Capítulo 8: Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, el coronel
—Tenga cuidado, doctora. El suelo aquí puede estar algo resbaloso —advirtió Jacobo Santodomingo, ofreciéndole la mano a Claire para que descendiera desde una pequeña colina hecha de nieve a un charco congelado y transparente.
—Gracias, coronel —dijo, tomando la mano del hombre y descendiendo al agua congelada.
Había cubierto su cuerpo con un abrigo largo de cuero sintético gris con textura de felpa interior; su cabeza con un gorro que cubría hasta sus orejas y sus manos con unos guantes. También llevaba un paraguas que la cubría contra la lluvia y la nieve. Estaba preparada para el frío inclemente, pero había olvidado por completo cambiar su calzado. Al no estar acostumbrada a los inviernos tan fuertes, pecó por ignorancia. Era difícil moverse en tacones por aquel terreno. El coronel tenía su calzado elegante, pero ello no lo impedía caminar con destreza entre la naturaleza. Claire supuso que se debía a su entrenamiento militar.
—Nunca me ha gustado el frío. Es muy molesto. Ahora comprendo porque las condiciones climáticas vencieron a Napoleón Bonaparte en su campaña rusa. Verá, doctora, me crié en una ciudad con un clima bendecido por Dios. La Ciudad de la Eterna Primavera, le suelen decir.
—Bonito apodo —aseguró Claire, más concentrada en no caerse y terminar con un hueso roto que en las palabras de Jacobo.
—La veo algo atareada con esta caminata... Déjeme ayudarla —dijo el coronel, bajando su paraguas, y en un segundo rápido estuvo junto a Claire y la alzó como a una recién casada, ayudado por sus grandes bíceps.
—¡Coronel! —exclamó ya en los brazos del hombre —. No sé si esto esté bien...
—Le aseguro que está mucho mejor que quedarme de brazos cruzados mientras corre el riesgo de caerse. Ya me dijo a donde nos dirigimos, no nos extraviaremos, además tengo un excelente sentido de la ubicación.
—No es por eso, coronel.
—¿Entonces por qué?
—No quiero que se esfuerce y no sé si...
—¿Esforzarme? Ayudar a una dama nunca será esforzarme. Y si le preocupa su peso de pluma, he cargado cosas mucho más pesadas. Varios de mis amigos han muerto en la guerra. Hubo un enfrentamiento en el que tuve que cargar tres cadáveres de vuelta a la base. La guerra no es un juego, doctora Davenport, tiene suerte de no haberla vivido nunca. Sé que su país jamás ha librado guerras en su territorio.
—Tiene usted cierta razón. Quizá no guerras modernas dentro del territorio, pero sí entre los colonizadores y los aborígenes, y también hemos apoyado a varios países en guerras ajenas.
—Típico de los países alejados de Europa, ¿verdad?
—¿A qué se refiere, coronel?
—Luchar en guerras ajenas para apoyar a países que consideramos como madre patria.
—Nunca escuché que Colombia participara en alguna guerra en territorio europeo...
—Lo hicimos, doctora, pero debido a nuestras limitaciones y propias guerras civiles solo pudimos ayudar con unos cuantos soldados y un buque que no tardó en hundirse... Creo que hemos llegado.
El coronel descendió sus brazos con cuidado y dejó a Claire en el suelo cubierto de nieve junto a una gran estatua de otro Dios griego. El hotel estaba lleno de esas, inclusive ahí afuera junto al lago y muy cerca del bosque.
—Me dan curiosidad esas estatuas, coronel Santodomingo.
—Y a mí me da curiosidad saber por qué me trajo aquí, doctora Davenport.
—No hay motivo alguno —aseguró Claire, mintiendo y aproximándose hacia la estatua del dios griego para tocarla. Estaba helada y cubierta por nieve en ciertos lugares, además, tenía un gran escudo, una lanza y un casco de guerra.
—Doctora, no debe mentirme. Ha interrogado a los huéspedes en lugares diferentes. No sé en cuáles, pero nunca se dirigió hacia el mismo lugar. Y debo decirle que yo también he interrogado a prisioneros de guerra y a otros más inocentes. Los ejércitos suelen utilizar el quiebre mental, alejando al interrogado de todo lo que considera familiar para que no lo soporte y confiese. Sin embargo, usted es más razonable, menos violenta y más académica, así que debe utilizar el método totalmente contrario, ser lo más familiar posible con el interrogado y hacerlo sentir cómodo para que la perciba como una amiga y le cuente todo.
Claire asintió, esbozando una sonrisa casi imperceptible y ocultándola al bajar la cabeza para ver el pasaporte de Jacobo Santodomingo. Era sencillo y de color rojo, tenía un escudo ostentoso y bajo este se leía "República De Colombia". El coronel había visitado la mayoría de países de Sur América, incluidos Brasil, Ecuador, Perú, Venezuela, Bolivia, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, además de México y Estados Unidos, pero era su primera vez en Europa.
—Veo que es inteligente —dijo. El coronel negó y extendió su mano para que Claire la tomara y ella cedió con algo de desconfianza.
—No soy inteligente en absoluto. Fui entrenado para prestar atención en los detalles. Allí donde nadie ve nada, yo lo veo todo. —El coronel se movió unos cuantos pasos e hizo avanzar a Claire al halarle la mano con delicadeza. —Observe allá —dijo, tomando el mentón de la psiquiatra y dirigiendo así su cabeza hacía las ventanas del hotel —. Desde aquí se pueden ver la mayoría de habitaciones del segundo piso. En esa habitación de ahí usted se hospeda con su esposo, en la del lado está hospedado Tadashi Kurida... luego está Lars Schlüter... después estoy yo y por último la monja... No logro recordar su nombre
—Sor María Paz Anaya Villareal
—Muy bien, doctora Davenport. Veo que tiene buena memoria. Pero si en verdad quiere resolver el asesinato va a necesitar mucho más que solo hacer interrogatorios a los huéspedes. Recuerde que los humanos siempre cuentan las verdades a medias, y eso si es que cuentan alguna verdad. Tiene que ir a la escena de los hechos y analizarla con cuidado y milimétricamente.
—Ya lo hice, coronel, y no encontré nada.
—Entonces no observó bien, doctora. No hay nada perfecto en este mundo terrenal, ni siquiera el crimen. El asesino debió dejar alguna pista, algo que pueda seguir.
—¿Y qué tal si usted es el asesino, coronel Santodomingo, e intenta hacerme cambiar de método porque sabe que eventualmente lo descubriré?
—Solo era una recomendación. Usted es la investigadora. Utilice el método que más crea conveniente. Pero solo le diré algo. Observe de nuevo las ventanas de las habitaciones, pero ahora al otro lado, donde se hospedaba el matrimonio Blackwood, después está la turca, Selin Akkuş, y al final la actriz. —Ambos alzaron sus miradas hacía el lugar en mención —. Quien sea que fuese el asesino debió pasar frente a la habitación de los demás, a menos que hubiesen sido la monja o la viuda, quienes estaban en las habitaciones adyacentes a la escalera y el salón del segundo piso, ¿no? —Claire asintió, sabiendo que el despacho del gerente también daba directo al salón y a las escaleras. Pero decidió no revelar aquella información tan valiosa.
— ¿Escuchó usted pasos cercanos en su habitación?
—Ninguno.
—Pero puedo jurar que escuchó el grito y el golpe, ¿me equivoco?
—No se equivoca —aseguró Claire.
—Entonces ya sabemos dos cosas: primero, el asesino debió provenir del pasillo contrario al de nuestras habitaciones, porque yo tampoco escuché pasos o bien pudo ser la monja; y segundo, quien sea que diga que no escuchó el grito y el golpe del señor Blackwood miente, por la sencilla razón de que usted, estando en la habitación más alejada, escuchó ambas cosas.
—Dudo que haya sido sor María Paz... —Claire estaba a punto de comentarle al coronel que Selin Akkuş en efecto había escuchado los pasos que él proponía mientras la señora Blackwood afirmaba no haber escuchado nada, pero recordó, en el último instante, que Emilio Jacobo Santodomingo Borrás no era su amigo, y que debía mantenerlo en una posición de probable culpable sin importar que tan atento o caritativo lo percibiese.
—No me diga, doctora Davenport. Usted es quien debe sacar las conclusiones. Creo que ya es hora de empezar con mi interrogatorio. El tiempo vuela y no es que nos sobre mucho.
—Muchas gracias por la información, coronel. Espero no sea usted el asesino. —Jacobo no respondió nada en absoluto —. Me dijo que había nacido en la ciudad de la eterna primavera, pero no me dijo el nombre.
—Medellín, nací y me crié en Medellín, Colombia. Es una ciudad verdaderamente hermosa, doctora. Alguna vez debería visitarla. Y le hablo de una belleza diferente a todo lo que he visto. Su gente, el acento de su español tan característico, su historia, sus museos. Una vez que pise el suelo de Medellín estoy seguro que sentirá como todo tiene vida, desde el pavimento más gris hasta las paredes más coloridas.
—Se escucha fantástico. Si alguna vez salimos de aquí ese será mi próximo destino vacacional. No he visitado Latinoamérica nunca.
—Espero estar en la ciudad para cuando eso suceda. Le daré un tour inolvidable que la hará olvidarse quiera o no de toda esta nieve, estos árboles oscuros y ese lago casi muerto, ¡ah! y por supuesto de todos estos europeos aburridores.
—Ojalá esta larga noche tenga un desenlace feliz, coronel.
—¿Alguna otra pregunta?
—Por supuesto, coronel. Hábleme de su familia, su estado civil, su carrera militar.
—Mi padre, un policía entregado a su labor, murió cuando yo tenía ocho años. Una guerrilla lo secuestró en un viaje que hizo fuera de la ciudad. Pidieron mucho dinero a cambio de su libración. Mi madre, que siempre fue y es una ama de casa, no pudo costear el rescate y terminaron por descuartizarlo, enviando dedo por dedo, y hueso por hueso a nuestra residencia ante la imposibilidad que tuvimos para pagar. Al final terminaron por enviarnos la cabeza y la historia terminó. Eso me llevó a convertirme en militar y a dejar en ello alma y corazón.
>>Mi estado civil... Bueno, no estoy casado, pero vaya que sí he amado con desenfreno. Las mujeres colombianas son las más bellas que haya visto jamás. Entienda que no quiero desprestigiarla, doctora Davenport, usted también es extremadamente hermosa.
—No me desprestigia de ninguna forma, coronel, no se preocupe.
—El amor de mi vida era de otra ciudad, de Barranquilla para ser exacto, un lugar más caluroso y más cercano al mar Caribe. Nos conocimos cuando mi pelotón se detuvo unos días en esa ciudad. Ambos nos amamos con locura, pero yo no pasaba más de dos meses en el mismo lugar y ella no estaba dispuesta a seguirme por todo el país, y no la culpo, jamás lo hice. La vida militar es verdaderamente dura. Años después me enteré que se había casado con un terrateniente. No me extrañó en absoluto. Su belleza era codiciada por muchos... Espero esté bien.
—Lamento escuchar eso...
—No lo lamente, debería alegrarse, todavía soy soltero, doctora Davenport, y veo que su matrimonio no va por buen camino. Siempre es bueno tener una segunda opción en caso de que la primera falle.
Claire no pudo evitar sonreír de oreja a oreja ante el coqueteo para nada sutil del coronel Jacobo Santodomingo, pero no tardó en retomar la compostura y continuar con las preguntas.
—¿Qué hace en Suiza, coronel Santodomingo?
—Por medio de una carta el general del ejército colombiano me indicó que debía venir para discutir la donación que otro gobierno, al cual debo mantener en secreto, haría de una gran cantidad de armamento.
—¿Y ha visto usted a los representantes de aquel misterioso gobierno o de casualidad los verá mañana?
—Los veré mañana.
—Interesante... Aquí va la última pregunta coronel. ¿Conocía usted al señor Blackwood o a alguno de los huéspedes con anterioridad?
—Debo negar esa pregunta. Quisiera darle más información, pero no había visto jamás a ninguna de las personas que me rodean esta noche.
—¿Está usted seguro, coronel? El Señor Mundo aseguró que todos conocían al señor Blackwood, aunque comprendería si me dice que no. Como usted y Amelia Wilde lo dijeron "todos mentimos".
—He estado pensando toda la noche en el señor Blackwood y también intentando dar con la identidad del Señor Mundo, pero no he logrado llegar a ningún lugar. Curioso nombre, por cierto... Señor Mundo. ¿Tendrá algo que ver con todas estas nacionalidades tan diversas aquí reunidas? Es la única explicación que le encuentro. También hay otro asunto al que no le puedo encontrar explicación, y creo que usted me podía ayudar con eso, doctora Davenport.
—Si puedo, créame que no dudaré en ayudarlo, coronel. Usted me ha ayudado bastante.
—¿Por qué me citó en el bosque?
—Fue la locación más similar que encontré a las selvas suramericanas.
—Buen intento, pero esto jamás se parecerá a Sur América por más que lo intente. Vea toda esa nieve que hay frente a las paredes y ventanas del primer piso, lo único comparable en mi país serían las hermosas flores enredaderas.
—Bueno, el que no lo intenta no lo lográ —suspiró Claire.
—Su gallardía e interés por esto me agradan de sobre manera, doctora Davenport, pero me agradan más mis secretos en pocas bocas y no esparcidos por todo el mundo. Porque me parece que su estrategia de llevarme a un lugar familiar no funcionó, seré completamente sincero. Le mentí.... Sí conocí al señor Blackwood, aunque nunca en persona. Hablamos por teléfono bastantes veces. Al ver el cadáver esta noche pensé que era otro pobre diablo asesinado, pero cuando escuché a alguien mencionar su apellido todo vino a mi mente con la rapidez de un maldito rayo. Mi gobierno no me permite contarle nada, así que espero esto no salga de su boca.
Selvas De Putumayo, Colombia - Antes
La noche estaba tranquila, a excepción de alguno que otro animal que decidía alborotar las hojas anchas y largas de las plantas o surcar los cielos llenos de estrellas. Jacobo no podía dormir. Nunca había podido descansar en paz cuando estaba en medio de una misión. Para él era imposible controlar la ansiedad sobre el futuro y el constante recuerdo de que su vida pendía de un hilo. Los grupos insurgentes siempre podían estar al asecho, emboscarlo y en un abrir y cerrar de ojos matarlo con un balazo de fusil en la cabeza o en el corazón.
Tenía claro lo que debía hacer y no dudaba de ello en lo absoluto. La llamada del señor Henry Preston Blackwood al general del ejército colombiano llegó intempestiva aquella mañana, tanto como la bala que siempre esperaba que lo matase. Había estado muy presente en las reuniones con el general y el señor Blackwood para saber lo que debía ser llevado a cabo.
Entre las selvas del departamento colombiano de Putumayo, comprendidas en el gran bosque tropical del Amazonas, habitaba un pueblo indígena conocido como los uitoto, pero con tan mala suerte que su resguardo se asentaba sobre tanto petróleo como para mantener a Estados Unidos y la Unión Europea por una década. El señor Henry Preston Blackwood había puesto su radar ahí, o más precisamente lo había puesto su empresa petrolera Black Oil. Bastó un giro bancario contundente a algunos gobernantes y el ejército dio luz verde al pelotón del teniente Emilio Jacobo Santodomingo Borrás para que penetrara en territorio uitoto y enviara a los indígenas a volar, bajo la excusa de una misión militar contra una de las guerrillas del país.
En un principio el teniente dudó en si debía aceptar la misión o no, pero cuando hizo saber sus dudas al general y al señor Blackwood, no le quedó otra opción. Los dos hombres le dieron a elegir entre su renuncia al ejército y la pérdida de su ardua carrera militar que tantos años le había costado o aceptar la misión con una gran recompensa monetaria y un ascenso a coronel.
Su respuesta había sido aceptar la misión y por ello ahora se encontraba en medio de la selva nocturna. Trataba de convencerse así mismo de que su falta de bondad había sido por una causa más noble, por vengar a su padre y luchar contra las guerrillas hasta el cansancio, pero siempre terminaba con una misma conclusión. Lo que estaba a punto de hacer era detestable e imperdonable y nada lo valía, pero ello jamás lo hizo dudar, era su deber y tenía que ser llevado a cabo.
El radio de su bolsillo habló, indicando que era momento de iniciar las operaciones. Se puso en pie y en silencio despertó a ciertos hombres que se encargaron de hacer lo mismo con el resto del pelotón. Eran diez hombres en total, y todos conocían lo que se iba a llevar a cabo. El teniente envió al equipo de avanzada a analizar el terreno y no tardaron en regresar. El resguardo uitoto estaba justo en frente.
Emilio Jacobo Santodomingo Borrás le indicó a su pelotón que tomara posición y así lo hicieron. Antes de dar la orden de iniciar observó su uniforme. No era el del ejército que por muchos años había portado con orgullo, era el uniforme de una guerrilla, a las que siempre había combatido. Aquello ayudaría a pensar que el ejército era inocente, sumado a que, luego de que los uitoto huyeran, pudiese arribar el verdadero ejército a salvar el día y más tarde Black Oil hiciera lo mismo, pero con una promesa de desarrollo y protección para los indígenas a cambio de todo el petróleo del suelo amazónico.
A su señal el pelotón abrió fuego a lo que tenía adelante sin piedad y sin la más mínima duda. La noche silenciosa se tornó escandalosa. Las aves salieron sin pensarlo de los árboles y los mamíferos se alejaron corriendo. Varios gritos humanos se escucharon cerca. Jacobo sabía que pertenecían a los indígenas. Tomó su fusil desgastado y apuntó al resguardo. No pensaba matar a nadie, pero tenían que hacer ver la operación como llevada a cabo por una guerrilla. No podían demostrar debilidad o piedad.
De un tiro voló el brazo de un hombre uitoto que corría a auxiliar a uno de sus compañeros y con otro más hirió el oído de una mujer embarazada. El resto de la noche transcurrió entre alaridos, plomo, lágrimas, huidas, amenazas y maldiciones. Para cuando el sol alumbró con pereza todo había terminado.
Jacobo caminó por entre lo que quedaba del resguardo. Había cuerpos asesinados por balas y montones de utensilios y pertenencias que los afortunados que habían logrado escapar habían olvidado en su apremio. Perecía un campo de guerra en medio de la inmensa naturaleza del Amazonas que en algunos meses sería talado y reemplazado por un pozo petrolero.
El coronel respiró con tranquilidad. Había cumplido con su detestable deber y en unos días olvidaría esa pequeña mancha en su carrera militar, dejaría atrás su título de teniente y se convertiría en el coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás.
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