Capítulo VII

Capítulo VII: “La noche en que se desató el inframundo”.

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La tarde del 4 de abril de 1744 quedó escrita en las páginas de todos los diarios de la época y en cada libro de historia que incluía al siglo de las luces. Los reyes antiguos y los recién coronados estuvieron en boca de todos durante meses. Al mundo entero le costó asumir lo sucedido aquel día, pero sin duda, fue Blanca la que más tardó en superar la conmoción.

Sentada en su trono -considerablemente más pequeño que el de su esposo-, con el rostro inexpresivo y sosteniendo una copa de champán, la ahora reina podía sentir la sangre bullir en sus venas. Su corazón era un revoltijo inmenso de emociones. Quería reír, llorar, gritar, patalear, quería olvidar sus modales y mandar a su padre al diablo para posteriormente hacer lo mismo con su maridito, pero en lugar de eso, ella sólo sonrió levemente y fingió estar disfrutando de la ceremonia que había sido realizada en su honor y en el de Phillip.

Esa era su responsabilidad. Debía callar y sonreír, comportarse y hacerle creer al mundo que todo estaba bien porque ella era Blanca von Erthal y tenía que actuar como tal.

Luego de la ceremonia de coronación, el baile dio inicio. Es probable que los invitados tuvieran comezón en la lengua debido al tiempo que llevaban aguantándose las ganas de comentar sobre la situación. Tanto así, que la orquesta fue deliberadamente ignorada durante las primeras dos horas y ¿quién sabe? Quizás no le habrían prestado atención en toda la noche si no fuera porque al escuchar los acordes del primer vals Phillip se levantó de su trono, descendió los tres escalones que lo separaban de su esposa y le ofreció una mano para sacarla a bailar.

Blanca no pudo rechazar su gesto. Rodó los ojos mentalmente –porque hacerlo de verdad, era una gran falta de respeto- y caminó por la alfombra de satén rojo agarrada del antebrazo de su marido. Al haberse situado ambos en el medio del gran salón y bajo la atenta mirada de todos los presentes el rey tomó entre sus brazos a la reina y comenzaron a dar vueltas por el lugar.

—Sonríe —le susurró Phillip.

—Llevo haciéndolo toda la noche, me duelen las mejillas.

—Debes sonreír. Hoy es un día muy importante y todo debe salir perfecto.

—¿Importante para quién? —inquirió Blanca en un tono mordaz. —¿Para ti?

—Para ambos, nos acabamos de casar ¿qué no era eso lo que tanto ansiabas?

—¿No lo deseabas tú? Porque por lo visto tenías una idea muy clara de los beneficios que tendrías al convertirte en mi cónyuge.

—Tienes razón, yo también lo quería —le contestó él con una sonrisa socarrona.

—Lo sabías. Sabías que mi padre te coronaría a ti como rey y no solo lo aceptaste, sino que me lo ocultaste.

—Y ¿qué esperaba la hermosa Blancanieves? —preguntó con sarcasmo. —¿Qué te coronaran a ti? ¿De verdad pensaste que tu padre te cedería el trono algún día?

—Como es lógico. Soy la única heredera y tú eres un danés.

—Querida, no seas ingenua. Para él y para el mundo siempre va a ser preferible un extranjero como rey a una mujer sentada en esa silla.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al escuchar el tono burlón y despectivo que teñía la voz del hombre que decía amarla. Su corazón acababa de sufrir un gran golpe y fue tan fuerte el impacto que su mente se aclaró y la venda que cubría sus ojos cayó. Por primera vez, Blanca vio realmente quién era Phillip y lo detalló de una forma mucho más real de lo que cualquiera pudo haberlo hecho antes.

La verdad es que él era de todo menos perfecto. Lamentablemente contaba con más defectos que virtudes y era probable que su atractivo físico constituyera lo más destacable de sí mismo. Siento decepcionarte, pero Phillip no era el tipo de hombre que elegirías para buscarte en su caballo blanco portando una lujosa armadura de plata.

Era un joven de complexión bastante corriente. Piel clara, pero sin llegar a alcanzar la palidez de Blanca. Poseía unos brazos y piernas fuertes, aunque sin una musculatura demasiado notable, su torso, por otro lado, no presentaba ni un ápice de singularidad, pero se mantenía siempre inflado por los aires de grandeza que él aspiraba en cada bocanada de aire.

De lo único que realmente podía alardear era de su posición social y su rostro. Sus amplios ojos azules que se veían mucho más grandes y llamativos gracias a sus largas pestañas claras, parecían capaces de mantener hechizado a cualquiera e impedir que retiraran la vista de esa falsa expresión de amabilidad y comprensión. Aquellos orbes celestes se encontraban enmarcados por unas cejas tupidas, de un color un poco más oscuro que el de su rubio cabello, el cual se encontraba siempre perfectamente peinado.

Sus facciones eran simétricamente perfectas, el equilibrio ideal entre la belleza y la masculinidad. Al verlo de perfil era sencillo percatarse de su nariz ancha y algo respingona que apuntaba siempre arriba como si él fuera el dueño del mundo. Sus labios ligeramente rosados formaban la silueta de un corazón y llamaban siempre la atención de las doncellas del reino.

Sin embargo, su carácter lo hacía ver como el más horrendo de los monstruos. Phillip era un hombre hipócrita, un mentiroso que fingía bondad y dulzura ante los ojos del resto, pero nada más darse la vuelta se convertía en alguien completamente distinto. Carecía de escrúpulos. No gastaba tiempo ni pensamientos en los posibles daños colaterales que podían ocasionar sus acciones. Solo le importaba el poder, el dinero. Quería tener al mundo entero a sus pies y si para eso tenía que enamorar a una niñita inocente y fingir ser alguien que no era, iba a hacerlo sin pensarlo dos veces.

Ojalá Blanca se hubiera dado cuenta de eso antes de dar el sí frente a un sacerdote, porque ahora no había vuelta atrás. Se había casado con el diablo y pronto en aquel palacio se desataría en inframundo.

Su infierno comenzó la noche en que contrajo nupcias con él. Mientras en su mente lidiaba con los sentimientos encontrados que habitaban en su menudo cuerpo, se preparaba para el momento en que tendría que dirigirse a la boca del lobo.

Ahí estaba ella, enfundada en un camisón de encaje blanco que no dejaba mucho a la imaginación, con el cabello suelto en todo su esplendor al mismo tiempo que su cabeza era asaltada con miles de pensamientos que llegaban uno detrás del otro para perturbarla.

El día antes de la boda, Mary le había informado de todo lo que acontecería esa noche y ella, a pesar de los nervios y el cohibimiento lo había aceptado de la mejor de las maneras. Blanca estaba más que dispuesta a entregarse a Phillip y dar todo de sí para ser la mejor esposa.

El problema radicaba en los cambios que se habían dado después de haberse oficializado el matrimonio. La joven de ojos negros había descubierto una parte del lado oscuro de su esposo. El hombre que la esperaba en la habitación de al lado no era aquel del que ella se había enamorado y le resultaba impredecible la reacción que podía llegar a tener.

La furia le corroía debido al engaño del que había sido víctima y lo que menos le apetecía era consumar el matrimonio, pero ese era su deber y debía cumplirlo.  Así pues, armándose de valor, se levantó del tocador donde estaba cepillando su cabello y a paso lento y firme se dirigió a la puerta interior que le daba acceso a la habitación de su marido.

Lo divisó recostado sobre su lecho mientras la miraba con deseo, con lujuria. Repasó su cuerpo con la vista y su boca se extendió en una mueca que ella interpretó como una sonrisa maliciosa.

—Bienvenida —le dijo él.

Su torso se encontraba descubierto y sus piernas ocultas solamente por un calzón a mitad de muslo confeccionado de lino. Blanca le miró en completo silencio y lo analizó como si de un ejercicio de aritmética se tratara. Se dio cuenta con facilidad, de las ansias por tenerla que centelleaban en sus ojos y se sintió de cualquier forma menos bienvenida.

Phillip se puso en pie y se dirigió a su encuentro. Una vez estuvo frente a ella le retiró un mechón de cabello que cubría parte de su ojo derecho y lo colocó detrás de su oreja, para posteriormente llevar sus manos al borde del camisón y retirarlo en movimientos lentos, que para Blanca resultaron durar solo un instante.

En apenas unos segundos terminó completamente desnuda frente al hombre que se había convertido en su esposo. Por instinto intentó cubrir sus partes íntimas con sus manos, pero él las retiró en el acto y las apresó por detrás de su espalda antes de comenzar a dar besos húmedos por su mandíbula y cuello.

La muchacha de 19 años se encontraba incómoda con lo que estaba sucediendo. Se sentía demasiado expuesta y lejos de hallar algo de placer –como le dijeron que hallaría- los besos que estaba recibiendo le molestaban y la hacían mostrarse asqueada y sucia. Quería huir. Por un momento pensó en hacerlo, pero cuando Phillip la sostuvo por los muslos y la arrojó a la cama que se encontraba a pocos metros, se dio cuenta de que ya no tenía escapatoria.

Él la dejó recostada y se incorporó sobre sus rodillas para comenzar a retirar el calzón de lino. Blanca apartó la mirada y la puso en la pared que se encontraba a su derecha, no estaba dispuesta a ver nada de lo que iba a acontecer en los próximos minutos. Sintió como sus piernas eran abiertas y más de esos besos asquerosos se posaban sobre su pálida y tersa piel, mientras una mano masculina se dirigía a su entrepierna y la tocaba ahí donde no quería que la tocasen.

—¿No era esto lo que quería la hermosa Blancanieves? —cuestionó con la voz ronca mientras adentraba un dedo en su cavidad y provocaba así, un grito de dolor. —Te gusta ¿no? Siempre he sabido que las que fingen inocencia resultan ser las más rameras.

De repente la presión que sentía por el dedo en su interior fue sustituida por una mucho peor que, acompañada de un dolor sumamente agudo la hizo gritar fuertemente y cruzar miradas con su esposo. Las pupilas de él se encontraban dilatadas mientras que los ojos de ella estaban empañados de lágrimas que no podían parar de salir. Con la mirada le rogó que se detuviera, pero él no la entendió, o bien, solo la ignoró.

Sentía como se quedaba sin respiración a causa de la fuerte molestia en su parte íntima. Algo duro y grueso había penetrado dentro suyo a la fuerza y había desgarrado y traspasado una barrera de tejidos que formaban parte de su organismo.

—¡Al fin estoy donde siempre quise estar! —exclamó en un gemido de satisfacción antes de retroceder ligeramente y volver a arremeter contra ella.

Una y otra vez. Adelante y hacia atrás. Primero a un ritmo lento y luego, poco a poco, aumentando su velocidad. Más rápido y más fuerte. Hasta que en lo que pareció un rugido gutural se detuvo de golpe en lo más hondo de su ser y se derrumbó sobre su diminuto cuerpo.

Blanca quiso pensar que ahí culminaría su sufrimiento. Quería creer que Phillip se retiraría de su interior y se marcharía. Que la dejaría en paz y que nunca más la volvería a tocar porque él ya había logrado su objetivo. Rezaba mentalmente, rogando a quién sea que pudiera oírla allá arriba –si es que había alguien- que por favor terminara con su suplicio.

“¡Qué ingenua era Blancanieves! Su dolor apenas había comenzado”.

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