Capítulo uno.
Ace despertó y estaba en el medio de la playa. Su ropa y su pelo estaban llenos de arena, la marea había bajado hacía mucho tiempo y una gaviota le picoteaba la cabeza. Se levantó de un salto provocándose un dolor de cabeza descomunal, el sol le achicharraba las pupilas y tenía los labios resecos, además de las mejillas rojas por haber recibido tanta luz directamente.
Se llevó una mano a la cabeza soltando un quejido lastimero, tratando de recordar qué había pasado la noche anterior si lo último de lo que había sido consciente era que estaba sentado al borde de un acantilado meditando sobre la vida, cuando un par de ojos se asomaron en el mar y lo miraban fijamente... y luego estaba cayendo.
El resto de memorias eran negro, sensación de ahogo y una imagen borrosa de una mano extendiéndose y una cola meneándose. Y una canción.
— ¿Una canción...? —Susurró, pero sólo logró provocarse más dolor. De cabeza, en la garganta y en los labios resecos, respectivamente— ¿Una sirena?
Con un sonrojo que ya no estaba seguro si era de insolación o de vergüenza, se levantó e hizo su camino de vuelta a la pequeña aldea de la isla. Llevaba mucho tiempo preguntándose si aquellas leyendas sobre sirenas que contaban todos los piratas en los bares era real. Ahora, creía un poco más que sí.
×
Clío soltó un profundo y largo suspiro. Tenía hambre. Pero consigo no había llevado nada más que su largo vestido blanco y sus ganas de aventuras, así que obviamente no podía aspirar comprar comida o algo parecido. Ni siquiera tenía zapatos (no que le molestara), y pudiera seguir tranquilamente así de no ser porque ya estaban empezando a verla raro en aquel poblado.
No le parecía extraño. Ver de repente a una forastera con un vaporoso vestido blanco que arrastraba a su paso, descalza y con mirada perdida no era exactamente lo que llamaran normal (porque claramente se notaba que estaba descalza a través de las aberturas de su vestido justas en las piernas, que se abrían cada vez que daba un paso).
Se alejó de las rústicas callejuelas del pueblo, internándose en una zona boscosa aunque no tan frondosa. No esperaba encontrar la gran cosa, pero al menos tenía la esperanza de encontrar algunas frutas o bayas para amortiguar el hambre que le hacía un vacío en el estómago. Ya se le había ocurrido una idea para ganar un poco de dinero en el bar, pero era muy temprano por la mañana y los piratas –si es que tenía suerte y habían en esa isla; todavía estarían durmiendo probablemente con una resaca del día anterior. Así que debía sobrevivir al menos hasta pasado el medio día, cuando volvieran a sus andanzas de emborracharse y hacer fiesta allá donde fueran.
O eso era lo que había aprendido que hacían los piratas durante su estancia entre los Barba Blanca. Eran todos unos alborotadores sin remedio.
Su estómago hizo un ruido incómodo que jamás había escuchado antes y compuso una mueca.
Tuvo suerte de encontrarse cerca un manzano. Aunque las frutas estaban muy arriba, casi en la copa, pero Clío no lo iba a pensar dos veces antes de aventurarse a escalar el tronco: un par de minutos más tarde se había moneado hasta una de las ramas y colgaba de cabeza sosteniéndose con las piernas y un brazo y tratando de alcanzar una manzana no tan lejana con el otro. Estaba tan concentrada que no se dio cuenta siquiera que alguien había llegado y la observaba con gracia, su cabello castaño corto ondeando con la gravedad y el viento y sus ojos verde-gris concentrados en su objetivo final.
Ace ya había hecho una parada en su barco y estuvo un tiempo en su camarote dándose un baño y luego siendo atendido por el médico que a penas lo vio chilló porque "cómo puedes ser tan descuidado, capitán". Al final le había dado un par de medicinas para el dolor de cabeza y una crema de protección solar, y tras eso, puso pie en tierra y comenzó a explorar el pueblo, hasta que decidió internarse un poco entre el bosque marginal alrededor de las casas.
Llevaba un largo rato caminando entre los árboles cuando un par de jadeos le llamaron la atención.
No tardó mucho en descubrir el manzano, y menos aún en darse cuenta que alguien intentaba escalarlo. Debía admitir que sus esfuerzos eran lamentables, pero no por ello la interrumpió. El vestido blanco se abría a cada lado cada vez que movía una pierna, estaba descalza y su pelo castaño caía en ondas rebeldes hasta su mentón. No podía ver bien el color de sus ojos. Su piel era de un color canela muy bonito, y las pecas que le manchaban los hombros delataban una vida a la mar.
Ace se sonrojó al momento en que se dio cuenta que estaba en un mal lugar, porque aunque las faldas del vestido caían y cubrían cualquier parte noble de su cuerpo ante miradas indeseadas, realmente era una posición muy comprometedora y él no quería ser tachado de pervertido si alguien más llegaba a encontrarlos ahí.
Avanzó un par de pasos hasta estar casi frente a ella, puso las manos en jarras sobre las caderas y alzó una ceja.
— ¿Qué crees que haces?
Clío se puso rígida de inmediato.
Sus ojos se abrieron de par en par, paró de intentar alcanzar la manzana y dirigió su mirada hasta donde había escuchado aquella voz. Parpadeó un par de veces seguidas. Tenía el cabello negro, rebelde, las mejillas y la nariz pecosas. Una camisa amarilla abierta escondía el camino de pecas que seguramente se extendían por su cuello, hombros y espalda, manchando una piel exquisita besada por el sol. Ese abdomen de pecado exponía su fuerza al mundo, y en la muñeca izquierda un log pose y un juego de pulseras que le daban un toque más masculino y atractivo, si eso era posible.
Era el pirata de la noche anterior.
—Y-yo... —no terminó de hablar. La rama crugió como una galleta salada y un segundo después Clío estaba gritando y haciéndose una reforma de columna vertebral contra el suelo—... Que dolor... —Susurró para sí misma.
El pirata, escuchó después de un par de segundos, se estaba despatarrando de la risa en el mismo sitio de antes.
Clío compuso un mohín, se incorporó como pudo apartando la rama y limpiandose cuanta hoja veía de encima, sonriendo victoriosa al ver la manzana en el piso. Había salido rodando hasta estar a los pies de él, que todavía se reía de su desgracia.
Para cuando se levantó y se dispuso ir a tomar su premio, el pirata ya la había tomado con una mano y le había dado un mordisco.
— ¡Oye! ¡Eso era mío! —Se quejó, irritada más por la cara de satisfacción que él tenía al comerse la fruta.
Ace alzó una ceja y la miró desafiante.
—No veo que tenga tu nombre por ningún lado, eh.
Clío se puso roja de pura furia. Ace pudo ver el color verde-gris de sus ojos ardiendo como mercurio al rojo vivo. Se le acercó rápidamente y entonces él se dio cuenta que a parte de las claras pecas en sus mejillas que casi no estaban ahí, tenía un lunar del lado izquierdo de la nariz, como una mancha de chocolate que por un momento atrajo toda su atención.
—Si me viste colgando de cabeza en ese árbol no fue por pura diversión, marinero. —Dijo, aunque Ace no podía tomarse en serio a un ser que con esfuerzo le llegaba a la barbilla, se parecía a una muñeca de porcelana y enojada era más como un minino esponjado que otra cosa.
—Lo siento, pero para mí te veías bastante entretenida; y yo tengo hambre. —El capitán se sostuvo el sombrero con la mano libre, y esbozó una sonrisa fanfarrona.
Ella iba a responderle algo, era obvio porque ya incluso había entreabierto esos carnosos labios rosados, pero entonces su estómago rugió como un león y ella hizo un mohín y se llevó ambas manos al abdomen.
—Voy a morir de hambre —susurró, arrugando las cejas.
Ace sintió remordimiento de conciencia carcomerle lo más profundo de su ser.
Sin decir mucho caminó hasta el árbol y extendió ambas manos en una posición bastante particular.
—Hotarubi —susurró, y sus palmas brillaron y de ellas salieron cientos de lucecitas que subieron hasta las ramas. Clío deshizo su mueca de tristeza para ver las luces con curiosidad: jamás había visto algo parecido—. ¡Hidaruma! —Exclamó con algo más de energía y las luces explotaron, desencadenando una lluvia de hojas, y más atrás, manzanas.
La chica lo estaba mirando con ambas manos sobre la boca y los ojos bien abiertos con sorpresa cuando se agachó, recogió una manzana cualquiera y se la lanzó suavemente para que la atajara en el aire. Pero no fue lo suficientemente rápida, y la fruta terminó atentando contra su frente, ganándose un quejido de ella y una rojez en el sitio donde se había golpeado. Ace volvió a carcajearse.
— ¡Anda! ¿Qué tienes, doce años? ¿No sabes atrapar un objeto al vuelo? —Siguió riendo. Clío simplemente se sonrojó y se agachó para tomarla y darle un pequeño mordisco, sintiendo el cielo en su paladar por lo dulce y jugosa que estaba.
—Está deliciosa. —Murmuró entre mordiscos. Él definitivamente jamás había visto a alguien disfrutar tanto de algo tan simple como una manzana. Seguro se estaba muriendo de hambre en serio— Gracias, marinero.
Ace se sonrojó.
—No es nada —restó importancia, tomando alguna manzana cercana y sentándose entre las raíces del árbol—. Y no soy un marinero. Soy un pirata. —Alzó la barbilla con orgullo, causando en ella un sonrojo igual al suyo segundos antes.
—Lo siento.
Él alzó una ceja. La miró de reojo y ya estaba terminando de comer la primera manzana cuando recogió la segunda. En su muñeca izquierda, se dio cuenta, había un log pose.
—Lo sabía —se dijo a sí mismo entre dientes. Si aquella chica misteriosa pertenecía a la marina, ya le convenía salir de ahí como si nunca hubiera estado en primer lugar. Recién estaba empezando a ganarse un lugar en el mundo como pirata buscado como para que lo atraparan tontamente tan pronto—. ¿Marinera? —Tanteó terreno, alzandose un poco el sombrero y sin quitarle la mirada de encima.
Ella seguía comiendo y miraba a la nada, distraía, detallando las hojas de los árboles cercanos y escuchando los sonidos de la naturaleza, cuando su forma de llamarla la hizo voltear para negar automáticamente, como si fuera una respuesta corporal previamente establecida; de la misma manera que él había negado serlo un minuto antes.
—Marinera no —se acercó sigilosamente, sentándose a su lado entre las raíces del manzano—. Pirata.
—Vaya —Ace alzó una ceja, repentinamente más interesado—. No he visto más tripulaciones que la mía en este pueblo, ¿a qué barco perteneces? —Clío recolectaba otro corazón de manzana entre sus piernas y tomaba otra cercana para darle un mordisco. De verdad tenía hambre—. Por cierto, soy Ace. Portgas D. Ace.
Ella negó con la cabeza otra vez. Masticó por unos segundos y tragó lentamente, siempre mirando al infinito, y es que se había dado cuenta que el pirata a su lado tenía una mirada oscura tan profunda que si se atrevía a plantarle cara quizá se quedaría hipnotizada.
—La tripulación no ha llegado aún. Me adelanté un poco, por curiosidad —le dedicó una sonrisita, como queriendo decir "ya me entiendes"; y francamente sí lo entendía—. Deben llegar en un par de días —le dio otro mordisco a su manzana y tardó otro par de segundos en responder—: mi nombre es Clío.
Ace se preguntó si le habría pasado algo traumatico en el pasado, porque sólo le había dado un nombre –parecía que su identidad no correspondiera con eso, evadía muy bien algunas de sus preguntas; y continuaba con la mirada perdida en el infinito dando esa sensación de que en realidad no estaba ahí sino en otro sitio lejos, buscando algo quizá perdido.
Hubo un par de minutos de silencio, en el que ambos compartieron tranquilidad, manzanas y miradas de reojo. Clío quería seguir mirando por siempre a Ace, detallando sus facciones, embebiendose de su piel pecosa besada por el sol y de las cicatrices que probablemente tendría, en sus ojos negros profundos y tormentos y su pelo negro con aroma a salitre y libertad. Y Ace no podía apartar los ojos de ella, tan pequeña y delicada como una muñeca, una verdadera belleza que el mar había puesto en su camino.
Hasta que Clío vio el sol por entre las ramas de los árboles y se levantó tras comerse la quinta manzana, estirandose como un gato recién despierto.
—Debo irme. —Soltó. Esperaba una respuesta, pero no llegó ninguna, y sólo entonces se dio cuenta que Ace estaba dormido.
Clío rió por lo bajo pero decidió que no lo despertaría; si de verdad era pirata ya lo vería más tarde. Así que se sacudió un poco las faldas de su vestido y caminó a paso tranquilo de vuelta al pequeño pueblo.
×
—Jinbei —la voz de Barba Blanca resonó por el barco. Frente a él, el gyojin lo miraba atentamente, esperando la orden del yonkō que lo había llamado para pedirle algún favor—. Ve a la isla más próxima. Necesito que cuides a mi hija.
Había pasado un día casi completo y ella no volvía, y aunque ese comportamiento era de lo más normal en ella, Edward Newgate no podía evitar sentir la espina de la preocupación picandole en el fondo de la mente. Clío podría cuidarse sola pero era todavía muy joven, algo descuidada y su apariencia delicada e indefensa seguro que atraía problemas. Y como para poner la cereza del pastel, no se había llevado ningún arma. Barba Blanca resopló. Clío tenía demasiada afinidad por dejar todo atrás e irse por ahí en busca de aventuras sólo con lo que tuviera puesto encima y sus ganas de vivir.
Que cansado era cuidar de una hija así.
Jinbei asintió y poco después se despidió de la tripulación y se lanzó al agua nadando lo más rápido que podía hasta la siguiente isla. Esperaba que Clío, en efecto, estuviera ahí, porque no tenía idea de qué haría si la hija pequeña de Shirohige se perdía en la infinidad del Grand Line.
×
Habían pasado horas desde que puso pie en el bar, bajo las miradas atentas de los clientes que estuvieran ahí a esas horas. Como esperaba, la mayoría eran piratas. Alzaban sus jarras de licor y gritaban cumplidos y otras cosas, a los cuales Clío solamente se reía –durante su estancia en el Moby Dick con todos sus hermanos había aprendido que era mejor reírse que amargarse por ello.
— ¡Que belleza! —Silbidos, gritos y brindis en su nombre. Ella asentía y no más, sin desviarse del camino hacia la barra.
Tras una corta conversación con el bartender, el dueño salió para atenderla y entonces supo que su plan era exitoso cuando le permitieron pasar el resto del día entre los clientes tocando el piano de cola empolvado que estaba en una esquina y entonando las canciones que mejor se sabía; además que le darían una pequeña paga por ello. No era mucho, pero era suficiente para comprar comida hasta que su padre llegara a la isla, y comprarse un par de zapatos para que dejaran de mirarla de esa manera rara cuando caminaba por el pueblo.
Actualmente, el sake de Binks sonaba en el piano y su voz fue opacada con los gritos de los piratas animados de escuchar una de sus canciones favoritas. Clío no estaba segura de dónde conocía aquella canción, pero las notas y la letra seguían saliendo como si estuviera grabada a fuego en su piel. No era una sensación tan extraña, después de todo estaba acostumbrada a memorizar las melodías con solo escucharlas una vez, y no estaba segura en qué bar habría aprendido el sake de Binks, pero a los piratas les gustaba y eran felices y eso la hacía feliz a ella.
Ace se había reunido con su tripulación en medio del pueblo cuando iba de regreso al barco, y como eran todos unos alborotadores, decidieron jalarselo con ellos al bar.
— ¿Escuchaste? ¡Hay una cantante nueva en el bar, y dicen que es una belleza! —Deuce le dio un par de palmadas en la espalda que le dolieron, no sabía decir si por la fuerza o por la insolación que tenía de la mañana—. Por cierto, ¿dónde estabas? Pensamos que te había comido un rey marino.
Soltó una carcajada, dirigiendo sus pasos al bar de donde salía un alboroto impresionante, el sake de Binks se escuchaba en el pueblo entero, y apostaba su ojo izquierdo a que todos los clientes se la estaban pasando de maravilla ahí dentro.
—Me quedé dormido en el bosque —se rascó la nuca, obviando deliberadamente el hecho de que se había encontrado con una muchacha misteriosa que se llamaba Clío y que aparentemente nunca había comido manzanas.
Deuce negó con la cabeza como queriendo decir "típico de ti", y Ace estuvo a punto de soltar una respuesta inteligente, cuando abrieron la puerta del bar y toda conversación fue súbitamente interrumpida.
Había alcohol por todas partes, jarras brindando y chocando y borrachos –muchos borrachos cantando a gritos, bailando sobre el piso de madera a trompicones, disfrutando una música que a duras penas se escuchaba por encima de todo el escándalo. Las notas del piano explotaban desde el fondo del bar de un piano de cola.
Ace se puso pálido cuando vio quién lo tocaba y daba la guía para la canción. Clío estaba riendo, cantando y disfrutando del espectáculo con sus ojos verde-gris brillando como cuando vio las manzanas cayendo del árbol más temprano; sin duda jamás había presenciado algo así en su vida, había visitado muchos bares pero nunca uno tan animado como ese, y tampoco uno con una cantante tan bella como ella.
— ¿La has visto? ¡Es una belleza! —Chilló Deuce para que lo escuchara sobre el escándalo. El resto de la tripulación se dispersó y ambos se fueron a sentar en la barra, siendo servidos inmediatamente con las mismas jarras de ron que tenían los demás hombres en el sito.
—Sin duda. —Asintió a su lado. Sin embargo no le dio tanta importancia y se empinó la jarra de licor que le quemó la garganta a su paso.
El sake de Binks acabó. Todos los hombres del bar soltaron carcajadas al unísono, alzaron las jarras en un brindis y luego el bullicio bajó un poco.
Clío cerró la tapa del piano y se levantó para ir a la barra también, aunque cambió su jarra de licor por un vaso de agua que se bajó en cuestión de segundos.
—No sabía que fueras cantante —comentó Ace como quien no quiere la cosa. Se acomodó el sombrero con una media sonrisa pícara y le devolvió la mirada a Clío.
Había ido a parar a su lado derecho. Respiraba profundamente y se notaba que trataba de relajarse en un merecido descanso tras horas cantando sin parar para entretener a los hombres que todavía no se iban –más bien, cada minuto que pasaba llegaban más.
Ella dio un respingo. Dejó el vaso de cristal sobre la barra y se apoyó con un codo para mirarlo de frente mientras sonreía.
—No soy cantante de profesión. Lo hago porque me gusta, y porque necesito dinero para sobrevivir mientras llega el resto de mi tripulación, ya sabes —rodó los ojos, recorriendo el local con la mirada. Se veía satisfecha como si el trabajo de hacer el bar un desastre fuera suyo y nada más—. Me hace feliz ver a las personas felices.
Ace se rió suavemente y asintió. Nadie mejor que él sabía que había distintos tipos de felicidad, sin duda, y estar en un bar disfrutando de buena compañía y aún mejor música era una de sus favoritas. Era un ambiente, en cierto modo, hogareño –le recordaba a Dadan y la casa de los bandidos de la montaña, a las trifulcas que se armaban cada noche cuando era hora de cenar.
—Supongo que ya te quedaste sin repertorio. —Alzó una ceja. Clío ladeó la cabeza como preguntando qué había dicho y Ace se le burló.
— ¡Nada de eso! A penas estoy empezando.
—No lo sé. A mí me parece que ya no recuerdas nada más, y por eso estás ahí fingiendo que te tomas un descanso.
Clío compuso un mohín y se cruzó de brazos. De repente sin más chistó sonoramente y el ruido cesó, dejando un silencio expectante. Ace pensó que iba a volver al piano, pero no lo hizo, sino que desde donde estaba a su lado con la espalda apoyada en la barra y mirando al resto del bar empezó a cantar.
Round, robin, round
we were all hypnotized by the sound
of his tales from the old country
told for a pint and a pound...
Su voz era, por resumir, algo que no se esperaba. Cuando veías a Clío y la escuchabas hablar te imaginabas canciones de cuna y entonaciones dulces. Pero no tenía voz de soprano, era más de contra alto, y sonaba exquisitamente a sus oídos. Cerró los ojos. Inspiró y escuchó su canción y recordó la voz que el día anterior le había susurrado al oído, unos ojos que lo miraban desde el mar y una cola meneándose bajo el agua. Era como si los delicados brazos que lo sostuvieron cuando se estaba ahogando volvieran a envolverse a su alrededor, y aunque la letra de la canción era más bien triste, pronto el resto del bar volvió a cantar con ella animadamente alzando sus jarras, tal y como decía la melodía que cantaban.
Clío se levantó de su asiento y empezó a caminar entre las mesas sin dejar de cantar, entreteniendose entre los pueblerinos y los piratas que continuaban su música como si ella fuera la musa que inspiraba todas las canciones del mundo.
Jamás había visto una pirata –jamás había visto una pirata que cantara y disfrutara de estar en un bar donde era el centro de atención y en lugar de sentirse asqueada, aquello parecía divertirle. Era como si se estuviera desenvolviendo en su entorno más natural. Las faldas de su vestido bailaban con ella dejando a la vista sus piernas de canela y sus pies que, se acababa de dar cuenta: estaban llenos de tatuajes de flores. Su voz y la forma en la que afectaba a su entorno le recordaba las leyendas antiguas sobre mujeres tan bellas que hipnotizaban con solo mirarlas y cantaban para atraer a los navegantes a su muerte...
—Una sirena... —susurró Ace, entornando los ojos, siguiendo con su intensa mirada negra el recorrido de la bella Clío.
De repente se sintió como si su mente lo escupiera de sus pensamientos cuando Deuce le dio una palmada en la espalda.
—Vamos, ¡capitán! ¡Anímate un poco!
Su segundo al mando alzó la jarra y de un trago Ace estuvo seguro que se tomó más de la mitad. Pero tenía razón, frente a sus ojos había una fiesta y él estaba demasiado perdido en sus pensamientos y se la estaba perdiendo.
Así que sonrió ampliamente, alzó su propia jarra en dirección a Clío que en ese momento lo estaba mirando mientras cantaba y le guiñó un ojo desde el sitio. Observó las mejillas de la muchacha volverse rosadas. Luego se apoyó a sus anchas con la espalda en la barra y se unió al coro de voces masculinas, entonando la misma canción junto al resto.
×
Sería bien entrada la madrugada cuando el dueño del bar corrió al último hombre que a penas se mantenía sobre la mesa balbuceando letras al azar de algunas canciones; que Clío abrió los ojos con desmesura al ver la bolsa llena de fajos de billetes que el regordete hombre le dejaba sobre la barra.
— ¡Es muchísimo! —Chilló en tono horrorizado— ¡No puedo aceptar tanto!
El dueño del bar le dedicó una amplia sonrisa. Jamás habían tenido un día tan bueno como ese, y eso era demasiado decir considerando que solían frecuentarlos numerosos piratas. Lo que estaba en la bolsa era un 30% de las ganancias del día.
—Vamos, niña. Llévatelo. Jamás en la historia de este bar habíamos tenido tantos clientes en un solo día, te lo debemos... además, ¡necesitas comprarte zapatos! —Se echó a reír y seguidamente la corrió del sitio justo como habría hecho con el borracho de antes.
Clío salió con una cara desconcertada y un saco de bellis sólo para encontrarse a Ace al otro lado de la calle con una mano en la cadera y las cejas alzadas en un gesto que había llegado a catalogar como muy suyo.
— ¿Qué pasa? Parece que has visto un fantasma —le dijo, sonriendo de medio lado. Ella negó con la cabeza, mirándolo con los ojos entornados y el rostro inclinado a la derecha.
Ace casi podía escuchar la pregunta sin que siquiera la formulara: "¿qué haces aquí?".
—Vine a ver si podía divertirme por un rato más, pero parece que, después de todo, sí te has quedado sin repertorio. —Picó con malicia.
La verdad es que había vuelto porque quería seguir viéndola. Nunca había visto algo como lo que tenía frente a sus ojos: el pelo de Clío a penas llegaba hasta su mentón y era desordenadamente ondulado, enredado y estaba acomodado de cualquier manera, pero bailaba al viento como si fuera el más liso de los cabellos. Su piel era color canela clara y tenía pecas rayando el lienzo, prueba de los largos días bajo el sol. Las faldas de su vestido blanco no se estaban quietas nunca. Pero lo que más le sorprendía, definitivamente eran los tatuajes en sus pies.
Eran tantas flores que no podía distinguirlas a simple vista, pero podía asegurar que no había ni una sola línea negra. Una explosión de colores total. Ace no podía dejar de verlo. No podía dejar de ver a Clío o a sus acuosos ojos verde-gris porque era como un imán, como si las olas del mar se estuvieran meneando justo frente a sus propias pupilas...
... eso era. Clío era como el mar. Como la personificación del océano.
La manera en la que podía describir mejor la sensación que le daba, era como si estuviera teniendo un calambre en el pecho. Frente a sus ojos, en forma de una chiquilla: estaba el retrato de la libertad.
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