Capítulo 46: Visitas



Hay una mujer en mi habitación hoy. Se llama Elena Jackson, y es mi nueva psiquiatra, al menos eso es lo que me dice.

Ha volado desde Nueva York, como un favor a mi madre: son buenas amigas.

Sus ojos parecen amables, me gusta el tintineo de sus brazaletes dorados cuando gesticula con manos delicadas. Tiene un dije de una pata de perro en una de sus pulseras. Extraño a Clover.

—Alba, quiero ayudarte a entender lo que está sucediendo. Has pasado por momentos de extremo dolor, y tu mente tuvo que ser creativa para afrontarlos.

Solo puedo asentir. Parece ser suficiente porque continúa hablándome.

—Las mentes creativas son mis favoritas. Sin ellas no tendríamos inventos como las tostadoras, la música, o el arte —Se ríe de su propio ingenio, y me hace acordar a alguien, creo.

Sus zapatos de taco aguja golpean las baldosas blancas.

Clac, clac. Las cosas que creo que son reales pueden no serlo, explica.

Clac, clac. Palabrerío raro sobre el estrés postraumático.

Clac, clac. Algo sobre el dolor de una pérdida.

Cuando es mi turno de hablar, le digo que todos somos moléculas al viento, y que yo puedo volar en mi torbellino y convertirme en un helecho.

Mamá aprieta mi mano con fuerza. No sabía que estaba aquí conmigo. La preocupación contorsiona su rostro demacrado como si hubiera dicho algo fuera de lugar. ¿Lo hice?

Elena se aclara la garganta y nos sonríe con tranquilidad.

—Vamos a concentrarnos en mantenerte con los pies en la tierra de ahora en más ¿de acuerdo?

Las pastillas que me ha dado, junto con un vaso de agua hacen efecto rápidamente. Me nublan la concentración, ensordeciéndolo todo, por lo que la conversación que tiene con mi madre junto a mi cama, me llega en murmullos entrecortados, como si estuvieran bajo el agua. ¿Acaso hemos vuelto al lago?

—Pero entonces, Alba... ¿Cómo es posible? ¿Lo está? —Y no puedo entenderle nada. Solo sé que solloza.

—Tu hija... La muerte de su padre... ¿Lo entiende? —le dice Elena.

Entonces mi madre solloza, su voz se quiebra y se transforma en una canción, la misma que oía junto a mi ventana cada vez que la paloma de luto venía a visitarme. Me desgarra el alma, pero no tengo la energía para averiguar la razón.

Hay un chico alto y elegante en mi habitación hoy. Está sentado a mi lado.

Me gustan sus rulos azabaches, se balancean con suavidad sobre su frente cuando se inclina a tomarme de la mano.

Dejo que lo haga, no sé por qué. Está esperando a que le diga algo, pero no sé bien que decir, ya que no sé quién es, ni de que le gustaría charlar.

—Hola —me dice. Una sonrisa torcida juega en la comisura de sus labios carnosos, pero no llega a sus amables ojos de un azul infinito.

—Hola —grazno. Mis palabras son como burbujas. Estallan antes de llegar a él.

Creo que me conoce. Hay gotitas colgando de sus largas y tupidas pestañas. Que extraño. ¿Habrá ido a nadar al lago?

—Lo siento —susurro.

—¿Por qué lo sientes, Alba? —Pronuncia mi nombre con cuidado, como si fuera quebradizo, como si pudiera romperse en cualquier momento.

—Es que creo que mi cerebro está roto. Creo... No estoy segura. Pero, perdóname. No sé quién eres—. No puedo leer la expresión que cruza su rostro, parece sorpresa, ¿o es compasión?

—Perdóname —vuelvo a repetirle.

¿Es esta mi nueva palabra? Perdón por existir y estar tan rota. Perdón por asustar y hacer llorar a la gente a mi alrededor. Perdón por no recordar tu hermoso rostro, y por haberte arrastrado hasta aquí.

—Somos buenos amigos, Alba. No puedes recordarlo, pero hemos vivido muchos momentos especiales, con muchas risas de por medio. Somos historia tú y yo. Pero no te preocupes, voy a ayudarte a salir de este capítulo equivocado.

Quiero seguir escuchando su voz, me hace pensar en la luz del sol, el canto de los pájaros, y el agua tibia que fluye cristalina.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto, aferrándome a sus largos dedos, no queriendo soltarlos. La reconfortante calidez de tu piel sobre la mía es un refugio para mis huesos rotos y mis recuerdos destrozados.

—River —me contesta, con la mirada nublada por mil preocupaciones.

Una enfermera entra, y le llama la atención. Dice que no es horario de visitas y en el momento en el que su mano se retira, mis dedos se congelan.

Me estremezco de pies a cabeza. Tiemblo. Tiemblo, y nunca me detengo.

La puerta se abre y mi corazón se acelera. Observo su elegante mano cerrándola detrás de él.

Es River. Ha venido a visitarme de nuevo.

Le digo que mi cerebro todavía está roto, y escucha mis disculpas una y otra vez. Me regala una sonrisa torcida. Ya es mi favorita.

—¿Sabías que hay ochenta y nueve mil millones de neuronas en el cerebro humano? Casi lo mismo que el número de galaxias en el universo observable, nenita.

Me gusta cuando me llama de esa forma, lo miro a los ojos, me pierdo en ese azul tan profundo, y en el fascinante gris de sus pómulos altos. Se ve tan pálido. ¿Acaso será un paciente como yo? ¿Estará enfermo? Creo que sabía cosas sobre él.

—La mente es milagrosa —me dice, mientras aprieta mi mano con delicadeza. Su calor se vuelve a filtrar debajo de cada poro de mi piel, y dejo que se extienda por el resto de mis células —. Tienes una mente jodidamente milagrosa, Alba.

Cierro los ojos y trato de encender mi mente milagrosa. Intento encontrarlo. Cualquier minuto compartido a su lado. Me conformaré con lo que sea, por favor.

—Te traje algo que hice para ti —murmura, haciendo aparecer una bolsa de cartón violeta con un lazo rosa. Tiene lirios dibujados, y es muy bonita. Le tiemblan los dedos mientras saca lo que hay en su interior.

Es una corona de papel. La pone al lado de mi cama, sobre una mesa de cajones metálicos. No puedo dejar de mirar mi regalo y sus ojos. Una y otra vez.

Le pido que me la coloque en la cabeza, y lo hace sin titubear. Creo que siento uno de sus dedos enroscarse en un mechón de mi cabello.

Sostiene mi mano, y yo la suya, hasta que una enfermera diferente llega y lo echa.

Mamá parece agotada. Yo también lo estoy. Se sienta a mi lado, apoyando su rostro sobre mi mano. Cuando cree que estoy durmiendo, se pasa las manos por el cabello mientras llora lágrimas silenciosas.

Cuando estoy despierta, me cuenta sobre el concurso de ortografía que ganó Brisa, y el diente que se le ha partido a Tommy. También me cuenta de Clover y como duerme en mi cama, esperándome.

Me dice que no sabía sobre mi lucha, y cuán profundo era mi dolor.

—Si lo hubiera sabido, mi amor, nos habría puesto a todos dentro de una burbuja. No habría vuelto a este lugar, nos habría llevado a todos a una cabaña en la cima de una montaña. Lejos de todo mal. Hubiera puesto mi cuerpo frente a esa camioneta, para que nada más te doliera. La hubiera detenido con mis huesos, hija —Sus palabras salen mezcladas, mitad hipo, mitad sollozos.

No quiero decirle que la cima de nuestra montaña se habría derrumbado, que la camioneta blanca hubiera encontrado la manera de golpearme.

No podemos escapar de nuestro dolor. Está incrustado en nuestra sangre. Fluye sin que nos demos cuenta. Miro a la única persona que ha sido una constante en mi vida, y lo que veo en sus ojos es abrumador.

—Mami, yo...

—Te amo, Albita —dice, con la voz distorsionada por las lágrimas.

—¿Mami?

—¿Sí?

—¿Por qué?

—¿Qué cosa, mi amor?

—¿Por qué me amas? —le pregunto, con la mirada fija en su sonrisa de labios temblorosos.

Ella ríe suavemente, entre hipidos.

—Ay, mi ángel querido, te amo por tantas razones...

Se desliza sobre mi cama, apoya su cabeza en mi hombro, y las enumera. De hecho, son tantas que los días pasan de largo mientras me tiene envuelta entre sus brazos. 







N/A

Tengo el alma tan llena de esta historia, que me muero por seguirla compartiendo con ustedes hasta el final. 

En una semana, la tendrán terminada. 

Los amo.

Simplemente, gracias. 



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