Capítulo II.

Capítulo II: Siete monedas.

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Los primeros gránulos de nieve comenzaron a caer alrededor de las tres y treinta de la madrugada, marcando así el inicio de lo que sería la época del año más difícil para Blanca.

Aquella noche ella no durmió, permaneció ahí, sentada junto a la gigantesca ventana de dos metros viendo caer pedazos de granizo mientras los árboles y el suelo se iban tiñendo de blanco. Se quedó pensando, pensando en todo y a la vez en nada.

Se preguntaba si el invierno era siempre tan frío como parecía, así, tan carente de vida y de naturaleza, simplemente muerto, apagado. En su mente ponía en duda si se perdía de mucho mientras estaba encerrada en su habitación, si, acaso, había tantas cosas que vivir y conocer detrás de aquellas cuatro paredes que parecían oprimirla.

—¿Te oprime la habitación? —uno de ellos habló con sorna.

—¡Pero si nos tienes a nosotros! —el siguiente se expresó con indignación.

—¿Acaso no somos suficiente? —cuestionó su compañero con sarcasmo y soberbia.

—Ustedes no sé, pero yo soy más que suficiente para lady Blanca —añadió otro mientras se miraba al espejo.

—Eres tan molesto, ojalá desaparezcas —el quinto de ellos lo miró con odio y rodó los ojos.

—¡Cálmense ya! Blanca debe centrarse en cosas más importantes que las discusiones de ustedes.

A pesar de todo, ella no estaba completamente sola. Los tenía a ellos, sus siete enanitos que a pesar de no ser la mejor de las compañías, eran la única que ella tenía. Devilry fue el primero en hablar, seguido por Rager, Priden, Selflov, Hatery, Greed y Dudie, quien nunca dijo una sola palabra.

Recordaba claramente el día que los había conocido. No creía posible que hubiese existido un momento mejor para que ellos aparecieran en su vida y mientras de fondo los escuchaba discutir, su mente la llevó devuelta a ese instante donde las cosas cambiaron para siempre.

El año 1730 estaba finalizando, ya el mes de diciembre había anunciado su llegada y otra vez Blanca tenía que mantenerse aislada en una gigantesca habitación vacía.

“No comprendo a padre, establece reglas totalmente ridículas”, pensaba en voz alta mirando a los hijos de los criados hacer muñecos de nieve en el jardín.

La primera vez que pasó el invierno en su alcoba fue cuando estaba a punto de cumplir cuatro años. Al principio no le disgustó la idea, podía hacer y deshacer tanto como quisiera siempre que lograra dejarlo todo en perfecto estado antes de que las doncellas entraran a asearla. Era feliz en la soledad.

Sin embargo, el año siguiente no fue así y el otro tampoco. Las muñecas ya no eran entretenimiento suficiente, ni tampoco las acuarelas o cualquier otro medio que pudiera llegar a tener a su alcance. Blanca a los cinco años, casi seis, conocía muy bien la soledad y ya no le hacía feliz, ahora le aterraba.

Lloraba por las noches abrazada a una almohada, con miedo a los fantasmas, a los demonios y espectros, y a los monstruos que habitaban bajo su cama. Soñaba con que su madre se acostara a su lado y acariciándole el cabello le dijera: “está bien, todo está bien, no hay nada bajo tu cama, yo estoy contigo”.

Sin embargo, eso nunca pasó y nunca pasaría porque su madre estaba muerta y a su corta edad, ella lo tenía muy presente.

Una de esas noches frías, escuchó que una voz le habló:

—Ya nunca más estarás sola, Blanca.

—Nosotros te haremos compañía —dijo otra en susurros.

—Seremos tu familia.

—La mejor de las familias —casi podía escuchar sus reconfortantes sonrisas.

—Seremos tu apoyo.

—Y tu soporte.

—Nosotros somos tus amigos, pequeña Blancanieves —esa última voz, sumamente dulce y cariñosa, le inspiraba confianza, era la voz de Dudie.

—¿Quiénes son ustedes? —cuestionó con timidez la niña, —¿Por qué no puedo verlos?

—Nosotros somos los siete enanitos —respondió la misma voz. —Estamos aquí, pero no puedes vernos porque debemos protegernos de los habitantes del palacio, tenemos que permanecer escondidos. ¿Nos guardas el secreto?

—Claro —sonrió y habló con ellos largo y tendido el resto de ese invierno y los que le siguieron.

Al principio, el hecho de sentir otras presencias en su habitación -ajenas a la suya- le provocó algo de temor, pero al escucharlos se sintió reconfortada, se sintió feliz. Su corazón se hinchó de diferentes emociones y, por suerte, ninguna de ellas era el miedo a estar desamparada.

De esa manera pasaron los años. Tenía la sensación de estar envuelta en un inmenso manto de melancolía, pero refugiada en el calor que desprendía la existencia de aquellos hombrecitos. Y es que, a veces, no es necesaria una presencia física al costado para evitar la soledad porque para las personas como ella, los recuerdos y emociones que habitan en el corazón y en la mente, son compañía suficiente.

—Siempre estaremos contigo, pequeña Blancanieves, no olvides que, aunque esos seis chicos siempre estén discutiendo, nosotros te queremos mucho.

La voz de Dudie inundó una vez más su habitación. Su tono maternal y comprensivo siempre parecía calmarla y hacerla sentir mejor. Era, como si recogiera con su pequeña mano todos los temores que constantemente asaltaban la mente de Blanca y los tomara para sí mismo con el objetivo de librarla de las penas y el dolor.

Definitivamente Dudie era el mejor de los enanitos. Siempre se mantenía pasivo, tranquilo, fuerte ante las dificultades y era sumamente inteligente y sabio. Él era alguien en quien Blanca podía apoyarse sin lugar a dudas y es por eso, que, para ella, tenía una valía incomparable.

De la mano de los copos de nieve el invierno iba avanzando. Cada vez era necesario vestirse con mayor resguardo bajo capas y capas de tela para evitar morir abrazado por el frio londinense. Sin embargo, Blanca se negaba a renunciar a sus costumbres de aislamiento, por lo que envuelta en un gabán de piel se paraba cada mañana en el balcón de su habitación a recibir algo de la luz matutina mientras se comía una manzana.

Sus doncellas, se habían hartado hace años ya, de intentar suprimir aquella extraña costumbre que la princesa de cabello negro ejecutaba únicamente en invierno. Les preocupaba que el frío pudiera enfermarla, o que el ligero sol, que de vez en cuando salía, pudiera manchar su pálida y tersa piel de porcelana, pero Blanca no escuchaba motivos ni razones, porque ella tenía las suyas propias para dejarse acoger por la nieve y la frialdad. Ya le habían arrebatado demasiadas cosas como para quitarle eso también.

Por muy extraño que sonara a ella no le gustaba huir de los efectos del medio ambiente, pues se sentía en plena sintonía con él. No era de esas personas que se esconden de la lluvia o la luz del sol como si dichos fenómenos pudieran herir o lastimar. Según la joven, no había que temer de la naturaleza, pues ella resultaba inofensiva; a quien realmente hay que temerle es a los seres humanos y a diario nos vemos rodeados de ellos.

De cualquier manera, Blanca no solía pasar demasiado tiempo ahí fuera. Una vez la manzana había sido devorada, su cuerpo giraba con suavidad adentrándose nuevamente a su elegante dormitorio, para, seguidamente, cerrar las puertas del palco y volver a sumirse en el aislamiento al que había sido recluida.

Solía aprovechar aquellos meses en puro crecimiento personal. Más que todo desde el punto de vista intelectual. Esto debido a que, a pesar de los años, para la princesa von Erthal era una necesidad conseguir la aprobación de su padre y consideraba que, debido a lo difícil que era dicho propósito, ella debía ofrecer siempre su 200% para poder demostrarle al rey que dejará el trono en buenas manos cuando le llegue el momento de descansar en paz.

Desde que tenía uso de razón, Blanca había leído enciclopedias más grandes que su propia cabeza y prácticamente obligado a su cerebro a retener toda la información que dichos libros guardaban.

Muchos dirían que era una aventajada, una verdadera genio debido a su capacidad, pero ella, domada por la dulce humildad que le caracterizaba, no lo pensaba así. Durante aquellos meses repetía las primeras enciclopedias leídas para asegurarse que el conocimiento seguía ahí y para que, lo que hubiera sido olvidado, volviera a su mente con el fin de que ella pudiera emplearlo años más tarde.

Recordaba el trabajo que sus institutrices habían pasado en los primeros años para conseguir mantenerla quieta en una silla recibiendo lecciones. Todos los que la conocieron por aquellos tiempos coincidían en que era una niña muy despierta, sus educadoras no sabían qué era peor, si conseguir captar su atención o tener que responder todas las preguntas que hacía una vez lo habían logrado.

Más de una se había acercado a la oficina del rey con una clara expresión de frustración y fastidio en su rostro para dejar una carta de renuncia en su buró, al no sentirse capaces de seguir aguantando a la joven princesa.

Es una lástima que ninguna de ellas supiera que por cada carta que el monarca recibía, las represalias que este tomaba para con su hija aumentaban varios niveles de rigor.

Aun así, hubo un momento en que Blanca terminó hallándole el gusto a la lectura en todas sus formas. Terminó descubriendo que las matemáticas le aportaban agilidad mental y la capacidad de determinar todas las variantes posibles ante un problema.

La filosofía, le enseñaba un poco sobre cómo mantener una conversación inteligente con cualquier persona que se le parara en frente, además de aportarle conocimientos sobre el funcionamiento de la mente humana.

La historia le había dado lecciones de vida, había sido capaz de detectar los errores de sus antepasados para no cometerlos ella durante su reinado.

La biología, a pesar de estar recién comenzando por aquella época, provocó que la pequeña Blanca adoptara un gran cariño por la naturaleza, llegando incluso a sentirse conectada con ella.

La astrología le había desarrollado el poder de la imaginación, algo que, aunque muchos consideren inservible, resultaba de gran utilidad para su sentido de la creatividad.

Entonces, suponía que sí. Después de todo, las tardes de estudio y lectura, le serían de gran utilidad una vez ascendiera al trono. Su padre estaría orgulloso de ella, y su pueblo, además de las tierras vecinas, se darían cuenta de que Inglaterra tenía a la mejor reina que alguna vez pudo haber existido.

—Todos confiamos en ti, bella Blancanieves —susurró Dudie.

—Serás una gran monarca y nosotros estaremos más que orgullosos de ti —habló esta vez Priden.

—Yo creo que ella luce bastante confiada —musitó Devilry en un tono indescifrable —solo miren la sonrisa soñadora que ilumina su rostro.

—Ustedes me dan esa confianza chicos, no sé qué haría si no los tuviera.

Realmente así se sentía. Los siete enanitos estuvieron para ella en sus peores momentos, la reconfortaron con sus palabras y su presencia a pesar de que a la joven no le fuera posible observarlos y le sacaron sonrisas aun cuando por sus mejillas corrían lágrimas gruesas producto de su dolor.

—Probablemente morirías si no nos tuvieras aquí contigo —el característico tono desinteresado de Selflov se hizo presente en el lugar.

—Con o sin nosotros puedes llegar lejos, pequeña —pudo escuchar la voz dulce de Greed. —Solo no olvides nunca que tus sueños y aspiraciones valen cualquier tipo de sacrificio.

Rager y Hatery se mantuvieron callados. Ellos no eran de hablar mucho, ni de expresarse en exceso sin embargo estaban ahí, apoyando a Blanca, tal y como lo hacían sus compañeros.

La joven de cachetes rosados, conocía muy bien a sus pequeños amigos. Ellos eran como uno solo y aunque discutieran a menudo, solían tomar las decisiones importantes en conjunto y estar de acuerdo en la gran mayoría de las cosas. Blanca los adoraba y esperaba tener la oportunidad de devolverles algún día todo lo que estaban haciendo por ella.

Para garantizarlo, procuraba tener siempre presentes sus consejos y comentarios ya que, por lo general, cada uno solía tener un momento donde su sabiduría era más notable de lo que solía ser normalmente –aunque sin llegar nunca al nivel de Dudie, por supuesto-. Aquel día había sido el turno de Greed y algo le decía que tarde o temprano las palabras dichas por él serían cruciales en su vida.

Sin embargo, por ahora, Blanca había tomado una decisión. Lograría ascender al trono como principal monarca de Inglaterra, sería mejor reina que su padre, además de que mejoraría la vida de los habitantes de su país y estaba dispuesta a hacer cualquier tipo de sacrificio para conseguirlo.

“La puerta del éxito suele ser sumamente pequeña, y a veces, para lograr cruzarla es necesario arrastrarse”.

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