Capítulo XXXIX
Hace la presentación de algunos personajes respetables que conoce ya el lector, y demuestra que el judío y Monks se entendían perfectamente
La noche que siguió a la en que los tres dignos personajes a quienes se ha referido el capítulo anterior trataron y concluyeron el pequeño negocio allí narrado, el respetable Guillermo Sikes, al despertar de un sueño, preguntó con voz cansada qué hora podría ser.
No era el cuarto de Sikes el mismo que ocupara antes de su malograda expedición a Chertsey, aun cuando estuviese en el mismo barrio y a corta distancia de su anterior alojamiento, ni parecía tan apetecible como aquél, pues su mobiliario era pobre y escaso, pequeño el cuarto, y por añadidura no recibía más luz que la que dejaba pasar una ventanita sumamente estrecha, abierto por el borde mismo del alero del tejado, que daba a una callejuela solitaria y sucia. Ni faltaban tampoco otras indicaciones de que aquel hombre había sufrido reveses de fortuna, pues la escasez de muebles, a la pobreza de los pocos que quedaban, había que añadir la carencia casi absoluta de ropa blanca y de vestir, la falta total de confort, y mil otras cosas que acusan pobreza extrema, sin contar, con que la demacración del egregio señor Sikes era confirmación harto evidente de su precaria situación.
Encontramos al amigo de lo ajeno tendido sobre la cama, envuelto en un gran levitón blanco, que hacía las veces de bata de casa, y presentando una cara a la cual favorecía muy poco el tinte cadavérico que la cubría, el sucio gorro de dormir que le servía de remate y la hirsuta barba negra, privada de las caricias de la tijera desde algún tiempo antes junto al lecho estaba sentado el perro, que tan pronto miraba a su amo como enderezaba las orejas y lanzaba gruñidos sordos, cada vez que los rumores de la calle llamaban su atención. Sentada al lado de la ventana, remendando con ardimiento un chaleco del ladrón, había una mujer, tan pálida y extenuada como consecuencia de las vigilias y de las privaciones, que nos sería sumamente difícil reconocer en ella a la Anita que ha figurado ya en varios capítulos de esta historia, de no ser por la voz con que contestó a la pregunta de Sikes.
—Poco más de las siete —respondió la joven—. ¿Cómo te encuentras, Guillermo?
—¡Más débil que el agua! —gritó Sikes, lanzando una maldición a sus miembros y a sus ojos—. ¡Ven! ¡Dame la mano para que pueda salir de esta maldita cama!
Parece que la enfermedad no había dulcificado el temperamento de Sikes, pues mientras la joven le ayudó a dejar la cama y a sentarse en una silla, su boca no cesó de barbotar imprecaciones y blasfemias, matizadas con quejas sobre la torpeza de su enfermera, a la que concluyó por pegar.
—¿Ya estás lloriqueando? —gruñó Sikes—. ¡A callar! ¿Oyes? ¡si no sabes hacer otra cosa, preferible es que revientes de una vez! ¿Me entiendes?
—Sí, hombre, sí; te entiendo —contestó la muchacha con risa forzada—. ¡Qué cosas se te ocurren a veces!
—Parece que lo has pensado mejor, ¿eh? —dijo Sikes, viendo que temblaba una lágrima en las pestañas de Anita—. ¡Tanto mejor para ti!
—¿Es que tenías gana de pegarme esta noche, Guillermo? —preguntó la joven, poniéndole una mano sobre el hombro.
—¡Bah! ¿Por qué no?
—Hace muchas noches —dijo la muchacha, poniendo en su voz acentos de ternura que le dieron cierta dulzura—, hace muchas noches que te cuido y atiendo como si fueras un niño; vuelves en ti hace un momento, y lo primero que se te ocurre es pegarme. No te hubieras comportado así, si hubieses reflexionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Dime que no!
—¡Bueno! ... ¡No lo hubiera hecho! ¡Por vida de...! ¿Otra vez llorando?
—No es nada, Guillermo, no hagas caso —respondió la joven dejándose caer sobre una silla. Pronto se me pasará.
—¿Y qué es lo que pasará pronto? —gritó Sikes con furia salvaje—. ¿Qué tonterías son ésas? Levántate, trabaja, haz algo, y no me desesperes con tus locuras de mujer.
En otras circunstancias, aquellas palabras, y sobre todo, el tono con que fueron pronunciadas habrían producido el efecto deseado; pero, la muchacha, extenuada y falta de fuerzas, inclinó su cabeza sobre el respaldo de su silla y se desmayó, antes que el señor Sikes tuviera tiempo de intercalar unos cuantos juramentos apropiados, que en circunstancias parecidas solían ser compañeros obligados de sus amenazas. No sabiendo qué hacer en aquel caso verdaderamente excepcional, pues los accesos de histerismo de la señorita Anita eran de ordinario de los que producen en el paciente deseos de pelea. Sikes recurrió primero a las blasfemias, y como observara que éstas eran ineficaces, pidió socorro.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín abriendo la puerta.
—Cuida de esa chica —contestó Sikes con impaciencia—. Cuídala, pero sin charlar tanto ni mirarme con ojos de bruto.
Apresuróse el judío a socorrer a Anita, no sin antes lanzar un grito de sorpresa, mientras Dawkins, por mal nombre el Truhán, que había entrado siguiendo a su respetable maestro, y dejaba sobre el suelo un paquete, con el que iba cargado, y arrebataba una botella de las manos de Carlos Bates, pegado a sus talones, la descorchaba con los dientes en un abrir y cerrar de ojos, y vertía parte de su contenido en la boca de la paciente, no sin antes haber hecho pasar una buena dosis por su propia garganta.
—Hazle aire con el fuelle, Bates, y usted Fajín, frótele bien las manos mientras Sikes le afloja el vestido —dijo el Truhán.
Los esfuerzos combinados de todos, aplicados con energía sin igual, y sobre todo el del fuelle, que parecía mucho a Bates, encargado de administrarlo, no tardaron en producir el efecto apetecido. La joven fue recobrando gradualmente el conocimiento, y levantándose de la silla, aproximóse a la cama, hundió su cara en la almohada, y dejó que Sikes se las entendiera con los tres personajes extraños, cuya presencia en la habitación la había sorprendido.
—¿Qué mal viento te trae por aquí? —preguntó a Fajín.
—No es mal viento el que me trae, amigo mío —respondió Fajín—, pues nunca traen nada bueno los malos vientos y yo traigo algo que le alegrará la vista. Truhán, amigo mío –añadió—, deslía ese paquete y da a Guillermo las cosillas en que hemos empleado nuestro dinero esta mañana.
Cumpliendo presuroso la orden de Fajín, el Truhán deslió el paquete, que era bastante voluminoso y estaba envuelto en un mantel, y alargó uno por uno a Bates los objetos que contenía, que éste fue dejando sobre la mesa, encomiando su calidad.
—De conejo, Guillermo, de conejo auténtico —dijo, mostrando un pastel enorme—, de esos seres delicados de miembros tan tiernos, Guillermo, que hasta los huesos se deshacen y funden en la boca, sin que haya medio de encontrarlos; media libra de té verde, de setenta y seis peniques, tan fuerte y bueno, que basta echarlo en agua hirviendo para que salte por los aires la tapa de la tetera; una libra y media de azúcar de primera de ése que no ven los negros y menos tienen ocasión de probar... ¡oh, no! dos panes frescos y apetitosos, un queso de Glocester, y para coronarlo todo, el líquido más rico que jamás ha pasado por su garganta, Guillermo.
Terminado el panegírico, Bates sacó de las profundidades de su bolsillo una botella de buen tamaño, llena de vino y cuidadosamente tapada, mientras el Truhán escanciaba de otra, que a su vez traía, un gran vaso de licor, que el enfermo echaba entre pecho y espalda sin demostrar un momento de vacilación.
—¡Ah! —exclamó el judío, frotándose satisfecho las manos—. ¡Eso va bien, Guillermo, muy bien!
—¡Bien! –replicó Sikes—. ¡Bien estaría hace cien siglos si hubieras pensado en socorrerme! ¿Qué intención era la tuya al dejarme aquí abandonado durante más de tres semanas, perro vagabundo... corazón traidor?
—¿Pero no estáis oyendo? —exclamó el judío encogiéndose de hombros—. ¿Oís lo que nos dice, precisamente cuando acabamos de traerle cosas tan buenas?
—No son tan malas –contestó Sikes, un poco apaciguado al volver los ojos hacia la mesa. –Pero dime, ¿cómo puedes excusar tu conducta, después de dejarme aquí enfermo, pobre, postrado, sin salud y sin nada que llevar a la boca, como si fuera un perro? A propósito del perro... ¡Échalo afuera, Carlos!
—No he visto en mi vida perro tan gracioso como este —dijo Bates, cumpliendo la orden de Sikes. Huele los víveres con tanto esmero como suelen hacerlo las viejas en el mercado. Si se hubiera dedicado al teatro, hubiera hecho fortuna ese perro, sobre todo cultivando el género dramático.
—¡Quieto! —gritó Sikes a su perro, que se había escondido debajo de la cama y gruñía amenazador—. Repito, zorro viejo: ¿Qué disculpa me das de tu conducta?
—He estado fuera de Londres más de una semana, amigo mío –contestó Fajín.
—¿Y los quince días restantes? ¿Qué me dices de las dos semanas que me has tenido aquí como una rata enferma en su agujero?
—No pude remediarlo, Guillermo. No entraré ahora en detalles, porque no son para dichos delante de gente, pero juro por mi honor que no pude hacer otra cosa.
—¿Por tu honor? —exclamó Sikes —¡Vaya, muchachos! Cortadme un pedazo de ese pastel, para que me quite el mal gusto que me ha dejado esa palabra.
—No se enfade usted, amigo mío —suplicó el judío—. Ni un instante he dejado de pensar en usted... se lo aseguro.
—¿No? ¡Eso sí que lo creo! —exclamó Sikes, sonriendo con amargura—. Seguro estoy de que has pensado mucho en mí, mientras he permanecido aquí, tiritando unas veces y ardiendo otras, para variar; pero ha sido para madurar tus planes, para tomar medidas, diciendo que Guillermo hará esto, o hará aquello, tan pronto como se ponga bueno, y lo hará por cualquier cosa, regalado, casi de balde. ¡Bandido! ¡De no haber sido por esa infeliz estaría ya muerto!
—¡Conformes, Guillermo! —exclamo Fajín, aprovechando la frase al vuelo—. Dice usted que no ha muerto gracias a la muchacha: ¿y a quién debe usted el tenerla a su lado? ¿No es al viejo Fajín?
—Es verdad —terció Anita, acercándose a los interlocutores—. Pero hablemos de otra cosa; ¿no les parece que se ha discutido lo que tratan con toda la extensión que merece?
La presencia de Anita dio nuevo rumbo a la conversación. Los muchachos, obedeciendo una seña que les hizo el judío, instáronla a beber, y ella bebió, bien que con parsimonia, mientras Fajín, desplegando una alegría que no era en él natural, consiguió aplacar a Sikes, fingiendo tomar a broma sus amenazas y riendo y celebrando sus fanfarronerías.
—Todo eso está muy bien —dijo Sikes al fin—; pero necesito que esta misma noche me envíes luz.
—Ni una mala moneda tengo —replicó el judío.
—Pero las tienes de buena ley en casa, y por cierto a montones. Parte de las que allí están muertas de risa, deben venir aquí.
—¡A montones! —exclamó el judío, alzando los brazos—. No llega lo que tengo a...
—No quiero saber lo que tienes, lo que sería difícil averiguar, porque ni tú mismo lo sabes y te costaría mucho tiempo contarlo; lo que me interesa es que esta noche misma me envíes algo.
—¡Bien! ... ¡Está bien! Luego te enviaré al Truhán con...
—No harás tal —replicó Sikes
El Truhán, es demasiado truhán y podría olvidar las señas de mi casa, o confundir el camino, o caer en cualquier trampa, o bien encontrar otra causa que estorbase el cumplimiento de la comisión. Irá contigo Anita, lo que es más seguro. Mientras va y viene, yo quedaré aquí descabezando un sueño.
Tras acalorada discusión, en el curso de la cual se regateó mucho, el judío consiguió rebajar la suma de cinco libras, pedidas por Sikes, a tres, cuatro chelines y seis peniques, jurando por todos los Patriarcas del Antiguo Testamento que no le quedarían en su casa más de dieciocho peniques, a lo que contestó Sikes con hosca expresión que se contentaría con aquella suma, toda vez que le era imposible obtener más. Mientras el Truhán y Bates guardaban los comestibles en un armario, Anita se preparó para acompañar al judío. Este, después de despedirse de su cariñoso amigo, emprendió la vuelta a su casa acompañado por la muchacha y sus dos discípulos, dejando a Sikes tumbado en la cama.
Sin contratiempo llegaron a la morada del judío, donde encontraron a Tomás Crackit y a Chitling jugando la décima quinta partida de cartas que, como es natural, perdió, lo mismo que todas las anteriores, el nombrado en último lugar, y con la décima quinta partida, el último penique. Las risotadas, cuchufletas y chistes a que la desgracia de Chitling dio lugar, no son para descritas aquí. Crackit, un poquito avergonzado de que le encontrasen entreteniéndose con quien tan inferior le era en posición y facultades mentales, bostezó, y después de preguntar cómo estaba Sikes, se encasquetó el sombrero para marcharse.
—¡Naturalmente! ¡Es un alto honor! ... ¡No le importe que hablen, Chitling! Esos dos son un par de envidiosos que rabian porque el señor Crackit, que jamás se digna tener familiaridades con ellos, las ha tenido con usted.
—¡Eso es! —exclamó Chitling con expresión triunfante—. Cierto que me ha dejado sin un penique; pero no me importa; cuando me dé la gana repondré mis pérdidas, ¿no es cierto, Fajín?
—¿Quién lo duda? —replicó el judío—. Por cierto que esas cosas cuanto antes se hacen mejor. Reponga usted sus pérdidas sin desperdiciar momento... Y vosotros, Truhán y Bates, no sé si sabéis que ya deberías estar en campaña... ¡Vaya! ¡Van a dar las diez y no habéis hecho nada todavía!
Apresuráronse los jóvenes a obedecer la insinuación. Salieron los muchachos de la estancia, no sin antes despedirse de Anita con sendas cortesías, acompañando a Chitling, a quien hicieron objeto de mil burlas, sin tener en cuenta que la conducta de éste nada tenía de extraño, pues son muchos los jóvenes de buen tono que pagan bastante más caro que Chitling el honor de ser admitidos en la buena sociedad, y no pocos los caballeros de reputación confesada y reconocida generalmente que la han fundamentado sobre bases tan recomendables y honrosas como las que a la del brillante Tomás Crackit servían de cimiento.
—Voy a darte ese dinero, Anita dijo el judío luego que quedaron solos—. Esta llave es la de la alacena en que guardo las chucherías que me traen esos buenos muchachos, que en cuanto al dinero, nunca lo encierro, hija mía, porque... ¡ja, ja, ja, ja! ¡porque no tengo dinero que encerrar! Ya ves si la razón es convincente. El oficio está perdido, Anita, perdido sin remedio. Lo habría dejado ya tiempo ha; pero me gusta ver en mi derredor a esos buenos muchachos, y por eso lo sobrellevo... lo sobrellevo... ¿Qué es eso? —dijo, escondiendo con precipitación la llave.
—¿Has oído?
No pareció que interesase poco ni mucho a la muchacha, que cruzada de brazos estaba sentada frente a la mesa, la llegada de ninguna persona, extraña o conocida, hasta que hirió sus oídos el murmullo de una voz de hombre, pero apenas sonó ésta, quitóse el sombrero y el chal y con la rapidez del rayo los arrojó debajo de la mesa. Cuando un segundo más tarde se volvía hacia ella el judío, oyó éste que la joven se quejaba de sentir mucho calor con una languidez que contrastaba singularmente con la extremada ligereza de su movimiento anterior, que no había observado Fajín, vuelto de espaldas hacia ella cuando lo hizo.
—¡Bah! —exclamó el judío, como si le contrariase la llegada de un extraño. Es el que estaba esperando... Ya baja la escalera... Ni una palabra acerca del dinero mientras esté aquí, Anita... Se irá muy pronto... antes de diez minutos.
Poniendo sobre sus labios su descarnado índice, acercóse a la puerta con la luz en la mano, llegando a ella al mismo tiempo que el visitante, el cual penetró presuroso en la habitación, y tropezó casi con la muchacha antes de darse cuenta de su presencia.
Era Monks.
—Es una de mis discípulas —dijo Fajín, viendo que Monks retrocedía al encontrar allí a una joven que no conocía—. No te vayas, Anita.
La joven se acercó más a la mesa y, después de dirigir al recién llegado una mirada de suprema indiferencia, volvió los ojos hacia el judío, en cuya cara los clavó de una manera tan penetrante y con tanta intención, que cualquier observador que hubiese reparado en las dos miradas, con dificultad habría creído que eran obra de la misma persona.
—¿Hay noticias? —preguntó Fajín.
—Importantes —contestó Monks.
—¿Y... buenas? —inquirió el judío con vacilación, como si temiera contrariar a su visitante.
—No son malas —respondió Monks sonriendo—. Por esta vez he manejado bien... Quisiera hablar dos palabras a solas con usted.
No parecía la joven dispuesta salir de la estancia, aunque comprendio perfectamente la indirecta de Monks. El judío, tal vez por teme que aquélla pudiera hacer alusión al dinero, hizo una seña a Monks para que le siguiese y salió de la habitación.
—Supongo que no me llevará aquel agujero infernal donde estuvimos la otra vez —oyó Anita que decía Monks, mientras subían.
El judío contestó con una carcajada seguida de algunas palabras que no llegaron a oídos de la joven, la cual, por el crujido de las tablas que gemían bajo los pies de los dos hombres, comprendió que subían al piso segundo.
No se había extinguido el rumor de los pasos, cuando ya Anita estaba descalza y, levantada la falda sobre su cabeza, salía a la puerta y quedaba en ésta, escuchando con interés palpitante. Cuando se apagó el ruido de las pisadas salió como una sombra, subió la escalera y no tardó en perderse entre las tinieblas de los pisos superiores de la casa.
La habitación quedó sola durante media hora, acaso más. A poco de haber vuelto a ella la joven, tan sigilosamente como había salido, sonaron en las escaleras vasos de los dos hombres, que bajaban. Monks se fue en derechura a la calle, al paso que el judío subió de nuevo escalera Cuando volvió encontró a Anita con el sombrero puesto y echándose el chal sobre los hombros, como disponiéndose a marchar.
—¿Qué te pasa, Anita? —preguntó el judío al dejar la luz sobre la mesa—. ¡Qué pálida te encuentro!
—¡Pálida! —repitió la muchacha, poniendo las manos sobre sus ojos a guisa de pantalla como para mirar de frente al judío.
—¡Horriblemente pálida, sí! ¿Qué has hecho mientras te hemos dejado sola?
—Que yo sepa, no he hecho otra cosa que aguantar con paciencia la eterna espera que el visitante me ha proporcionado —contestó la joven con negligencia—. ¡Vaya! ¡Despachemos pronto, que tengo prisa!
El judío contó el dinero, exhalando un suspiro por cada moneda que pasaba por sus dedos, lo entregó a Anita, y ésta se fue sin que se cruzara entre ella y Fajín más palabras que las «Buenas noches» de despedida.
Una vez en la calle, Anita sentóse sobre el umbral de una puerta donde permaneció largo rato sumida en meditaciones tan profundas, que no parecía sino que hasta le robaron las fuerzas para seguir su camino. Levantóse de pronto con movimiento nervioso y echó a andar precipitadamente en dirección opuesta a la casa en que Sikes estaba esperándola, no tardando en convertirse en carrera desenfrenada lo que en los comienzos fuera paso sumamente rápido. Falta de fuerzas, detúvose para tomar aliento, y entonces, cual si volviera en sí,
o cual si deplorara la impotencia en que acaso se encontraba de llevar a cabo algo que la preocupaba, se retorció desesperada las manos y rompió a llorar.
Fuera que las lágrimas desahogaran un poco su pecho oprimido, fuera que se diese cuenta cabal de lo desesperado de su situación, el hecho, es que volvió sobre sus pasos, tomando casi con tanta rapidez como antes, rumbo opuesto al que traía, sin duda para ganar el tiempo perdido, o bien para armonizar su marcha con la de su desenfrenado pensamiento. No tardó mucho en llegar a la casa en que la estaba esperando el bandido.
Si al entrar reflejaba su rostro alguna agitación, no reparó en ella Sikes, quien se contentó con preguntar si traía el dinero, y al recibir contestación afirmativa exhaló un gruñido de satisfacción, dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada y reanudó el sueño interrumpido.
Fue para la joven una suerte que Sikes, viéndose con dinero, dedicara todo el siguiente día a sus placeres, consistentes en comer mucho y beber más, gracias a lo cual se suavizó tanto su bronco temperamento, que además de no tener tiempo, tampoco sintió deseos de criticar y hasta ni de reparar en la conducta singular de su compañera. Que la expresión nerviosa e inquieta de Anita era la de la persona que está en vísperas de tentar una de esas empresas aventuradas a las cuales no se revuelve uno sino después de largas y enconadas luchas internas era cosa que no habría pasado inadvertida a los ojos de lince del judío, quien es más que probable que, de haber reparado en ello, habría dado inmediatamente la voz de alarma; pero Sikes, menos ladino que aquél y refractario a toda clase de preocupaciones que no fueran tratar con brutalidad a cuantos con él estaban en contacto, disfrutando por añadidura de uno de esos paréntesis, raros en él, de buen talante, conforme hemos podido observar, nada extraño observó en la conducta de su amiga, o, mejor dicho, tan escaso interés prestó a la persona de aquélla, que aun cuando su turbación hubiera sido mil veces más visible de lo que era, es casi seguro que no llamara su atención.
Acrecentábase la agitación de Anita a medida que el día avanzaba. Cuando cerró la noche, se sentó callada, esperando que el bandido cayera dormido a fuerza de libaciones. Tal era la palidez de sus mejillas, tanto fuego brotaba de sus ojos que hasta Sikes hubo de notarlo al fin.
—¡Cargue el diablo con mi cuerpo —exclamó, al alargar a la joven el vaso para que lo llenase de ginebra por tercera vez—, sí no estás más blanca que un cadáver! ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa, preguntas? ¡Nada! —respondió la joven—. ¿Por qué me miras así?
—¿Pero qué tonterías son ésas? —insistió Sikes, agarrándola por la muñeca y sacudiéndola brutalmente—. ¿Qué significa eso? ¿En qué piensas?
—En muchas cosas, Guillermo —contestó la joven estremeciéndose y escondiendo el rostro entre las manos—. En muchas... si, ¿pero qué importa?
Mayor impresión pareció producir en Sikes el tono de alegría fingida con que pronunció las palabras anteriores que la descompuesta fisonomía anterior.
—Voy a decirte lo que es —repuso Sikes—. Si no te ha atacado la fiebre, lo que en todo caso habrá ocurrido hace muy poco, es que hay algo en la atmósfera, y algo peligroso. ¿Será que te vas a...? ¡No... no me...! ¡Tú no harás eso!
—¿El qué? —preguntó la joven.
—No hay muchacha de corazón más leal que ésta —murmuró Sikes, como hablando consigo mismo y mirándola con fijeza—, pues si así no fuera, más de tres meses hace que le hubiese cortado el pescuezo... ¡Es la fiebre, no me cabe duda!
Tranquilo el ladrón con esa idea, trasegó de un trago el contenido del vaso y seguidamente pidió su medicina entre blasfemia y blasfemia. Levantóse la muchacha presurosa, y vertió la poción en una taza, pero vueltas sus espaldas a Sikes, y la acercó a los labios de éste para que bebiera su contenido.
—¡Mira! —exclamó el criminal—. Siéntate a mi lado, pero con tu cara de los días de fiesta, si no quieres que la altere de manera que no la reconozcas en mucho tiempo cuando te mires al espejo.
Obedeció la joven. Sikes, tomando su mano, la estrechó entre las suyas y dejó caer la cabeza sobre la almohada, fija siempre la vista en los ojos de Anita. Cerró ojos, volviólos a abrir, repitió la operación dos o tres veces, se resolvió en el lecho como buscando la posición más cómoda, se incorporó una porción de veces dirigiendo en torno suyo miradas casi de terror hasta que al fin sus párpados se cerraron pesadamente y quedó sumido en una especie de letargo. Soltó la mano de Anita, dejó caer el brazo con languidez, y quedó inmóvil.
—¡Al fin ha producido efecto láudano! —exclamó Anita levantándose—. ¿Será ya tarde?
Vistióse apresuradamente, se puso el sombrero y el chal lanzando de vez en cuando miradas inquietas a la cama, cual si temiera que Sikes, a pesar del narcótico, despertara. A cada instante esperaba sentir en sus hombros la presión de la zarpa del bandido. Al fin, inclinándose sobre el cuerpo del enfermo, le dio un beso en los labios, abrió sin hacer ruido la puerta de la habitación, y salió a la calle.
Un sereno cantaba las nueve y media en el callejón obscuro que Anita debía atravesar para salir a una calle céntrica.
—¿Hace mucho que dio la media? —preguntó la muchacha.
—Van a tocar los tres cuartos —contestó el sereno alzando el farol a la altura del rostro de la que acababa de interrogarle.
—¡Y no puedo llegar en menos de una hora! —murmuró Anita alejándose a buen paso.
Iban cerrando la mayor parte de las tiendas en las calles que recorría, dirigiéndose desde Spitalfie1ds hacia el extremo occidental de Londres. Un reloj, que envió a sus oídos las diez campanadas, lentas, sonoras, vino a centuplicar su impaciencia. La joven avanzó con paso más rápido todavía, dando codazos a los transeúntes que se interponían en su camino, entorpeciendo su marcha, y saltando de una acera a otra sin reparar en los coches, que más de una vez estuvieron a punto de atropellarla. Así atravesó una porción de calles muy concurridas, llamando la atención de cuantos la veían.
—¡Esa mujer está loca! —exclamaban muchos.
Menos concurridas estaban las calles cuando llegó al barrio más rico de la ciudad, pero la curiosidad y extrañeza que su apresuramiento venía excitando entre los transeúntes, fue allí mucho mayor. No pocos apretaron el paso para seguirla y otros quedaron mirándola, sin saber qué pensar de aquella mujer; pero poco a poco fueron dejándola, y cuando llegó cerca del término de su viaje, se encontró ya sola.
Dirigíase a un hotel situado en una calle tranquila, pero de las más elegantes, no lejos del Hyde Park. Un farol pendiente sobre la puerta, que derramaba torrentes de viva luz sobre la calle, guió sus pasos. La joven llegó hasta frente a la puerta, se detuvo como irresoluta, pero sonaron en aquel instante las once, y cual si la voz de la campana disipase sus vacilaciones, penetró resueltamente en el Vestíbulo, Después de pasear alrededor una mirada de incertidumbre, adelantó hacia la escalera.
—¡Eh... joven! —gritó una mujer, vestida con atildado esmero—. ¿Qué busca usted aquí?
—A una señora que vive aquí —contestó Anita.
—¡Una señora! —replicó la portera midiendo a Anita de pies a cabeza—. ¿Qué señora es ésa?
—La señorita Maylie —dijo Anita.
La portera, que ya había examinado a su sabor a Anita, limitóse a dirigirle una mirada de desdén llena de virtud, y llamó a un hombre, a quien nuestra conocida hizo la misma pregunta.
—¿A quién he de anunciar? —preguntó el llamado.
—Es inútil que le diga mi nombre, puesto que la señorita no me conoce.
—¿Y el objeto de su visita?
—Ni el nombre ni el objeto de mi visita. Necesito ver a la señorita, y nada más.
—¡Vaya! —exclamó con impaciencia el portero, empujando a Anita hacia la puerta—. ¡Fuera de aquí... largo!
—Para que me vaya será preciso que me saquen arrastrando —gritó con violencia Anita—, y para sacarme arrastrando, necesito que se reúnan tres hombres como usted. ¿No hay aquí nadie que quiera llevar a la señorita un recado de una desventurada como yo?
El llamamiento produjo al parecer cierto efecto en un cocinero de expresión bonachona que con otros criados había salido a ver qué sucedía.
—Sube el recado, Pepe, que eso poco cuesta —dijo el cocinero.
—¿Para qué? —contestó el aludido—. ¿Crees tú que la señorita querrá recibir a una mujer de esa clase?
Aquella alusión a la conducta dudosa de Anita excitó una tempestad de furia casta en los puros pechos de cuatro doncellas de la casa, las cuales aseguraron con acentos de fervor que aquella mujer era la deshonra de su sexo y que era preciso arrojarla al arroyo sin más contemplaciones.
—Háganme el favor que les pido y arrójenme luego a la calle, si quieren —instó Anita—. No me desatiendan; se lo pido por amor de Dios.
Gracias al cocinero, que reiteró su intercesión, el hombre que primero había salido accedió a subir el recado.
—¿Qué he de decir? —preguntó, puesto ya un pie en la escalera.
—Diga usted que una joven desea hablar a todo trance y a solas con la señorita Maylie —contestó Anita—. Añada que, si la señorita se digna escuchar las dos primeras palabras, ella verá si le interesa seguir escuchando, o si debe echarme a la calle por impostora—. Algo fuerte me parece el recado, joven.
—Délo usted sin alterar palabra, y tráigame la respuesta —replicó Anita con entereza.
Subió el criado. Anita quedó esperando, pálida y casi sin aliento, escuchando con cólera reconcentrada las expresiones insultantes que con voz bastante alta para que llegara a sus oídos le dirigían las castas y pudibundas doncellas, insultos que arreciaron cuando volvió el criado y dijo que la señorita recibía a la desconocida.
—En este mundo de nada sirve ser decente y honrada —exclamó una de las doncellas.
—Hay quien prefiere el cobre brilloso al oro mate.
—Las señoras se inclinan siempre hacia...
—¡Eso es vergonzoso!
Tales fueron los comentarios de las cuatro Dianas.
Anita, cerrando los oídos, siguió al criado hasta una antecámara iluminada por una lámpara que pendía del techo, donde su guía la dejó sola.
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