Capítulo 12: Quon Ming, el empresario
Claire cerró la puerta tras ella, se giró y dedicó un minuto para contemplar la habitación. El señor Quon Ming se hospedaba ahí, en la Residence Argent. El amplio lugar tenía varias estancias, pero todas lograban verse desde un mismo lugar. Había una sala de estar, un comedor, un tocador para visitas, cocina, dos habitaciones con un baño cada una. Aquella habitación del hotel era un departamento en sí misma.
En los muebles abundaban las decoraciones en plata y a las telas de las cortinas y los edredones los acompañaba el color plateado. No había nada fuera de su lugar y tampoco nada que desagradara a la vista. Una noche en ese lugar debería ser inmensamente costosa.
El señor Ming estaba sentado sobre uno de los sillones de la sala de estar. Observando por la ventana e ignorando la situación. Claire lo iba a interrogar ahí mismo. El señor Ming se había visto muy ansioso por regresar a su habitación y eso, sumado a las advertencias del Señor Mundo, confirmaba que no debía haber mejor lugar para la entrevista.
—¿Por dónde desea empezar, señor Ming? —preguntó Claire, sentándose en el sillón de en frente de su acompañante para poder verlo a los ojos sin ningún impedimento. En su vista, también se cruzó la estatuilla de un dios que reposaba en la mesa de centro —. ¿Prefiere que le pregunté sobre todo o va a ir al grano?
—¡No sé de qué rayos habla! Ya le he dicho que no sé nada. Pregúnteme lo que quiera, aunque ya sabe que esto es en contra de mi voluntad. Cuando salga de aquí le interpondré una demanda a este hotel y a usted, doctora Davenport.
—Espero no sea el asesino, porque de lo contrario su demanda se vería un poco nublada por su crimen.
—¡No soy el asesino! —exclamó el señor Ming —. ¡Maldito Henry Blackwood! ¡Hasta muerto trae problemas!
—Conocía al señor Blackwood —afirmó Claire.
—Éramos socios. No tuvimos ninguna relación distinta a los negocios.
—Vamos por buen camino, señor Ming. No se detenga... Continúe, por favor.
—Eso es todo. No hay más que decir. Algunas de las empresas de Henry Blackwood ensamblaban sus productos en mis fábricas. Pagaba muy bien. Esa era su única cualidad.
—¿Entonces no compartían ninguna otra relación? —preguntó Claire, cerciorándose de que el señor Ming no estuviese mintiendo —. Mencionó que hasta muerto le traía problemas, entonces... ¿Qué problemas le trajo en vida?
—Era un hombre hábil, doctora Davenport, sin embargo, no para hacer el bien. He de admitir que no soy una pera en dulce, como ya lo debe saber, pero no le llegaba ni a los talones a Henry Preston Blackwood. Arribaba con sus grandes empresas estadounidenses a países de todo el globo. Aterrizaba con su inmenso avión privado, ocasionando el mayor bombo posible. Los titulares se llenaban con su nombre, su voz sonaba en todas las radios y su rostro aparecía en la televisión en el horario estelar. En mi país, China, llegó a lanzar dinero desde el rascacielos más alto de Shanghái y la gente enloqueció. Nunca se había visto tanta gente aglomerada alrededor de aquella torre.
—Henry Preston Blackwood era todo un personaje. Su historia no me sorprende, señor Ming. He escuchado peores acusaciones sobre el hombre.
—No he terminado, doctora Davenport. No monte el caballo antes de ensillarlo.
—Continúe entonces, señor Ming —dijo Claire, descendiendo un poco su cabeza en muestra de disculpa.
—No solo mis compatriotas se dejaron llevar por el brillo y la confianza que emitía Henry Blackwood, yo también cometí el mismo error y le di en bandeja de plata lo que había ido a buscar a China.
—¿Y qué era lo que buscaba?
—Lo que buscan la mayoría de los millonarios: fábricas, mano de obra barata y contaminación sin límite. Cometí el error que jamás creí podía cometer y fui manipulado. Puse todas mis fábricas, repartidas por el país, al servicio de una de las empresas de Blackwood. Al principio creí que la fortuna me sonreía. Mi vida no podía ser más brillante. Mis fábricas se expandieron y el personal y la producción crecieron tanto como lo hizo mi cuenta bancaria...
—Perdone mi interrupción, pero ¿cuál de las empresas del señor Blackwood alquiló sus fábricas?
—Black Edge. Estoy seguro de que ha escuchado sobre ella. No me extrañaría que su teléfono fuese de esa marca.
—No lo es. Los productos de Black Edge tienen demasiado marketing y muy poca innovación. Prefiero pagar por características tecnológicas de calidad y no por una ilusión de riqueza bastante costosa.
—Empiezo a tomarle respeto, doctora. Continúe así y ya no la rebajaré al mismo lugar que a su marido.
—Pietro también es una persona respetable —aseguró Claire, pero cerró su boca con increíble agilidad al recordar que su esposo también guardaba un secreto, que en un mal escenario podría ser mucho peor que los que ya le habían confesado.
—¿Tan segura está? —Claire tardó demasiado en responder —. No crea que conoce a las personas del todo, doctora Davenport, ese fue mi error y mire donde estoy ahora, varado en un hotel por culpa de Henry Blackwood.
—Mi relación con Pietro no es de negocios. Somos esposos. En cambio, usted y el señor Blackwood eran socios, y no siento que deba recordárselo. Son situaciones totalmente distintas. Conozco bien a mi esposo, de otra manera no me hubiese casado con él.
—¿Y por qué está aquí? ¿De dónde conoce Pietro di Marco Bartolini al tan renombrado Henry Preston Blackwood?
—El cuestionario lo hago yo, señor Ming, no invierta las cartas...
—Entonces no permita que sus sentimientos se interpongan en su cuestionario, doctora Davenport —interrumpió el señor Ming.
—No volverá a suceder si usted se limita a responder lo que le pregunto y se abstiene de juzgar mi matrimonio.
—Entonces continúe preguntando.
—Lo haré. No tiene que recordármelo —dijo Claire en un intento totalmente fallido por recuperar el control de la conversación —. Como me dijo antes, señor Ming, no monte el caballo antes de ensillarlo. Estaba diciéndome que el señor Blackwood ensamblaba los productos de Black Edge en sus fábricas en China. —El señor Ming asintió, dándole la razón a Claire —. ¿Y cuándo llegaron los problemas?
—Blackwood enfureció cuando el informe financiero de Black Edge demostraba que su última línea de teléfonos celulares en lugar de ser un éxito había sido un fracaso ¡y con justa razón! Respecto al modelo anterior simplemente mejoró la cámara y agregó unos detalles. Europa detestó su idea, igual que la mayoría de los países asiáticos, tan solo fue un éxito en Norteamérica y en el resto de países de América que viven encantados copiándole todo a su vecino del norte. Por lo tanto, el señor Blackwood decidió recortar gastos y a que no adivina cuáles. Europa y Norteamérica no le permitieron reducir salarios o recortar garantías y él sabía muy bien que hacerlo reduciría su popularidad en las potencias, por ello bajó los salarios en las fábricas en China, redujo los contados controles ambientales que existían y sobre el hecho recortó el personal administrativo y los altos cargos a la mitad. El pueblo chino explotó en indignación y yo lo hice en odio.
—Pero eran sus fábricas, señor Ming. El señor Blackwood no podía simplemente ordenar en sus dominios.
—Creo que no alcanza a imaginar el poder que tenía Henry Preston Blackwood. El endemoniado habló con el gobierno chino ante mi negativa de ceder a sus pretensiones de recortes presupuestales y el mismísimo presidente y el Congreso Nacional Popular me advirtieron que si no acataba las órdenes, expropiarían mis fábricas y me expulsarían de China. No tuve otra opción que obedecer. Henry Preston Blackwood siempre sabía las fichas que movía en su juego. Amenazó al gobierno con retirar todas y cada una de sus empresas del territorio de la república si no cedían a sus peticiones y las enviaría a países del sudeste asiático, y además apoyaría el reconocimiento de Taiwán como una nación independiente.
—Se equivoca, señor Ming. El señor Blackwood no jugó todas sus fichas bien. Se olvidó de una muy importante que siempre estuvo en el tablero y que terminó por dejarlo sangrante en medio de la escalera de un hotel suizo.
—Está usted en lo cierto —concordó Quon Ming luego de reflexionar unos momentos —. Y sabe algo, doctora Davenport, desde que me enteré de que se hospedaba en este hotel quise ser aquella ficha. Planteé mil y una formas de matarlo en mi cabeza, incluso me desvelé una noche entera, pero el recuerdo de mi familia me lo impidió. Mi esposa, mis padres, mi hermana y mis ancestros nunca me hubieran perdonado deshornar a la familia de aquella forma. Ellos son lo más importante que poseo.
—Se nota que tiene en gran estima a su familia, señor Ming. Es un tema que me interesa —aseguró Claire, levantándose del sillón y caminando hacia una barra donde reposaban licores costosos —. Soy acérrima creyente de que las familias en las que crecemos definen en quién nos convertiremos. Quizá uno no se condene por nacer en una mala familia, pero le aseguro que la mayoría de asesinos no han sido criados en un ambiente de amor y paz. —Al estar tras la barra, se sentó en las altas sillas y la mitad baja de su cuerpo fue invisible para Quan Ming, de esta forma pudo extraer el pasaporte que tenía oculto bajo el vestido, pegado a su muslo, y lo analizó. Había escondido el documento para que su acompañante no sintiera una intromisión abrupta y descarada en su vida privada. Pero sus ojos se distrajeron por un momento y vio sobre el suelo un pendiente extravagante que debía pertenecer a una dama.
—Mi familia era una típica familia china, doctora Davenport, no hay mucho que agregar. Yo fui la primera persona importante con el apellido. Los Ming provenimos de Shanghái. Mis ancestros estaban establecidos allí desde mucho antes de que se convirtiera en la metrópoli actual, incluso mi abuelo suele decir que desde los tiempos de la dinastía Han. Mi padre fue mecánico y mi madre ama de casa, hasta que los jubilé del trabajo cuando la fortuna me sonrió. Ahora residen en Singapur, alejados de todo peligro. Mi esposa... estamos separados. Ganaba millones en la industria del entretenimiento y regresó a Estados Unidos De América, donde la conocí...
—¿Y dejó todo por usted? —preguntó Claire, tratando de idear alguna forma de agacharse a recoger el pendiente sin generar sospechas.
—No piense tan occidentalmente, doctora Davenport. Mi esposa, en efecto, renunció a su carrera en América, pero allí era donde no tenía nada. Se mudó conmigo a Hong Kong para conseguirlo todo, y no me refiero a dinero, sino a una familia y un legado. Llegó con una hija de otro padre, pero la adopté y amé como si fuese mía. Más allá de eso no hay mucho que decir. Tengo una hermana más joven, y también muy suertuda. Es quien más ha disfrutado con mi fortuna lamentablemente auspiciada por Henry Blackwood. La chica se mudó a Canadá y allí hizo su vida perfecta. Siempre dice que aquel es el mejor país del mundo. Es corredora de bolsa, vive en una gran casa en los suburbios de Toronto, tiene un esposo canadiense y tres bellos hijos.
—Pareciera que su familia es casi perfecta —dijo Claire, observando el pendiente con atención. Quizá ese era uno de los secretos a los que Señor Mundo se refería. Pero Claire no se atrevió a recogerlo, prefirió observar el pasaporte del señor Ming.
El documento era rojo oscuro y tenía una figura que no pudo identificar, pero en su lugar pudo leer lo que decía: People's Republic of China. El señor Quon Ming había viajado muy pocas veces fuera del continente asiático. Sus visitas incluían Chicago, New York, Singapur, Tokio, Yakarta, Kuala Lumpur, Osaka, Nueva Delhi, Dacca, Bangkok, además de muchas ciudades chinas entre las que estaban Pekín, Hong Kong, Shenzhen, Macao, Cantón y Shenyang.
—¿Dónde reside en el momento, señor Ming?
—En Hong Kong, doctora Davenport. Salí del resto de China en busca de algo más civilizado y con mejor cultura ciudadana, pero no deseaba deshacerme de mis raíces por completo, por eso no me mudé a Singapur junto con mis padres.
—Ya veo. Irse del lugar que lo vio crecer no siempre es fácil. Lo comprendo. Dejé atrás a mi natal Australia para irme a vivir a California y buscar un mejor futuro, pero ahora no dejo de preguntarme si en verdad valió la pena.
—Uno se pregunta eso siempre que se aleja del hogar.
—Y sí que estamos retirados de nuestro hogar... ¿pero exactamente por qué está usted aquí, tan alejado de Hong Kong?
—Negocios... Intentaba recuperar algo de lo que Henry Blackwood tomó sin permiso.
Claire ocultó el pasaporte en el mismo lugar de donde lo había extraído y se levantó de la silla, observando a Quon Ming mientras él le sostenía la mirada sin temor alguno.
—Conocía al señor Blackwood, tenían negocios... Su familia es normal... Vive en Hong Kong... Posee fábricas... ¿Cuál es su secreto entonces?
—Ya se lo dije y ahora se lo reitero, no tengo secretos.
—¿Es su última palabra, señor Ming?
—Mi única, verdadera y última palabra, doctora Davenport.
Claire actuó un tropiezo con su tacón y cayó al piso tan suave y real como lo pudo hacer ver. Ahí abajo no le fue difícil hacerse con el pendiente que ocultó entre su puño. Había llegado la hora de despedirse del señor Ming y abandonar la habitación.
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