Capítulo X
Capítulo X: "Química Maestra". Parte II.
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El 12 de diciembre de 1744 la historia del Reino Unido dio otro gran giro. Todos en la nación hablaban sobre cómo la dinastía von Erthal se había visto envuelta en situaciones que rozaban lo disparatado y, además, todo parecía indicar que estaba llegando a su fin. Las personas no dejaban de visualizar el momento en el que terminaría perdiéndose el linaje dados los acontecimientos que estaban teniendo lugar por aquel tiempo; y lo cierto es que no faltaba mucho para que se supiera quienes habían apostado favorablemente al futuro del país. Muy pronto las cosas serían diferentes y Blancanieves sería el eslabón que lo iba a cambiar todo.
Hasta la edad de dieciséis años la joven de cabellos negros recibió lecciones de todo tipo por parte de sus institutrices. Ellas se encargaron de enseñarle sólo lo que era estrictamente necesario saber para una princesa del Reino Unido, pero haciendo especial énfasis en aquellos aspectos que la harían ver como un verdadero ejemplo para todas las jovencitas de la época sobre cómo debía lucir una verdadera dama de sociedad.
Dominaba todas las artes que estaban de moda. Pintura, piano, arpa, bordado y canto lírico; sin embargo, nada de eso era de su disfrute realmente. Ella tenía los conocimientos necesarios como para mantener una conversación inteligente con cualquier persona, pero solo hasta cierto límite pues lo que se le había inculcado respecto a temas que no rozaran lo social era bastante básico y pobre, excepto por un asunto en particular: la alquimia.
Aquella ciencia siempre fue su preferida, le resultaba apasionante. Y es que para la pequeña princesa de ese entonces la práctica de mezclar sustancias, hacer cálculos matemáticos, pensar y dejarse guiar por las leyes de la naturaleza era un arte, algo que ella disfrutaba en demasía.
Como es de suponerse, sus saberes sobre el tema no fueron obtenidos del modo tradicional porque Blanca era una mujer y las mujeres no tenían que saber nada de alquimia. Es por eso que antes de que el invierno llegara y ella se viera condenada a un aislamiento temporal, la joven de ojos negros se escabullía hasta la biblioteca del palacio y se encargaba de transportar y ocultar en su habitación libros que la ayudaran a aumentar sus conocimientos.
De esa manera, logró tener la base teórica necesaria para poder aventurarse a la práctica por medio de experimentos que llevaba a cabo en una de las habitaciones abandonadas de la residencia real. Siempre amó a los animales como si se tratara de su propia familia, pero no le parecía que fuera un pecado demasiado grande sacrificar a uno que otro pajarillo siempre y cuando fuera por un bien mayor. Tenía la esperanza de encontrar algún día propiedades curativas en, al menos, una de las muchas plantas que probaba al trabajar con la ciencia.
Puedo afirmar con absoluta certeza que el destino de Blancanieves no era ser la descubridora de ningún avance científico, pero a veces un pequeño error mientras se experimenta puede representar un gran cambio para la humanidad y ese día era la prueba de ello.
Aquella mañana, antes de desayunar, Blanca decidió ir a visitar a su padre que hasta entonces no había podido moverse de su alcoba. Aquel resfriado estaba hartando a Christoph. No le gustaba quedarse en la cama todo el día, ni tampoco el dolor que le asaltaba el cuerpo e incluso podía llegar a provocarle mareos, pero lo que más le preocupaba era no poder supervisar el trabajo de su yerno para con sus tierras. Porque sí, el antiguo rey era perfectamente consciente de la persona que puso en el poder y lo hizo con un único objetivo: dejar a su hija a cargo de un hombre que, como él, podía hacer entrar en cintura a cualquier fémina con facilidad y lo más importante, mantener el control absoluto sobre el país aun cuando ahora quien portaba su corona era Phillip.
El mayor de ambos hombres tenía claro que el pequeño von Venningen no era más que un incompetente con aires de grandeza, un niño que se creía adulto y que pretendía hacerse cargo de una nación sin ser capaz de cuidar ni de sí mismo aún. Christoph sabía que a su yerno sólo le llamaba el título y el brillo de las joyas que portaba, pero no le importaba mientras pudiera favorecerse de ello usándolo como una marioneta.
Pero había una única cosa que nunca tomó en cuenta al desarrollar su plan: su hija.
—Padre —saludó con un asentimiento de cabeza —¿cómo se encuentra? Maryline me ha dicho justo ayer que se había estado sintiendo mal y pensé…
—¿Qué quieres Blanca? Estoy muy cansado para soportar tanto parloteo.
El rostro de la joven se ensombreció. Incluso en aquellas circunstancias aquel hombre seguía siendo un indeseable. Se había cansado de él y de sus actitudes, ya no creía estar cometiendo un error. Dejaría de fingir; a fin de cuentas, no había nadie que pudiera verla dejar la máscara a un lado.
—He leído que las manzanas ayudan a curar los resfriados —mencionó ella distraídamente. —¿Por qué no te comes una de las que tienes a tu lado? Tal vez mañana puedas levantarte de esa cama.
—¿De verdad crees estas frutas rojas me harán sentir mejor? —cuestionó tomando una del canasto y mirándola fijamente.
—T-Tienen propiedades curativas y mu-muchas vitaminas.
—Está bien, aceptaré la sugerencia —dijo frunciendo el ceño antes de apuntarla débilmente con su dedo índice. —Pero si mañana sigo sin poder levantarme de aquí te las verás conmigo por mentirosa.
Christoph tomó una de las apetitosas manzanas rojas y le dio una gran mordida pensando que al día siguiente todo podría volver a la normalidad. Total, sólo era un resfriado. Apenas tragó el trozo de fruto rojo, pudo notar como la mirada de su hija cambió, sus pupilas se dilataron por la excitación y una sonrisa cruel se dibujó en su cara.
—No tiene idea de lo que acaba de hacer, padre —dijo ella mientras caminaba lentamente en su dirección. —¿De verdad piensa que lo que lo tiene despatarrado en su lecho es un simple resfriado?
—¿De qué hablas, Blanca? ¡Por supuesto! ¿Qué sería si no?
—Tengo varias hipótesis, pero la que más me gusta es la del veneno —contestó, aún con esa expresión escalofriante en su rostro dejando al hombre mayor petrificado en su sitio. —Hace años fabriqué una sustancia mortal que, en dependencia de la dosis, puede matar rápida o lentamente y usted lleva meses consumiéndola.
—Eso es imposible —replicó con burla. —¿Cómo alguien como tú sería capaz de crear algo semejante? Es ridículo.
—No me conoce, padre. Durante años me ha subestimado, por eso no ha podido percatarse de características propias que poseo que siempre han permanecido ocultas. Jamás se ha detenido a voltearme a ver dos veces y ese fue su error. Soy capaz de todo por conseguir lo que quiero y eso incluye derramar veneno en su té periódicamente y sumergir en dicha sustancia todas y cada una de las manzanas que descansan junto a usted, incluyendo la que acaba de morder —expresó lentamente como queriendo dejarlo bien en claro. —Se le está acabando el tiempo su majestad, en cuestión de minutos sus pulmones van a dejar de recibir oxígeno y poco a poco sus órganos dejarán de funcionar, su corazón se detendrá y morirá. En tan sólo un par de segundos morirás y te arrepentirás de haber hecho conmigo todo lo que hiciste.
Y era verdad. Al antiguo rey le estaba comenzando a sudar todo el cuerpo, la respiración se le dificultaba y su piel estaba comenzando a tornarse pálida. Estaba mareado, no oía ni veía nada bien, sentía que en cualquier momento se desvanecería a pesar de estar recostado sobre el mullido colchón de su lecho. Todo lo que decía Blanca estaba sucediendo y mucho más rápido de lo que alguno de los dos pudo haber esperado.
—E-Estás lo-ca.
—Lo estoy —agitó levemente sus dedos en alto y luego dijo: —Dulces sueños, padre.
El silencio en la habitación resultó ser el único testigo de la muerte de Christoph von Erthal. El silencio que todo lo ve y todo lo oye, pero nada es capaz de contar. El mismo silencio que durante años acompañó a Blanca en sus inviernos solitarios y sus noches de puro llanto ahora estaba ahí, con ella, observando cómo le tomaba el pulso a su padre para asegurarse de que no quedara ningún latido rebelde por ahí.
Está hecho. Que empiece el espectáculo.
—¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Por favor que alguien me ayude! —exclamó entre gruesas lágrimas y gritos desgarradores. —Padre quédate conmigo, te necesito a mi lado, aún es demasiado pronto.
—¿Blanca? ¿Qué sucede? —Mary llegó corriendo en compañía de Phillip, un doctor y varios criados.
Ella, preocupada por el estado de su marido desde la noche anterior, decidió que lo mejor era ignorar la orden que este le había dado y enviar a un mensajero en busca del médico que siempre atendía a la familia real para que lo revisara al día siguiente. Aquel hombre acababa de poner un pie en el castillo cuando los gritos de Blanca se escucharon. Pero al final, era demasiado tarde.
—Es mi padre, no sé… no sé qué le pasa. De repente empezó a sentirse mal y no me responde.
—Apártese majestad, por favor.
Ante la orden del doctor, la joven de mejillas sonrojadas obedeció y se aproximó a su esposo y lo abrazó entre lágrimas. Phillip no entendía nada, pero estaba demasiado conmocionado como para cuestionar algo. Mary no podía creer lo que sus ojos veían. Su esposo, el mismo que tantas veces la había golpeado, maltratado y humillado ahora estaba ahí, en una cama con signos claros de fallecimiento tirado como la basura que era. Sin darse cuenta, la elegante mujer pelirroja permitió que una sonrisa de suficiencia se dibujara en su rostro.
—Lo siento mucho, majestades, pero el anterior rey ha sido envenenado y no resistió.
En la habitación se escuchó un sonoro sollozo de Blancanieves e inevitablemente Phillip sintió la necesidad de abrazarla contra su pecho.
—¿Envenenado? ¿Quién podría querer dañar a Christoph? —preguntó el rey con el ceño fruncido.
—¡Tú! —su grito los dejó petrificados a todos, aún más al ver su dedo señalar a Maryline von Erthal. —Mi padre comenzó a tener dificultades al respirar después de comer una de las manzanas que tú le dejaste aquí y encima ahora tienes el descaro de sonreír al verlo en semejante estado.
—Pero… ¿de qué estás hablando, querida? —preguntó desconcertada. —Esas manzanas me las diste tú ayer mismo.
—No puedo creerlo, ¿intentas culparme? —susurró con la voz rota, su actuación estaba siendo estelar. —¡Yo acabo de ver morir a mi padre frente a mis ojos debido a tus acciones egoístas y avariciosas! ¿Qué pretendes? ¿Tildarme de asesina y luego envenenar también a mi esposo?
—Suficiente, ¡guardias!
Hasta ese entonces, Mary había permanecido en silencio; no porque estuviera aceptando aquella falsa acusación sino porque estaba tan sorprendida que no había sido capaz de decir ni una palabra. Ella no entendía cómo esa inocente criatura a la que con tanto amor había criado se había transformado en una mentirosa de tal calibre; no entendía cómo la podía estar enviando al matadero sin inmutarse siquiera y para cuando reaccionó el tiempo se había agotado.
Los guardias reales habían ingresado a la habitación con sus plateadas armaduras relucientes y a la orden de su rey, se habían aproximado a la dama de cabellos rojizos para llevarla a los calabozos. El que calla otorga y la pelirroja había cometido ese pequeño, pero significativo error que al final terminó por marcar su destino.
—Me has decepcionado tanto —murmuró Blanca mirándola a los ojos sin imaginar que mentalmente su madrastra pensaba lo mismo.
—No te preocupes querida, pagará, irá a la horca por esto.
La reina se abrazó a su marido con fuerza mientras seguía sollozando. Era como si buscara en él la fuerza de la que ella carecía, todos los que los vieron en ese momento pensaron que realmente eran un matrimonio feliz y estaban tan embobados con la romántica imagen que en ningún momento se percataron de la sonrisa maliciosa que adornaba el rostro de Blancanieves.
El juego estaba en marcha y ahora había una ficha menos en el tablero.
Horas después el leñador esperaba afilando su hacha en aquella cabaña ubicada en lo profundo del bosque que una vez la muchacha de cabellos azabache divisó a lo lejos, montada sobre el lomo de Nieve. Él estaba nervioso y asustado; no quería hacerlo, pero órdenes eran órdenes. A sus oídos había llegado poco antes, la noticia de que la antigua reina había asesinado a su esposo y posteriormente enviada a la horca por ello.
“Definitivamente, todos en esa familia están dementes” pensó.
No podía creer lo que estaba a punto de hacer. Él, un hombre bueno, honesto y trabajador rebajándose al nivel de un simple sicario, de un rufián que mata por cinco moneditas de oro. Pero no tenía opción, si desobedecía a la reina su destino sería igual o peor que el del rey y, a diferencia de este otro, él tenía una familia que mantener.
Los pensamientos que asaltaban la mente del pobre leñador parecían tener la intención de asfixiarlo. Sus ojos se habían empañado por la rabia, por la vergüenza, por todas aquellas emociones que le abofeteaban por segundos. Cuando consideró por un instante irse de ahí y escapar del país con su mujer y sus hijos para así evitar las consecuencias de no cumplir con la misión asignada, vio una sombra masculina avanzar a caballo en su dirección.
Un hombre rubio y de profundos ojos oceánicos le miraba desde la cima del semental con el ceño fruncido. Phillip se bajó del animal con extraordinaria elegancia y caminó hasta estar junto al mugroso señor y con cierto asco, le habló:
—Estoy buscando una cabaña donde se está reuniendo el Parlamento ¿sabe cómo puedo encontrarla?
—Es aquí mismo, majestad.
—Eso es imposible —replicó con burla. —Los Lores del Reino Unido no se encontrarían en semejante sitio.
El leñador cerró con fuerza los ojos con fuerza y dejó una lágrima correr por su mejilla mientras se levantaba del pedazo de tronco donde estaba sentado, con su hacha en mano.
—Lo siento mucho.
Un solo golpe y el trabajo había sido terminado.
Caminaba por los pasillos con las manos entrelazadas delante de su cuerpo. Lydia le acompañaba, se dirigían al mismo pasaje que habían visitado juntas la noche previa. Su misión era reunirse una vez más con el harapiento leñador que, esperaban, trajera buenas noticias. El pasillo les seguía resultando igual de repugnante que antes. Por un momento, Blanca pensó en pedirle a su doncella que le diera una limpieza a aquel lugar, pero eso sería totalmente en vano si nunca más se adentraría allí.
El hombre en cuestión se encontraba a tan sólo un par de metros de distancia, pero lo que vio le hizo sonreír rebosante de satisfacción. La camisa del señor tenía varias manchas de un líquido carmesí, al igual que la cabeza del hacha y parte del mango. Se encontraba realizada. Había sido ella misma quién le había dicho al rey que el consejo se reuniría en una cabaña en el medio del bosque, ocultos, porque querían expulsarlo de su trono. ¡Patrañas! Todo lo que había dicho eran puras patrañas que aquel imbécil creyó y su falta de raciocinio le había costado la vida. No podía dejar de pensar en lo mucho que debió haber sufrido Phillip y de ampliar cada vez más la mueca en su rostro debido a eso. Su esposo era un bastardo y por fin estaba pagando en el infierno todo el daño que le había hecho.
—M-Majestad —intentó hacer una reverencia, pero le temblaban las rodillas y cayó.
Pacientemente, Blanca esperó a que se pusiera en pie y le regaló una de sus ensayadas sonrisas de cordialidad; pero ya no podía engañar a aquel hombre, él sabía muy bien de lo que su reina era capaz.
—Debo suponer, dadas las circunstancias, que usted ha cumplido con su parte del trato.
—S-Sí, alteza, d-digo majestad —contestó entre balbuceos.
—Entonces hemos terminado, señor leñador. Gracias a su arduo trabajo, usted y su familia podrán gozar de una vida mejor.
—¿P-Puedo retirarme ahora?
—¡Oh! Por supuesto, pero pensé que tendría hambre y le he traído una manzana —Lydia sacó de un bolsillo el brillante fruto rojo y se lo extendió al hombre que, debido a su situación económica, solía tener el estómago vacío con frecuencia y prácticamente había comenzado a salivar. —No irá a despreciarme el gesto ¿verdad?
—Y-Yo…
—¿Verdad? —Blanca insistió y él sin poderse resistir a la intensidad de su mirada y los gruñidos de su estómago aceptó el fruto y le dio un mordisco al instante.
En cuestión de segundos comenzó a sentir un profundo dolor que lo hizo dirigir sus manos a la cabeza por pura inercia. Un mareo le asaltó, fue tan fuerte que se tambaleó y cayó. No entendía que estaba pasando con su cuerpo, no se había sentido así de mal ni una sola vez en toda su vida, pero al ver que ninguna de las damas que le acompañaban pedía ayuda, lo comprendió todo. Aunque un poco tarde, porque antes de poder asumirlo ya había caído inerte al suelo.
—Encárgate de él —le dijo a la rubia. —Muero de hambre.
Sin detenerse a mirar el cadáver junto a sus pies, la joven de “inocentes” ojos negros dio media vuelta y se encaminó a la salida del pasadizo, dejando a Lydia con un trabajo entre manos que la haría merecedora de un buen aumento de sueldo.
Degustaba unos huevos escalfados con tostadas mientras fingía que le costaba mucho tragar bocado, aun cuando no era así. Blanca había manipulado la situación de manera tal, que su sirvienta le insistiera en que debía comer y así ella podría pretender que el dolor por la muerte de su padre estaba consiguiendo quitarle el apetito, pero al mismo tiempo conseguiría saciar su necesidad de ingerir alimento. Debía masticar lento y fijar la vista en algún punto invisible de la mesa como si se encontrara realmente deprimida. Eso le molestaba, se sentía como una completa idiota, sin embargo, era consciente que el plan no podía verse comprometido tan sólo por unos minutos de incomodidad.
—¡Majestad! ¡Majestad! —una de sus doncellas entró llamándola a gritos. —El Parlamento se encuentra afuera y quieren hablar con sus majestades, los reyes, en este momento.
Al instante se puso de pie mirando de reojo sus huevos con aire soñador. “No pude comer ni la mitad” se lamentó mentalmente mientras caminaba a la sala del trono donde le esperaban los lores con más poder de toda Inglaterra.
Los miembros del Parlamento no habían sido nunca de su agrado. Si por ella fuera, le entregaría a cada uno, una de sus exitosas manzanas para no tenerlos revoloteando a su alrededor nunca más, pero un movimiento así sería además de inconsciente, estúpido.
—Lores —saludó elegantemente mientras tomaba asiento en su trono. Con falso agotamiento bajó la mirada y respiró hondo antes de levantarla y mirar a los hombres frente a ella con los ojos empañados. —¿En qué puedo ayudarlos?
—Mi más sentido pésame majestad —el Duque de Wessex se quitó su sombrero y lo llevó a su corazón, siendo, segundos más tarde, imitado por los demás señores. —Buscamos a su esposo ¿conoce su paradero?
—Él salió a cabalgar hace un rato. Como sabrán, era muy cercano a mi padre.
—Claro, entiendo que necesitara despejarse, pero realmente nos urge hablar con el rey.
—Pueden aguardar aquí, no tardará mucho —les dijo con una sonrisita vaga, casi imperceptible.
A pesar de saber que vendrían, Blanca no los esperaba tan pronto. Aquellos hombres no se tocaban el corazón cuando de sus propias riquezas se trataba y en situaciones como esa solían molestar bastante a los reyes para defender sus intereses. Ella estaba tensa. No tenía idea del tiempo que le tomaría a su doncella llevar a cabo el trabajo encomendado y, en parte, le preocupaba que algo saliera mal. Sin embargo, mantenía su posición de hija desdichada por la muerte de su progenitor a la espera de la señal que le devolvería al cuerpo el alma.
Lo cierto es que no tardó mucho en suceder; a la media hora más o menos, Lydia ingresó apresurada al salón del trono y se acercó a su reina con una expresión calmada. Asintió en su dirección y, para disimular le preguntó si necesitaba algo. La reina reprimió una sonrisa de victoria antes de hablar, asegurándose de hacerlo lo suficientemente alto como para que los señores que charlaban en el salón también la escucharan.
—¿Podrías enviar a algún mozo en búsqueda de mi esposo? Creo que ha tardado demasiado y estos respetables señores no tendrán todo el día para esperarlo.
Ellos le sonrieron con agradecimiento en lo que la muchacha de cabellos rubios asentía e iba a transmitirle a alguien del personal la orden de su majestad. Una vez más tuvieron que esperar, acompañados de unas copas de vino, la llegada de su estimado rey. Blanca sabía que no llegaría y se preparaba mentalmente para el dramático escenario que tendría lugar en pocos minutos. Llevaba más de medio año esperando un momento como ese y ansiaba tener la oportunidad de disfrutarlo a gran escala, como ella se merecía.
Tal como predijo, no pasaron demasiados minutos antes de que un joven alto y desgarbado llegara con gesto apesadumbrado a dar la gran noticia. El rey había sido encontrado muerto en el bosque junto a un mendigo. Aparentemente, habían intentado asaltarle en el camino y, al haberse resistido, le habían asesinado a sangre fría sin la menor compasión.
Los guardias aseguraban que habían visto a un pordiosero merodear por la parte trasera del palacio y casualmente la descripción del mozo coincidía con el hombre que ellos divisaron desde lo lejos. Con gran vergüenza admitieron no haberle dado importancia a ese hecho. Pensaron que sólo se trataba de un muerto de hambre en busca de restos de comida, como otros tantos que pasaban por allí. Dicha hipótesis resultaba dar explicación al único cabo suelto que quedaba en la escena del crimen, y se trataba de una manzana mordida justo al lado del cuerpo del rufián.
Estaba más claro que el agua.
Aquel osado indigente había encontrado entre la basura una cesta de relucientes manzanas y las había robado sin saber que eran las mismas con las que el anterior monarca había sido envenenado. Luego, en un acto desesperado por conseguir algo de dinero, había asesinado a Phillip y le había arrebatado las pocas monedas que de casualidad el rubio llevaba consigo. Para celebrar su victoria había dado un mordisco a la manzana y, de esa forma, puesto fin a su rastrera existencia.
Al escuchar aquel escalofriante discurso repleto de testimonios y detalles sublimes, la piel de Blancanieves se había puesto incluso más pálida que de costumbre y, ante los ojos del Parlamento Real del Reino Unido y un inmenso grupo de criados, se desmayó. Cayó desfallecida sobre su propio trono y el estruendo de la corona al caer escalones abajo se escuchó en todo el salón.
Al instante se armó un gran revuelo. Las doncellas la habían trasladado con esfuerzo a su alcoba, mientras algún otro siervo iba en búsqueda del médico. Lydia llegó a los aposentos reales más rápido de lo considerado natural con un frasco de alcohol y un pequeño pañuelo bordado. Preocupada por el estado de su amiga, la joven dama acercó la punta del paño, húmedo por el líquido que cargaba, a la nariz de la reina y pocos segundos después esta reaccionó.
Sus facciones denotaban preocupación, miedo, tristeza. Con el corazón en un puño y la respiración agitada preguntó:
—¿No fue un sueño? Por favor díganme que él está bien.
—Lo sentimos mucho, majestad.
El coro pronunciado por toda la servidumbre que ocupaba la habitación la hizo romper en un llanto desgarrador, el cual no menguó a pesar de los intentos de consuelo por parte de sus doncellas. Lloró hasta quedarse sin lágrimas. Lloró hasta que se le rompió la voz. Lloró hasta que de sus labios no salían más que unos pocos gemidos lastimeros.
—¿Será que estamos verdaderamente malditos, Lydia? —cuestionó en un débil susurro, que, debido al profundo silencio que llenaba el espacio, todo el mundo escuchó. —Lo he perdido todo en menos de 24 horas. Dime ¿qué podría quedarme después de que mi amado hubo partido de este mundo dejándome sola y desdichada, sin nada que me impulse a seguir viviendo?
—No diga eso, majestad —exclamó una voz entre la servidumbre que no consiguió identificar.
—Estoy segura de que aún hay algo.
—¿A qué te refieres, Lydia?
—Majestad ¿no es capaz de identificar los padecimientos que ha sufrido los últimos días? —cuestionó con una sonrisa. —Mareos, náuseas, vómitos.
—¿Sugieres que…? —helada en su sitio no fue capaz de culminar la frase.
—¡Un príncipe viene en camino!
—Aún no lo sabemos —replicó la rubia. —El doctor la espera afuera, él determinará si estamos en lo correcto.
Las criadas abandonaron la alcoba entre comentarios y gestos llenos de euforia. Un joven príncipe, un heredero al reino, un bebé que llegaría para alegrar las vidas de todos en el palacio incluso después del gran desastre que había parecido azotar aquellas paredes. Sólo quedaron en la habitación Blanca y su dama de confianza. Ambas cruzaron miradas y sonrieron, todo estaba saliendo viento en popa.
A pesar de haberse mostrado conmocionadas y felices al escuchar decir al doctor que, en efecto, la reina estaba en estado; a ninguna le había sorprendido dicha noticia puesto que ellas lo sabían desde hacía varias semanas. Al instante notificaron a los demás habitantes de la residencia y aquello fue como un gran balde de agua sobre el fuego avasallador que había comenzado a quemarlo todo a su paso.
Cuando los lores del Parlamento se enteraron, pegaron el grito en el cielo. Uno pensaría que el motivo era una profunda alegría, pues, para toda Inglaterra un príncipe era símbolo de buen augurio, la prueba viviente de que el linaje real no se perdería, la certeza de que el reino no caería en unas manos del todo desconocidas. Sin embargo, a ellos no les parecía un buen momento.
Su plan, luego de que ambos reyes hubieron fallecido dejando como la única posible gobernante a una mujer, era casarla con algún personaje importante que les garantizara cualquier tipo de unión comercial o política con otra nación y de esa manera poder asegurarse de que esas costumbres arcaicas que habían estado presentes durante tantas generaciones, seguiría estándolo. Pero con un príncipe en camino todo se había ido al traste. Ningún noble que se respetase contraería matrimonio con una princesa embarazada de otro, mucho menos aceptaría la tarea de criar a dicha criatura sabiendo que al final iba a estar por delante de sus propios hijos en la línea de sucesión.
“No quedaba otra opción más que aceptarlo, Blanca reinaría a partir de ese entonces y no había persona en el mundo capaz de interponerse en ello”.
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