Capítulo X

Capítulo X: "Química Maestra". Parte I.

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Se encontraba en su balcón. Las viejas costumbres no quedaban en el olvido y sin importar las circunstancias Blanca estaba ahí, esperando la llegada del invierno desde las alturas. Su larga cabellera azabache era suavemente azotada por el viento gélido que anunciaba la estación venidera; llegaba incluso a cubrir parte de sus ojos y boca causándole así una leve sensación de comezón momentánea.

Los aposentos de la reina estaban ubicados en el ala norte, que era la más importante. Allí las vistas daban al patio principal, también llamado Jardín del Edén. Era un lugar hermosísimo, con un trabajo floral excepcional, totalmente digno de ser retratado en un cuadro por el mismísimo Leonardo Da Vinci. Sin embargo, para ella, no tenía punto de comparación con los atardeceres que presenciaba en su antigua habitación -que daba al oeste-, donde podía ser testigo de una pequeña parte de la vida silvestre que tenía lugar en el bosque, las caballerizas y toda la zona que abarcaba el patio trasero.

Las cosas habían cambiado mucho en los últimos meses. Se había casado con un patán, había sido coronada como Reina Consorte de Inglaterra gracias a que su esposo le había usurpado el trono, se vio en la obligación de entregarse a él y como si eso no fuera suficiente había tenido que aguantar los comentarios que todo el país hacía sobre ella. Aunque esto último mejoró con el paso del tiempo; la gente ya estaba comenzando a olvidar lo sucedido, pero ella definitivamente no lo hacía.

Su comportamiento diario distaba mucho de parecerse a los pensamientos que rondaban su mente. Y es que Blancanieves actuaba como una reina ejemplar; siempre sonriente, siempre hermosa, siempre callada y siempre perfecta; pero en la intimidad de su alcoba ella no escatimaba en precauciones para expresarse libremente sabiendo que tendría a alguien más dispuesta a escucharla.

Lydia.

Ambas, tanto la monarca como la dama, habían entrado en confianza muy rápidamente y aunque Blanca consideraba a las cinco sus amigas, con Lydia la compenetración era mucho mayor. Ella estaba segura de haber encontrado por fin a alguien que le fuera completamente leal sin importar qué, pero a la mayor de las dos tampoco le gustaba arriesgarse, ya había aprendido a no depositar su absoluta confianza en nadie y aunque le gustaría poder hacerlo, nunca le contaba a la rubia nada que no tuviera que saber.

—Majestad, tengo lo que me pidió.

—¿Dónde está? —preguntó en tono demandante sin apartar la vista del paisaje.

—En el pasadizo que conduce al jardín trasero, majestad.

—Esperaremos a la noche y luego nos dirigiremos allí.

—Como usted ordene —sin necesidad de que la pelinegra se lo pidiera, ella le tendió una manzana a su reina, sabía que cuando maquinaba algo, necesitaba de aquel fruto rojo.

—¿Crees que estoy haciendo lo correcto, Lydia?

—Si me lo permite, majestad, opino que “lo correcto” es relativo. Tal vez cualquier otra persona contestaría a su pregunta de la manera más lógica sin dudarlo, pero a mi parecer, es usted la única con la noción y la experiencia necesarias para responderse a sí misma.

—¿Y si me estoy equivocando? —cuestionó volteándose completamente para ver a su doncella.

—Supongo que, si no se cae, jamás aprenderá a levantarse.

Lydia sonrió de lado antes de hacer una reverencia a la reina y retirarse de la habitación. Ella desconocía la mayor parte del pasado de su señora y, aunque Blancanieves hubiera caído más veces de las que le gustaría recordar, el comentario de su dama de compañía no carecía de veracidad puesto que, como ya había comprobado con anterioridad, cometer errores tan sólo es una manera más eficaz de aprender.

La joven de cabellos negros permaneció un rato más en el balcón; sopesando las palabras que le habían dedicado y analizando todo margen de error que hubiera podido quedar en su ya elaborado plan. Estaba algo ansiosa e inquieta, sin embargo, su lenguaje corporal sólo reflejaba seguridad, confianza y firmeza.

Suspiró. Un sonido casi imperceptible a pesar del silencio que llenaba el lugar; tan ensordecedor que pudo sentir como sus propios pensamientos luchaban por hacerse escuchar y ella, en un intento por huir de ellos se alejó y corrió fuera de su habitación.

Sus pies parecían haber cobrado vida propia cuando la llevaron al salón del té. Debía haber sido así porque… ¿qué iba a buscar ella en ese lugar cuando apenas eran las dos de la tarde? Faltaba mucho para la merienda aún y para Blanca carecía de sentido visitar un sitio que, por la hora, debía de estar desierto. Excepto que no lo estaba. Como si se tratara de alguna clase de jugarreta del destino, allí se encontraba su madrastra saltándose las normas del protocolo y tomando té antes de hora.

—¡Blanca, querida! —dejó la taza sobre la mesita de centro y le hizo señas para que se acercara. —¿Cómo te encuentras? ¿Pesa mucho la corona?

—No tanto como me gustaría, Mary.

—¡Ay cariño! Entiendo lo que me dices, pero créeme, permanecer en las sombras es lo mejor que podría sucedernos.

La actual reina de Inglaterra hizo una leve mueca que rápidamente fue sustituida por la misma sonrisa falsa que acostumbraba a portar. Ella no entendía cómo su madrastra era capaz de soportar la humillación de ser una mujer florero no sólo dentro del palacio, sino también fuera de este. No comprendía cómo había podido admirar durante tantos años a una persona que después de haber sido golpeada ofrecía la otra mejilla en bandeja de plata.

De pronto, la mentalidad de Blancanieves cambió radicalmente. Maryline ya no era su hada madrina, ni su salvadora; era una estúpida que no poseía la inteligencia ni la valentía suficiente para luchar por lo que era suyo, por aquello que merecía. Las personas como ella no resultaban ser un gran aporte si se ponía a pensar en el futuro por lo cual, en ese momento, tomando el té y sonriendo falsamente, la más joven de las dos tomó una importante decisión.

—Hace unos días que no veo a padre. ¿Salió de viaje?

—¡Oh, querida! He olvidado avisarte —respondió Mary con profunda pena. —Tu padre ha pescado en resfriado hace poco. Él ha insistido en no llamar a ningún doctor. Ya sabes lo obstinado que es.

—¡Dios santo! ¿Se encuentra él bien?

—No sabría qué decirte —contestó bajando la mirada a su taza a medio tomar. —No puede ni levantarse de la cama y ha perdido el apetito, se niega a comer nada en absoluto.

—¡No podemos permitir eso, Mary! —exclamó antes de ponerse de pie y correr hasta la cocina para pedirle a una criada su canasta personal de manzanas. Cuando regresó a la sala del té su madrastra la miraba con sorpresa por su repentina reacción, pero sonrió al ver lo que traía entre manos. —Las manzanas tienen un alto valor nutritivo y son ligeras; llévaselas a mi padre, seguro mejorará pronto.

—Eres un sol, Blancanieves.

Aquella mujer de cabellos rojos la miraba con un profundo amor fraternal. Si bien es cierto que la antigua reina nunca consiguió tener descendencia, para ella la joven de piel pálida y mejillas sonrojadas era lo más cercano a una hija que tuvo alguna vez. La quería con todo su corazón y trataba de protegerla siempre de cualquier cosa que amenazara su bienestar, como una verdadera madre haría.

Luego de una dulce caricia en la menuda mano de Blanca, Mary se retiró a los aposentos de su marido para asegurarse de que su estado de salud no había empeorado. La joven la siguió con la mirada hasta que se perdió escaleras arriba y fue entonces que mostró su verdadero ser e hizo una mueca de asco mientras miraba la mano que antes su madrastra había tocado.

Se encontraba un poco –bastante- ansiosa. La espera la estaba matando, si por ella hubiera sido todo habría sucedido más rápido, pero debía tener cuidado, la precaución sería su amuleto de la suerte en aquellas circunstancias. Pacientemente Blancanieves aguardó a la caída de la noche y una vez llegó el momento justo, Lydia fue por ella a su habitación luciendo aún el vestido gris que portaban las damas de compañía como ella.

Una mirada fue suficiente para transmitir el mensaje. La reina la siguió y ambas se dirigieron al primer piso del palacio. Allí había una pared adornada por un cuadro de aspecto antiguo, la joven dibujada ahí era idéntica a Blanca, pero no se trataba de ella sino de su madre. El parecido entre ambas era tanto que al pasar por ese pasillo todos se detenían por, al menos, un segundo. La majestuosa figura enmarcada en oro puro imponía de semejante manera que nada más verla daba la sensación de deberle respeto.

Mientras su doncella hacía el trabajo por ella, la muchacha de ojos azabache miró fijamente el cuadro y en su mente le dirigió dos sencillas palabras a la mujer atrapada ahí.

“Lo siento”.

Fijó su vista en Lydia justo a tiempo para ver como encontraba, luego de varios segundos de búsqueda, el bloque que se hundía hacia adentro y permitía el acceso al estrecho pasadizo.

Ese había sido uno de los tantos descubrimientos que había hecho su majestad, la reina, en los últimos meses. Recordó que al encontrar el escondite en su habitación este se dividía en diferentes caminos que ella jamás había tomado porque sólo uno la conducía al espejo. Entonces se preguntó a dónde llevarían los otros e indagó, hasta que más tarde lo supo.

El palacio donde tantos años vivió era como el interior de un hormiguero, lleno de túneles y pasajes que conectaban un lugar con otro de manera mucho más segura y secreta. Hubo un tiempo en que fueron usados por los empleados, para trasladarse con mayor facilidad entre una estancia y otra. Algunos reyes también los empleaban para accederle la entrada al palacio a sus más secretas amantes, desde los jardines, hasta sus propias alcobas. Sin embargo, de todos, el principal objetivo siempre fue tener una vía de escape ante un posible ataque porque los reyes eran como ratas y aunque intentaran evitarlo, ellos siempre regresarían a las alcantarillas.

—Apresúrese alteza —le apremió la rubia —antes de que se cierre por completo.

La joven de ojos negros despertó de su ensoñación y se adentró al pasadizo con rapidez, para después sentir como la puerta se cerraba a sus espaldas. “Justo a tiempo” pensó. Su compañera era la encargada de sostener el candelabro pequeño que les iluminaba el camino y les permitía divisar lo que tenían delante. Recorrieron el camino a toda velocidad, tratando de evitar el moho y los roedores que les rodeaba, deseando poder teletransportarse a la salida que las llevaba al jardín trasero. Ahí, sentado en el suelo, estaba el leñador.

Les esperaba desde la mañana junto a la pared de acceso al pasaje; desde adentro, porque no querían arriesgarse a que algún criado lo viera. Era un hombre corpulento, con músculos notables en las piernas y brazos mayormente. Este rasgo era lo único que lo diferenciaba de un mendigo común. En sus ropas predominaban los tonos marrones y grises. Vestía de piel, pero las prendas estaban desgastadas y con algunos agujeros. Aquel señor no parecía tener tiempo de afeitarse, pues su barba y cabello eran un completo desastre. Estaba sucio y apestaba, sin embargo, tenía todo lo que Blancanieves necesitaba.

—Señor —llamó su atención Lydia una vez estuvieron junto a él. Se puso de pie a toda velocidad y sacudió la parte trasera de su pantalón antes de hacer una reverencia demasiado inclinada y ridícula.

—Majestad —saludó una vez se hubo levantado. —Lamento estar ensuciando su piso, pero me han dicho que requiere de mis servicios.

—Su majestad le ofrece una bolsa llena de monedas de oro y un anillo de rubíes perteneciente a su amplia colección de joyas a cambio de que usted utilice su hacha para cortar algo más que madera —la dama de compañía hablaba en nombre de la reina para evitar un contacto directo con aquel ser humano, pero sus palabras estaban ensayadas, sabía exactamente que tenía que decir.

—Señorita, no estoy comprendiendo ¿quiere que mate a algún animal en particular?

Blancanieves río; soltó una de esas finas carcajadas desbordantes de clase y elegancia que provocaban la admiración y la envidia de tantas personas, pero detrás de ella se ocultaba mucho de aquello que la sociedad actual aborrecía.

—Se podría decir que sí, es un animal, sólo que no tiene cuatro patas y porta una corona muy hermosa ¿cree saber qué es?

—Amm ¿un pavo real? —preguntó él con los pelos de punta.

—¡No señor leñador! Un rey. Para ser más precisos, su rey.

Entonces se hizo el silencio. Aquel hombre de apariencia mugrosa se puso completamente pálido y dio un paso hacia atrás inconscientemente. No podía creerlo, no podían estarle pidiendo que se convirtiera en un asesino. ¡Él era un hombre honrado! Pobre, pero honrado y definitivamente no quería que sus valores le fueran arrebatados, mucho menos cambiados por un puñado de monedas.

—¿Q-Quiere que m-mate al rey?

—Quiero que usted deje de ser leñador y se convierta en cazador. Quiero que mate a ese animal y quiero que lo haga mañana. Ya sabe cómo es esto señor, o caza o lo cazan.

Independientemente de las palabras que decía, Blancanieves nunca dejó de mostrar una hermosa sonrisa de amabilidad y dulzura que contrastaba grandemente con la amenaza que estaba implícita en su comentario. Sus mejillas sonrojadas le daban un aire de inocencia que prácticamente hacía que el leñador quisiera pellizcarse la piel, sin poder creer lo que semejante rostro angelical le estaba pidiendo, o más bien, ordenando.

La joven de diecinueve años cogió delicadamente la bolsita marrón que estaba en las manos de Lydia, sin demostrar el asco que sentía tomó la mano del hombre frente a ella y la colocó con la palma mirando el techo para después dejar caer sobre ella las monedas. El sonido que hicieron aquellos objetos redondos al rozarse dentro del pequeño morral distrajo al leñador y lo hizo mirar en esa dirección pensando en todo el dinero que ahí había y todo lo que podría hacer con él.

Al ver su dilema, Blanca sonrió y se dio media vuelta sin dejarle contestar. Las cartas ya estaban sobre la mesa y si él osaba retirar su apuesta sufriría las consecuencias. Lydia se quedó unos segundos más dándole instrucciones al andrajoso hombre mientras la actual monarca de Inglaterra se retiraba con la barbilla en alto y un andar elegante, orgullosa de sus propios movimientos.

El plan estaba en marcha y ahora no habría nada que pudiera detenerlo.

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