Capítulo I.
Capítulo I: El inicio del fin.
————————————————————————
Cuando era pequeña y me contaban hermosas historias para dormir, me decían que un buen cuento siempre debe comenzar con un “érase una vez”.
Me gustaba creer aquello, quería que un día fuera mi historia la que comenzaran narrando de esa manera y probablemente todo eso hubiera sucedido si viviéramos en un mundo perfecto. Tal vez, si los deseos de todas las personas se cumplieran no frotaríamos cada lámpara que encontremos a la espera de que un genio nos haga las cosas más sencillas.
Es una lástima que no sea así, no vivimos en el mundo ideal y a veces, las mejores historias comienzan de manera diferente.
Corría el año 1725 en Inglaterra, era invierno y la nieve estaba comenzando a cubrirlo todo a su paso. Los árboles que crecían alrededor del castillo de los reyes von Erthal estaban secos, habían perdido todo rastro de vida durante el otoño. Sin embargo, juntos ofrecían un gran espectáculo al lucir blancos desde la copa hasta la raíz, haciendo resaltar los tonos color cobre de la fachada de la gran edificación.
Aquel castillo tenía un aspecto intimidante. Su altura era tanta que, desde el suelo, era casi imposible observar la punta más elevada y eran pocas las aves que se atrevían a anidar a tantos metros de tierra firme. Rodeado de gigantescas torres que protegían la zona central de aquel palacio se encontraba el área donde la familia real hacía su vida cotidiana, porque sí, en aquel lugar tan frío y tosco era donde vivían muchas personas y pronto sería el hogar de una más.
Aquella mañana el castillo se encontraba inmerso en un gran alboroto. Todos estaban emocionados y a su vez, nerviosos. Las damas, intentando mantener la compostura, alisaban arrugas inexistentes en sus largas faldas de seda; y los hombres, mordían sus nudillos tratando de no perder seriedad. Sin embargo, Christoph von Erthal, el rey, obviaba completamente el peso de la corona sobre su cabeza y caminaba de un lado a otro, como si de esa manera el tiempo fuera a pasar más rápido.
Mientras, allá en los aposentos reales una joven reina daba a luz a una pequeña, fruto del gran amor que ella y su esposo se tenían. Aquella mujer sudaba, temblaba, lloraba y rogaba por que el dolor se detuviera. Ella no tenía a nadie a su lado para darle la mano, no tenía a nadie que le dijera que todo estaría bien, tal vez, si alguien hubiera estado ahí, esta historia sería diferente.
Frente suyo se encontraba una vieja partera, demasiado centrada en sus cosas como para darse cuenta de que sería testigo del comienzo de una vida y del fin de otra. Un llanto inundó la estancia y la anciana, con una ligera sonrisa, acercó la recién nacida al pecho de su madre, esperando que el calor de este hiciera callar a la niña, pero eso nunca pasó. La pequeña no recibía el calor materno porque cada segundo que pasaba el cuerpo de aquella mujer se volvía más y más frío.
—¡Reina! ¿Señora mía que le sucede? —cuestionó, presa de la desesperación y la culpa por no haber actuado antes
—Ella será… ella…todo lo va a… a cambiar —dijo entre balbuceos casi imposibles de entender con las últimas fuerzas que tenía mientras una lágrima corría por su mejilla.
—Señora, por favor, no hable.
Gritos de ayuda por parte de la partera inundaron aquella ala del castillo, pero todos, incluso ella sabía que era en vano. Tomó a la pequeña que no dejaba de llorar mientras médicos, guardias y parte de la familia llenaron el lugar en cuestión de segundos, pero era demasiado tarde, la reina había fallecido.
El rey miró a su hija apretada contra el pecho de la comadrona y la tomó entre sus brazos duramente. Aunque parecía que aquella niña no podía gritar más fuerte, lo hizo, como si ella pudiera sentir el daño de las palabras de su padre que, cegado por la furia y el dolor miró con asco y repudio a esa parte de él que no tenía la culpa de nada.
—Te llamarás Blanca, blanca como la luz que tu madre siguió al morir, blanca como su piel, blanca como la nieve que todo lo cubre y todo destruye.
Prácticamente la lanzó a manos de la partera para luego marcharse de la estancia dando un portazo, no sin antes dirigirle una última mirada a la recién nacida y pensar que lo mejor hubiera sido que muriera ella.
Años después, el rey se casó otra vez. Su nueva esposa era la envidia de todas las mujeres debido a su belleza, elegancia y poder; sin embargo, Maryline era alguien muy dulce, bondadosa, admirable y amaba a Blanca como si fuera su hija de sangre. Ella daba todo por su hijastra, la protegía, la cuidaba y aconsejaba, le daba todo el cariño que su padre nunca le dio y su madre no le alcanzó a dar.
Con el paso del tiempo, Blanca von Erthal creció y se fue convirtiendo en una joven de muy buen ver. Desde niña era considerada tremendamente adorable, pero con el estirón de la pubertad su cuerpo y rostro cambiaron, dando paso a la muchacha más hermosa que una vez habitó la tierra.
Su piel era tan pálida que nada más verla, las personas pensaban que su nombre era perfecto para ella, resultaba encantadora y contrastaba con el negro intenso de su largo cabello. Poseía un cuerpo curvilíneo y llamativo, digno de retratar en una escultura de porcelana. Sus ojos, oscuros como la noche tenían un brillo intenso y sus pequeños y carnosos labios color carmín le daban un aire de sensualidad mágico que rápidamente podía ser sustituido por ternura debido al sonrojo natural de sus mejillas.
El rey Christoph era un hombre rudo, se podría decir que hasta cruel, pero nadie se atrevería a negar su inteligencia. Él era consciente de la gran belleza que poseía su hija y sabía exactamente cómo beneficiarse de ella.
—¿Matrimonio? No pienso casarme con nadie aún, padre —susurró leve pero audible.
—Chris, cariño, piénsalo un poco, Blanca tiene sólo 17 años —intervino Mary en su defensa.
—¡Cállate mujer! —rugió el rey. —Las decisiones en esta casa las tomo yo y Blanca se va a casar cuando yo quiera y con quién yo quiera.
Los gritos se escuchaban por todo el lugar, las paredes parecían temblar y los criados del palacio se estremecían de solo pensar en lo que estaba sucediendo detrás de las inmensas puertas del comedor.
Todos los que tenían contacto directo con el monarca le temían, temían de sus arranques de ira, de sus golpizas y gritos, temían de sus órdenes y demandas; si su respiración se agitaba sólo un poco, ellos ya estaban temblando de miedo.
La reina y Blanca no eran la excepción, las peores consecuencias las sufrían, y las sufrirían siempre ellas dos. Durante años había sido así y no podían hacer nada para cambiar las cosas a estas alturas, aquella era su realidad y por muy injusto que fuera, ellas ya habían aprendido a aceptarla.
—Como usted ordene, padre.
—Y no olvides que el invierno comienza mañana —él la miró seriamente y la señaló con su dedo índice. —No quiero verte merodeando por los pasillos.
Desde que tenía uso de razón, a Blanca le había sido prohibido terminantemente salir de su habitación en invierno. Según su padre, ella no tenía derecho a ser libre en aquella época del año y debía pasar todos y cada uno de sus cumpleaños encerrada entre esas cuatro paredes viendo la nieve caer por la ventana, completamente sola.
Los criados solo podían pasar a dejarle sus comidas y ayudarla a asearse y no debían demorar demasiado o podían terminar peor que ella. Así que, aquella noche, Blanca disfrutó de la compañía de sus doncellas y madrastra, ya que pasaría los siguientes tres meses en completa soledad.
Acostada en la tina, dejaba que la mimaran y acicalaran mientras hablaba con aquellas chicas que eran, lo más cercano que tenía a la amistad. Intentaba por todos los medios no pensar en lo sucedido horas antes con su padre, ese hombre que nunca le había dado ni un poco de cariño y que, aun así, ella seguía queriendo, se empeñaba en arruinarle la vida de una forma u otra.
Ella no tenía la culpa de la muerte de su madre, no tenía la culpa de haber nacido. Comprendía su dolor, en serio lo hacía porque según lo que los antiguos criados le han contado, su madre era una gran mujer y esposa, por lo que Blanca podía entender el sufrimiento del rey, pero ¿por qué debía pagar ella? Y, en todo caso, ¿por qué para pagar se tenía que casar?
—¿Alteza? —una de las doncellas llamó su atención.
—¿Si?
—Hablábamos con usted, pero parecía estar en otro mundo. ¿Se encuentra bien?
—Si, sólo —sacudió la cabeza levemente y les dio una sonrisa tranquilizadora. —Pensaba en la discusión de hoy con mi padre, supongo que el rumor ya se esparció ¿no?
Las muchachas sonrieron con timidez, bajando la cabeza para ocultar su sonrojo. Blanca dejó escapar una carcajada sutil y delicada, para nada escandalosa y digna de una verdadera dama.
—No se preocupen, chicas, todo está bien. No quiero casarme y mucho menos con un desconocido. Yo quiero casarme con alguien que me ame y a quién yo ame ¿acaso es eso demasiado difícil?
—Alteza, no llore, por favor —dijo una de ellas con lástima al ver una lágrima correr por su mejilla. —Usted, tarde o temprano logrará tener su final feliz, ya lo verá.
—¿Cómo estás tan segura? —cuestionó la princesa de pelo negro.
—Porque usted es una gran mujer y una gran persona, incluso, me atrevería a decir que usted sería mejor monarca que su padre.
—Es idéntica a su madre, alteza, usted es buena, es sencilla y siempre ayuda a los demás —otra de las doncellas habló.
—Las personas como usted, siempre consiguen su final feliz —concluyó la que en ese momento frotaba su espalda con delicadeza.
—¿De verdad lo creen?
—¡Por supuesto, su alteza! —corearon las cuatro antes de dejar hablar a la mayor de ellas.
—Y será más pronto que tarde, se lo prometo.
La joven de mejillas rosadas sonrió, una sonrisa triste debido a todo lo que había sufrido, pero con un deje de esperanza en sus ojos. Ella de verdad quería creer en un final feliz, quería encontrar el amor, la amistad, quería recibir la aprobación de su padre y de su pueblo y las palabras de sus doncellas le habían levantado el ánimo lo suficiente para confiar en lo que sea que le tuviera deparado el destino.
“En la vida, a veces se sufre, a veces se llora, pero si viviste de la manera correcta, al final se muere con una sonrisa en la boca”.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top