Capítulo XXX
Refiere lo que pensaron de Oliver sus caritativos visitantes
Después de asegurar a las damas que las sorprendería muy agradablemente la catadura del criminal, el buen doctor, ofreciendo un brazo la señorita Rosa y la mano libre la señora Maylie, las condujo, con tanta ceremonia como majestad, escaleras arriba.
—Ahora —dijo el doctor, mientras volvía con extremada suavidad el picaporte de la puerta de la alcoba— van a decirme lo que piensan. El herido hace mucho, muchísimo tiempo que no se ha afeitado, mas no por ello tiene un aspecto de los más feroces. ¡Alto!.. ¡Esperen un momento! Entraré delante para ver si todo está en orden.
Avanzó solo el doctor, paseó una mirada por la habitación, y haciendo una seña a las señoras para que pasaran, cerró la puerta, luego que aquéllas hubieron entrado, y apartó las cortinas del lecho.
Sobre éste, en vez de criminal de aspecto rufianesco que esperaban ver, encontraron a un pobre muchacho, aniquilado de resultas de la fatiga y de los sufrimientos y sumido en profundo letargo. Sobre su pecho descansaba su brazo herido, vendado y entablillado, sobre el otro reposaba su cabeza, medio oculta entre los rizos de su larga cabellera esparcida sobre la almohada.
El honrado doctor permaneció un instante sin despegar los labios, fijos los ojos en el herido y sosteniendo con la diestra el pesado cortinón. Mientras duraba el silencioso examen del galeno, la linda joven se aproximó silenciosa y, tomando asiento a la cabecera de la cama, separó los cabellos que medio cubrían la cara de Oliver. Poco después, mientras se hallaba inclinada sobre la cabeza del muchacho, dos o tres lágrimas de las que brota de sus ojos fueron a caer sobre frente de aquél.
Estremecióse ligeramente el niño y sonrió en su sueño cual si aquellas pruebas de piedad y de compasión hubieran despertado en su alma dulces emociones de amor desconocidas hasta aquel instante para él, de misma manera que una armonía deliciosa, el murmullo del agua, el perfume de una flor y hasta el empleo de una palabra que nos es familiar evocan a veces en nosotros, recuerdos vagos de escenas que nunca tuvieron realidad en nuestra vida añoranzas fugaces que se disipa como un soplo, recuerdos y añoranzas que sólo la memoria de un existencia más feliz ha podido despertar, toda vez que las facultad de nuestro espíritu, por mucho, lo intentasen, no serían capaces d sacarlos del mundo del olvido.
—¡Qué es esto! —exclamó la señora Maylie—. ¡No es posible que ese pobre niño haya sido jamás cómplice de ladrones!
—El vicio —contestó suspirando el doctor, dejando caer la cortina—, recibe culto en muchísimos templos ¡Quién sabe si se ocultará también bajo esta apariencia seductora!
—¡Pero si es tan joven! —exclamó Rosa.
—Mi querida señorita —replicó el doctor, moviendo dolorosamente la cabeza—, el crimen, como la muerte, no se ceba sólo en los viejos y gastados; con mucha frecuencia escoge sus víctimas entre los jóvenes y lozanos.
—¿Pero es posible?... ¡Oh, señor doctor! ¿Es posible que usted crea que un niño tan delicado se haya unido voluntariamente a los que constituyen el grupo más repugnante de la sociedad?
Encogióse de hombros el doctor, como queriendo dar a entender que lo conceptuaba muy posible, y haciendo presente a las señoras que la conversación podía perjudicar al herido, dirigióse con ellas a la habitación contigua.
—Aun suponiendo que fuera culpable, —continuó Rosa—, piense usted en sus pocos años; piense en que quizá no ha conocido jamás el amor de una madre, ni saboreado la tranquilidad de un hogar, y que malos tratos, golpes, acaso el hambre, han podido obligarle a vivir en compañía de hombres que contra su voluntad le han arrastrado al delito. ¡Tía, mi querida tía, por Dios le suplico que reflexione mucho antes de consentir que sepulten a ese desventurado en una cárcel, que sería para él la tumba en cuyas negruras quedarían enterradas todas las probabilidades de enmienda y de rehabilitación futuras! ¡Oh! Usted que tan tiernamente me ha amado y me ama, usted, que me ha prodigado tanto cariño, que ha conseguido reemplazar el de mis padres, que me han faltado casi desde que vine al mundo, piense que también yo pude caer en el mismo abandono en que cayó a no dudar ese niño, piense que sin usted arrastraría quizás yo una existencia tan miserable como la del infeliz que yace en aquella cama, y tenga lástima de él, compadézcase de su situación, ahora que todavía es tiempo.
—¡Mi querida niña! —exclamó la anciana, estrechando contra su corazón a la joven, bañada en llanto—. ¿Crees que puedo desear que caiga un solo cabello de su cabeza?
—¡Oh, no! —contestó Rosa con avidez.
—No —repuso la señora con voz conmovida—. Mi carrera sobre la tierra toca a su fin, y ojalá encuentre en Dios la misma piedad que deseo encuentren en mí los desgraciados. ¿Qué puedo hacer para salvarle, doctor?
—Déjeme pensar un poco, señora, déjeme pensar.
El doctor Losberne metió las manos en los bolsillos y comenzó a pasear por la estancia, deteniéndose de vez en cuando y frunciendo horriblemente el entrecejo. Después de haber exclamado repetidas veces: «¡Lo encontré!», seguidas inmediatamente de estas otras: «¡No, no lo encontré!», y de reanudar el paseo con su obligado fruncimiento de cejas, detúvose al fin y habló en los términos siguientes:
—Creo que si usted me concede poderes plenos para entenderme con Giles y con el inocente Britles, conseguiré arreglarlo todo. El primero es un servidor leal, lo sé; pero usted tiene mil medios de recompensarle, y hasta puede felicitarle por su destreza en el manejo de la pistola. ¿Merece su aprobación mi pensamiento?
—Veo cuál es su plan, doctor, y no me opongo, siempre que no haya otro medio de salvar al muchacho.
—No hay otro —afirmó el doctor—. Créame usted bajo mi palabra.
—Siendo así, mi tía le confiere poderes plenos —terció Rosa, sonriendo a través de sus lágrimas. Le ruego, sin embargo, que no trate a esos fieles servidores con mayor severidad de la que sea absolutamente necesaria.
—Voy creyendo, señorita —replicó el doctor—, que usted se imagina que todo el mundo, con excepción de usted sola se siente hoy inclinado a la severidad. En obsequio al sexo feo, lo que yo desearía es que el primer joven digno de usted que llame a las puertas de su corazón implorando piedad, la encuentre tan bien dispuesta a la conmiseración como ahora está, y lo que deploro con amargura es no ser yo un joven para aprovechar ahora mismo la ocasión.
—Es usted un niño grande, tan niño como Britles —contestó Rosa ruborizándose.
—¡Bah! —exclamó el doctor, riendo con toda su alma—. Casi, casi estoy por decir que tiene usted razón... pero volvamos al muchacho. Debemos estipular aún el punto más grave de nuestro acuerdo. Según mis cálculos, el herido despertará dentro de una hora poco más o menos, y aunque he asegurado al imbécil representante de la justicia que hay abajo que el muchacho no puede moverse ni hablar sin que su vida corra peligros gravísimos, creo que por el contrario no existe el menor inconveniente en que conversemos con él. Ahora bien; el punto capital de nuestro convenio es el siguiente: yo le someteré a un interrogatorio a presencia de ustedes, y si de lo que diga, inferimos, sin que nos quepa la menor duda, que está completamente pervertido (lo que considero más que posible), lo abandonaremos a su suerte, o por lo menos yo, no me mezclaré ya en nada, suceda lo que suceda.
—¡Oh, no, tía mía! —exclamó Rosa con acento suplicante.
—¡Oh, sí, tía mía! —dijo el doctor—. ¿Quedamos conformes?
—¡No creeré nunca que esté endurecido en el vicio! —exclamó Rosa—. ¡Es imposible!
—¡Magnífico! —replicó el doctor—. Razón de más para aceptar mi proposición.
Cerróse al fin el trato, y las partes contratantes esperaron con impaciencia el despertar de Oliver.
La paciencia de las señoras hubo de pasar por una prueba más larga de lo que el pronóstico del doctor las había hecho suponer, pues pasaron horas y más horas, y Oliver continuaba durmiendo. Era ya más del mediodía cuando el buen doctor las hizo saber que el herido estaba en disposición de hablar. Añadió que en realidad estaba muy enfermo, pues la pérdida de, sangre le había debilitado en extremo; pero, que el pobrecillo mostraba tan vivo anhelo por hacer revelaciones, que creía preferible acceder a sus deseos y no obligarle a permanecer quieto y callado hasta la mañana siguiente.
La conferencia fue muy larga, pues Oliver les refirió toda su historia, con frecuencia interrumpida como consecuencia de sus dolores y carencia de fuerzas. Apenaba verdaderamente escuchar en aquella habitación envuelta en majestuosa semioscuridad la débil voz del herido narrado la serie interminable de desgracias y calamidades que le había hecho sufrir hombres crueles y instintos pervertidos. ¡Oh! Si cuando oprimimos a nuestros semejantes si cuando los hacemos objeto nuestros vejámenes, dedicáramos solo pensamiento a las espantosas consecuencias de los horrores de justicia humana, a esas iniquidad que, semejantes a densas y pesadas nubes suben, con lentitud, es cierto pero indefectiblemente, hasta los cielos, clamando venganza que tarde o temprano ha de caer terrible sobre nuestras cabezas; si con los ojos de la imaginación nos fuera dado ver a los muertos alzarse airados sus tumbas y con los oídos del al escuchar sus voces, que ningún poder humano, por alto que sea, puede ahogar ni reducir al silencio, ¿ofrecería el mundo tantos ejemplos violencia y de injusticia, de sufrimientos, miserias, crueldades y agravios?
Aquella noche, manos de ángel ahuecaron la almohada sobre cual Oliver descansaba su cabeza y la hermosura y la virtud velaron su sueño. Tan feliz se sintió el cuitado, que habría muerto sin quejarse.
No bien terminó la conferencia Oliver se dispuso a reanudar el reposo, el doctor, después de secar los ojos, lo que hizo con furia cual si quisiera castigarlos por no había demostrado la entereza e insensibilidad propias de un hombre, bajó encontrar a Giles. Como a nadie encontrara en las habitaciones, ocurriósele que acaso conviniera romper las hostilidades en la cocina, a la cocina se encaminó.
Allí encontró reunidos y en cónclave a toda la servidumbre femenina de la casa, juntamente con Giles, Britles y el calderero, invitado a regalarse allí durante el resto del día, en consideración a los relevantes servicios prestados, y al alguacil del juzgado. Este último caballero ostentaba un bastón descomunal, una cabeza descomunal, unas facciones descomunales y unas botas de montar descomunales, y si no mentían las apariencias, que no mentían, había envasado en su estómago una cantidad descomunal de cerveza.
Las aventuras de la noche anterior constituían el tema de la conversación. El señor Giles ponía sobre los cuernos de la luna su presencia de ánimo en el instante en que entraba el doctor, y Britles, teniendo en la mano un jarro de cerveza, corroboraba todas las afirmaciones de su superior jerárquico.
—No se molesten —dijo el doctor haciendo un gesto con la mano.
—Muchas gracias, señor —contestó Giles—. Las señoras me han mandado que repartiese un poco de cerveza, y como hoy siento deseos de encontrarme acompañado, he venido a la cocina.
Britles y los demás expresaron con un murmullo de aprobación cuánto agradecían la condescendencia de Giles, quien a su vez paseó sobre los circunstantes una mirada de protección, como queriéndoles significar que no les abandonaría mientras se condujeran bien.
—¿Cómo sigue el herido, señor? —preguntó Giles.
—¡Así, así! —contestó el doctor—. Me temo que se ha metido usted en un mal negocio, amigo mío.
—No quisiera que sus palabras significaran que existe peligro de que muera, señor —dijo Giles temblando de miedo—. Si tal desgracia ocurriera, creo que jamás podría consolarme. Por todo el oro del mundo, señor, no querría... ni Britles tampoco, ser causa de la muerte de un niño.
—No se trata de eso —replicó con expresión de misterio el doctor—. ¿Es usted cristiano, Giles?
—Sí, señor... i por tal me tengo! —respondió Giles, poniéndose intensamente pálido.
—¿Y usted, muchacho, es también cristiano? —repuso, volviéndose hacia Britles.
—¡Dios santo, señor! —respondió Britles, dando un salto sobre su asiento—. Yo soy... lo que es el señor Giles, señor.
—Pues bien: contesten mi pregunta... los dos. ¿Se atreverían a asegurar bajo juramento que el herido que arriba sufre fue el que anoche penetró por la ventana? ¡Contesten!... ¡Pronto! ¡Nada de vacilaciones!
El doctor, cuya dulzura de carácter era universalmente conocida, puso en su pregunta acentos tan irritados, que Giles y Britles, cuyos cerebros no regían muy bien como consecuencia de la excitación, y más todavía de las libaciones, quedaron contemplándose uno a otro, perfectamente estupefactos y sin saber qué contestar.
—Tome usted nota de lo que contesten, alguacil —repuso el doctor—. Más adelante veremos qué resulta.
El alguacil, adoptando la actitud más digna que le fue posible, tomó el descomunal bastón que momentos antes había dejado reclinado indolentemente en un rincón de la chimenea.
—Se trata de una cuestión sencilla de identificación, conforme puede usted observar —añadió el doctor.
—Así es, señor —contestó el alguacil, tosiendo con desusada violencia.
No le faltaba motivo. Habíase engullido el resto del contenido del jarro de cerveza de un golpe, y el líquido equivocó el camino.
—Tenemos aquí una casa que ha sido objeto de un asalto —dijo el doctor—. Dos hombres vislumbran la silueta de un muchacho a través del humo de la pólvora y en circunstancias anormales, es decir, con muy poca luz y mucha excitación, consecuencia de la sorpresa.
A la mañana siguiente, se presenta en la misma casa un muchacho, y sin más razón ni motivo que tener el brazo vendado, esos hombres ponen sobre él sus manos violentas, comprometiendo muy seriamente su vida, y juran y perjuran que es el ladrón. Se trata ahora de saber si los hechos justifican y abonan la conducta de esos hombres, o en caso contrario, determinar la situación en que deben quedar colocados.
El alguacil hizo una inclinación profunda, y contestó que si la ley no estaba hablando en aquel instante por la boca del doctor, desearía saber cómo hablaba aquella señora.
—¡Pregunto por segunda vez! —tronó el doctor—. ¿Os atrevéis a asegurar, bajo juramento solemne que el herido que arriba yace es el ladrón?
Britles miró a Giles con expresión de duda; Giles fijó en Britles una mirada de indecisión. El alguacil colocó la mano detrás de su oreja con objeto de no perder palabra de la respuesta; las criadas y el calderero adelantaron sus cuerpos y el doctor dirigía a todos miradas penetrantes, cuando se oyó llamar a la puerta y llegó a oídos de los circunstantes el rápido rodar de un coche.
—¡La policía! —exclamó Britles, respirando con libertad.
—¿Qué policía? —preguntó el doctor, sin poder disimular su turbación.
—Los agentes de Bow Street, señor —respondió Britles tomando una palmatoria—. Yo y el señor Giles los enviamos a buscar esta mañana.
—¡Cómo! —exclamó el doctor.
—Sí —repuso Britles—. Envié el recado por conducto del mayoral de la diligencia, y ya me extrañaba que no hubiesen llegado todavía.
—¡Ah! ¿Disteis parte? ¡El diablo cargue con las diligencias... y con todos vosotros! —murmuró el doctor, saliendo de la cocina.
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