Capítulo III.
Capítulo III: Una familia de cuento.
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El mes de marzo había llegado. El sol ya había salido, la nieve se había derretido y por fin la princesa de ojos negros había podido salir de su encierro porque la primavera había llegado. Las semillas habían comenzado a romper el suelo, atravesando varias capas de tierra hasta llegar a la superficie. Allí, comenzaban a desarrollarse y convertir el reino en un precioso jardín donde se podía observar una vegetación rica en numerosos ejemplares de plantas. Las flores se abrían y terminaban por dar un gran espectáculo a las personas que, como Blanca, se detenían a admirar la magia de la naturaleza.
Sentada en un pequeño banco ubicado en el patio trasero del castillo era testigo de cómo la vida volvía a su ritmo. Después de que el invierno se había ido todo a su alrededor había comenzado a adquirir las diferentes tonalidades de colores que siempre lograban sacarle una sonrisa. Los pájaros cantaban, las mariposas revoloteaban y uno que otro conejillo saltaba de un lado a otro moviendo su nariz.
Blanca se puso de pie. A paso suave caminó hasta un pequeño manzano que allí se encontraba y acarició con ternura y delicadeza el tronco de este. De alguna manera sentía como, al rozar sus dedos contra la madera, esta llegaba a transmitirle su vitalidad, su pureza, su energía. En cierto modo era capaz de percibir la esencia de aquel manzano como si fuera la suya propia y ante aquello no pudo hacer más que sonreír.
De repente un sonido inundó la estancia. Una tierna melodía que parecía llamarla, reclamarla. Así como la noche reclama a la luna y las olas del mar reclaman la arena, así era como aquella música reclamaba su presencia.
Se sentía hechizada, completamente encantada por aquello que sus oídos estaban siendo capaces de captar. Quería seguirlo. Lo que sea que fuera eso lograba llamar su atención y ella quería acercarse.
Sin medir consecuencias o repercusiones, Blanca simplemente puso un pie delante del otro, fue avanzando, y el frufrú de su vestido la dejaba en evidencia ante los animales del bosque que huyeron despavoridos. Hipnotizada por aquella melodía, la princesa caminó hasta la zona que delimitaba el parque trasero del castillo con la gran arboleda que lo rodeaba y apunto estaba de adentrarse cuando alguien la sacó de su ensoñación.
—¿Alteza? —una doncella la miró con el ceño fruncido. —¿Qué está haciendo?
—Me había parecido oír a un ave cantar y quería verle de cerca.
—Usted siempre tan dulce, princesa —sonrió leve la chica. —En ese caso lamento interrumpirla, pero su padre la solicita en la sala del trono.
—Entonces no deberíamos hacerlo esperar.
Con un sutil asentimiento por parte de la doncella, ambas se dirigieron al interior del castillo. Sin embargo, en su mente, Blanca aún maquinaba el suceso que había vivido minutos antes y se preguntó qué era eso que había oído, porque definitivamente no fue un ave cantando.
Mientras tanto, sentado en su impetuoso trono de oro, diamantes y terciopelo rojo, estaba el rey, esperando pacientemente a que su hija se dignara a aparecer ante él. A pesar de que sus facciones se mostraban duras e inexpresivas a simple vista, si se le detallaba bien, era sencillo darse cuenta de cómo la suficiencia y el orgullo inundaban sus ojos oceánicos.
Maryline se encontraba a su lado derecho, con la espalda recta y el mentón en alto, ubicada en un trono que dejaba mucho que desear si era comparado con el de Christoph, pero, aun así, increíblemente hermoso. Su cuerpo se encontraba enfundado en un hermoso vestido de seda hecho a medida, sus manos se encontraban apoyadas sobre su regazo de una forma elegante y delicada mientras su cabello color fuego caía por su hombro en una espectacular trenza de espiga.
Se encontraba intrigada. Lamentablemente conocía muy bien a su esposo y, aunque para muchos el rey resultara indescifrable, ella tenía el don de interpretar sus expresiones, lo cual le permitía sentirse desconfiada de lo que sea que los ojos del monarca estuvieran reflejando.
A paso rápido y con las mejillas un poco más sonrojadas de lo normal, Blanca llegó a su destino. Hizo una leve reverencia ante los reyes, tal cual indicaba el protocolo y luego se mantuvo de pie con las manos entrecruzadas delante de su cuerpo.
—¿Me ha llamado, padre? —dijo una voz baja haciendo al rey rodar los ojos y cambiar de postura.
—Si estás aquí es porque eso he hecho, Blanca.
—Lo siento.
—No tengo ánimos para soportarte así que simplemente calla y escucha —la joven asintió. —Recuerdo haberte mencionado antes del invierno que ibas a casarte ¿verdad?
La princesa abrió la boca dispuesta a afirmar lo dicho por su padre, pero este la detuvo abruptamente con un gesto de su mano.
—No respondas, era una pregunta retórica. Pues verás, mi querida hija, en la fiesta organizada en navidad un jovencito de muy buena familia me ha pedido tu mano y yo se la he concedido.
—¿Has entregado a Blanca en matrimonio en contra de su voluntad y no les has dado, siquiera, el derecho de aprobar a su futuro marido? —cuestionó incrédula Mary.
—¿Y desde cuándo, adorada esposa, las mujeres como ella y tú tienen algún tipo de derecho?
Cegada por un arranque de valentía e ira la reina estaba dispuesta a contestar, sin embargo, el rey volvió a repetir el acto que segundos antes había llevado a cabo con su hija y la detuvo.
—No respondas, lo de escuchar y callar iba para ti también.
—¿Quién te crees que eres? ¿Eh Christoph? Blanca tiene derechos, yo tengo derechos y que seas el rey no significa que puedas pasarles por encima —presa del enojo Maryline se puso de pie y encarando a su marido, gritó. —¡No eres Dios!
Desde el primer momento en que su esposa osó desafiarlo la furia y la rabia se fueron apoderando de él. Su rostro estaba completamente rojo y las venas de su frente y cuello resaltaban tanto que Blanca llegó incluso a temer que le fuera a dar un infarto. Sus manos, contenidas en puños desde el primer momento se apoyaron en el posa brazos del trono y lentamente se puso de pie.
Christoph era un hombre alto y musculoso, aparentaba menos años de los que tenía y era relativamente grande, por lo que le sacaba a Mary varios centímetros de altura. Aquel hombre imponía respeto nada más verlo y todo el poder que ostentaba no hacía más que provocar más miedo en sus ciudadanos, más miedo en sus criados, más miedo en su familia.
De alguna manera, él concentró toda la ira contenida en su mano izquierda y sin ningún tipo de miramientos le cruzó la cara a la mujer pelirroja de una cachetada. Fue tan fuerte el impacto que el cuerpo de Maryline se tambaleó y cayó por las pequeñas escaleras que conducían a las gradas donde estaban los tronos.
Al ser poco menos de diez escalones la caída no fue grave, pero la verdad era que había que temer más del rey que de un simple resbalón. Aquel hombre, totalmente embravecido comenzó a gritar mientras lentamente iba bajando las gradas para llegar al lugar donde se encontraba tirada su esposa.
—¡¿Quién te crees que eres tú, maldita furcia?! —un escalón. —¿Crees que, precisamente tú, puedes darte el lujo de reclamar absolutamente nada? —dos escalones. —Eres una mujer —el tercero. —Y las mujeres tienen solamente tres funciones —uno más. —Complacer a su marido en la cama, engendrar hijos y criarlos —bajó los tres últimos y posteriormente habló. —Sin embargo, tú no puedes cumplir con ninguna de las tres.
En el suelo, Maryline se retorcía del dolor en las costillas. Su perfecto peinado se había convertido en un auténtico desastre, su vestido, antes pulido y lustroso se encontraba estrujado y la pequeña corona que había adornado su cabeza desde el día que se casó con Christoph había caído en alguna parte del salón. Pero nada de eso parecía importar cuando lo veía acercarse a ella cual bestia que acecha a su presa.
Mary se había dado cuenta del error que había cometido, pero era demasiado tarde para enmendarlo y lo único que podía hacer era rezar para que, al menos, no fuera demasiado doloroso. Arrastrándose hacia atrás, ella intentaba huir del monstruo de su marido, pero este rápidamente la alcanzó y comenzó su martirio.
Una patada tras otra, un golpe tras otro, uno, seis, diez puñetazos. No había nada que lo detuviera, ni los gritos de su esposa, ni los ruegos y lágrimas de su hija. Nadie podía intentar intervenir o aquel lujoso salón donde se celebraban las más distinguidas fiestas de la casa real terminaría convirtiéndose en un río de sangre.
No es posible afirmar con certeza cuándo se detuvo. El cuerpo de Mary ya no reaccionaba ante el dolor y la mente de Blanca no dejaba de repetir la escena una y otra vez.
Aquel momento la había marcado para siempre. Su blando y puro corazón había recibido su primera gran grieta y con ella comenzó a romperse también el marco perfecto que una vez te dibujaron.
“Porque sí, ella era una buena chica, pero el corazón de nuestra querida Blancanieves no era todo luz, también había oscuridad y allí, el odio y la bondad caminaban de la mano.”
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