Capítulo VI.
Capítulo VI: “Ni tan príncipe, ni tan perfecto”.
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Los meses fueron pasando, el tiempo no detuvo su paso. La planeación de la boda había continuado y un año había sido tiempo suficiente para que Blanca terminara perdidamente enamorada de Phillip.
Fueron muchas las tardes que, durante el verano, se sentaban en alguno de los jardines laterales mientras platicaban y comían frutas o dulces que preparaba la servidumbre. En otoño, jugaban como adolescentes dando paseos por el bosque, saltando sobre los montones de hojas caídas y riendo a carcajadas –lo cual solía traer como consecuencia algunas reprimendas para Blanca debido a su insensatez-. Sin importar cualquier situación desafortunada que pudiera presentarse, nunca faltaron las cabalgatas matutinas, donde ambos sacaban a flote ese lado competitivo de su carácter y terminaban por retarse mutuamente a carreras y distintas pruebas sencillas de equitación.
Cuando el invierno llegó, golpeó la puerta del palacio con más fuerza que nunca. Los invitados resultaron no ser un obstáculo para el rey y sus reglas, las cuales cayeron sobre los hombros de Blanca como si de un costal relleno de piedras se tratara. Así pues, la joven princesa volvió a estar confinada en su alcoba desde la madrugada del 22 de diciembre hasta el amanecer del 20 de marzo del siguiente año.
Posiblemente aquel haya sido el más crudo invierno que alguna vez le tocó vivir. Tal vez la naturaleza se estaba encargando de materializar sus sentimientos, o tal vez, el amor había terminado por robarle la cordura, pero lo cierto era que nunca, jamás, había sentido tanto frio en su piel, ni mucho menos en su alma.
Se sentía vacía –debido a su ausencia- y completa al mismo tiempo. El sentimiento era igual a lo que se percibe cuando se llega resultar herida; lastimaba y dolía, pero ese mismo dolor le recordaba que estaba viva. Blanca por fin era capaz de sentir, de vivir y eso le alegraba, a pesar de que había sido la falta de contacto con su amado el factor que le había permitido darse cuenta de aquello.
Y así, tal cual había llegado, el invierno se marchó en cuanto el sol salió y toda la nieve derritió. Las puertas del salón del té estuvieron abiertas para ella nada más el pestillo de su cuarto había sido retirado. Todas las damas de la familia la esperaban para que diera el visto bueno a los detalles que habían sido ultimados durante el tiempo que ella no estuvo presente.
Realmente no era la gran cosa, casi todo se encontraba listo desde diciembre y no parecía ser necesario agregar más elementos a la ceremonia. Sin embargo, desde el momento en punto en que la boda había sido anunciada en el baile anual previo a la navidad –y al cual Blanca nunca asistía debido a su aislamiento- las mujeres von Venningen se empeñaron en superar las más altas expectativas que las grandes casas de Londres se pudieron haber llegado a imaginar sobre el evento.
Y vaya que lo lograron.
Cuando llegó el día Inglaterra se sumió en una gran celebración. Auge de la primavera del año 1744. Momento de mayor euforia para la familia real. 365 días desde que Blanca y Phillip se habían conocido en persona. 365 días planeando una unión y al fin el momento había llegado.
La catedral de Londres se encontraba repleta de personas ansiosas por presenciar lo que sería la boda más memorable de la temporada y, tal vez, incuso de la década. Dos de las familias más importantes dentro de la realeza se unirían, iban a fusionarse dos apellidos tan poderosos que juntos podían llegar a tener al mundo entero a sus pies y todos querían estar en primera fila para presenciar aquello.
Sin embargo, para Blanca, ese enlace significaba muchísimo más. Aquel sería el momento en que su vida daría un giro de 180°, por fin tendría la oportunidad de dejar atrás el pasado y comenzar a vivir el presente para tener un futuro garantizado. Se había enamorado, estaba viviendo emociones tan fuertes que nunca imaginó llegarlas a sentir y por primera vez en su vida, se sintió libre. Libre para poder decidir si quería o no, dar el sí. Libre para poder jurar amor, respeto y fidelidad al hombre que amaba. Libre de elegir qué camino debía tomar.
Vestida de blanco de la cabeza a los pies y con unas cuantas miles de libras encima la princesa de Inglaterra se pellizcaba las mejillas para darles algo de color frente al gran espejo de 1.60 metros ubicado en su habitación. No estaba nerviosa, tampoco temerosa; el sentimiento que habitaba en aquel momento en su corazón era tan simple –y complejo a la vez- que llegaba a rozar lo absurdo. Estaba feliz, se trataba de la felicidad más grande que una vez fue capaz de sentir un ser humano.
De repente la puerta de su habitación fue abierta y ella se dio la vuelta con rapidez para hallar al responsable. Maryline la miraba con una sonrisa sutil y los ojos empañados en lágrimas de orgullo que, gracias a su autocontrol, nunca llegaron a derramarse por sus mejillas. A paso suave se acercó y con una mano acomodó el extenso velo que cubría su cabello negro.
—No te haces una idea de la dicha que siento ahora mismo por estar viviendo este momento a tu lado —le dijo.
—¡Ay Mary! ¡Soy tan afortunada por tenerte en mi vida! —expresó Blanca. —Mi madre no tuvo la oportunidad de criarme, pero el que tu hayas aparecido en mi camino es la prueba irrefutable de que Dios escribe derecho en líneas torcidas.
La reina secó la lágrima solitaria que caía por el rostro de su hijastra antes de dar un paso hacia atrás y llevar las manos a su cuello para retirar la fina cadenita de plata que portaba.
—Perteneció a tu madre. Pasó a ser parte de mi joyero cuando asumí el trono y según tengo entendido era muy significativo para ella. Tu padre no presta atención a esos detalles, por eso no me lo confiscó, pero creo que necesitas tener algo que te la recuerde siempre.
Blanca se quedó sin habla. La elegante joya era realmente hermosa. Sencilla, pero sin llegar a resultar monótona. La cadena en sí era bastante delgada, pero lo que en verdad llamaba la atención era el lujoso dije de plata y diamantes, probablemente traídos desde África debido a su pulcritud y belleza. Tenía forma ovalada y un tamaño corriente, sin embargo, el diseño era tan maravilloso que podía dejar sin aire a cualquiera.
—¡Dios santo, Mary! Esto es…
—Hay algo más —la interrumpió antes de comenzar a quitar sus pendientes para colocarlos en su mano. —Esto es de mi parte. Los pendientes han pasado de generación en generación en mi familia y ya que yo no puedo tener hijos para seguir con el legado quiero que tú los tengas. Cuando tu hija o -en caso de que tus herederos sean todos hombres- nuera, se case, entrégaselos y que la tradición continúe con ellos.
—¿Estás segura de esto Mary? —cuestionó Blanca estupefacta. —Es una reliquia familiar y yo… no puedo aceptarlo.
—Lo aceptarás. Es mi regalo de bodas para ti y ya sabes que los obsequios de matrimonio no se rechazan.
La novia se encontraba sorprendida, halagada y feliz. Nunca pudo hacer sentir orgulloso a su padre, pero eso fue algo que sí consiguió con su madrastra en más de una ocasión. Ella la quería y en ese momento se lo estaba demostrando de la manera más hermosa que a alguien se le pudo haber ocurrido.
—Gracias… por todo.
Ambas se sonrieron y una vez listas bajaron al salón principal del palacio donde las esperaba el rey para dirigirse a la catedral. Christoph y Maryline subieron en uno de los carruajes y treinta minutos después lo hizo Blanca. Nada más el cochero se detuvo en la entrada se acercó un guardia que la ayudó a bajar.
A cada lado suyo había un gran tumulto de personas que le dejaron el paso libre por una alfombra roja. De los extremos de la fila salieron las damas de honor, no conocía a ninguna excepto a Cathalina von Venningen, el resto eran hijas de las casas nobles más importantes que estaban teniendo el privilegio de llevar su cola.
Al ritmo de la orquesta que tocaba la marcha nupcial, todas las jovencitas se adentraron en la casa de Dios emocionadas por ver como aquella importante ceremonia se llevaba a cabo. Y entonces lo vio. Él estaba ahí, de pie con el obispo a un lado y su padre -el rey- al otro. Le sonrió leve. Dándole ánimos y confianza, animándola a acercarse para que juntos pudieran dar lugar al momento más importante de sus vidas.
Cuando llegó a su encuentro lo miró y él la miró a ella. Se miraban con anhelo y cariño. Fueron tantos sus sentimientos encontrados que durante todo el discurso del obispo ellos no escucharon una palabra.
En el momento indicado dijeron sus votos, colocaron las alianzas y firmaron el documento. Oficialmente estaban casados. Se giraron hacia el público presente y fue entonces que todo el lugar estalló en aplausos mientras ellos se daban un beso corto y dulce, pero que de alguna manera lograba encerrar todas las emociones que estaban sintiendo.
La retirada de la catedral fue bastante organizada y pomposa. Nada de arrojar arroz o flores pues ¿qué más abundancia se le podía desear a una pareja de príncipes? ¿qué más amor se podía anhelar para dos jóvenes que al mirarse parecían arrojar chispas? Definitivamente ninguna.
Al principio, a Blanca le extraño un poco que el regreso al palacio fuera con tanta prontitud, pero luego recordó que allí se celebraría el baile en su honor y evitó preocuparse. Bueno, al menos lo intentó, porque para ella era demasiado raro que el camino al que se dirigía –siguiendo a su padre y a su ahora esposo- fuera el que conducía al salón del trono.
Una vez hubieron llegado a su destino, todo el mundo se detuvo a varios metros de las escaleras que conducían a los majestuosos asientos donde Christoph y Maryline estaban sentados, pero Phillip y Blanca se quedaron un poco más adelante.
Con la mirada, la joven le cuestionó a su marido qué estaba sucediendo, a lo que este le respondió con una sonrisa tranquilizadora y besando con dulzura el dorso de su mano.
—Estamos aquí reunidos luego de presenciar la boda de mi única hija para ser partícipes de lo que será el momento más importante de nuestra historia —comenzó a hablar el rey en voz alta haciendo que todos los murmullos se apagaran. —La coronación de la persona que me sucederá en el trono.
Entonces se hizo el verdadero silencio. La tensión podía ser cortada con una espada, y es que nadie se encontraba preparado para escuchar algo así. No había sido anunciada la coronación de la princesa, ni siquiera había existido algún rumor y, a juzgar por las facciones de la joven de cabello negro, ella tampoco tenía idea de lo que estaba pasando. La muchedumbre no comprendía. Toda la alta sociedad londinense se encontraba patidifusa mientras escuchaba al rey continuar su discurso.
—Phillip, hijo, acércate —ordenó el monarca y el muchacho obedeció. —Puse en tus manos a mi mayor tesoro, lo único que me queda de mi antigua esposa, a la única heredera al trono de Inglaterra, a mi hija Blanca. He confiado en ti lo suficiente como para entregarte a la persona más importante de mi vida y estoy seguro de que sabrás cuidarla como ella merece. De igual manera, tengo la certeza de que tú podrás velar por el bien de mi pueblo y deposito en ti toda mi convicción en cuanto a ello. Sé que es una gran responsabilidad y es por eso que te pregunto: ¿Estás dispuesto a ocupar mi lugar en este asiento y convertirte en rey de Inglaterra?
—Sí, señor —contestó Phillip más que seguro de sí mismo.
—¿Juras solemnemente velar por el bienestar y la gloria de esta tierra, respetando sus leyes y derechos, y gobernar al pueblo inglés con justicia y benevolencia durante todo tu reinado?
—Lo juro solemnemente.
—Entonces yo, Christoph von Erthal te corono y te declaro a ti, Phillip von Venningen como mi sucesor y rey de esta nación.
Para aquel entonces nadie había conseguido salir de su asombro. Todos los presentes habían contenido la respiración desde que el juramento real había iniciado. Sus ojos, abiertos como platos, parecían querer salirse de sus órbitas cuando vieron al rey retirar la corona de su cabeza y colocarla sobre la de Phillip. Colocarla sobre un danés, sobre alguien que no era parte de la línea de sucesión inglesa, sobre alguien, del que nada sabían. Todos los que observaban la escena se habían dado cuenta de que en menos de diez minutos su futuro y el de su país había sido puesto en manos desconocidas y a partir de entonces lo que estaba por venir era algo incierto.
Con un pequeño gesto por parte del antiguo monarca von Erthal, Blanca se dio cuenta de que le sorprendiera o no, debía seguir el protocolo, era su turno de ser coronada. Había llegado el momento para el que tanto se había preparado, aquel por el que tanto había esperado, pero no estaba feliz. Ella nunca imaginó su coronación así. Ella era la primera en la línea de sucesión, la única heredera del rey, ella no podía ser reina consorte, las cosas no debieron acontecer de esa forma. Se sentía defraudada, engañada, timada. La habían hecho quedar en ridículo ante media sociedad londinense y todavía se atrevían a pedirle que siguiera con el protocolo.
Estaba indignada, furiosa, pero aun así le regaló una pequeña sonrisa a los que la observaban y a paso firme caminó hasta el altar donde su padre y esposo aguardaban su llegada. Al llegar se arrodilló, lo hizo de una manera tan elegante y tan simple que a pesar de todo el disgusto de los presentes logró satisfacer las miradas críticas que la rodeaban. Christoph retiró la corona de la cabeza de Maryline que se encontraba en cuclillas a su lado y se la pasó a Phillip, el cual, a su vez, coronó con una sonrisa a Blanca y la ayudó a ponerse en pie.
Los antiguos reyes sonrieron y los condujeron a sus respectivos tronos y se retiraron de la escena, pero permaneciendo aún cerca. Fue entonces que alguien exclamó.
—¡Larga vida al rey Phillip!
—¡Larga vida al rey Phillip! —le siguió la multitud.
—¡Larga vida a los reyes de Inglaterra!
—¡Larga vida a los reyes de Inglaterra!
—¡Gloria eterna a esta tierra! —gritó otra persona.
—¡Gloria eterna a esta tierra!
Ambos jóvenes se mantuvieron serios, impasibles, aunque por dentro estuvieran ardiendo en emociones completamente diferentes. La bella Blancanieves miró a su perfecto príncipe de reojo y pudo observar el destello de una sonrisa triunfal.
“Entonces lo noto, notó como el amor que decía sentir por ella abandonaba su mirada y era sustituido por la avaricia y el orgullo de haber logrado un objetivo”.
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