Capítulo cuatro.

Clío estaba sentada en el casco de la proa, como era su costumbre, abrazando sus piernas y dejando que el viento marino jugara con su cabello. De vez en cuando, alzaba la mano derecha frente a su rostro y la veía: estaba perfectamente vendada, y seguro las enfermeras le habían puesto alguna pomada para las quemaduras, pero seguía ardiendo. Aunque quizá, el ardor tuviera más que ver con el dolor que le atravesaba el pecho. Quizá era el mismo tipo de dolor, impulsado por la misma situación.

Sin darse cuenta había anochecido y ya empezaba a bostezar. El ambiente se volvió frío, el vestido blanco ya no le era suficiente para evitar los escalofríos que le erizaban la piel. Se levantó y con la misma ligereza que le caracterizaba, se dirigió a su camarote; con la sorpresa de que, a mitad de camino, se encontró de frente con un iracundo Ace que estaba yendo con pasos agigantados directo al camarote de Barba Blanca.

— ¿Ace? —Musitó, aparentemente no lo suficientemente fuerte—, ¿qué estás...

Ni siquiera pudo terminar de hablar. Hiken le pasó por un lado, furioso, y se lanzó de clavado como un nadador olímpico al camarote de Barba Blanca. Clío dio un par de pasos en su dirección, como si quisiera evitar una desgracia, pero una llamarada salió despedida del camarote y tras eso, Ace se estampó dolorosamente contra la borda.

— ¡Oye! ¿¡Qué pasa contigo!? ¡Es muy tarde! —Gritaron un par de piratas que estaban cerca, bebiendo de una botella de ron y haciendo las guardias nocturnas.

Clío resopló y se agachó frente al moreno, apartándole el cabello que le caía rebelde sobre la cara.

— ¿Estás bien? —Por respuesta, recibió una mirada rabiosa, que luego se convirtió en culpa. Un chasquido de lengua fue lo siguiente, y Ace volteó la cara, desviando la mirada de los ojos verde-gris de Clío—. ¿Qué intentabas hacer?

La risita que soltó ella le entibió el corazón.

Se incorporó con un poco de dificultad, resentido por todo el daño de la pelea con Jinbei y Barba Blanca. Soltó un quejido bajito, se apoyó en la borda y terminó por levantarse con ayuda de ella. La descarga eléctrica ya se sentía con menos fuerza (no sabía si era porque ya se había acostumbrado), y era más como estática interactuando entre sus cuerpos, que como un rayo o una bomba explotando en su interior.

—Necesito irme de este barco. —Fue toda la explicación que dio, yendo junto a Clío, que se dirigía de vuelta a la proa.

Clío volvió a reír porque todo el asunto de déjame-ir-o-te-mato le hacía infinita gracia, era la primera vez que veía a alguien negarse tanto a unirse a la tripulación de su padre. Desde luego existían algunos que se negaban, pero nadie con tanta decisión como Ace.

Lo ayudó a sentarse en el casco de la proa, para que el aire le refrescara la cara y los pensamientos. Quizá así podría pensar mejor —aunque, pensándolo bien, no había manera que un hombre de fuego tuviera buenas ideas si pensaba frío; no creía que pudiera, de hecho, pensar en frío en absoluto.

Ace se dejó hacer. Suspiró cuando se acomodó en el sitio y miró fijamente a Clío cuando ella se sentó a su lado, tomando la mano que tenía vendada desde la tarde.

—Lo siento.

Acarició con el pulgar la mano de ella sobre las vendas. Esperaba una reacción de rechazo, o que ella retirara la mano, pero lo que obtuvo fue un apretón de su parte, y cuando alzó la mirada para verla se sorprendió más todavía por la sonrisa que tenía tatuada en los labios.

Le recordaba a Luffy.

—No te preocupes, fue un accidente.

Un accidente.

Ace tuvo que desviar la mirada y soltarle la mano porque casi le dolió el pecho de la culpa. Por supuesto que no fue un accidente, él realmente intentó atacarla, y ella sólo se defendió. Aún no entendía cómo lo había sostenido por la muñeca si tenía su poder activado y hasta ahora todo quien le tocaba cuando lo estaba lo atravesaba. Pero ya tendría tiempo para eso después: ahora Clío le estaba alzando la cara y le estaba sonriendo más ampliamente en una mueca que le recordaba demasiado a su hermano menor por lo genuina que era, y estaba muy concentrado en el calambre que tenía en el pecho como para pensar en otra cosa.

—Me han pasado cosas peores, no eres el primero que se resiste a entrar en la tripulación. No te preocupes, de verdad.

— ¿El primero que se resiste...? ¿O sea que tú también?

— ¡No! —Se apresuró a negar, como si estuviera haciendo algo que realmente no debería hacer—. No me mal entiendas, pero yo no tuve opción. Estoy en el barco desde que tengo memoria, y Pops no me quería aquí desde el principio, pero hizo lo mejor que pudo para protegerme de la vida "peligrosa" de los piratas —se encogió de hombros, un ademán que hizo bailar los mechones de su cabello—, aunque, al final, no pudo evitar que me volviera pirata también. No creo que le moleste... mucho.

Se le acercó un poco. Ace pensó por un segundo que aquello era un gesto realmente invasivo, pero ella puso un dedo sobre sus labios y musitó un ligero "sshhhh".

—No le digas a nadie, pero a Pops en realidad le gusta que las chicas sean delicadas y femeninas. Una vida de piratas no te permite serlo, por eso no le agrada mucho la idea de las chicas siendo piratas, y prefiere que sean enfermeras —finalmente volvió a enderezarse, con esa sonrisa eterna tatuada en sus preciosas mejillas pecosas—, aunque conmigo no lo logró.

Desde luego que no.

Desde el sitio privilegiado en el que estaban, Ace podía intercalar la mirada entre el oleaje y Clío, a su lado, contando historias y anécdotas sobre sus hermanos, todos los que se habían negado a formar parte de los piratas de Barba Blanca, o al menos los más necios. Era un contraste tan armónico entre el calmo mar nocturno y la princesa de los piratas, serena pero feliz, que Ace no pudo pensar otra cosa.

Desde luego que no pudo prohibirle nada. No puedes prohibirle a las olas que se dirijan a donde se están dirigiendo. No puedes prohibirle al mar que haga su voluntad. Clío era el mar, y lo que hacía era su voluntad, y nada en el mundo se lo iba a impedir jamás.

Esa era la impresión que tenía de ella.

— ¿Ace? ¿Me estás escuchando?

Había pasado demasiado tiempo en silencio, y cuando Clío quiso darse cuenta, estaba dormido. Rió para sus adentros por lo graciosa de la escena, y decidió que se veía demasiado cómodo como estaba como para despertarlo, solo para decirle que mejor fuera a dormir a un camarote.

Uno de sus dedos se paseó delicadamente por su frente, apartando algunos mechones que tenía pegados a la cara por la humedad del ambiente y el salitre, que hacía al cabello ser más rebelde. Lo miró con atención. Contó sus pecas y la cantidad de veces que su pecho subió y bajó en todo ese tiempo. Finalmente su mano bajó hasta su pecho, donde pudo sentir con la palma los latidos fuertes y acompasados de su corazón.

La piel de Ace era suave y febril, no tenía ninguna cicatriz a la vista (por ahora); y estaba manchada de pecas casi invisibles por todos lados. Clío miró sus propios hombros, pecosos también, y encontró gran similitud en las manchas de ambos. Esa era la marca de los piratas. La piel bronceada y manchada, a veces marcada con heridas de viejas batallas. "Ser pirata es peligroso" decía siempre Barba Blanca, y tenía la mayor razón.

Para ella, el peligro significaba aventuras. Y libertad; porque no podías ser libre sin dar nada a cambio.

A Clío le gustaba la libertad.

Y Ace era libre, sumamente libre.

Por eso, a Clío también le gustaba Ace. Le gustaba su piel tostada con pecas. Le gustaban sus mejillas estiradas por sonrisas, le gustaba su cabello desordenado volando al viento, y su sombrero colgando de su espalda como perfecto decorativo. Le gustaba su pecho descubierto al mundo, como indicativo de hacer frente a todos los peligros que se le vinieran encima porque su libertad era más importante que cualquier cosa y daría su vida misma para morir libre antes que morir siendo esclavo.

Le gustaba la necedad que mostraba para unirse a la tripulación de Barba Blanca, porque no quería renunciar a su libertad.

Se inclinó sobre el dormido Ace y posó un beso de mariposa sobre sus labios: eran suaves, carnosos y sabían a sal. Su pelo corto cayó hacia el frente y las cosquillas lo despertaron; así fue como Clío sintió que él también le daba un beso, pero antes de cualquier otra cosa, ella se incorporó y le sonrió a los ojos negros de Hiken, que la estaban estudiando tan fijamente que podría apostar que la estaba leyendo como un libro abierto.

—Me gustas, Ace —Repitió lo mismo que había dicho tantas veces ya. Y él tuvo la misma reacción que la primera vez que se lo dijo: se sonrojó hasta estar del mismo color que las manzanas que le había ayudado a bajar del árbol hacía días—. Y quiero gustarte.

Eso pareció asustarlo porque se levantó como su tuviera un resorte en la espalda, soltando un "¿¡QUÉ!?" que perfectamente pudo haber despertado a toda persona que durmiera en el barco. Clío se carcajeó, levantándose también, sacudiendo las faldas de su vestido y estirándose despreocupadamente, como si no acabara de decirle al hijo de Gol D. Roger que le gustaba y prácticamente darle un ultimátum sobre lo que quería que sintiera acerca de ella.

Que suerte que no sabía quien era su padre. Si supiera que tenía corriendo por sus venas la sangre de un demonio...

Ace se encogió sobre sí mismo, retrayendose de la escena, como si quisiera levantar una muralla entre él, ella, y lo que pudiera llegar a sentir.

Clío lo notó. Sus pestañas revolotearon por su confusión, pero se le volvió a acercar con esa sonrisa tan parecida a la sonrisa de Luffy, tan genuina que dolía; y si Ace pensaba que lo de antes era un ultimátum, esta vez ella venía preparada con una sentencia de muerte:

—Cien besos —dijo, poniéndole una mano en el pecho, al nivel del corazón—. En cien besos te voy a gustar.

Él, riendo para sus adentros de pura incredulidad, dejó salir un sonido gutural y pensó que aquello era realmente absurdo, no podías obligar a alguien a quererte, y Ace no quería a nadie; más que a sus hermanos, a Dadán y a Makino. Clío no podía llegar y pretender de buenas a primeras escurrirse en su corazón. Era inverosímil.

Cuando la vio yéndose a su camarote, bajo la luz de la luna, pensó seriamente que tanta libertad le había causado delirios.

No quiso aceptar que, muy en el fondo; pensaba que no harían falta los cien besos, porque Clío ya se le había calado profundo hasta el alma.

×

Al día siguiente en la mañana, estaban todos desayunando en el gran comedor cuando un gran jaleo en la cubierta hizo que la mayoría de los tripulantes salieran corriendo a ver qué pasaba. Marco, Thatch y Clío se quedaron sentados, hablando y comiendo tranquilamente, enterandose por los gritos de los acontecimientos. Lo bueno era que en realidad no necesitabas acercarte a la escena del crimen, con tan sólo sentarte y escuchar ya te enterabas de todo.

—Apuesto cien mil berries a que es el nuevo —dijo Thatch, tomando de su jugo de naranja.

—Quinientos mil a que otra vez intentó matar al viejo —apoyó Marco.

Ambos voltearon a mirar a Clío que estaba masticando un pedazo de pan, más dormida que despierta, con el codo apoyado sobre la mesa y la cara apoyada sobre la mano. Ella alzó las cejas y entreabrió más los ojos, mirando a sus hermanos alternadamente.

—Un millón a que ni siquiera pudo acercarse —dijo al fin, sonriendo por las quejas de los dos mayores a su lado.

No pasó mucho tiempo para que Ace entrara como una tormenta en el comedor. Los tripulantes se habían ido porque tanta adrenalina tan temprano les había quitado el hambre; y cuando Clío lo vio pareció despertarse de su somnolencia, sólo para alzar una mano y una vez que él la vio, se acercó con pasos fuertes hasta sentarse a su derecha, que era el lado que estaba libre.

Ni siquiera comentó ni preguntó nada, simplemente comenzó a comerse lo que quedaba del desayuno de quien hubiera estado ahí antes, casi atragantandose con la comida. Al menos hasta que sintió tres insistentes miradas sobre su nuca. Clío, Marco y Thatch (en ese orden) lo miraban fijamente, con sonrisitas, esperando que dijera algo —¿pero qué se suponía que tenía que decir?

— ¿Qué? ¿Tengo algo en la cara? —Gruñó.

Clío rió porque parecía un gato encrispado y rabioso, comiendo del plato más cercano como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente.

—No. Sólo teníamos curiosidad: ¿sabes por qué había tanto jaleo hace un momento? —Preguntó ella, ganándose una palmada en la espalda de parte de Marco.

Ace paró de comer, dejó caer el cubierto sobre el plato que soltó un sonido rechinante, y se llevó las manos a la cabeza con frustración.

—Ese maldito Barba Blanca, ¡no me deja irme de aquí! ¡Lo peor es que ni siquiera puedo acercarme! ¿¡Cómo demonios lo hace!?

Siguió quejándose, ajeno a las miraditas que le echaba Clío a sus dos hermanos quienes estaban gimiendo por la pérdida. Ella, por su parte, tenía una sonrisa triunfante en el rostro cuando le puso una mano en el hombro a Ace.

—Tranquilo. Sigue intentando. En algún momento lograrás alcanzarlo... o terminarás quedándote, como el resto.

La cara de terror que puso el pecoso no tuvo precio, y los otros tres se carcajearon ante ello. Finalmente, Clío se acercó y le dio un ligero beso en la mejilla, causando que se sonrojara y se levantara de un salto.

Chasqueó la lengua y se apartó de la mesa: —Ya no tengo hambre.

Así, bajo el desconcierto del resto, se fue del comedor.

×

Los días transcurrían de la misma manera: Ace tratando de matar a Barba Blanca, el yonkō mandándolo a volar lejos. Frustración tatuada en su cara hasta que llegaba Clío a darle un beso y esta se transformaba en vergüenza pura.

Cerca del décimo quinto intento de asesinato al capitán del barco, Ace salió volando tan lejos que se cayó al mar. Barba Blanca en seguida se arrepintió de haber usado tanta fuerza, y en el barco todos empezaron a correr de un lado a otro buscando redes de pesca, cuerdas, salva vidas... eso hasta que vieron una mancha blanca caer directo de la borda al agua, y entonces suspiraron con paz interior al saber que Clío estaba yendo a rescatarlo.

Ella sentía que estaba viviendo un déja vù. Ace estaba lejos, se notaba que le faltaba el aire, y seguía hundiéndose mientras nadaba hasta él. Sus piernas se volvieron una cola a penas entró en contacto con el agua, y un fuerte movimiento fue suficiente para alcanzarlo, aunque él ya había cerrado los ojos.

Lo sostuvo entre sus brazos y subió lo más rápido que le permitía su cola, entregando a Ace a algunos de sus hermanos cuando salió del agua. No tardó mucho en subir ella misma al barco, viendo de reojo a Hiken escupir agua como si fuera una fuente, mientras ella se exprimía las faldas de su vestido.

Por otro lado, Ace estaba confundido.

Podría haber estado casi inconsciente, pero lo vio: ¡a Clío le había crecido una cola! Estaba hiperventilando, tratando de recuperar el aire, cuando la vio unos metros más allá, exprimiendo sus ropas y quitándose el cabello despeinado de la cara: un par de piernas, comunes y corrientes. Definitivamente no una aleta dividida como la de las sirenas después de los 30, y, de todos modos; ella se veía demasiado malditamente joven como para tener 30.

No entendía, no entendía nada, ¿se lo habría imaginado? ¿Sería cuestión del vestido y su vista borrosa que lo había engañado?

Iba a volverse loco.

— ¡Oye, Clío! —Gritó, levantándose aunque el mareo lo hizo trastabillar.

—Quédate donde estás, mocoso, ¡no puedes levantarte todavía! —Se quejó uno de los hombres que lo estaban atendiendo, pero hizo caso omiso. Se los quitó de encima como si fueran animalillos molestos, y caminó directo hasta donde estaba la princesa.

— ¿Qué fue eso? —Cuestionó. Clío tuvo que dar dos pasos hacia atrás porque Ace se le había ido encima como un insecto a una lámpara en medio de una noche sin estrellas; y su altura más la forma en la que estaba hablando la intimidaron—. Pude haber estado medio muerto, pero estoy casi seguro: ¡te salió una cola de pez!

Ella parpadeó. Dos, tres, cuatro veces. Frunció el ceño con confusión y asintió.

—Pues, sí. ¿Por qué?

Ace estaba a punto de hacer implosión. Era, literalmente, una bomba. Y si no explotaba, al menos le daría un infarto.

— ¿POR QUÉ?

—Porque soy una nereida —respondió, como si fuera la cosa más obvia del mundo. Eso no lo estaba ayudando.

Clío tenía las cejas alzadas ahora y no había vuelto a retroceder, así que estaba realmente cerca de la cara de Ace. Podía adivinar el pánico y la rabia, a raíz de la confusión, que se dejaban ver en el brillo de sus ojos negros. Tuvo que hacer acopio de sus fuerzas para no perderse de la conversación en esa mirada, o ponerse a contar sus pecas que, ahora que las veía de cerca, se dio cuenta que estaban sumamente definidas.

—Las nereidas somos distintas a las sirenas. Nosotras podemos cambiar nuestra cola por pies. —Explicó, alzando un poco las faldas de su vestido blanco para dejar ver sus pies tatuados.

— ¿Eso quiere decir que, esa noche, en la isla...?

— ¿Cuando te caíste del acantilado? —De repente, Ace se veía más desconcertado que otra cosa, tenía los hombros caídos, una mirada perdida y se apartó el pelo de la cara para recibir mejor la brisa. Eso era. Aire. Necesitaba aire—: Sí, yo te salvé.

Entonces ella fue la sirena que le salvó la vida. Bueno, no sirena, la... nereida. Era la primera vez que escuchaba sobre esa raza, y ciertamente la primera vez que veía una. ¿No era una broma? ¿No sería Clío más bien una bruja que pudiera cambiar de forma? Hasta eso sonaba más creíble que... las nereidas.

Dio un paso atrás y trastabilló de nuevo hasta quedar sentado en el suelo. Desconocía por qué estaba tan impresionado, quizá porque la tripulación de Barba Blanca tenía escondidas más cosas de las que creía, o porque la propia Clío era realmente un misterio, y lo que él pensaba que conocía: una chica sonriente, libre como el mar; realmente era mucho más en el interior.

Ella se agachó frente a él, y le tocó la frente con una fría mano.

— ¿Te sientes mal? ¿Quieres ir a la enfermería? Quizá tragar agua de mar te hizo daño.

— ¿Por qué —dijo con voz quedita, interrumpiendo el monólogo de ella, llamando su atención— no me lo dijiste?

Clío volvió a fruncir el ceño confundida, como si la respuesta fuera una cosa demasiado sencilla y fuera raro que Ace no lo hubiera resuelto por sí mismo. La mano que estaba en su frente le apartó un par de mechones de cabello y luego le acarició el rostro, gentilmente. El toque de la piel fría de Clío contra la suya febril lo ayudó a calmarse, y a pensar con un poco más de claridad entre el mar de dudas que le atenazaban el cerebro.

—Porque nunca preguntaste, Ace.

Entonces, ella sí era la sirena que lo salvó de ahogarse. Y la nana que escuchaba todavía cada noche antes de dormir era entonada por su voz. Su corazón se saltó una palpitación y luego golpeó fuerte contra su pecho, casi haciendo que torciera una mueca.

Claro que tenía sentido que Clío fuera como era, construida con cada parte tal cual la estaba viendo ahora. Una nereida. Hija de Barba Blanca. La princesa de los piratas.

Era libre y preciosa y se estaba inclinando para darle el decimo sexto beso en la frente: sus labios estaban fríos, y mojados, pero se sintió bien.

Se sintió endemoniadamente bien.

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