Capítulo IV.

Capítulo IV: Conociendo al príncipe azul.

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Adentrándose en la habitación de su madrastra, Blanca no podía dejar de pensar en lo cruel de la actitud de su padre. La preocupación le colmaba el alma y estaba segura de que no lograría sentirse, siquiera, un poco mejor hasta conseguir ver a Mary.

Las doncellas de la reina no la dejaban pasar. La habían obligado a permanecer sentada en la pequeña salita que poseía la alcoba para que ahí pudiera esperar a que su madrastra hiciera acto de presencia. Ellas no habían logrado que Blanca abandonara el dormitorio y parecían no entender la gravedad del asunto, ni tampoco el nivel de inquietud que en aquel momento atestaba la mente de la princesa.

Los minutos pasaban como si fueran horas. Las manecillas del reloj parecían detenerse cada dos por tres mientras la joven de cachetes sonrojados olvidaba por un segundo las clases de etiqueta y se permitía demostrar su angustia moviendo constantemente su pie y arrancándose las cutículas de sus perfectas uñas.

Luego de quince minutos, que más bien parecieron quince días, Maryline hizo aparición a través de la puerta que conducía al baño. Venía acompañada por otras dos doncellas que la ayudaban a mantenerse en pie, lentamente la condujeron hasta su lecho y una vez ahí, se aseguraron de dejarla bien acomodada y arropada.

—Pueden tomar un descanso, déjenme sola con la princesa —ordenó.

Su voz se escuchaba débil y ronca, cada pocas silabas se le escapaban quejidos de dolor que provocaban revoltijos en el estómago de Blanca. A pesar de encontrarse en tan penosa situación y estado físico, el porte de Maryline seguía siendo elegante y poderoso, por lo que nada más pronunciar aquellas palabras, las mujeres que allí se encontraban abandonaron la habitación.

El silencio inundó la estancia por unos segundos. De alguna manera, la reina se sentía avergonzada. Le apenaba el hecho de ser una cobarde que no poseía el valor de darse su lugar ante su esposo, o en todo caso, huir de él. Pero es que ella no podía evitar que todos y cada uno de los vellos que cubrían su piel pecosa se erizaran cuando él la miraba, no podía evitar que su cuerpo se tensara completamente cuando él se acercaba, así como tampoco podía impedir que las lágrimas corrieran por su rostro cada noche cuando los demonios acechaban su mente y la hacían desmoronarse.

La grande y poderosa Reina Consorte de Inglaterra, Maryline von Erthal, esa a la que todos admiraban y envidiaban, era la misma que en aquel instante le rehuía a la mirada de su hijastra debido a la vergüenza que sentía por haber fallado en su misión de darle el mejor ejemplo a aquella niña que hace años adoptó como suya.

—¿Cómo te sientes? —cuestionó Blanca mientras le acariciaba el dorso de la mano.

—No te preocupes por mí, estoy bien, ya me he acostumbrado.

—No deberías tener que hacerlo —de repente, la chica de cabello negro cambió su expresión comprensiva por una de profundo enfado. —Mi padre no debió hacerte eso, en esta ocasión ha sobrepasado los límites, te ha lastimado como nunca lo había hecho y no te lo mereces.

—Eres tan hermosa e inocente Blancanieves —la reina sonrió ligeramente mientras le acariciaba el pelo. —Así es como funciona la sociedad en la que vivimos, solamente es justa para los pertenecientes al género masculino, pero debes prometerme una cosa.

—Lo que sea.

—Júrame que nunca vas a dejar que un hombre te pisotee. Quiero que me garantices que pase lo que pase tú nunca vas a estar en mi piel y vas a enfrentarte ante quién sea y lo que sea con tal de no logren rebajarte ni hacerte sentir menos.

—Te lo prometo, Mary —su boca se estiró en una sonrisa discreta y tranquilizadora, una sonrisa que le permitió a la mayor de las dos mujeres concebir el sueño, segura de que la persona que más ella amaba en el mundo podría tener una vida mejor que la suya.

Esa misma noche, a la hora de la cena, el majestuoso comedor real estaba tan silencioso que, incluso, se podría escuchar una aguja caer. El rey Christoph aún seguía extremadamente enojado y Blanca intentaba evitar por todos los medios plantarle cara a su padre. De cualquier modo, por muy indignada y furiosa que ella se sintiera, no era tan valiente, sería incapaz de actuar de aquella forma.

Decidida a ponerle fin al gran martirio que suponía cenar en completo silencio, la princesa pidió permiso para retirarse y se levantó de la mesa dejando gran parte de su comida sin haber sido, apenas, probada. A punto estaba de cruzar las puertas cuando la voz de su padre la detuvo:

—En un par de días tu prometido vendrá a conocerte en persona y comenzará la planeación de la boda junto a las mujeres de su familia —troceaba el filete de res sin tomarse, siquiera, el tiempo de mirarla a los ojos. —Espero que estés preparada para ello y que no me decepciones más de lo que normalmente lo haces. Claro, eso si no quieres terminar igual o peor que Maryline.

—Como usted ordene padre —musitó en voz baja antes de dirigirse rumbo a su habitación.

Una vez más su futuro había quedado en unas manos que no eran las suyas y como siempre debía resignarse, obedecer y callar. Sentía que, incluso si tuviera libertad de expresión, sería algo completamente inútil porque ella no sabría qué decir, ella no encontraría las palabras para precisar todos esos sentimientos que la ahogaban. En situaciones como aquella, solo tenía una opción: esperar que lo mejor sucediera.

Cinco días y cuatro noches habían pasado desde el momento en que su padre le había anunciado que ya estaba prometida con algún desconocido que solo el gran monarca von Erthal había aprobado. Cinco días y cuatro noches esperando la llegada del joven que tenía a todos los criados del palacio revolucionados.

—Piensa positivo, Blancanieves, seguramente el chico no es tan malo como piensas —murmuró Dudie intentando tranquilizar a la princesa.

—¿Podrías dejar de caminar de un lado a otro? —preguntó Rager apretando la mandíbula. —Me estás mareando.

—No te haces una idea de cómo odio a tu padre por hacerte esto.

—Tu odias a todo el mundo, Hatery —musitó con sorna Selflov.

—Venga chicos, tranquilos —llamó su atención la joven. —Le haremos caso a Dudie y mantendremos la mente positiva para…

—¡Alteza! ¡Alteza! —una doncella entró corriendo a su alcoba obligándola a callarse rápidamente. —¡Está viniendo! ¡Está viniendo! ¡Su futuro esposo está viniendo!

Ambas damas corrieron al amplio balcón que poseía la habitación y se apoyaron a la baranda de tal modo que parecía que en cualquier momento caerían. A lo lejos, atravesando el camino de piedra que conducía a la entrada del palacio se podía distinguir claramente la silueta de dos carruajes, el primero y más grande halado por más de cinco caballos, o al menos, esos eran los que ella alcanzó a contar.

Decidida a dar la mejor de las impresiones, Blanca condujo a su doncella al interior de la habitación y le dio instrucciones a esta para que arreglara su peinado y la ayudara a cambiarse de vestido por uno más bonito, elegante y que lograra resaltar sus atributos de mujer. Luego, bajó las escaleras con fingida calma para dirigirse al encuentro con su padre y una recuperada, pero aún adolorida Maryline, dispuesta a esperar la llegada del joven desconocido.

Realmente no tuvo que aguardar demasiado hasta que el carruaje estuvo frente a ellos. El primero en bajar fue un señor que debía rondar los cuarenta o cincuenta años. Estiró su mano hacia el interior de vehículo y aceptando la ayuda, una mujer de más o menos la misma edad que Maryline abandonó el carruaje. Seguidamente apareció un caballero de majestuosos ojos azules que ayudó a otra joven a descender.

Él debía ser su prometido.

Ambas mujeres lucían unos impresionantes vestidos de seda y algodón hechos a medida, acompañados por zapatos de tacón medio-bajo y unos guantes y sombreros de tul. Los hombres, por otro lado, vestían trajes color gris bastante elegantes y monótonos, cada uno, cubierto por un gabán negro que combinaba con un sombrero del mismo color.

De la segunda carrosa comenzaron a bajar los pocos criados que, al parecer, habían traído y en conjunto con los trabajadores del palacio fueron sacando los baúles llenos de sus pertenencias. Mientras, aquella familia se acercaba a la entrada con el objetivo de saludar a sus anfitriones y, de paso, conocer por fin a la famosa princesa de piel blanca como la nieve, cabello negro como la noche y mejillas rojas como la sangre.

A paso suave se fueron acercando a ellos. Caminando con exquisita elegancia y porte hasta la puerta principal del palacio. Fue el gran monarca el primero en aproximarse a los invitados, envolviendo al otro hombre en un caluroso abrazo de bienvenida, como aquel que abraza a un viejo amigo, para luego soltarlo y saludar cortésmente a las dos damas y el caballero que presenciaban también la escena.

Seguidamente exclamó:

—¡Amigo mío! Hasta que al fin nos volvemos a encontrar.

—Tienes toda la razón Christoph, ha pasado un tiempo desde la última vez que nos vimos, ya que no pude asistir al baile navideño que diste —dijo con una gran sonrisa. —¿Cuándo piensas presentarme ante las bellas damas aquí presentes?

—¡Oh, pero claro! Casi lo olvido —retrocedió un par de pasos. —Mi esposa y Reina Consorte de Inglaterra, Maryline von Erthal y mi hija, Blanca.

A la princesa no le pasó por alto el tono despectivo con el que su padre se refirió a ellas dos, así como también fue perfectamente capaz de advertir la ausencia de su apellido en el momento que la presentó. Era como si su padre no la considerara merecedora de ser una von Erthal, como si para él, ella tuviera tanta insignificancia como una prostituta sin nombre, de esas que deambulan por los barrios bajos de Londres.

Sin embargo, intentaba no tenerlo en cuenta e ignorar ese hecho para poder prestar suma atención a lo que sucedía a su alrededor.

—¡Ah! La famosa Blancanieves —sonrió el visitante antes de proceder a besar el dorso de su mano. —Debo decir que los rumores que corren en el mundo entero sobre su belleza se quedan cortos al intentar describirla, alteza.

—Gracias, milord —murmuró la muchacha.

—Permítame mencionarle, majestad, que las habladurías no le hacen justicia a usted tampoco —dijo esta vez en dirección a la reina.

—Es usted todo un adulador, milord —agradeció Mary.

—Eres un hombre suertudo, amigo mío, al poseer mujeres tan hermosas de las cuales presumir.

—Tú no te quedas atrás Karlos, tu esposa e hija son unas verdaderas bellezas —habló el rey nuevamente y fue correspondido con una sutil reverencia de agradecimiento por parte de las damas.

—Eso no te lo discuto, Christoph —se carcajeó. —Pero creo que debemos darle algo de privacidad a los novios, después de todo, es a eso a lo que hemos venido.

—Tienes toda la razón, entremos y dejémoslos conocerse. Los jardines están a tu entera disposición Phillip.

—Gracias, majestad.

—Llámame Christoph, muchacho —largó una carcajada. —A fin de cuentas, pronto seremos familia.

Con ese último comentario y una leve indicación, todos, excepto Phillip y Blanca, se adentraron en el interior del castillo para proporcionarles intimidad. Casi sin ellos darse cuenta, se dirigieron en silencio rumbo a los jardines. El frufrú de la falda de la chica era lo único que se escuchaba por los alrededores y, si hubiera existido algún testigo de dicho momento, probablemente habría asegurado que entre ambos jóvenes se notaba cierta tensión. Lo cual era algo bastante lógico teniendo en cuenta que no se conocían de nada.

En cierto instante, la princesa detuvo su paso para ajustar adecuadamente su guante de encaje blanco; movimiento que Phillip aprovechó para acercarse y posicionarse frente a ella para intentar acariciar su rostro.

—Eres increíblemente hermosa —susurró, fingiendo pasar por alto el hecho de que ella haya rechazado su gesto alejándose de su mano.

—Le agradezco el elogio, milord.

—No hay necesidad de mantener tales formalidades para conmigo, querida Blancanieves —sonrió. —Como ha mencionado tu padre minutos antes, seremos familia en poco tiempo.

—Cuando dicho tiempo haya transcurrido, tal vez podamos conversar al respecto —contestó la muchacha. —Mientras tanto, considero que lo más apropiado sería mantener las formalidades para con usted, milord. Así pues, estaría muy agradecida si mantuviera la misma postura conmigo.

—Como desee, milady.

Pasaron poco menos de una hora dando vueltas por los jardines. Ambos, completamente sumergidos en una conversación sobre política y poder, compartiendo ideas, haciéndose preguntas y sugiriendo posibles respuestas. Los dos jóvenes intentaban planear de manera superficial algunas de las acciones que tomarían durante su reinado, cuando este llegara. De esa forma, y por muy extraño que sonara, se iban conociendo.

En esos escasos cuarenta y cinco minutos Blanca creyó haber encontrado al amor de su vida, y por primera vez, agradeció en silencio a su padre por haber puesto en su camino a semejante joven. Sus ojos brillaban cada que lo veía sonreír al escuchar algunos de los planes que a ella se le habían ocurrido y que su padre nunca había estado dispuesto a oír.

Se sentía comprendida, se sentía respetada e, incluso, podía afirmar sentirse querida. Y es que, a lo largo de su vida, sus sugerencias y opiniones habían carecido siempre de importancia, nada más intentar hablar, su padre la terminaba silenciando con una simple mirada, o bien, con un simple golpe.

Phillip había demostrado ser alguien completamente diferente a lo que ella estaba acostumbrada a ver, algo diferente a todo aquello que ella llegó a temer de un matrimonio arreglado con un desconocido y, a su vez, él había conseguido probarle que no siempre la balanza estaría inclinada en su contra.

“Ahora solo restaba esperar que los valores estuvieran determinados para saber qué lado pesaba más”.

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