Capítulo 2: Señor Mundo
La procesión de la totalidad de los huéspedes y el personal hacía el gran salón fue convulsiva. Los vestidos largos que las damas planeaban lucir en la ya cancelada cena daban dramatismo al momento y las telas, de colores lúgubres y elegantes, se batían en el aire víctimas de los movimientos de sus dueñas; mientras los trajes de los caballeros, en su mayoría negros, se mantenían pasivos y menos llamativos. Durante el momento abundaron las habladurías, las quejas e incluso una que otra negación momentánea de obedecer las órdenes del gerente que por fortuna no termino en nada.
Bastaron diez minutos para que todos estuviesen en la estancia, unos pálidos, otros confusos, y alguno que otro preocupado. El gran salón del Hotel Olympo era un museo reluciente y costoso. Había jarrones que databan de siglos pasados, pinturas exquisitas en lienzos antiguos, coloridos tapices hechos a mano en apartados y exóticos países, escudos de antiguas casas reales, espadas de caballeros medievales gallardos y decoraciones varias adornadas por damas sumisas habitantes de castillos y entregadas a su labor, además de un tocadiscos que emitía suaves melodías invitando a las personas a no entrar en pánico. Pero, entre todo, resaltaba la estatua de una diosa griega que estaba retirada junto a una ventana que la recubría de forma magnífica. Era del mismo mármol que todas las demás estatuas y al dirigir su mirida hacía ella, Pietro supo con exactitud de quién se trataba. Había tomado una clase sobre mitología griega en la universidad porque el tema le apasionaba en verdad.
—Es Hestia —le dijo a su esposa, pero ella pareció no darle importancia. Pietro continúo, ansioso por mostrar sus conocimientos en la materia —. Era la diosa griega del hogar.
Los esposos avanzaron entre las distinguidas personas que intentaban acomodarse en el gran salón, hasta tomar asiento en un diván color crema que se encontraba junto a la ardiente y gigantesca chimenea. La piel de Pietro agradeció el calor que esta otorgaba y, sin embargo, sus ojos seguían embelesados con la estatua de Hestia.
—Esperemos los policías no tarden demasiado —dijo Claire, dedicando alrededor de un minuto en analizar a cada persona, incluidas la viuda y la monja que descansaban juntas en un sofá —. Quiero volver a la habitación. Ya sabes que no me gustan las multitudes.
—Tiendes a exagerar tu agorafobia, Jill —aseguró Pietro —. A esto se le podría poner muchos nombres, pero multitud no es uno de ellos.
—¿Quién crees que lo hizo? —preguntó Claire acercándose a su oído, procurando que nadie la escuchara.
—No lo sé —respondió Pietro —, pero si hubiese sido yo, ya no estaría por el hotel esperando a que me descubrieran.
—El asesino no pudo huir. El pueblo más cercano está demasiado lejos. El frío lo hubiese matado antes de que lograra llegar, y en caso de que lo lograse, la policía ya debe tener dispuestas unidades con los ojos bien abiertos para identificar a cualquier foráneo, y dado que los suizos parecen tener la misma repulsión que yo por las multitudes, los pueblos aledaños no deben tener más de unos cientos de habitantes. Alguien sudado y jadeante sería descubierto al instante.
La campanilla de sonido molesto fue tocada otra vez, sin embargo, no tuvo mucho efecto en los huéspedes y el personal, quienes no paraban de hablar.
—¡Silencio, por favor! —gritó Hasin Mhaiskar, el gerente. La gente contuvo sus palabras y obedeció a regañadientes —. Han... han acontecido terribles... terribles cosas —Estaba pálido de nuevo, además de titubeante. Pietro supo que se avecinaban noticias no muy buenas y, para mitigar el impacto, tomó la mano de su esposa —. El camino al hotel está... está bloqueado. Una avalancha se... se deslizó desde las montañas y cayó sobre la... la carretera, impidiendo a la policía continuar con su... su camino hacia acá... —El gran salón se inundó de voces que, sumadas al caer de la lluvia torrencial, hicieron una bulla insoportable.
—¡¿Eso quiere decir qué tampoco podremos dejar el hotel?! —exclamó un hombre tras una gran poltrona, al cual Pietro no pudo ver.
—Lamento informar que... que está en lo... lo correcto, señor Ming —respondió el gerente, frunciendo el ceño —. Pero no... no deben preocuparse por... por nada —se apresuró a aclarar, batiendo las manos —. El hotel les... les dará una cortesía por las molestias: no... no les será cobrado un... un solo franco por el tiempo que... que pasen aquí debido al... al bloqueo y a la... la investigación policial.
—¡¿Investigación policial?! —preguntó una señora de gran altura y ojos grises y penetrantes que se veía sumamente impactada —. Soy una diplomática rusa, mi acento lo comprueba, tengo inmunidad política —explicó con altivez y recelo, viendo al gerente como si se tratase de una pulga.
—Señorita Komarova, disculpe usted, pero los... los policías encargados solo dijeron que... que se llevaría a cabo una... una investigación y que nadie podía dejar el... el hotel hasta que... que concluyera. No hablaron sobre diplomáticos o... o inmunidades. —La señorita Komarova observó al gerente por unos segundos. Se notaba que desaprobaba sus palabras por la forma que sus ojos grises tomaron.
—Entiendo... Supongo que hablaré con la policía cuando haga presencia... si es que deciden aparecerse algún día. Con este clima y esa avalancha dudo que arriben pronto —aseguró, para después volver a su posición inicial recargada, sin ningún pudor, sobre una cómoda de madera tan añeja como el mismo tiempo.
El gerente asintió para luego hablar.
—Y dado que no... no hay ninguna autoridad oficial presente, los... los policías dejaron muy claro los pasos a... a seguir. —Hurgó en su bolsillo y con dificultad extrajo una pequeña libreta, la abrió y se dispuso a leer —. Primero... debemos permanecer juntos, a... a la vista. Esto ya... ya lo hemos hecho —Tachó aquel numeral de su lista con temblorosas manos —. Segundo... no tocar el... el cadáver o evidencia alguna ¡Perfecto! —exclamó, tachando el segundo numeral —. Y por último... llamar a... a lista para comprobar si... si todos los huéspedes y el... el personal se encuentra en... en el hotel. Ya he... he tomado lista al personal, por ello, damas y caballeros, con su... su permiso, procederé a... a llamarlos uno a uno —dijo, y pasó la hoja de su libreta para dar con el lugar donde tenía anotados los nombres de los distinguidos huéspedes —. Señora María Paz Anaya Villareal hospedada en la Junior Suite Ambre... —La monja se levantó del sofá y lanzó una sonrisa dando a entender que se trataba de ella.
—Le pido se refiera a mí como "sor" o "hermana", señor Mhaiskar. —Con sus manos limpió la parte delantera de su hábito y volvió a tomar asiento, no sin antes dar las gracias.
—Disculpe usted, señora... quiero decir, hermana —se apresuró a corregir mientras escribía algo en su libreta —. Señor y... y señora Di Marco hospedados en la... la Junior Suite Blanc —Claire se puso en pie ágil como un halcón, y dirigió una mirada voraz al gerente.
—Señor Di Marco y señora Davenport —corrigió Claire, tosca e imponente. Pietro intentó tomarla de la mano, pero ella deslizó la suya fuera de su alcance.
—Disculpe, señora Davenport, tenía entendido que... que usted y el señor Di Marco eran... eran esposos...
—Pues lo tenía bien entendido. —Todos los huéspedes y el personal giraron sus cabezas hacia Claire para observarla con ojos de distintas tonalidades —. Pietro di Marco Bartolini y yo, Claire Jillian Davenport, somos esposos, pero mantuve mi apellido de soltera. Hubiese sido una maldita desgraciada con mis padres si hubiese reemplazado el apellido de quienes me criaron por el de un hombre —. Varias mujeres dejaron entrever sus sonrisas en el gran salón, incluida la viuda, quien, aunque aún sollozaba, ya se encontraba más tranquila.
—Esta... esta noche no... no está saliendo muy bien para... para mí —aseguró el gerente Hasin —. ¿Hay algún otro presente al que deba dirigirme de una forma especial? —preguntó, tan sonrojado como un tomate.
Un brazo se levantó entre la multitud. Era una extremidad delicada, que se movía con sutileza y encanto. Pietro movió su cuerpo para poder ver con claridad de quién se trataba. Era una mujer rubia, su piel se percibía tersa y brillaba bajo la luz del gran salón. Llevaba varias capas de maquillaje encima, todas perfectamente aplicadas para acentuar sus rasgos y expresar al máximo la belleza de la que, era claro, no carecía en lo absoluto. Yacía recostada en otro diván, cerca de la ventana y de la escultura de Hestia, de una forma tan singular que se asemejaba a una sirena.
—A mí deben dirigirse como Dame —dijo la mujer, y por su tono de voz los presentes entendieron que era una orden para todo el que quisiera dirigirse a ella, no solo para el gerente —. El título me lo confirió la Excelentísima Orden Del Imperio Británico. A la reina de Reino Unido, mi amiga íntima —esbozó una leve sonrisa —, no le agradaría enterarse de que no se están usando los títulos que su reinado provee.
—¡Por supuesto! —exclamó Hasin —. De seguro a... a la reina no...no le gustará —agregó.
—¿Y podría alguien traerme una manta? —Pietro identificó el acento de la mujer con facilidad. Debía ser inglesa —. Muero de frío —agregó, batiendo una capa de las muchas que tenía su lustroso vestido morado.
—¡Lo veo y no lo creo! —exclamó una chica que permanecía sentada en una acolchada alfombra cerca de los esposos. Tanto Pietro como Claire descendieron sus miradas hacia ella —. ¡¿No saben quién es?! —preguntó, al ver a ambos sorprendidos por su reacción.
—Su cara se me hace conocida, pero no lo logro descifrar —aseguró Claire mientras Pietro negaba con la cabeza.
—Es...
—En un momento traeremos su manta, Dame Amelia Elizabeth Wilde —dijo el gerente, dirigiendo una mirada de orden a una de las mujeres que vestía el uniforme del hotel, la cual salió a paso ligero de la estancia.
Con el nombre, Pietro no necesitó explicación alguna de la chica de la alfombra. Aquella mujer era una famosa actriz y modelo. ¡Por supuesto! No entendía por qué no la había reconocido. Todo cobró más sentido. A eso se debía su vestimenta tan pomposa y su actuar de tal manera que parecía como si el aire le debiese rendir pleitesía.
—Entonces ya... está Dame Amelia Elizabeth Wilde hospedada en la... la Suite Jaune... y en ese...ese orden seguiría...
—No seguiría yo, y tampoco soy una afamada y bella actriz —aseguró un hombre de voz gruesa, masculina y con un acento cautivador mientras hizo una venia en dirección a la señora Wilde —, pero también tengo un título especial. —Esta vez, Pietro pudo advertir como las miradas de las mujeres se dirigían al hablante, a excepción de la chica de la alfombra que observaba su celular —. Soy el coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás, del ejército colombiano.
—Coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás hospedado en... en la Junior Suite Bleu...
Pietro se encontró así mismo celoso cuando vio que Claire no podía quitar la mirada del coronel, y los celos se convirtieron en rabia cuando entendió el porqué. Emilio Jacobo no tenía ningún defecto perceptible. La camisa blanca dejaba percibir sus pectorales muy generosos y ni que decir de sus brazos gruesos; parecía que pudiese romper una pared, además, su piel canela era espectacular, y sus ojos y cabello corto negro acentuaban su mandíbula cuadrada.
—Si continúas detallándolo puede que te de alguna muestra gratis —dijo Pietro, disgustado, enviando su mirada hacía la estatua de Hestia.
—¡¿Estás celoso?!
—¡Claro que no! —exclamó Pietro, aún con la mirada en otro lugar.
—¡No tienes por qué estar celoso! Solo estaba viéndolo hablar —aseguró Claire, intentando entrar en su campo visual —. No creerás que cambiaría a mí sexy bombón mediterráneo por alguien más ¿o sí? —agregó, metiendo las manos entre la camisa de Pietro para hacerle cosquillas.
—Jill, eso mismo me hiciste creer el verano pasado y no creo que deba recordarte cómo terminó...
—Señor y señora Blackwood hospedados en la Residence Doré... —Un fuerte sollozo se escuchó en el recinto. Era la viuda. Al parecer no había soportado el recordatorio de su esposo y había regresado al mundo del llanto inconsolable.
—¡Dios, tenga piedad! —exclamó la monja, sosteniendo con firmeza las manos de la señora Blackwood —. Como gerente debería tener un poco de respeto para con los huéspedes, ¿no cree usted? La sutileza y la prudencia son valores muy apreciados por Dios, se les asocia con la empatía.
—Señor Mhaiskar... —Claire se levantó del diván de nuevo. Recorrió el gran salón, rumbo al gerente —. Si sigue así, pasaremos toda la noche escuchándolo pedir excusas, y eso es algo que no podré tolerar —Estiró su mano y el hombre no tardó en entender lo que quería. Apresurado y con torpeza le ofreció la libreta y ella la arrebató con brusquedad —. Señor Lars Schlüter hospedado en la Junior Suite Vert —alguien respondió en alguna parte del salón. No se preocupó por ver, se limitó a tachar el nombre como ya había hecho el gerente con los demás. No iba a levantar la cabeza de la libreta hasta que todo estuviera tachado —. Señorita Bruna Palmeiro Arantes hospedada en la Suite Rose —creyó ver por una esquina del ojo que la chica de la alfombra levantaba la mano y con eso le bastó para seguir —. Señor Quon Ming hospedado en la Residence Argent. —El señor habló —. Señorita Olenka Vadimovna Komarova hospedada en la Junior Suite Noir —. Alguien dijo "yo" —. Señor Tadashi Kurida hospedado en la Suite Pourpre. —Otra mano se levantó silenciosa —. Y por último... Señorita Selin Akkuş hospedada en la Residence Bordeaux.
—¡Estoy por aquí! —aseguró una voz jovial y femenina, acompañada de una risita aguda.
Claire tachó aquel último nombre de la lista y comprobó renglón por renglón. Cada uno de los nombres estaba tachado. Levantó la cabeza y observó a sus compañeros de hotel. No había uno solo que se viese de bajos recursos. Estaba frente a la crema y nata de la sociedad mundial. Con seguridad Pietro y ella eran los dueños de las cuentas bancarias menos llenas. Estiró su mano y regresó la libreta a manos del gerente.
—¡Supongo que... que hemos terminado! —exclamó él, sumamente aliviado —. Damas y caballeros, agradezco su... su comprensión y paciencia. Lo... lo que sea que precisen no duden en... en hacerle saber al personal, quienes harán hasta lo... lo imposible por complacerlos. —Hizo una especie de venía y se dispuso a salir.
Los ojos de todos los presentes, tanto de las damas en sus bellos vestidos como de los caballeros en sus monótonos trajes, se encontraron. Nadie sabía muy bien qué hacer o qué decir. Eran un conjunto de extraños sin nada en común más que estar en un mismo hotel en el momento menos adecuado. Todos se mantuvieron quietos y silenciosos, al parecer ya nadie deseaba hablar. Quizá la muerte ajena fuese más excitante cuando no comprometía algo tan importante como la libertad, derecho del cual habían sido privados abruptamente.
Pietro contó a los huéspedes presentes. Eran diez, o doce en total, si sumaba a su esposa y a sí mismo. Todos parecían tener historias que contar. Cuántos secretos había tras cada uno de esos rostros, incluso tras el suyo propio. Era una lástima que no pudiese hablar a gusto con sus compañeros de hotel. Le encantaba tener conversaciones largas e interesantes, claro está, con gente que tuviera algo trascendental que decir.
—¿Sigues enojado conmigo? —le preguntó Claire, con voz de niña reprendida, tomándolo de las manos.
—No —respondió, seco —. Solo fue un momento de descontrol. Se supone que veníamos a descansar y ahora somos sospechosos de asesinato —suspiró.
El tiempo pasó y nadie supo con exactitud cuánto. Había un gran reloj sobre la chimenea, pero nadie deseaba sentir como pasaban los segundos y los minutos mientras desperdiciaban sus vidas en un gran salón dentro de un lujoso hotel sobre una montaña suiza.
—Está nevando —Pietro pudo oír decir a Olenka Komarova, la diputada, que ahora estaba recargada sobre la escultura de Hestia, dando la espalda a todos los demás y mirando al oscuro exterior —. Parece que el destino no quiere que dejemos este lugar.
—Ningún destino, señorita Komarova —dijo sor María Paz, reposicionando el crucifijo de madera en la mitad de su pecho —. Es Dios, quiere que estemos aquí. Sus tiempos son perfectos. Esto no es casualidad y mucho menos destino.
—¿Y para qué nos quiere Dios aquí? —inquirió un hombre de ojos rasgados y complexión menuda, quien portaba un traje que derrochaba fastuosidad, pero carecía de estilo.
—No tengo una respuesta para eso, señor Ming. Misteriosos son los caminos del señor.
Unos pasos retumbaron en el vestíbulo con fuerza y segundos después el gerente Hasin Mhaiskar penetró en el gran salón. Su rostro se veía temeroso. Claire y Pietro ya se habían acostumbrado a verlo así y por ello no se sorprendieron mucho. Un anuncio desfavorecedor más, después de los tantos que ya habían recibido, no debía causar mucha impresión.
—Damas y caballeros, lamento decir que... que traigo malas... malas noticias... o quizá pésimas sería una... una palabra más... más adecuada. —Todos dirigieron sus miradas hacía el gerente, con ojos de desapruebo, rencor y fastidio, mientras él limpiaba el sudor de su nuca con un pañuelo —. La policía sigue atascada en... en el camino. Trataron ... de enviar un helicóptero con... con ayuda, pero como pueden ver a... a través de las ventanas, la... la tormenta eléctrica continúa y... y ahora la nieve decidió hacerle compañía.
—Así es la vida —suspiró, ensimismada, una chica de cabello rojo y nariz pronunciada. Llevaba un vestido amarillo bastante vivaracho, pero no por ello falto de elegancia —. Parece que jamás saldremos de aquí.
—La policía nos... nos dio más instrucciones. Dijeron que... que debíamos revisar las... las cámaras, ya que quizá pudiésemos tener al... al asesino grabado... Y hay buenas y malas... malas noticias —El gerente limpió el sudor aperlado de su frente con el pañuelo. Sus manos estaban temblorosas —. Todo el personal es inocente...
—¡¿Qué dice?! —preguntó la actriz Amelia Wilde, con sus ojos bastante abiertos —. ¿Está insinuando algo, señor Mhaiskar? —agregó, recibiendo la manta fresca, blanca y caliente de una de las ayudantes.
—No... no insinúo... insinúo nada. Solo estoy... estoy comunicándoles la... la verdad.
—Creo que deberíamos permitir que el hombre hable, ¿no creen? —dijo el señor Kurida, con una voz básica y monótona, pero a la misma vez diplomática. Debía ser de la misma edad que Pietro y Claire, o al menos eso parecía. Sus ojos eran muy rasgados y su cabello tan liso que con el menor movimiento se batía. Claire percibió que su vestimenta era distinta a la de los demás caballeros. Sobre su cuello yacía una camisa blanca muy planchada, sin una sola arruga, bajo un suéter gris, unos pantalones negros y zapatos de vestir —. Continúe, si es tan amable, señor Mhaiskar.
—Como decía, todo el... el personal es inocente porque Monsieur Blackwood se... se encontraba en el... el segundo piso a la hora de su... su muerte, igual que la totalidad de los... los huéspedes, momento en que todo el... el personal llevaba a cabo sus... sus responsabilidades en el primer piso.
—No importa saber quiénes no pudieron haber sido los asesinos. Necesitamos saber quién fue el asesino —aseguró el señor Ming con apremio, sediento por respuestas y su acento chino fue más notorio que nunca.
—He ahí el... el problema, señor Ming —dijo el gerente —. Todas las cámaras del... del segundo piso fueron desactivadas previamente al... al asesinato y el responsable se... se las arregló para tampoco aparecer en las... las cámaras que dirigen a la sala de... de grabación.
—¡Inaudito! —exclamó el señor Ming.
—Que Dios nos ayude —suspiró sor María Paz.
—Vaya ineptitud —refunfuñó la señorita Komarova.
—Eso quiere decir que él asesino solo puede ser uno de los huéspedes —aseguró Pietro, levantándose del diván con rostro astuto.
—Está claro.
—Nada está claro, señor Mhaiskar y señor Di Marco —aseguró el señor Schlüter, desde una posición que impidió a Pietro y a Claire observarlo —. El asesino pudo haber escapado por las ventanas del segundo piso. Estoy seguro que la caída, si se toman precauciones, no está cerca de ser perjudicial y mucho menos mortal.
—Yo lo veo imposible —dijo Claire, pero a diferencia de su esposo ella no se tomó la molestia de ponerse en pie —. La lista está completa. No falta ninguno de los huéspedes y tampoco ninguno de los empleados, ¿estoy en lo correcto señor Mhaiskar?
—El llamado a... a lista lo comprueba, naturalmente —respondió el gerente.
—O el asesino pudo escabullirse dentro del hotel con anterioridad sin registrarse, por supuesto, acabar con la vida del señor Blackwood y ahora estar escondido entra las sombras esperando el momento adecuado para poder escapar. Es un plan extremadamente bueno. Nadie nunca sabrá que estuvo aquí. —Todos voltearon a mirar a la persona que había hecho tal afirmación. Era la chica de la alfombra, la señorita Bruna Palmeiro, una joven que debía haber cumplido la veintena hacía poco. Su cabello marrón estaba peinado en cortas capas que acariciaban su frente y de cierta forma ocultaban su rostro taciturno.
—Todas son hipótesis validas, pero... pero no... no podemos sacar conclusiones apresuradas. Lo... lo más prudente es... es esperar a la... la policía.
—Ninguna policía. Seguro fue usted, chiquilla —dijo el señor Ming, observando y apuntando con el dedo índice a la señorita Bruna Palmeiro —. Se nota que tiene experiencia en la delincuencia, y no me extraña, si me he de guiar por la fama de su gente.
—¡¿A qué se refiere con "su gente"?! —exclamó sor María Paz, no con voz de reproche, sino más bien con sorpresa. Sus ojos oscuros estaban inquisitivos, observando fijamente al señor Ming, quién no tardó en responder.
—Creo que lo dejé bastante claro. Me refiero a los latinos. A usted puede que la excuse porque, aunque dude de los valores cristianos occidentales, tengo respeto por quienes aceptan una vida llena de privaciones por servir a su dios...
—¡¿"Los latinos" dice usted sin ningún respeto?! —exclamó el coronel Santodomingo. Esta vez había usado una voz mucho más gruesa que la usual, tomando por hecho que la normal ya era bastante gruesa. Se acercó al señor Ming con la cabeza en alto, su pecho inflado y sus puños rígidos —. De verdad nos está culpando de asesinato por nuestra nacionalidad. He escuchado argumentos estúpidos, pero el suyo no tiene límites. —Se acercó al rostro del señor Ming demasiado, lo tomó del traje con una mano y con la otra se preparó para darle un puñetazo impulsado por sus grandes bíceps.
—¡Santo Dios! —exclamó la monja, cubriendo su rostro con ambas manos.
Hasin Mhaiskar y Pietro di Marco de un brinco y varios pasos rápidos llegaron junto al coronel y le sostuvieron el brazo, que Pietro pensó pesaba una tonelada. Aparentemente el coronel recapacitó, en medio de los rostros impactados de los presentes, y se alejó del señor Ming, quien se acomodó su traje con asco y se dispuso a hablar.
—Se los dije —aseguró —. La sangre latina no los deja controlarse en lo absoluto. Con seguridad fueron el coronel, la monja o la chiquilla.
Pietro se ubicó con agilidad entre Jacobo Santodomingo y Quon Ming. Sabía que si el coronel quería golpearlo esta vez lo lograría y nadie se lo podría impedir.
Bruna Palmeiro se levantó de la comodidad de la alfombra y se aproximó al escándalo. Deseaba observar mejor.
—No debe escucharlo, coronel —dijo la chica con desdén.
—Escúchela. Es cierto lo que dice —concordó Pietro, cuerpo a cuerpo con el coronel Jacobo —. Los italianos y los españoles sufrimos de esos mismos comentarios en Europa. Solo debe ignorarlos. Parece que al señor Ming, extrañamente, los estereotipos basados en la nacionalidad no le han causado ningún problema.
El coronel Emilio Jacobo Santodomingo Borrás se deshizo de su armadura de músculos y relajó el cuerpo. Se alejó, aun con mirada sulfurosa. Parecía que había comprendido el argumento de Pietro. Seguro era difícil contenerse para un militar acostumbrado a que nadie le faltara al respeto.
—No es necesario hacer esos comentarios, señor Ming —aseguró Amelia Wilde tranquila, poniéndose en pie —. Las distintas nacionalidades, acentos y tonos de piel son un regalo de Dios. Otorgan color al mundo y nos dan la oportunidad de conocer otras culturas fascinantes. Se lo dice alguien que ha conocido infinidad de países y que ha tenido varios amantes de distintas latitudes, y también latinas, debo recalcar. Ya entenderá que lo que les sobra a algunos, les falta a otros —dijo, guiñando el párpado de su ojo azul con lentitud —. Tampoco es necesario golpear a los más indefensos, coronel. Cualquiera de sus brazos es más ancho que todo el señor Ming y no queremos otro asesinato, y menos si es accidental.
Los presentes perdieron la atención en la actriz cuando, de repente, se escucharon gritos airosos que llamaban al gerente y que provenían de la garganta de una mujer que penetró segundos más tarde en el gran salón. Estaba agitada y sus mejillas se pusieron coloradas al ver que todos la observaban.
—Un sobre. Debo entregar un sobre —dijo como pudo, entre jadeos —. Venía con una nota indicando su urgencia. —Le entregó el sobre al gerente, que era grande y parecía contener algo de mayores dimensiones que una carta.
Hasin Mhaiskar no tardó en abrir el sobre con un abrecartas que un ayudante le proporcionó.
—¿Cómo ha llegado eso aquí? —preguntó Claire —. No puede llegar la policía, pero si la correspondencia... —El gerente Mhaiskar interrumpió su intervención cuando abrió el sobre.
—No es... es una carta —dijo, boquiabierto —. Es un... un disco. ¿Cómo llegó esto hasta... hasta aquí?
—Llegó por la mañana a la recepción —respondió la mujer aun con las mejillas rojas —. Traía órdenes explícitas de entregarlo al gerente a esta hora cuando todos los huéspedes estuviesen cenando en el comedor.
—¡Dejen de interrogar a esa mujer! ¡Qué más da como llegó el sobre! ¡Lo imperante ahora es reproducir el disco! —exclamó la señorita Komarova con fastidio, enviando un manotazo mandón por el aire.
El gerente, tomando en cuenta las palabras de la diplomática, se dirigió al tocadiscos y dispuso el disco para que revelara lo que ocultaba en su interior. Un sonidillo molesto apareció antes de que la grabación se reprodujera con claridad segundos después de que la aguja palanca descendió para tocar el vinilo.
—Buenas noches, distinguidas damas e ilustres caballeros —dijo una voz que inundó el gran salón. Era lo suficientemente gruesa para ser masculina y a la vez lo suficientemente aguda ahora ser femenina; no tenía acento; no expresaba emociones, era más plana que un papel; pero sin duda causaba escalofríos en quien la oía —. Es un gusto para mí tenerlos reunidos aquí en esta velada, y aún más en tan esplendoroso lugar digno de personas tan importantes como lo son ustedes. —Nadie hablaba ni por error. Todos escuchaban la voz del tocadiscos como si fuese la voz de Dios, precavidos de no perderse una sola palabra —. Afortunadamente, y como ya lo habrán notado, mis pretensiones se hicieron realidad y ahora el señor Blackwood está en otro mundo, el cual espero sea tan perverso como lo fue él en vida.
>>Pero como el muerto va al pozo y el vivo al gozo, es hora de que los vivos pongan manos a la obra. Ustedes, los trece huéspedes, deberán hallar mi identidad, el nombre de tan honorable persona que logró terminar con la vida del demonio Blackwood. Y se preguntarán por qué... bueno, nadie aquí es inocente, o por lo menos no en pensamiento. Todos querían al señor Blackwood muerto, ya fuese de una u otra forma. Y deberían agradecerme por llevar a cabo lo que nadie se atrevió, pero eso lo dejaremos para después.
>>A más tardar a las cinco de la mañana quiero mi nombre dentro del sobre donde venía el disco que se está reproduciendo. De lo contrario, varios de sus secretos saldrán a la luz pública, y sus honoríficas carreras, profesiones y vidas no aguantarán tal impacto. Pero como soy benévolo y más que consciente de que todos merecen una segunda oportunidad, me encargué de poner a un inocente entre ustedes, quien se encargará de llevar a cabo la investigación y tendrá que escribir el nombre que irá dentro del sobre. El inocente no es otro diferente a Claire Jillian Davenport. Fue un placer compartir con ustedes. Y hay una pequeña posdata: Dejé algunas cartas ocultas por el hotel que ayudarán a la doctora en su investigación. Les habló el Señor Mundo.
No olvides darle like al capítulo y suscribirte a mi perfil.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top