Capítulo XI

Capítulo 11: “Érase una vez”

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Las heridas internas, al igual que las físicas, sanan, pero sólo si les permite hacerlo. El procedimiento parece sencillo, lo único que hay que hacer es curarlas y evitar que la zona afectada vuelva a ser lastimada antes de la cicatrización. Pero para algunos resulta no ser tan simple, porque a veces es imposible evitar el sangrado.

La diferencia radica en que las lesiones externas cuentan con un proceso celular que acelera la sanación, pero las heridas del alma requieren de mucho más tiempo y protección ya que de lo contrario podrían llegar a infectarse hasta el punto de podrirse y expandirse, logrando en casos extremos, convertir un luminoso espíritu en una sombra de lo que pudo haber sido.

Blancanieves fue uno de estos casos.
Los azotes que la vida le propinaba no se detuvieron nunca a lo largo de sus diecinueve años y al final, esa gangrena que comenzó siendo una simple mancha oscura en su alma se había apoderado de todo su ser; desde la punta de los dedos de los pies, hasta el último de sus cabellos negros.

Tal vez fuera debido a eso que un día simplemente dejó de ver en Mary a su hada madrina para notar a una mujer cualquiera, con cualidades que la convertían en un estorbo. Dejó de ver en Christoph a alguien de su propia sangre para ver a un monstruo con el cual debía acabar. No distinguió en Phillip a algo más que un objeto capaz de depositar en ella la semilla que le garantizaría el trono. Se consideraba a sí misma como una heroína, una nueva versión de Robin Hood que estaba librando al mundo poco a poco de las lacras que conformaban a la alta sociedad londinense. El resto no eran otra cosa sino un medio para un fin.

Un día, cuando se cansó de ser golpeada, decidió que sería ella quien se convertiría en verdugo y ese era el único motivo por el cual había seguido viviendo.

No le importó ver rogando por oxígeno a la mujer que, aún sin haberla alojado en su vientre, la había amado como sólo una verdadera madre podía hacerlo. No le produjo nada observar el movimiento descontrolado de sus piernas luchando por tocar el suelo; ni la tensión en sus brazos, aferrados como cadenas de hierro a las sogas que le aprisionaban el cuello. Blanca no sintió culpa alguna aun sabiendo que una inocente era ejecutada públicamente por decisión suya y, a pesar de mostrarse profundamente apenada ante los ojos que la escrutaban, por dentro ella sonreía sabiendo que estaba cada vez más cerca de su objetivo.

La muerte de Christoph y Phillip había significado muchísimo menos. Todo había sido estudiado al milímetro y por más que el Consejo buscaba una explicación lógica a tantas pérdidas en tan poco tiempo, no la hallaban. Eso hacía que la joven de aspecto angelical se sintiera orgullosa. Ella y sólo ella era responsable y lo mejor de todo es que no existían posibilidades de que la descubrieran porque incluso si llegaran a sospechar algo, acusar a la nueva monarca absoluta de la nación era un error que se pagaba con sangre; o manzanas.

Los días siguientes estuvieron marcados por un profundo luto a nivel nacional e internacional. La muerte por envenenamiento del antiguo rey, el despiadado asesinato del actual, y la sórdida traición de Maryline von Erthal hacia su esposo y pueblo, habían provocado una gran conmoción en los habitantes de Inglaterra y el Reino Unido. La teoría de que el linaje gobernante estaba maldito había cobrado aún más fuerza que antes y la gente tenía miedo del futuro que les esperaba.

El funeral de ambos monarcas tuvo lugar a las 48 horas. Los militares y la guardia real vestían sus uniformes oficiales y los ingleses entonaban en voz baja la letra de God save the King mientras los féretros, cubiertos por una bandera roja, azul y blanca cada uno, se paseaban por todo Londres en un gesto de orgullo, respeto y formalismo. Orgullo, por las acciones que ambos habían tenido para con su pueblo. Respeto, por las personas que, en vida, ellos habían sido. Y formalismo, porque aquel que hubiera conocido bien a Christoph y Phillip sabía que todo lo que se pretendía honrar eran puras patrañas.

Más de la mitad de los habitantes del país vivían en la extrema pobreza. Las prostitutas, vándalos y criminales abundaban por las calles. Los campesinos no eran dueños de sus propias tierras y la mayor parte de lo que producían iba destinado al gobierno; muy poco les pertenecía realmente. En las zonas más remotas, las condiciones de vida rozaban lo inhumano y, si la cosa seguía igual, muy pronto el país se vería envuelto en una hambruna severa que acabaría por matar a más del 30% de la población. Todo esto, mientras los nobles se hacían más y más ricos; mientras en África y América los minerales eran arrancados de las entrañas de la propia madre naturaleza como aquel que arranca una rosa de un jardín.

A Blanca le parecía una falta de respeto rendirles tantos honores a su padre y esposo. Esos seres que se hacían llamar hombres, pero no eran más que unas bestias. Habían muerto como animales y de tal forma debían ser enterrados. No merecían ni una sola de las palabras que aquel himno les dedicaba. No merecían, siquiera, que sus nombres se mencionaran. Ellos deberían de yacer en una fosa común, sin oro, sin joyas, sin elegantes trajes que podrían alimentar a una familia entera durante meses. Christoph y Phillip merecían la peor de las condenas, pero ella no era nadie para hacer eso, ya Dios se encargaría de juzgarlos.

Mientras, en el palacio, se ultimaban los detalles para la coronación oficial de la nueva reina. La pelinegra continuaba con su pantalla de fingida tristeza, pero ya había comenzado a ponerse manos a la obra con el nuevo puesto. Quería hacer cambios. Desde muy joven había soñado con ocupar el trono y ver como su palabra tenía más peso que la de ningún otro. Una vez le arrebataron lo que le pertenecía por derecho, pero lo había recuperado y les demostraría a todos por qué siempre fue ella la destinada a portar la gran corona.

Cuando llegó el gran día Blancanieves se vio obligada a aceptar las atenciones de más de veinte doncellas para su preparación personal. Rodó los ojos al ver como su rubia amiga contenía una sonrisa ante su cara de fastidio y se aproximaba a las demás con el fin de ayudar.

—Lydia, no —la detuvo ella. —De hoy en adelante no pertenecerás al servicio, más tarde hablaremos de ese asunto.

El rostro de la muchacha se tiñó de sorpresa, pero luego sonrió y se encargó de elegir las joyas que usaría su señora. No iba a quedarse sin hacer nada mientras las demás trabajaban, para ella no había nada más difícil que estarse quieta cinco minutos, excepto callarse.

Mientras todas aquellas jóvenes daban vueltas a su alrededor Blanca no podía dejar de pensar en el suceso que acontecería en un par de horas. La iban a coronar. Ella sería soberana absoluta de más de cinco naciones distintas y lo sería sola porque ahora que alojaba en su vientre al próximo heredero al trono, era imposible que alguien aceptara unírsele en santo matrimonio, sería una deshonra, véase por donde se vea.

El poder que caería en sus manos era de tal magnitud que, si quería, podía iniciar una catástrofe mundial o algún conflicto bélico. Se codearía únicamente de los más grandes y podría regodearse en la cara de los más pequeños que tantas veces la menospreciaron sólo por tener algo diferente entre las piernas. Sus hombros sostendrían un gran peso, pero si los dolores de espalda iban a deberse a eso, más que un padecimiento sería un regalo.

Estaba tan sumergida en sus pensamientos que no se había detenido a observar a la mujer en el espejo. Al hacerlo sonrió, el reflejo era exactamente el mismo que vio en el cristal mágico y casi podía escuchar la voz de Dudie murmurando un: “te lo dije”. Se sentía grande, pero aún no era suficiente. Quería más y ese más le esperaba en la sala del trono.
Pasaron las horas y las doncellas ya habían terminado de dejar a su reina brillando más que el sol. Llevaba un vestido rojo vino, cubierto totalmente por una pieza de encaje del mismo color con detalles elaborados a mano que parecía adecuarse a la otra tela como una segunda piel. Las mangas caían por sus hombros alojándose un poco más abajo, dejando a la vista su cuello y brazos. Los bordes superiores eran dorados, algo que fue agregado a último minuto por los sastres para asegurarse de que combinaba con las joyas. Todo lo que portaría Blanca esa noche sería de oro puro o diamante azul, desde la peineta hasta los zapatos e incluso las muchachas que la preparaban habían decidido espolvorearle un poco de polvo dorado en las zonas donde su piel quedaba al descubierto.

Se veía majestuosa, su brillo era tal que podía llegar a provocar ganas de cerrar los ojos. Algo que a ella le disgustaba, quería que todo el mundo la viera cuando portara la corona, quería que la señalaran y dijeran: “ahí está, la primera mujer que ha gobernado Inglaterra sin la compañía de un hombre a su lado, la primera reina no consorte”.

—Lydia, querida, quiero hacerte una propuesta —le dijo una vez que todas las demás hubieron abandonado la habitación dejándolas solas. —Quiero que tú te conviertas en mi mano derecha y en la izquierda también. Quiero que seas mis ojos, mis oídos, mis piernas y mi cerebro. Por eso quiero que seas mi consejera real.

—Pe-Pero, majestad, yo no puedo ocupar un cargo así. Ese puesto está reservado para uno de los miembros del Parlamento.

—Ya, y el trono en el que me voy a sentar pronto estaba reservado para mi marido —sonrió burlona. —Es hora de hacer cambios por aquí y ya sabes lo que pasa con los que resultan ser una amenaza para mí. Soy una persona que recompensa a quienes le ayudan y tú me has ayudado muchísimo.

—Pero…

—Pero nada. Es una orden —suspiró y miró en dirección a la puerta de salida. —Ahora dame tu brazo porque ha llegado la hora.

Y eso hizo, le extendió su antebrazo y caminó al lado de su reina hasta las escaleras que conducían al salón del trono, ahí fue donde se soltaron. Un guardia tocó un par de notas en la trompeta y anunció a toda voz el nombre de la última von Erthal que quedaba. Al instante las miradas se desviaron hacia ella y todos parecieron contener el aliento al verla.

Blancanieves siempre había sido una princesa muy querida por la dulzura, inocencia y bondad que sus ojos reflejaban desde la vez que el rey la mostró por primera vez al mundo, parado en su balcón cuando apenas era una bebé recién nacida. Probablemente fuera ese el motivo de tantos rostros estupefactos entre la multitud. A pesar de sus diecinueve años de edad, ellos seguían considerándola una pequeña muchachita ingenua, una de las pocas cosas buenas que tenía aquel reino y a la cual debían proteger de todo y todos. Pero ese día se dieron cuenta de golpe de que esa niña había crecido y se había convertido en una escultural mujer que derrochaba elegancia y magnificencia.

Ella ya no parecía indefensa; se mostraba imponente y fuerte como si no hubiera tormenta por más brutal que fuera, capaz de hacerla caer. Su belleza dejaba deslumbrados a cada par de ojos que la observaban. El sonrojado en sus mejillas le daba un aire tierno y aniñado que, acompañado de la inmensidad de sus orbes oscuros le hacían parecer más joven de lo que realmente era, pero su postura y vestuario no dejaba cabida a dudas, ante sus ojos estaba una mujer adulta.

El oro que le habían espolvoreado se había impregnado en su piel haciendo que toda ella brillara cuando la luz se reflejaba directamente en algunas zonas de sus brazos y rostro. El particular diseño de su vestido era algo nunca antes visto por aquellos años, puesto que no era especialmente recatado y mostraba un poco más de piel de lo que se consideraba apropiado, pero a partir de ese día el mundo entero copió su estilo y fue el último grito de la moda durante varias temporadas seguidas.

El porte de Blanca gritaba todo aquello que se esperaba de una soberana. Belleza. Brío. Carácter. Delicadeza. Firmeza. Perfección.

Mientras descendía por aquellas escaleras derrochando tanta seguridad y soltura la gran mayoría de los lores y ladies que ocupaban el salón del trono se vieron obligados a reconocer, en silencio, que se veía como lo que verdaderamente era: una reina; y no cualquier reina, sino la más poderosa del mundo.

—Señores —dijo el sacerdote mientras la joven de piel pálida se aproximaba a él. &Estamos aquí reunidos para presenciar un momento histórico; la coronación de nuestra futura gobernante, la última del linaje de los von Erthal y figura insigne del linaje de los von Venningen, la que por muchos años fue nuestra querida princesa Blanca del Reino Unido —él la miró —¿Algo que quiera decir antes de comenzar, alteza?

—No fueron especialmente propicias las circunstancias que nos han traído aquí hoy. Si alguien me hubiera dicho antes que para ser reina debía perder a mi padre, a mi esposo y ser traicionada por una mujer a la que quería como una madre… no lo hubiera dudado dos veces antes de rechazar la corona, pero no se puede volver el tiempo atrás y ahora ninguno de ellos está aquí. Es por eso que, a pesar del miedo que me provoca una responsabilidad tan grande como esta, yo, Blanca von Erthal de nacimiento y von Venningen por matrimonio me comprometo para con mi pueblo a asumir el trono hasta que este hijo que espero esté en edad de cumplir con su deber.

Se escuchó una exclamación colectiva. Hasta ese momento el embarazo de la futura monarca era secreto de estado y a pesar de que los sirvientes del palacio estaban al tanto, también sabían que si una noticia como esa llegaba a ser ventilada comenzarían a rodar cabezas entre aquellas inmensas paredes. Por eso era posible tener la seguridad de que la sorpresa que reflejaban los rostros de los presentes era mucho más que verídica. Nadie tenía idea de nada y ese pequeño detalle estaba haciendo de aquel día uno mucho más difícil de olvidar de lo que ya de por sí sería.

Aquel anuncio no fue hecho en vano, como muchos pudieran llegar a pensar. El mayor error que un rey –o reina en este caso- puede cometer es subestimar el poder que ostenta El Parlamento. Si más de la mitad de esos hombres votaba a favor de casarla, hacerle abortar e incluso asesinarla, eso era lo que se haría, independientemente de que tan real fuera la sangre de Blancanieves. Al dar semejante noticia apenas un par de minutos antes de ser convertida en la autoridad absoluta de manera oficial, ella estaba consiguiendo atar de pies y manos a esos lores que no se tocarían el corazón antes de tomar la decisión que más les beneficie. No podía permitir que de alguna manera camuflaran el verdadero significado de ese niño que llevaba en el vientre, mucho menos que se lo quitaran, porque era su chaleco salvavidas y la muchacha de ojos azabache se estaba aferrando a él como un náufrago en pleno océano Atlántico.

De la manera más sencilla del mundo, Blanca le había hecho mil declaraciones a su pueblo sin decir nada realmente. Dio una imagen de princesa indefensa y desdichada. Viuda, de luto por la muerte de su padre y la traición de su madrastra y, además, madre soltera. Les hizo sentir lástima y dolor por ella y esa, esa es el arma más potente que existe para manipular al ser humano.

Ahora El Parlamento se estaba quedando escaso de opciones. Ellos sabían que ante el menor daño que sufriera la pobre muchacha, Inglaterra entera saldría a defenderla porque la adoraban. Veían en ella a la niña que una vez había sido aun cuando no supieran que de esa pequeña no quedaba nada ya, simpatizaban con Blanca porque podían percibir algo que en otros reyes no; humanidad. El hecho de mostrarse débil y entristecida no había hecho más que sumarle puntos y aquellos poderosos lores también habían caído bajo su hechizo.

Una vez superada la conmoción el sacerdote se aclaró la garganta. Tomó una Biblia de aspecto muy antiguo, pero en excelente estado; al verla parecía posible ver como cientos de manos acariciaban la carátula. Las manos de grandes reyes de grandes obispos y de los más importantes hombres de la época moderna. Siguiendo la tradición, el anciano le tendió en libro a la joven frente a él para que dijera las palabras que dijo su padre, y su abuelo, y todos los que la precedieron.

—Esto que está entre mis manos —exclamó —esto es la verdadera ley. Por ella me regiré durante mis años de gobierno. Por ella y solo por ella, porque sólo Dios tiene el poder de guiar nuestra nación hacia la más grande de las victorias.

Las palabras de Blanca eran enérgicas. Muchos pensarían que después de todo lo que había tenido que vivir, ella ya no creería en Dios, pero sí lo hacía. ¡Por supuesto que creía! Si Dios no existiera, entonces nada de aquello hubiera estado sucediendo y, aunque tuvo que esperar años para estar en donde estaba, al final lo había logrado.

La ceremonia era realmente extensa. Generaciones anteriores habían tardado tres y hasta cinco horas en coronar a un rey, por eso, mientras se organizaba la ceremonia había dado la orden expresa de acelerar el proceso. Aunque quisiera, no podría esperar tanto.

El hombre que representaba a la Iglesia dio un buen discurso, bendiciendo en nombre del Señor a la futura monarca. Se dijeron palabras muy bonitas, incluso un coro de niños cantó desde los palcos, pero el momento más esperado no tardó demasiado en llegar.

—¿Promete y jura gobernar los pueblos del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, así como sus posesiones y demás territorios pertenecientes a cualquiera de ellos de acuerdo con sus respectivas leyes y costumbres? —pronunció el hombre con voz firme.

—Lo juro solemnemente.

—¿Y procurará que todos sus juicios estén presididos por la Ley, la Justicia y la Misericordia?

—Lo juro solemnemente —repitió con una voz llena de fuerza y vivacidad.

—¿Mantendrá durante todo su poder las leyes de Dios y la verdadera profesión del Evangelio? ¿Preservará la Iglesia de Inglaterra, su doctrina, culto, disciplina y gobierno tal como establece la ley?

—«Lo prometo. Todo lo que hasta aquí he prometido lo cumpliré y guardaré con la ayuda de Dios» [1].

—Entonces haciendo uso de la potestad que me otorga Dios y la Iglesia, y el Parlamento de Inglaterra yo la nombro a usted, Blanca del Reino Unido, soberana y reina de nuestra nación.

Definitivamente aquel hombre no sabía lo que hacía cuando levantó su mano, arrugada como una uva pasa para realizar una cruz justo a la altura de la cabeza de la pelinegra, pero lo hizo. Tomó del cojín de satén rojo que sostenía un pastor, la corona especialmente diseñada para la nueva era que se estaba abriendo paso en la historia del mundo y del Reino Unido.

A paso suave para aumentar la expectación, el sacerdote se acercó a la pequeña Blancanieves, se inclinó un poco y acomodó suavemente la gigantesca joya que una vez más, lo había cambiado todo. La joven levantó la cabeza con lentitud y miró a su pueblo sin decir nada, sólo para escucharlos pronunciar un bajo, pero firme coro:

—Que así sea.

Mirando hacia la cima Blancanieves subió, escalón por escalón hasta llegar al único asiento que había en la estancia. Cuando, por primera vez en su vida, tuvo la oportunidad de sentir la frialdad que desprendía aquella superficie de oro y piedras preciosas, sonrió. Nunca había sido más feliz que ese día.

Estaba hecho. Oficialmente ella era la reina. Tenía todo el poder, todo el control que siempre deseó. En sus manos estaba ahora todo aquello que su padre le negó vehementemente hasta el último de sus suspiros y, aunque la escalada había sido dura, ella no se arrepentía de nada. No se arrepentía porque nada era más valioso que la corona que portaba en su cabeza y el trono en el que estaba sentándose en aquel instante.

Nada era más importante que poder verlos a todos desde la cima. Ahora era capaz de manipular no sólo a su gente, sino al mundo entero el mundo entero para que estuvieran dispuestos a hacer lo que ella quisiera. Podía controlarlos como si fueran unos títeres estúpidos y lo sabía, y le gustaba aquello.

Nada valía tanto como lo que ahora tenía. Ni su hijo, ni el peso en su consciencia por haberse convertido en una asesina, ni la certeza de que si su madre pudiera verla estaría profundamente decepcionada.

Nada estaba por encima de ella. Su ego y su orgullo no le permitían ver más allá de su propia nariz y precisamente por eso, no vio venir lo que sucedería después.

Nadie los veía, pero estaban ahí. Dudie. Rager. Priden. Selflov. Devilry. Hatery. Y Greed. Miraban la escena con una gigantesca sonrisa dibujada en sus labios de pequeños hombrecitos, porque al final, independientemente de todo lo que Blanca creyera ser, los que siempre estuvieron controlaron los hilos fueron ellos siete.

“Ahora lo sabes. Más allá de las historias de amor, hay mucho que puede permanecer oculto entre las sombras de un Érase una vez”.




















[1]: Palabras dichas por la reina Isabel II durante su coronación.

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