Capítulo IX
Capítulo 9: “Castillo de naipes” Parte II
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Blanca no mintió. Los caballos supieron llevarlas de vuelta a los límites del palacio sin mostrar ningún tipo de titubeo y en cuestión de minutos las dos muchachas estaban viendo una vez más la impetuosidad del castillo donde residían. El rostro de la chica parlanchina la delataba, no creía que aquellos animales fueran a ser capaces de llevarlas de vuelta ¿cómo lo habían hecho y cómo es que la reina estaba tan segura de que lo harían?
La menor de las dos estaba más que dispuesta a expresar todas sus dudas en voz alta, pero en cuanto los caballos se detuvieron junto al corral y ellas comenzaron a bajarse, otra de las doncellas se acercó corriendo con un importante comunicado que anunciar.
—¡Majestad, majestad! —exclamó casi sin aire. —El Parlamento acaba de arribar a palacio.
Por el rostro de Blanca cruzaron varias expresiones, desde el nerviosismo hasta la incertidumbre, pero en seguida recuperó la compostura y arrojó las riendas de Nieve al mozo más cercano antes de caminar de vuelta al palacio con su séquito detrás. Todas iban a un paso rápido y constante en dirección a los aposentos reales. No fue necesario que la reina ordenara nada, pues al instante las cinco muchachitas le retiraron el traje de montar y la vistieron acorde a la situación que iba a tener lugar en unos instantes.
Lucía un vestido de un color amarillo opaco, con detalles hechos de oro en los bordes. Las mangas le llegaban hasta los codos y tenían unos elegantes vuelos en los extremos que le aportaban frescura y libertad de movimiento. La falda carecía de cola mas no de aro; el cuerpo de Blanca se veía más voluminoso de las caderas hacia abajo gracias al objeto que servía de soporte por debajo de la ropa, y más estrecho en la parte del abdomen debido al molesto corsé que le robaba el poco aire que conseguía inspirar.
Se veía majestuosa de esa manera, como una verdadera reina, y fue así como entró a la sala del trono. Con la cabeza en alto y la espalda erguida avanzó entre los miembros del Parlamento, los cuales se apartaban sin necesidad de ninguna palabra o gesto para permitirle acceder a su respectivo lugar, tres escalones por debajo del de su esposo.
—¿Pensaban comenzar sin mí, caballeros?
—Querida, creí que estabas cabalgando.
—Eso hacía, querido, pero tenía que estar presente en esta importante reunión —volteó a ver a los demás con una ceja alzada. —Espero no haber llegado demasiado tarde.
—Para nada majestad, ha llegado usted en el segundo preciso.
A pesar de la distancia, se podía percibir con facilidad la tensión en los cuerpos de todos y cada uno de los hombres en aquel salón; aunque no era algo difícil de comprender. En pleno siglo XVIII no había cabida para una mujer involucrada en los asuntos de la realeza de una manera que no fuera exclusivamente estética. El lugar de una fémina en el mundo de la política era sólo una fachada que los hombres insistían en mantener para poder jugar con la mente de las personas y hacerle creer al pueblo exactamente lo que ellos querían que creyeran.
Después del incidente ocurrido el día de su boda, Blancanieves había descubierto un nuevo medio de entretenimiento y ese era sacar de quicio a los caballeros con los que se codeaba, ya sea empleando el sarcasmo con su esposo o retando con acciones y comentarios a su padre.
La reunión duró más de lo que ella esperaba. Dos horas escuchando a un grupo de ancianos dar órdenes disfrazadas en consejos y recomendaciones era algo realmente tedioso, sobre todo teniendo en cuenta que a ella no se le permitía opinar. Sin embargo, no lo demostró. Le aburría, sí, pero prestaba suma atención a cada detalle porque sabía que la sabiduría en estos casos no se obtenía leyendo libros. Ella tenía que observar los movimientos y estrategias que empleaban aquellos hombres, debía robar el conocimiento como un ladrón de guante blanco; con sutileza, pero al descubierto.
Como es de suponerse su actitud sobrante de osadía no quedó impune. Christoph y Phillip no podían permitirse quedar en ridículo de semejante manera una vez más, así que nada más los miembros del Parlamento abandonaron el palacio ambos llamaron a Blanca para que acudiera a su encuentro.
—¿Qué has hecho? —preguntó en un tono duro y amenazante el ex-monarca de Inglaterra.
—Yo… no sé de qué está hablando, padre.
—A no ser que hayas estado poseída por el diablo dudo mucho que no te hayas dado cuenta de la acción tan inapropiada que tuviste al asistir al encuentro con el Parlamento aun cuando no fuiste invitada en ningún momento (dijo su esposo con los dientes apretados.
—Soy la reina ahora, era mi deber estar presente.
En un acto de valentía, la joven Blancanieves que siempre fue tan condescendiente con las personas que le rodeaban, se atrevió a replicar, sin saber que de esa manera se estaba condenando a sí misma. En menos de un segundo tenía a su padre sosteniéndola por el cuello y apretándola con semejante fuerza que estaba consiguiendo cortarle el paso de aire a los pulmones.
—No eres nadie, Blanca, sólo un medio para un fin. No vayas a pensar que porque ahora sostienes una pequeña corona sobre esta cabecita las circunstancias han cambiado, porque no lo han hecho —le dijo él con una muy bien fingida calma. —Sigues siendo la misma niña que lloraba detrás de la puerta de su habitación porque no quería estar encerrada y sola. No eres la reina de nada cariño, lo único que representas en este lugar es un adorno más de mi colección, así como lo es Maryline y así como lo fue tu madre, la misma a la que tú asesinaste.
Tras escuchar palabras semejantes los grandes y expresivos orbes oscuros de la bella Blancanieves se llenaron de lágrimas que no tardaron en correr por sus mejillas con fluidez, cual riachuelo desesperado por alcanzar el mar. Poco a poco él dejó de ejercer presión sobre su cuello hasta terminar por acariciar su cabello con dulzura, tal como lo haría un padre normal con su hija. Pero Christoph no era un padre normal, tal vez ni siquiera fuera verdaderamente un padre y es por eso que ahora llevaba a cabo esa acción con más falsedad que realismo.
—Espero que te haya quedado claro. Yo sólo quiero protegerte, mi querida hija y si te entrometes en asuntos que no te incumben, no podré hacerlo.
Blancanieves asintió.
Estaba aterrada. El simple hecho de percibir como el aire escapaba de sus pulmones y el oxígeno no alcanzaba a llegar a ellos nuevamente era algo horrible. Sentía como en cada una de esas bocanadas donde intentaba recuperar la respiración se le escapaba la vida y ella no podía hacer nada por evitarlo. No le daba tiempo a pensar. No le daba tiempo a actuar. La fachada de mujer fuerte y decidida se había roto en un instante como una pantalla de cristal golpeada por un bloque de hormigón.
Su corazón latía acelerado y podía notar la necesidad de colocar la mano sobre su pecho debido a la molestia que allí sentía. En su mente se repetía una y otra vez la voz de su padre diciéndole que no era nadie, que solamente representaba una marioneta más que él podía manejar a su antojo. Lo único que Blanca era capaz de escuchar era la palabra ‘asesina’ salir de los labios de su progenitor una y otra vez.
Ella no poseía ningún recuerdo en el cual Christoph le hubiera hablado con amabilidad o cariño; todo lo contrario, siempre fue cruel y déspota al tratarla. Sin embargo, él jamás se había atrevido a expresar en voz alta lo que siempre pensó de su hija desde el momento en que la vio nacer. La joven de cabellos negros nunca había sentido tanto dolor sólo por un pensamiento y la sola acción de imaginar siquiera que la acusación de su padre pudiera llegar a ser real, que ella verdaderamente pudiera ser la responsable de la muerte de su propia madre, la hacía sufrir más que un invierno entero de aislamiento.
Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, la clara amenaza implícita en ese último comentario le había puesto en punta los vellos de la nuca, le había hecho sentir miedo de su propia sangre.
¿Sería su padre capaz de intentar algo contra ella? ¿Su propia hija? ¿Carne de su carne?
No lo sabía, pero no se quedaría dentro de esa oficina para averiguarlo. Le dirigió una última mirada a Phillip que hasta ahora había estado viendo toda la escena sin inmutarse desde una esquina del salón. La transparencia en los ojos de Blanca mostraba claramente lo que, sin voz, ella quería gritarle. Cobarde.
Entonces se marchó, con el pelo hecho un desastre, el corazón bombeando rápido y las marcas en el cuello de las manos del hombre que, por naturaleza debía de haberla amado y sólo se ha empeñado en provocarle dolor.
La noche llegó abrazando a la hermosa ciudad de Londres con su manto color negro y sus puntos luminosos. Había sido una jornada agotadora para todos en palacio, pero para su majestad, la reina, no existía cansancio físico capaz de superar el ahogo de su alma a causa de las lágrimas que abandonaban sus ojos y los pensamientos que se habían asentado en su mente.
Su cerebro trabajaba tan rápido como una de esas maquinarias que estaban revolucionando a la Inglaterra de ese tiempo y no dejaba de hacerse preguntas que carecían de respuesta, de cuestionarse cosas que ya no marcarían ninguna diferencia.
Tomó una manzana del canasto que estaba encima del tocador y la sostuvo entre sus manos mirándola fijamente. A sus espaldas, dos doncellas le preparaban la cama mientras que las otras se encargaban de recoger lo utilizado durante su baño. La parlanchina rubia cepillaba su cabello con dedicación y esmero, pero eso sí, hablando. Sin embargo, Blanca estaba absorta en sí misma, con la manzana en la mano pensando en todo y en nada a la vez.
—¿Majestad? —una de ellas la miró. —¿Se encuentra bien?
—¿Está llorando?
—¿Se siente mal?
—¡Oh dios! ¿Estoy siendo muy ruda con su cabello? ¿La lastimo?
—Por favor, díganos si podemos ayudarla en algo.
En pocos segundos se armó un gran alboroto en los aposentos de la reina. Todas sus damas de compañía se encontraban extremadamente preocupadas al percatarse de las gotas de agua salada que corrían por el rostro de su monarca. Temían haber hecho algo mal y ser condenadas por ello, pero más allá de eso estaban inquietas porque a pesar de conocerla de hace sólo un día ellas se habían encariñado demasiado con la joven de piel pálida y cabellos negros.
No fue difícil para Blanca darse cuenta de ese pequeño -gran- detalle y mientras pasaba las manos por sus sonrojadas mejillas para retirar el rastro que sus lágrimas habían dejado, sonrió orgullosa de haber hecho una elección certera esa misma mañana cuando designó quiénes serían sus doncellas.
—Tranquilas muchachas, estoy perfectamente —trató ella de calmarlas. —Sólo necesito un momento a solas.
—¿Quiere que abandonemos la alcoba y regresemos en un rato para darle más privacidad?
—No, está bien —se puso de pie rápidamente. —Yo… tengo que ir a un lugar. Ustedes terminen sus quehaceres aquí y luego vayan a descansar. No se preocupen por mí.
—Pero ¿acaso usted perdió la cabeza? —exclamó la rubia. —¿A dónde piensa ir en ropa de dormir? ¿Está segura de que todo está bien?
—Sí Lydia, relájate. Pasen buena noche.
Sin más que decir o hacer salió de la habitación y caminó a través los extensos corredores hasta llegar a la otra ala del castillo. Las sombras la engullían y le permitían camuflarse en la oscuridad de la noche. Incluso parecía que estas la protegían como soldados, encargados de cuidar las espaldas de su soberana. Aunque por supuesto eso ella no lo sabía y miraba atrás constantemente para asegurarse de que nadie la estuviera siguiendo.
Una vez llegó a la puerta de su antigua habitación respiró profundamente y se adentró al lugar teniendo cuidado de no hacer ruido para no ser escuchada. La espesa negrura que había en aquellas cuatro paredes no le permitía ver nada, pero tampoco lo necesitaba. Pasó años en esa habitación. Inviernos enteros encerrada en ese sitio. Noches oscuras donde quedaba a ciegas y sin tener la posibilidad de encender ella misma los candelabros, pero aun así teniendo que permanecer allí. Definitivamente su sentido de la orientación era excelente y en unos pocos segundos ya estaba girando el porta-velas y abriendo el pasadizo secreto que había descubierto horas antes.
Su camisón de seda se movía en todas direcciones producto del ligero viento que ella creaba al avanzar casi corriendo. Estaba desesperada. Necesitaba llegar a su destino y solucionar sus dudas. Siempre supo que tarde o temprano iba a terminar por regresar a ese luminoso cuarto de espejos, pero inocentemente Blanca apostó a que sería tarde y perdió, porque en menos de veinticuatro horas estaba observando sus reflejos deformes en dicho lugar y comparando una vez más la majestuosa mujer en el cristal mágico con la joven de ojos rojos que estaba en el mundo real.
—Sabía que vendrías —comentó la imagen en el espejo.
—Entonces me alegro de no tomarte por sorpresa.
—Mi querida Blanca, he visto tantas cosas que ya nada puede sorprenderme.
Le habló como una anciana le hablaría a una niña. Con esa manera tan dulce de expresar lo mucho que ella sabe y que a la más pequeña aún le falta aprender. Como aquel que ha vivido tanto que lo demás le parece insignificante. Blanca lo notó y supo en seguida que había recurrido a la persona indicada, la mujer del espejo era la clave.
—¿Es verdad? —cuestionó con el corazón en un puño.
—¿Qué cosa, cariño?
—¿Soy culpable de la muerte de mi madre?
—Tu madre murió al darte a luz —espetó con simpleza. —No pudo soportar el dolor, toda su energía se consumió cuando te trajo al mundo.
En ese momento sintió como se derrumbaba lo poco de sí que aún quedaba en pie. Por segunda vez en aquel lugar, Blanca cayó de rodillas frente al espejo mientras gritos de agonía y sollozos abandonaban su cuerpo. A ella ya no le quedaban más lágrimas que derramar y eso le dolía aún más porque el estar sufriendo sin poder expresarlo se sentía igual que recibir un puñal en el pecho.
—Entonces es verdad, yo la maté —susurró presa de la angustia.
—Son muchas las mujeres que mueren en su primer parto. Varios aspectos influyen en eso, no debes poner sobre tu hombro culpas que no te corresponden.
—¡Pero es que esta sí me corresponde! —gritó enojada. —Mi madre se dejó la piel por traerme al mundo, dio su vida para que yo pudiera vivir. ¿No te das cuenta, espejo? ¡Todo me involucra a mí! Si tan solo no hubiese nacido… Mi padre tiene razón, soy una asesina.
—Si eso es lo que quieres creer entonces está bien; eres una asesina Blanca. Dime ¿qué harás al respecto?
La muchacha de ojos negros levantó la mirada y la fijó en la mujer reflejada en el cristal antes de ponerse de pie y dar media vuelta para luego alejarse de aquel oscuro lugar tan velozmente que no se percató de la pequeña figura de Dudie sonriendo detrás de una pared.
Estaba destrozada, triste y decepcionada de sí misma, porque toda la vida se la había pasado culpando a su padre de cada una de sus desgracias cuando resulta que ella era la única responsable de todo el dolor que había sentido a lo largo de sus diecinueve años.
En ningún momento se detuvo a mirar atrás mientras salía del pasadizo, tampoco al abandonar su antigua habitación. Ella simplemente corrió lejos. Lejos de todo aquello que le hacía daño, lejos del eco de las palabras dichas por el espejo que aún podía sentir rebotar en aquel cuarto.
Con los ojos cristalizados Blanca abrió la puerta de la habitación lista para acomodarse entre las sábanas de seda a llorar o dormir, lo que pasara primero. Sin embargo, sus planes se vieron trillados en cuanto fue consciente de la presencia de Phillip acostado cómodamente en su cama.
—¿Dónde estabas?
—Fui a la cocina por un vaso de agua.
—Acércate —ordenó su esposo con una voz que no daba cabida a conjeturas de ningún tipo, ella acató su mandato. —Sé que mientes Blanquita y a pesar de que eso es muy descortés de tu parte voy a ser sincero contigo, no es de mi interés lo que hagas o dejes de hacer siempre y cuando estés a mi disposición cada noche si es que requiero de tu presencia. ¿He sido lo suficientemente explícito?
La joven de ojos negros asintió como pudo puesto que su cabeza se encontraba inmovilizada por la mano del rey agarrando su cabello con fuerza. El dolor en su cráneo era tal, que por un instante llegó a pensar que Phillip conseguiría arrancarle las hebras color azabache desde la raíz, pero no lo hizo. En cambio, su reacción fue darle la vuelta en la cama y romper en un solo movimiento la bata de dormir que ella vestía.
Los trozos de la prenda se abrieron a los lados como las alas de una mariposa dándole a Blanca un aspecto más inocente y sensual a la vez, puesto que su cuerpo completamente desnudo estaba a la entera merced del joven rubio colocado encima de ella.
Sin dilataciones ni juegos previos, Phillip fue en busca de su propio placer ignorando si eso era o no lo que su esposa deseaba. La lujuria nublaba su juicio, aunque es probable que incluso estando en sus cabales la opinión de su cónyuge le siguiera resultando insignificante.
Rápidamente los aposentos de la reina se llenaron de sonidos guturales y débiles sollozos por parte de Blanca. La atmosfera se mantuvo así durante toda la noche pues ni bien terminada la acción, todo volvía a comenzar. Y es que él era insaciable y ella ya se había resignado lo suficiente como para evitar poner resistencia porque sentía que lo había perdido todo y una herida más ya no marcaba la diferencia.
“Fue entonces cuando el castillo de naipes cayó y algo en su pequeña cabecita se quebró”.
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