Capítulo 1: El Hotel Olympo
—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.
—¿Y sobre qué quieres hablar?
—Ya sabes sobre qué... Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro... a hablar.
—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.
—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más que se interpone en tu camino, como un estorbo. —Se puso en pie para buscar la mirada de su esposo, pero él no apartaba los ojos de los documentos.
—No he dicho que no vayamos a hablar al respecto. Lo haremos, Jill, pero simplemente no quiero hacerlo ahora mismo. La cena es dentro de unos minutos y...
—¡No saldrás de la habitación! —exclamó ella, aproximándose a la puerta de ébano que era tan oscura como el cielo de aquella noche; la aseguró, deslizando el pasador de bronce, y luego se dispuso a buscar las tarjetas que funcionaban como llave.
No tardó en tener en sus manos lo que deseaba. Era sencillo encontrar algo en aquella habitación tan ordenada y minuciosamente decorada. Cada mueble, cada textura, cada color y cada objeto se conjugaban para dar lo mejor de sí y formar un espacio que invitaba a la relajación y al descanso. Por su parte, Pietro no se movió para evitar que ella llevara a cabo su cometido, permaneció bajo una lámpara que enviaba luz sobre su cabeza, permitiéndole leer con claridad.
Con las tarjetas en la mano, Jill se dirigió a la repisa sobre la cual reposaban varios licores y vasos transparentes. Tomó la botella de vodka porque, aunque despreciara su sabor, era lo más fuerte que había. Sirvió un poco del licor en el primer vaso que se cruzó en su camino y no tardó en sentir el fuerte aroma a alcohol. Su nariz había repudiado los olores fuertes toda la vida y emitió un gesto de asco, pero no por ello se detuvo. De un sorbo bebió el vodka y su rostro se contrajo.
—¡Maldita sea! ¡Esto es repugnante! —gruñó, asqueada. Pietro esbozó una sonrisa y ella lo advirtió con claridad —. Búrlate todo lo que quieras —le dijo —, me importa una mierda. —Dio unos cuantos pasos y terminó por dejarse caer en el sofá, junto a su esposo.
—El alcohol nunca han sido lo tuyo, Jill —dijo Pietro con voz suave, doblando su cuello y descargando el peso de su cabeza sobre el hombro de su esposa.
A ella le encantaba cuando le decía "Jill" de esa manera. Le recordaba a los viejos tiempos cuando eran recién casados y parecían más novios que esposos, pasando los días y las noches recorriendo las calurosas playas del Sídney estival, asistiendo a festivales y surfeando las olas del océano Pacífico.
Pero distinto a Pietro, la mayoría de las personas la conocían por su primer nombre: "Claire". Jill era simplemente la contracción de su segundo nombre: "Jillian", y solo su esposo la llamaba así, lo había hecho desde el primer momento en que la conoció. Habían pasado cinco años desde entonces cuando era mitad de verano y Sídney estaba más viva y alegre que nunca. Los turistas abundaban y los locales también. La diversión no era ajena a nadie. Pietro jugaba voleibol en la playa y ella tomaba el delicioso sol. Una de sus miradas pícaras bastó para que él se acercara a hablarle.
—¿Recuerdas lo que me dijiste en la noche del día en que nos conocimos? —preguntó, y Pietro asintió. Ya había dejado de leer los documentos para centrar su mirada en dos estatuillas de tamaño considerable que ocupaban espacio en la mesa de centro; eran de estilo griego antiguo.
—Lo recuerdo como si hubiese sido ayer... Te dije que estaba seguro de que nos casaríamos.
—Y no podías haber acertado más —dijo Claire, moviendo su mano para acariciar el rostro de su esposo. Sintió la piel que cubría la mandíbula áspera, recién rasurada —. ¿Cómo lo supiste?
—Explicarlo es más difícil de lo que en verdad fue. Simplemente no podía despegar la mirada de tu rostro, y estoy seguro de que tú tampoco del mío. Pero no era un sentimiento de simple gusto, era algo más. El mundo desapareció a nuestro alrededor. Tú eras lo único en lo que podía pensar. Tus ojos coquetos y tu cabello despeinado se tomaban turnos para pasearse por mi mente. Tan solo podía oler tu perfume y escuchar tus palabras. Estabas tan llena de vida, Jill. Reías como si fuese la última oportunidad de hacerlo y decías lo que se te venía a la cabeza, sin importar las consecuencias. Me fue imposible no caer rendido a tus pies, y, tal era mi emoción, que no pude contener lo que había estado pensado durante todo el día y terminé por decírtelo: seríamos marido y mujer de una forma u otra.
—Esas no fueron tus palabras exactas —aseguró Claire.
—Ah, ¿no?
—No. Tus palabras exactas fueron: "Aún no lo sabes, pero yo sí. Serás mi esposa y yo seré tu esposo" —dijo con una sonrisa de esperanza y remembranza infinitas, mientras acariciaba el cabello castaño oscuro y opaco de Pietro —. Nunca te lo he dicho, pero yo también lo supe. —El silencio tomó parte en la conversación y se robó las palabras hasta que segundos después, Claire habló de nuevo —. Te puedo preguntar algo ahora. —Pietro asintió —. ¿Crees que seguiremos juntos para toda la vida?
Una luz blanca metalizada iluminó la habitación por no más de un segundo, matizando los colores y eliminando cualquier sombra. Las pupilas de los esposos ni siquiera lograron acostumbrarse a luz cuando esta ya había desaparecido y en su ausencia se escuchó un estruendo avasallante que ocasionó un brinquillo de conmoción en ella. Tanto la luz blanquecina, como el estruendo, habían sido producto de un rayo que ambos vieron con claridad a través del ancho ventanal que resguardaba la habitación y que tenía magníficas vistas al lago cristalino y a las montañas cubiertas de aterciopelada nieve blanca.
Pietro abandonó su cómoda posición junto al calor de su esposa y se aproximó al ventanal. Alzó su cabeza y observó el cielo. No había ni una sola estrella y tampoco se veía la luna. Todos los astros estaban ocultos tras una capa de gruesas nubes oscuras que amenazaban con dejar caer un diluvio bíblico.
—Se aproxima una tormenta —advirtió.
Claire se puso en pie y también observó al exterior.
Las gotas comenzaron a caer sobre el agua apacible del lago, al igual que sobre el cristal de la ventana; primero suaves y dispersas, para luego convertirse en una verdadera lluvia torrencial en menos de un minuto.
—Debemos agradecer que no es nieve. Los inviernos europeos me ponen la piel de gallina. Todos dicen que este es uno de los inviernos más duros que ha visto el continente en décadas.
—No en toda Europa es igual —aclaró Pietro. Sabía muy bien de aquello. Había nacido en Florencia, Italia y se había criado allí hasta que fue el momento de partir rumbo a la universidad en Estados Unidos de América —. En Florencia hace demasiado calor en verano. El invierno es frío, pero soportable, nieva de vez en cuando, pero no se compara con este lugar. Aquí el invierno es verdaderamente adverso. Esa podría ser una explicación del porqué cuanto más al norte de Europa más antipática e introvertida es la gente, ¿no crees?
—Podría... pero de lo único que estoy segura es que no soportaría vivir entre la nieve. ¿Cómo lo logran? Admiro su resiliencia frente al clima.
—Naturalmente no todo el mundo tiene la fortuna de vivir en latitudes donde el clima es más benévolo —aseguró Pietro, observando los ojos verdes expresivos de su esposa que permanecían enfocados en el exterior.
Claire pegó su frente al cristal para ver como la nieve se acumulaba abajo, frente al ventanal del primer piso, como un holgazán colchón de plumas de ganso sobre lo que suponía antes debía haber sido prado vitalicio.
—No me gusta la nieve, Pietro, no me gusta para nada. —Deslizó su mano por el aire hasta que encontró la de su esposo y la apretó con firmeza.
—No tienes que preocuparte, Jill. Pronto regresaremos a nuestro hogar —dijo su esposo y ella asintió.
—Nuestras próximas vacaciones deben ser en un lugar de incontenible sol y bochornoso clima... si es que pasamos más vacaciones juntos —agregó Claire, mirando al suelo.
—¡Mira la hora! —exclamó Pietro —. Debo enviar unos documentos a Estados Unidos antes de la cena. Termina de arreglarte y volveré por ti en unos minutos.
Claire asintió y derrotada entregó la tarjeta de la habitación a su esposo sin mirarlo a los ojos para después, sin decir palabra, aproximarse a la puerta que daba al baño, donde se encontraba su maquillaje.
Repentinamente Pietro la detuvo, tomándola dulcemente por el brazo y ella giró como un trompo hacia él, aun con la mirada clavada en el suelo. No acostumbraba a ser una mujer pasiva y tímida con su marido y menos con los demás, pero las cosas habían cambiado mucho durante aquellos cinco años de matrimonio.
—Te amo, Jill —dijo Pietro, empujando su mentón para que le viera el rostro.
Los ojos marrones anochecidos de Pietro se encontraron con los ojos verdes brillantes de Claire. Ambos estaban dubitativos y, antes de que ella pudiese pronunciar palabra, él le dio un suave beso que duró pocos segundos, los necesarios para que ambos sintieran el alma del otro.
Pietro estuvo a punto de apartarse para retirarse, pero en lugar de eso se dedicó a detallar a Claire por un momento ya que no pudo evitar advertir lo sensual y seductora que se veía con aquel vestido escarlata ceñido y recién estrenado que potenciaba sus curvas, sobre todo gracias a esa pose dominante y femenina tan usual en su esposa.
—¿Qué tratas de hacer?... Por Dios, Pietro, no me vas a engatusar.
—No te quiero engatusar de ninguna forma, amore mio, solo me apetece un beso más —aseguró, rodeando la cabeza de su esposa amorosamente con sus grandes manos y después acercó de nuevo sus labios a los de ella.
Ambos deseaban el momento, lo anhelaban. Hacía bastante tiempo que no tenían ningún tipo de intimidad, ni siquiera ahí, en medio de aquella tranquila habitación de hotel que era tan propicia para aquel cometido.
Claire cayó rendida ante el olor masculino de su esposo, y, sin duda, también ayudó a aumentar la pasión cuando él descendió las manos para acercarla a su cuerpo tomándola por la cadera. Pero el momento deseado por el matrimonio no duró mucho, fue interrumpido cuando, intempestivamente, Pietro se alejó, dando un paso hacia atrás.
—Aun no puedo.
—No hay problema —dijo Claire, limpiando con sus manos el labial que estaba ahora en los labios de su esposo —. Ve a enviar esos documentos y vuelve por mí. La cena nos espera —ordenó, retirándose del lugar para entrar al baño.
Ahí dentro, tras el lavabo, Claire observó su rostro frente al espejo y vio como una lágrima se escurría por una de sus mejillas, pero no la dejó vivir demasiado y la limpió. Ya había llorado demasiado por Pietro y no podía continuar, al menos no por el momento. Una cena estaba a la vuelta de la esquina y no quería estar hinchada, con ojeras y acongojada para aquel momento.
Retocó sus sombras del párpado con esmero, aplicó rímel de nuevo en sus pestañas y acomodó su cabello que en realidad no estaba ni un poco despeinado. Se percibió algo pálida y ruborizó sus mejillas con cuidado. Hacía siglos que no se bronceaba. Tan solo faltaba reaplicar el labial que Pietro le había robado en aquel beso y ya estaría lista para la velada.
Abrió una maletilla para buscar dentro el labial exacto que necesitaba y aquello no tardó en convertirse en una completa odisea. El labial no aparecía por ningún lado, era como si se lo hubiesen llevado a otra dimensión unos duendecillos extraños e invisibles. Claire buscó y buscó, preocupada porque Pietro regresara y ella aun no estuviera lista y, cuando creyó ya no poder dar con el labial, estando a un paso de rendirse, una mirada rápida al tocador que daba a la ventana del baño le bastó para caer en cuenta de todo el tiempo que había perdido. El labial yacía ahí, abandonado en la llanura del tocador.
Rápidamente dio un paso y agarró el labial con desdén. Se ubicó frente al espejo y con delicadeza empezó a pintar sus labios con aquella barra rojo suave, pero, repentinamente, un grito cavernoso y bronco se escuchó fuera de la habitación, tras la puerta de ébano de la habitación y el umbral del baño. Claire giró su cabeza inconscientemente hacía el origen del sonido y manchó su rostro con el labial, sin embargo, mantuvo su posición de alerta por un segundo, tratando de descifrar si sus oídos la habían engañado.
Claire volvió su mirada al espejo y además de notar una expresión de incertidumbre en su ceño, vio como el labial había manchado su mejilla. Estaba dubitativa sobre qué hacer a continuación, y cuando se decidió a tomar un paño húmedo para limpiar el desastre en su rostro, escuchó otro sonido, esta vez era más como un golpe sólido y repentino, pero también fulminante e incisivo como un tiro acertado de rifle de caza y grueso y conciso como un ladrillo que cae desde la cima de una montaña.
No estaba loca, era muy consciente de lo que había escuchado y con ausencia de temor y abundancia de curiosidad limpió el labial hasta que quedó perfecta y dejó el baño varios minutos después para encontrarse con Pietro sosteniendo el picaporte de la puerta de ébano de la habitación. La posición de su esposo no le permitió saber con exactitud si ya había vuelto de enviar los documentos o hasta ahora se preparaba para salir.
—¿Escuchaste? —preguntó él.
—Sin duda. No soy sorda —respondió Claire, avanzando hasta la mitad de la habitación —. ¿Llegabas o te ibas?
—Me iba. Extravié un documento de los que tengo que enviar y lo encontré hasta hace cuestión de segundos...
La respuesta que Claire deseaba no había terminado totalmente cuando fue interrumpida, de repente, por tres golpes secos que sonaron tras la puerta. Parecían ansiosos y apremiantes, y sin embargo ninguno se molestó en acercarse para abrir por la confusión del momento. No pasó ni un minuto cuando hubo otros tres golpes aún más insistentes que los anteriores.
—¡Maldición! —exclamó Pietro, guardando su respuesta para después —. ¡¿Quién es?! —preguntó con tono grueso y de pocos amigos.
El pasador se deslizó por la acción de la mano derecha de Pietro, mientras la mano izquierda abrió la puerta. Afuera, en el pasillo iluminado por una luz amarilla y acogedora, había un hombre de piel morena y contextura delgada que vestía el uniforme del hotel. Pietro deseaba inquirir con tosquedad el motivo de aquella interrupción, sin embargo, se contuvo al ver que el hombre tenía la cara pálida, como si hubiese visto al mismísimo demonio.
—¿Está usted bien? —preguntó, justo cuando Claire, inquieta por comprobar que sucedía, se aproximó —. ¿Necesita ayuda?
—Monsieur Henry... Henry Preston... Preston Blackwood... —intentó decir el hombre. Su mandíbula temblaba sin descanso y titubeaba más de lo que pronunciaba —. Monsieur Henry Preston Blackwood —logró articular por fin ante la mirada curiosa y expectativa de los esposos.
—No —dijo Claire, observando al hombre —, no es la habitación de Monsieur Henry No Sé Qué Más. —El hombre del pasillo negó con la cabeza casi sin usar el cuello; fue un movimiento sutil, para suerte de los esposos, porque el hombre se percibía tan débil que ambos hubiesen jurado que un movimiento brusco lo hubiese conducido al suelo.
—No, no... no es... eso... no es eso. —titubeó —. Monsieur Henry... Preston...
—Ya entendimos —gruñó Claire, ansiosa por una explicación —. Monsieur Henry Preston Blackwood... ¿qué sucede con él?
—Ha... ha muerto. ¡Monsieur Henry Preston Blackwood ha muerto! —chilló por fin sin detenerse —. Usted... usted es doctora. Necesitamos su... su ayuda.
Los esposos se observaron, y Claire no dudó en salir al pasillo. Sus tacones pisaron el mármol inmaculado, causando un retumbar, y se silenciaron más tarde cuando caminó sobre la alfombra color vinotinto que recorría el pasillo a lo largo y que combinaba exquisitamente con las paredes y la luz amarillenta. Mientras recorría el camino pudo avistar un tumulto de personas reunidas al final, lo que avivó su sentimiento de curiosidad por lo sucedido.
El pasillo dirigía al salón del segundo piso, donde estaba aglomerada la gente. El lugar era bello, pero no se comparaba con su gemelo del primer piso. Había varios sofás, divanes y sillones, además de mesas y abundante decoración como plantas de grandes hojas y jarrones con flores pomposas y frescas. Sin embargo, las personas que allí se encontraban, no estaban haciendo uso de los muebles o admirando los objetos peculiares, en cambio, se hallaban dispuestas a lo largo de las barandas blancas de finas formas curvilíneas que resguardaban el borde que daba al vestíbulo del primer piso.
Los instintos morbosos de Claire la empujaron a ocupar un lugar junto a la baranda, en medio de una señora esbelta de cabello castaño cenizo y un hombre pelinegro que vestía un suéter gris. Sus manos se posaron en el barandal y su cuerpo se inclinó hacia el vacío, permitiendo que pudiese ver con claridad el suceso que había aglomerado a los huéspedes y había dejado sin palabras al hombre que golpeó la puerta de su habitación.
En la mitad de las escaleras se hallaba un cuerpo sin vida, pálido como las nubes e inexpresivo como una estatua. Se trataba de un hombre, y Claire ya conocía su nombre: Henry Preston Blackwood. Había fallecido con los ojos bien abiertos y en una extraña posición. Con seguridad había caído escaleras abajo, y si eso no lo había matado, sin duda sí lo había hecho la hemorragia evidente. Bajo la cabeza del hombre, desde una herida oculta, emanaba la sangre fresca, que goteaba lentamente sobre un escalón recubierto por la alfombra vino tinto para después pasar al siguiente y así sucesivamente hasta desembocar en el mármol del vestíbulo y formar un charco espeso.
—¿Cree que... que esté vivo? —titubeó el gerente que llegaba tras Claire en un susurro.
—¿Vivo? —repitió —. Ni de milagro. Basta con verlo para saber que ya perdió demasiada sangre.
La indómita escena la permitió a Claire suponer lo que el personal del hotel ya había descifrado: el señor Henry Preston Blackwood había sido asesinado. La escena era terriblemente inquietante. El lugar, el cadáver, las personas y el momento parecían no concordar. Los presentes tenían caras ciertamente atónitas y apesadumbradas; sin embargo, la curiosidad era el sentimiento que más afloraba en sus rostros. Era como si el vino más añejo y costoso, de la cava más lujosa y la cosecha más prolífera, se hubiese derramado en medio de las escaleras y todos estuviesen ansiosos por darle un trago sin importar que estuviese regado en el suelo, y si aquello no fuese posible, les hubiese bastado con verlo y detallarlo hasta el cansancio.
El grito ahogado y desgarrador de una persona llenó el lugar y los vellos se le pusieron de punta a más de uno. Claire giró su cabeza, buscando a quién pertenecía tal alarido. Una mujer proveniente del pasillo contrario había aparecido en el salón. Era muy delgada; con un cuello largo; de piel blanca, incluso más que la del difunto; cabello oscuro como el cosmos y sin la más mínima onda; además, poseía unos ojos verdes tan apagados que daban cuenta del sufrimiento que cargaba. Llevaba un vestido negro con prestancia, tan largo que se arrastraba tras ella y, con un pañuelo del mismo color, secaba las lágrimas que despedían sus ojos.
—Mi Henry —murmuró, sombría. Caminaba como un alma en pena, bamboleándose presa del dolor. Como pudo, llegó hasta el inicio de las escaleras, se tomó del barandal y se detuvo por un momento. Estaba sumamente afligida, tanto que pareció iba a desvanecerse allí, sin embargo, se agarró fuerte y continuó.
Nadie pronunciaba palabra. Y Claire no le apartaba la mirada a quien, empezaba a dilucidar, era la esposa del muerto.
La mujer descendió por los escalones parsimoniosamente, limpiando sus lágrimas con el pañuelo negro delicadamente bordado. Después de unos minutos estuvo junto al difunto, se arrodilló con elegancia y la espalda muy recta y no pudo evitar soltar un sollozo al vislumbrar el rostro sin vida.
—¡Señora, no debe tocar el cadáver! —exclamó alguien al ver que la mujer alargaba un brazo. Ella se detuvo y dirigió sus ojos hacía el vestíbulo para saber quién le hablaba. Era un hombre con el uniforme del hotel. Claire supuso que debía tratarse del recepcionista o algo similar —. Hemos llamado a la policía y han dado órdenes expresas de que nadie toque el cadáver hasta que arriben —aclaró, subiendo los escalones a prisa, en medio de la mirada de los huéspedes —. Permítame ayudarla a ponerse en pie, señora —dijo, posando su mano en la espalda de la mujer.
—¡¿Cómo osa tocarme?! —gruñó la mujer, observando al hombre con los ojos entrecerrados y las cejas juntas y en dirección al suelo.
—Discúlpeme, señora Blackwood, no pretendía ofenderla —. Con aquellas palabras Claire confirmó lo que ya sospechaba, en efecto la mujer era la esposa del difunto.
—¡Por los clavos de Cristo y la inmaculada Virgen María! —exclamó alguien que se encontraba en la baranda del costado contrario a dónde estaba Claire —. Ya hemos tenido suficiente con esta terrible desgracia como para ocasionar más daños. Dejemos esto en las manos de Dios y de las autoridades. —Las palabras provenían de una monja; Claire lo supo porque vestía un hábito blanco e impoluto y, sobre su cabeza, ocultando su cabello, portaba un velo negro y opaco, pero no por ello menos pulcro —. Venga conmigo, señora Blackwood —dijo la monja con voz maternal, ofreciéndole ambas manos y esbozando una sonrisa que no expresaba felicidad, hipocresía, o pesar, sino más bien una que inspiraba confianza y paz —. Tenga la seguridad de que Dios nos envía a todos dónde lo merecemos. Si su esposo fue bueno en vida, seguro ya está en el cielo rodeado de ángeles, arcángeles y todos los santos, regocijándose en la gracia infinita del señor.
La señora Blackwood escuchó atenta las palabras de la monja y, llevada por la especial dedicación de esta, la tomó de ambas manos y se puso en pie.
—Hermana —dijo, observando a la religiosa.
—Dígame, señora.
—Y si mi esposo fue malo... ¿A dónde irá? —preguntó, en medio de sollozos, y Claire pudo advertir como sus ojos se iluminaron de una forma especial.
—Si no se arrepintió, irá al infierno —respondió la monja sin rodeos, pero aún con su voz condescendiente —, A arder entre las llamas eternas junto a quien cometió este crimen y ante la vista atenta del señor de las tinieblas.
La señora Blackwood asintió, dando a entender que comprendía, y permitió que la religiosa la dirigiera escaleras abajo con lentitud.
Las mujeres llegaron al iluminado vestíbulo, alumbrado por un gran candelabro con incrustaciones de esmeraldas colombianas y diamantes africanos, bajo el cual se erigía una estatua muy peculiar, tallada en el mármol más blanco del mundo, donde los 14 dioses griegos que alguna vez habitaron el Olimpo luchaban por alcanzar algo que el escultor parecía haber olvidado tallar sobre sus cabezas.
—¿Señoras, desean alguna cosa en especial? —preguntó el mismo hombre que hacía un momento había perturbado a la viuda —. El hotel se encargará de ello sin problema.
—Ay, Dios mío —suspiró la monja —. Ojalá las cosas materiales pudiesen llenarnos en verdad...
Las dos imponentes puertas del hotel, hechas del ébano más costoso y único que los constructores pudieron encontrar, se abrieron de par en par, víctimas de un ventarrón abrupto, permitiendo así la entrada de miles de gotas de lluvia y de un frió penetrante. Todos dirigieron su mirada hacía allí, instintivamente, y en ese mismo instante se vio como un relámpago poderoso recorrió el cielo, seguido de un trueno ensordecedor.
La inmensamente generosa luz les impidió divisar a los presentes que el rayo había golpeado contra una montaña alpina a rebosar de nieve, causando una avalancha que pocos minutos más tarde caería sobre la única carretera que dirigía al hotel, bloqueándola e impidiendo el paso de cualquier vehículo.
—Esa es la ira de Dios —aseguró la monja —. Algo terrible ha sucedido aquí esta noche y su disgusto es inmenso —agregó antes de desaparecer junto con la señora Blackwood rumbo a otra estancia.
Varios hombres y mujeres, pertenecientes al personal del hotel, corrieron a contener las fuerzas de la naturaleza y, con ahínco, lograron cerrar las puertas. El ambiente retorno a una vieja normalidad y los susurros y murmullos inundaron el lugar. Todos se habían contenido a fuerzas de voluntad para no dar su opinión o señalar al posible asesino, pero con la viuda fuera de vista y la conmoción de la noticia digerida, era hora de dar paso a las habladurías.
—Esto es insólito —aseguró alguien muy cerca de Claire —. Para esto vinimos hasta tan lejos —. Era Pietro, mucho más alto que ella y dentro de un esmoquin que le otorgaba algo de altivez —. ¿Crees que hayan capturado a quien lo hizo? —Claire negó con la cabeza.
—Pero sí puedo decir que estoy gratamente asombrada, por más extraño que suene —dijo la mujer, caminando hombro a hombro con su esposo para ver al cadáver más de cerca —. Hace un momento hubiera asegurado a capa y espada que en este país no ocurría absolutamente nada interesante, que lo más exótico era el desborde de dinero y personalidades. Ahora sé, de primera mano, que hasta lo que aparenta ser infinitamente calmado tiene sus sorpresas.
Claire no sentía absolutamente ninguna repulsión frente a los muertos o la sangre. Los largos años que había pasado en la universidad estudiando medicina, viendo cadáver tras cadáver y enfermedad tras enfermedad, le habían envuelto en una dura coraza que repelía el asco a los componentes del cuerpo humano ya fuese en vida o en la muerte.
—Es desagradable —refunfuñó Pietro —. Ojalá limpien eso rápido. No me agrada tener que verlo.
—Te desmayarías si vieras lo que yo he tenido que ver. El señor Blackwood murió con dignidad, por decirlo de alguna forma. Muchas personas se orinan y otros incluso se cagan luego de morir. —El rostro de Pietro se contrajo y pasó saliva. Claire había hablado con la simple intención de incomodarlo y no pudo evitar sonreír —. No hubieras durado un día en la escuela de medicina.
—He ahí la razón por la que tú eres la doctora y yo soy el abogado —dijo él, completamente seguro de su afirmación —. Tú tampoco hubieses aguantado un solo día en la escuela de derecho...
El sonidillo molesto de una campanilla aguda llegó a los oídos de la pareja y de todos los huéspedes. El sonoro objeto estaba siendo tocado por el mismo hombre que había llamado a la puerta de la habitación.
—Buenas noches, damas y... y caballeros. —Parecía mucho más calmado, ya no estaba pálido y el titubeo en su hablar había desaparecido en su mayoría, pero no del todo —. Mi nombre es... es Hasin Bharat Mhaiskar, soy el gerente del hotel Olympo. Ante... ante todo debo ofrecerles una... una sentida disculpa en... en nombre del hotel, el personal y, sobre todo, en mi... mi nombre. Está claro que... que nadie preveía el desafortunado incidente que... que ha ocurrido en esta... esta tormentosa noche, sin embargo, ha sucedido, y... y debemos tomar medidas drásticas al... al respecto porque la seguridad de... de ustedes, nuestros huéspedes, está primero que cualquier otra... otra cosa. Tomando en... en cuenta lo anteriormente dicho y el hecho de que indudablemente hay...—se detuvo por un momento —hay un... un asesino entre nosotros, hemos decidido cancelar la... la cena y en su lugar, les... les pido amablemente, se dirijan al... al gran salón. Allí encontraran todo tipo de... de comodidades para hacer su breve y momentánea estancia más... más amena. Podrán volver a sus respectivas habitaciones cuando la... la policía haga presencia. Agradezco su... su comprensión y espero acaten mis... mis sugerencias.
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