios
Cuando aquella tarde llegó a la vieja estación, le informaron que el tren en que él viajaría se retrasaría aproximadamente una hora.
El distinguido hombre de cabellos plateados y ojos zafiro, un poco fastidiado, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua para pasar el tiempo. Buscó un banco en el andén central y se sentó preparado para la espera. Mientras leía su revista, un joven de cabellos negros y blanca piel se sentó a su lado y comenzó a leer un diario.
Imprevistamente, el chico de mirada azulina observó cómo aquel muchacho, sin decir una sola palabra, estiraba la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. El peliplata se molestó por esto, no quería ser grosero; pero tampoco dejar pasar aquella situación o hacer de cuenta que nada había pasado. Entonces, con un gesto exagerado tomó el paquete y sacó una galleta, la exhibió frente al azabache y se la comió mirándolo fijamente a los ojos.
Como respuesta, el chico tomó otra galleta y, mirándolo la puso en su boca y sonrió. El ajiazul, ya enojado, tomó una nueva galleta y, con ostensibles señales de fastidio, volvió a comer otra, manteniendo de nuevo la mirada azul en el marrón con tonos vino del muchacho. El dialogo de miradas y sonrisas continuó entre galleta y galleta.
Él cada vez más irritado y el azabache, cada vez más sonriente. Finalmente, el refinado hombre se dio cuenta de que en el paquete solo quedaba la última galleta.
"No podrá ser tan atrevido" -pensó mientras cambiaba alternativamente su mirada azul, un rato al joven y otro al paquete de galletas. Con calma el chico alargo su mano, tomó la ultima galleta y, con mucha suavidad, la partió exactamente por la mitad.
Luego, con un gesto amoroso, ofreció la mitad de la última galleta a su compañero de banco.
"¡Gracias!" -dijo el hombre, tomando con rudeza aquella mitad.
"De nada" -contestó el adolescente, sonriendo suavemente mientras comía su mitad.
Entonces el tren anunció su partida... el peliplata se levantó furioso del banco y subió a su vagón. Al arrancar, desde la ventanilla de su asiento, vio al muchacho todavía sentado en el andén y pensó: "¡Qué insolente, que mal educado, estos jóvenes de ahora ya no tienen respeto!".
Sin dejar de mirar con resentimiento al joven, sintió la boca reseca por el disgusto que aquella situación le había provocado. Abrió su maletín para sacar la botella de agua y se quedó totalmente sorprendido cuando encontró, dentro de aquel portafolio, su paquete de galletas intacto.
Una gran vergüenza se instaló en su ser, sabiendo que juzgó mal al pobre muchacho que le sonrió dulcemente y siguió como si nada.
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