Capítulo XXVIII
En el que se busca a Oliver y se continúa el relato de sus aventuras
—¡Qué el infierno os trague! —murmuró Sikes, rechinando los dientes—. ¡Si os pudiera atrapar uno a uno, vive el diablo que os hiciera aullar con más fuerza!
Mientras Sikes lanzaba estas imprecaciones, y otras más horrendas con la rabia de su natural feroz, colocó al herido sobre su rodilla doblada y volvió la cabeza hacia sus perseguidores.
Poco, nada, mejor dicho, dejaban ver la niebla y la obscuridad de la noche; pero resonaban por doquier gritos de hombres, ladridos de perros y furioso repicar de campanas que tocaban a rebato.
—¡Alto, miserable cobarde! —gritó el bandido a Tomás Crackit, que huía con cuanta velocidad daban de sí sus largas piernas—. ¡Alto!
La petición hizo que Tomás quedara como clavado en el sitio en que se hallaba, pues suponía que estaba a tiro de la pistola de Sikes, y éste no era de los hombres con quienes puede jugarse, y menos en aquel instante.
—¡Ven a ayudarme a llevar al muchacho! —rugió Sikes, haciendo a su cómplice gestos que reflejaban su furia—. ¡Ven acá!
Volvió Tomás sobre sus pasos, pero con calma desesperante y repugnancia manifiesta.
—¡Más deprisa, ira de Dios! —bramó Sikes, dejando al herido en tierra y sacando una pistola—. ¡No te hagas el remolón, que puede pesarte!
El estruendo creció considerablemente en aquel momento. Sikes dirigió nuevamente alrededor miradas inquietas, y pudo ver que sus perseguidores rebasaban la cerca de la posesión en que se encontraba él, y que a su frente venían dos perros.
—¡Estamos perdidos, Guillermo! —gritó Tomás—. ¡Deja al muñeco y enseñemos los talones a esos bárbaros!
A la par que daba el consejo, Tomás Crackit, prefiriendo arrostrar el peligro de ser fusilado por su cómplice a la certidumbre de caer en manos de sus perseguidores, volvió grupas resueltamente y echó a correr cual si en los pies le hubieran nacido alas. Sikes rechinó los dientes, volvió a mirar alrededor, tendió sobre el inanimado cuerpo de Oliver la esclavina con que le abrigara antes, y emprendió veloz carrera a lo largo de la cerca con ánimo de llamar la atención de sus perseguidores y alejarlos del sitio en que el muchacho quedaba tendido. Frente a otra cerca que le salió al paso, y que cortaba a la primera en ángulo recto, hizo breve salto, disparó al aire su pistola, saltó el obstáculo, y desapareció.
—¡Eh, valientes! —gritó una voz, que el miedo hacía temblar—. ¡Tigre!... ¡Neptuno... aquí!
Los perros, tan poco contentos, al parecer, como sus amos con el género de caza a que los habían lanzado, obedecieron la orden a la primera intimación, y los hombres que se habían destacado algún tanto del ejército de perseguidores, y que sumaban tres, hicieron alto para deliberar.
—Mi parecer... mejor dicho, mi orden es que volvamos inmediatamente a casa —dijo el más grueso de los tres.
—Todo lo que al señor Giles parezca bien, lo encuentro yo de perlas —contestó el más pequeño de la trinidad, hombre que nada tenía de delgado aunque sí mucho de palidez en su rostro, mucha finura en el decir, y muchísimo miedo en el corazón.
—No cometeré yo la descortesía de llevarles la contraria, señores —dijo el tercero, que era el mismo que acababa de llamar a los perros—. El señor Giles sabe muy bien lo que hace.
—¿Qué duda cabe? —exclamó el bajo—. Ni podemos ni debemos ofrecer la oposición más ligera a las instrucciones del señor Giles. ¡No, no! Gracias a Dios, conozco cuál es mi posición y sé a lo que ésta me obliga.
Fuerza es hacer justicia al hombrecillo, y reconocer que, en efecto, sabía cuál era su situación, y estaba a la par perfectamente convencido de que nada tenía aquélla de envidiable, pues sus dientes se entrechocaban mientras hablaba.
—Usted tiene miedo, Britles —dijo Giles.
—No es verdad —contestó Britles.
—¡Repito que tiene miedo!
—Y yo repito que falta —usted a la verdad, señor Giles.
—¡Quién miente es usted, Britles!
Las cuatro réplicas y contrarréplicas cuya dulzura salta demasiado a la vista para que me entretenga en hacerla resaltar, fueron resultado de la observación irónica de Giles, de la misma manera que ésta brotó de la indignación que en el pecho de Giles alzó la frase última de Britles, que muy doradita, y adornada con el ropaje de galante cumplido, echaba toda la responsabilidad de la retirada sobre los hombres de Giles. El tercer individuo puso fin a la controversia de la manera más filosófica.
—¡Bah! –exclamó—. Voy a ser más franco que ustedes: todos tenemos miedo.
—¡Hable usted por sí mismo, señor mío! —replicó Giles, que era el que estaba más pálido de los tres.
—Por mí hablo —dijo el mismo que hablara antes—. Es natural y justo tener miedo en estas circunstancias. De mí puedo decir que tengo miedo.
—Y yo también —afirmó Britles—; pero no me gusta que me lo digan así, a boca de jarro.
Aquellas confesiones tan francas y espontáneas calmaron a Giles, quien reconoció inmediatamente que sentía tanto miedo como los demás, después de lo cual, el trío volvió grupas con ejemplar unanimidad. Era en realidad hermoso verles correr con acuerdo tan perfecto. Al fin el señor Giles, cuya respiración era más corta, y a quien dificultaba no poco una horquilla descomunal de que se había armado, pidió, de la manera más cortés, que se hiciera alto, asegurando que necesitaba excusarse por haber empleado con ellos un lenguaje demasiado vivo.
—Asusta verdaderamente pensar —dijo Giles luego que hubo dado sus explicaciones— lo que un hombre es capaz de hacer cuando se le enciende la sangre. Yo hubiera cometido un homicidio... sí, no me cabe la menor duda, si llego a atrapar a cualquiera de esos canallas.
Como sus dos compañeros abundaban en el mismo parecer, y el ardor de su sangre se había enfriado también, a las palabras de Giles siguió algo así como una investigación de las causas que hubieran determinado cambio tan radical en sus temperamentos.
—Creo saber a qué fue debido —observó Giles—: a la cerca.
—No me extrañaría que así fuera —contestó Britles, apoderándose de la misma idea.
—Puede usted tener la seguridad más absoluta de que la cerca dio, al traste con nuestra furia. De mí puedo decir que me abandonó la mía no bien la salté.
Por una coincidencia notabilísima, los otros dos habían experimentado la misma sensación en el mismo momento. Era, pues, evidente, que la causa del fenómeno fue la cerca, tanto más, cuanto que no podía caber ni sombra de duda acerca del momento preciso en que se produjo en ellos el cambio, pues recordaban todos tres perfectamente que al saltar la cerca fue cuando divisaron a los ladrones.
Formaban el trío los dos hombres que sorprendieron a los malhechores en la casa y un calderero ambulante que había pasado la noche en un cobertizo anejo al edificio visitado por los bandidos, a quien despertaron, juntamente con sus dos mastines cruzados, para que tomara parte en la persecución. Giles desempeñaba en la casa las funciones dobles de despensero y mayordomo de la anciana dueña de la misma, y Britles hacía de todo. Había entrado en la casa de niño, y como niño que prometía era tratado todavía, aunque había visto ya más de treinta abriles.
Con la conversación que sostenían procuraban infundirse mutuamente valor, y con paso rápido, estrechándose los unos contra los otros y mirando en torno suyo con inquietud, cada vez que el viento agitaba las ramas de los árboles, retrocedieron hasta colocarse el abrigo del tronco de un árbol añoso, donde habían dejado una linterna encendida, laque apagaron para que su luz no fuera para los ladrones indicación que les permitiese hacer fuego. Recogida la linterna, emprendieron la vuelta a la casa a un trote muy regularcito. No tardaron en perderse; pero durante algún tiempo pudieron verse sus bultos deslizándose, semejantes a negros e informes fantasmas, entre las tinieblas de la noche.
Descendía más y más la temperatura a medida que se avecindaba el día y se despegaba la niebla de la tierra sobre la cual corría semejante a inmensa nube de humo. La hierba estaba mojada, los senderos convertidos en lodazales, y el húmedo respirar del viento dejaba oír lúgubres quejidos.
Oliver continuaba tendido en el sitio mismo en que le dejara Sikes.
Llegó la aurora. El frío se hizo más intenso al aparecer en Oriente esos resplandores pálidos que más que el nacimiento del día indican la terminación de la noche; los objetos que envueltos en tinieblas ofrecían aspecto terrorífico y formas extrañas y espantables iban presentando mayor claridad en sus perfiles y recuperando gradualmente sus figuras habituales. Las nubes enviaban a la tierra una lluvia menuda y compacta que azotaba con ruido el boscaje. Oliver de nada se daba cuenta: continuaba tendido, inmóvil, insensible, falto de conocimiento al borde del foso.
Rompió al fin el silencio de los campos un grito ahogado de dolor, y, al lanzarlo, el muchacho despertó de su letargo. Su brazo izquierdo, mal envuelto con una bufanda, pendía sin fuerza, inútil: la bufanda estaba empapada en sangre. Era tal la debilidad del herido, que le costó trabajo ímprobo sentarse, y una vez lo hubo conseguido, tendió alrededor miradas de angustia, como buscando quien le socorriera, y el dolor le hizo gemir. Aterido de frío, cansado, postrado, intentó ponerse en pie: un estremecimiento terrible que se extendió desde sus pies hasta su cabeza le postró nuevamente en tierra.
Vuelto el desventurado Oliver al estado de estupor en el que durante tanto tiempo había estado sumido, azuzado sin duda por el malestar horrible que iba penetrándole hasta el corazón, y que parecía anunciarle que si continuaba mucho tiempo en el sitio en que se encontraba no tardaría en morir, consiguió ponerse en pie e intentó dar unos pasos. Tan completo era el trastorno de su cabeza, que se tambaleaba al andar como un borracho, mas a pesar de esto, mantúvose en pie y continuó andando, doblada sobre el pecho la cabeza, sin rumbo determinado, sin saber adónde iba.
Cruzábanse en su mente infinidad de ideas extrañas y confusas. Parecíale que caminaba todavía entre Sikes y Crackit, los cuales debían sostener a no dudar furibundo altercado pues en sus oídos resonaban las palabras coléricas que pronunciaban, y hasta en una ocasión en que el desdichado puso todo su cuidado para librarse de caer rendido, se dio cuenta que les estaba hablando. Luego se imaginó que quedaba solo con Sikes, caminando sin cesar como habían hecho el día anterior, y hasta sentía la presión de la mano de aquél en su muñeca cada vez que en su camino cruzaban con viandantes. De pronto retrocedió un r)aso al herir sus oídos el estruendo de un disparo de arma de fuego, al que siguieron gritos y alaridos. Ante sus espantados ojos brillaron muchas luces, los gritos se triplicaron en espantoso tumulto, y un brazo invisible se apoderó de él y lo transportó a lugares desconocidos con fantástica velocidad. A las visiones rápidas y poco definidas se unía la sensación vaga y penosa de un dolor agudo que le atormentaba sin cesar.
De esta manera, cayendo aquí y levantándose allá, siempre vacilando, siempre tambaleándose, salvó como un autómata cercas y vallas hasta que llegó al camino. La lluvia, qué ya caía espesa y compacta, acabó de disipar su aturdimiento.
Dirigió alrededor miradas de angustia, y sus ojos divisaron a no gran distancia una casa a la que acaso pudiera llegar. Quizá se compadecieran de él al verle en estado tan deplorable, y aun en caso contrario, aun suponiendo lo peor, preferible sería, pensó el desventurado, morir cerca de seres humanos que en medio de la soledad de los campos. Reunió, en consecuencia, todas sus fuerzas para intentar la última prueba, v avanzó con paso incierto.
A medida que se aproximaba a la casa, figurábase, bien que muy vagamente, que no era aquella la vez primera que la veía. Detalles no recordaba ninguno, pero la figura y el aspecto general del edificio parecíanle familiares.
¡El muro de aquel jardín! Sobre la hierba que crecía en la parte opuesta del mismo había caído de rodillas la noche anterior, y suplicado en vano la piedad de los dos miserables bandidos. ¡Se encontraba frente a la misma casa que intentaran robar!
Fue tal el espanto que se apoderó de Oliver cuando reconoció el lugar en que se encontraba, que hasta dio al olvido por un momento los dolores lacerantes de su herida para no pensar más que en la fuga. ¡La fuga! ¡Huir él que apenas si en pie podía tenerse! Y aun cuando hubiera tenido toda la fuerza, toda la agilidad de un muchacho de sus años, ¿adónde iría? Empujó la puerta del jardín, y como no estaba más que entornada, giró inmediatamente sobre sus goznes. Casi desfallecido atravesó un pequeño prado, subió una escalinata que precedía a la puerta de entrada, llamó débilmente, y las fuerzas le abandonaron por completo: cayó contra el antepecho de la especie de terraza que se tendía frente a la casa.
Ocurrió que, en aquel momento los valerosos Giles, Britles y el calderero ambulante se reponían en cocina de las fatigas y peligros de noche pasada, reforzando sus estómagos con apetitosas viandas y regando éstas con sendas tazas excelente té. No vayan a figurarse los lectores que el señor Giles lleva su condescendencia hasta el extremo de permitir que le tratasen con familiaridad los criados de condición menos elevada que la suya; se engañarían lastimosamente si tal creyeran. El señor Giles solía tratarlos con cierta afabilidad altiva, esa afabilidad digna que tan bien sienta las personas deseosas de que nunca ni en ningún caso quede desconocida u olvidada su jerarquía social; pero como la muerte, los incendios y los robos a mano armada igualan a todos los hombres, el señor Giles estaba sentado en la cocina, cruzadas las piernas al amor de la lumbre con el codo izquierdo sobre la mesa, mientras accionaba con severa propiedad el brazo derecho, acompañando una explicación detallada circunstancial del robo, explicación que su auditorio, y muy especialmente la cocinera y la doncella, que del mismo formaban parte, escuchaba con avidez.
—Serían poco más o menos las dos y media —decía el señor Giles—, aunque si me pidieran juramento no me atrevería a afirmar que no fueran muy cerca de las tres cuando desperté, y al darme un vuelta en la cama, parecida a ésta —Giles dio media vuelta en la silla tirando al propio tiempo de una las puntas del mantel, con el que se envolvió—, creí oír un ruido.
En este punto de la narración, palideció la cocinera y rogó a la doncella que cerrase la puerta; la doncella transmitió el ruego a Britles y éste a su vez al calderero, el cual se hizo el sordo.
—... creí oír un ruido —repitió Giles—. Al principio, me dije, «será una ilusión»; pero cuando me disponía a dormirme otra vez, cátate que oigo de nuevo el ruido, pero muy claro, muy distinto.
—¿Qué clase de ruido era? —preguntó la cocinera.
—Una especie de ruido indefinible, sordo —contestó Giles, mirando a sus oyentes.
—Más bien el que suele producir una palanqueta de hierro cuando separa los barrotes de una reja —terció Britles.
—Eso fue cuando lo oíste tú —replicó Giles—; pero no en el momento de que hablo. Me desembocé entonces —el señor Giles soltó el mantel que había echado sobre su cuerpo—, me senté en la cama, y presté oído atento.
—¡Dios mío! —exclamaron a un tiempo la cocinera y la doncella.
—Esta vez lo oí muy claro —repuso Giles—, y me dije: «Alguien está forzando la puerta o alguna ventana, ¿qué haces, Giles? Llamaré al pobre Britles, no sea que le corten la cabeza o lo estrangulen en la cama sin que se dé cuenta siquiera»
Los ojos de todos los circunstantes se volvieron hacia Britles, quien tenía los suyos fijos en el narrador, y le contemplaron con la boca abierta y expresión de horror.
—Pues, señor —continuó Giles, clavando los ojos en la cocinera y en la doncella—, tiré a un lado las ropas de la cama —Giles tiró a un rincón el mantel de la mesa—, salté fuera de ella sin hacer ruido, me puse un par de...
—¡Cuidado, señor Giles, que hay señoras delante! —interrumpió el calderero.
—... de zapatos, señor mío —repuso Giles, volviéndose hacia el calderero y acentuando bien la palabra—, empuñé una pistola cargada que siempre tengo junto a la caja de la plata de la mesa, y caminando sobre las puntas do los pies, bajé a la habitación de Britles, a quien dije, después de haberle despertado: «¡No te asustes, Britles!»
—Exacto —dijo Britles.
—A continuación, añadí: «Creo que podemos contarnos los dos con los difuntos, pero no tengas miedo»
—¿Es que sentía miedo? —preguntó la cocinera.
—¡Ni por asomo! —contestó Giles—. ¡Impertérrito, valiente... casi tan valiente como yo!
—Si a mí me pasa, me quedo muerta en el acto —observó la doncella.
—Usted es mujer —contestó Britles, que se iba serenando.
—Tiene razón Britles —dijo Giles—. De una mujer, no cabe esperar otra cosa. Nosotros, que somos hombres, y muy hombres, tomamos una linterna sorda que en el cuarto de Britles había sobre una repisa, y bajamos caminando entre tinieblas que se podían tocar de este modo.
Habíase levantado Giles y dado unos pasos con los ojos cerrados, para acompañar el relato con un accionar apropiado, cuando se estremeció violentamente, así como también todos los que en la cocina estaban, y retrocedió de un salto a la silla que antes ocupaba. La cocinera y la doncella lanzaron dos o tres chillidos de espanto.
—Han llamado a la puerta —dijo Giles, fingiendo una serenidad que no tenía—. Que salga alguien a abrir.
Nadie se movió.
—No deja de ser extraño que vengan a llamar a hora tan intempestiva —observo Giles, contemplando los pálidos rostros de sus oyentes, no más pálidos ciertamente que el suyo—. La hora es intempestiva, lo reconozco, pero fuerza es que alguien abra la puerta. ¿No me oís?
Miraba Giles a Britles mientras hablaba; pero este joven, modesto de suyo y poco amigo de singularizarse, debió figurarse sin duda que él no era alguien, y convencido de que la orden no podía rezar con él, ni contestó, ni se movió. Giles, entonces, hizo una seña elocuente al calderero; pero el calderero se había dormido de pronto: en cuanto a las mujeres, no había por qué contar con ellas.
—Si Britles prefiere abrir la puerta en presencia de testigos —dijo Giles al cabo de un rato de pausa—, me presto desde luego a acompañarle.
—Y yo también —terció el calderero, tan brusco en el despertar como en el dormirse.
Bajo tales condiciones, capituló Britles. Los tres hombres, más tranquilos al descubrir (por haber abierto en aquel momento las ventanas) que era ya muy entrado el día, subieron la escalera llevando de vanguardia a los perros, y cerrando la retaguardia las mujeres, a quienes asustó la idea de quedar solas en la cocina. Por consejo de Giles, comenzaron todos a hablar con voz recia a fin de que los malhechores, suponiendo que malhechores fueran los que llamaban, supieran que en la casa había muchas personas. Al mismo caballero, hombre fecundo en recursos, se le ocurrió la idea luminosa, que puso inmediatamente en práctica, de tirar de los rabos de los perros hasta hacerlos ladrar con furia.
Adoptadas esas medidas aconsejadas por la prudencia, Giles agarró al calderero por el brazo (para que no escapase, según dijo en tono humorístico), y dio orden de abrir la puerta. Obedeció Britles, y todas las personas que formaban el grupo, al asomar tímidamente las cabezas sobre los hombros de los que delante estaban, no vieron ante sí otro objeto formidable que al pobrecito Oliver Twist, aniquilado y sin voz, que entreabría penosamente los ojos implorando compasión.
—¡Un chicuelo! —exclamó Giles, empujando briosamente al calderero—. ¿Qué vienes a buscar?... ¡Demonio! ¡Britles!... ¡Mira! ¿No le conoces?
Britles, que al abrir la puerta había quedado detrás de la misma, lanzó un grito penetrante o no bien vio a Oliver, mientras Giles, levantando al muchacho por una pierna y por un brazo (por su suerte, no fue por el herido), lo entró en el vestíbulo y lo dejó tendido sobre, el suelo.
—¡Aquí le tenemos... aquí tenemos a uno... un bandido, señora! —gritó Giles desde la escalera—, ¡Un ladrón, señora... herido, señorita, herido! ¡Yo fui quien le descerrajé el tiro, y Britles tenía la vela!
—¡No era vela, señorita, sino una, linterna! —gritó Britles, poniendo junto a la boca las manos a manera de bocina.
Las dos criadas subieron veloces con la noticia de que Giles había capturado a uno de los ladrones mientras el calderero procuraba socorrer a Oliver, temeroso de que muriera antes de ser llevado a la horca. Cuando el ruido era mayor y más vivo el movimiento, sonó una voz de mujer, voz dulce y argentina, que lo apaciguó todo como por encanto.
—¡Giles! —llamó la voz desde lo alto de la escalera.
—Mándeme usted, señorita —contestó Giles—. No se asuste la señorita, que no he salido de la refriega con heridas de importancia. Como vio que era muy poca cosa para mí, la resistencia que me opuso no fue desesperada.
—¡Silencio... silencio! —exclamó la misma voz—. Va usted a asustar más a mi tía de lo que la asustaron los ladrones. ¿Es grave la herida de ese infeliz?
—¡De muerte, señorita! —contestó Giles complacido.
—Se está muriendo a chorros, señorita —terció Britles—. ¿Quiere verlo la señorita por si...?
—¡No, no! —replicó la voz—. Háganme el favor de esperar quietos y sin hablar hasta tanto consulte con mi tía.
Con tanta gracia en el andar como dulzura en la voz, la que acababa de dirigir la palabra a los criados se retiró, para reaparecer al cabo de breves instantes y mandar que el herido fuera instalado, con las precauciones del caso, en la habitación del señor Giles, que Britles ensillase inmediatamente un caballo y se dirigiera con cuanta velocidad le fuera posible a Chertsey, de donde debería mandar a la casa a un médico y avisar al juzgado.
—¿Pero no quiere usted verle antes, señorita? —preguntó Giles, tan orgulloso como si Oliver fuera algún pájaro de raro plumaje herido por el plomo de su escopeta.
—¡Por nada del mundo! —replicó la joven—. ¡Pobre hombre! ¡Trátelo con dulzura, Giles, aunque no sea más que por consideración a mí!
El criado miró a su señorita con tanto orgullo y admiración como si su propia hija hubiera sido, e inclinándose seguidamente sobre Oliver, le subió a su habitación con cuidado y solicitud tan tiernas como no hubiera podido excederlas una mujer.
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