Capítulo XLIII
Donde encontramos que el famoso Truhán dio un tropiezo grave
—¿Conque su amigo de usted era usted mismo? —exclamó Claypole, por otro nombre Mauricio Bolter, a poco de haber llegado al día siguiente a la casa del judío, en cumplimiento de lo pactado—. No me la dio del todo, amigo mío, pues si he de decir verdad, me lo había figurado.
—No hay quien de sí mismo no sea amigo, querido —replicó Fajín, dirigiendo a su nuevo amigo una mirada insinuante—. No puede encontrar otro que lo sea tanto.
—Se dan casos —observó Mauricio Bolter, con aires de hombre de mundo—. Sabe usted muy bien que hay personas cuyos únicos enemigos son ellos mismos.
—¡No lo crea usted! —replicó el judío—. Cuando un hombre aparece enemigo de sí mismo, es porque se aprecia demasiado, y cuanto más parezca que le preocupan la felicidad y suerte de sus prójimos, más cuida de las suyas. ¡La abnegación!... ¡Uf! ¡No existe semejante fruta en el huerto de la Naturaleza!
—Y si existe, no debiera existir; es la verdad —observó Bolter.
—Nada más cierto. Algunos hechiceros pretenden que el número tres es un número mágico, otros afirman que es el siete. Todos se engañan; el número mágico es el uno.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Viva el número uno! —gritó Bolter.
—En comunidades pequeñas como la nuestra —explicó el judío, creyendo que era llegado el momento de determinar su propia posición—, tenemos un número uno general... o lo que es lo mismo: usted no puede considerarse como número uno sin tenerme también a mí por número uno, de la misma manera que por número uno me tienen todos los demás.
—¡Demonio! —exclamó Bolter.
—Comprenda usted —añadió el judío, sin hacer caso de la interrupción—, que dada la trabazón, el enlace íntimo que debe existir entre nosotros, dada la identificación que entre nuestros intereses existe, no puede ser de otra manera. Por ejemplo: obligación suya es velar por la seguridad del número uno... entendiéndose a usted mismo por número uno.
—De acuerdo; tocante a eso no hay cuestión.
—Perfectamente. Usted no puede cuidar de sí mismo, número uno, sin cuidar también de mí, número uno.
—Querrá usted decir número dos —replicó Bolter, egoísta hasta lo infinito.
—No por cierto —replicó el judío—. Para usted, debo tener la misma importancia que tenga usted mismo.
—No puedo dudar que me parece usted un hombre simpático y digno de todo mi aprecio; pero me parece que mi unión con usted no es ni puede ser tan íntima como mi unión con mi interés personal.
—Recapacite usted un momento, amigo mío, nada más que un momento —dijo Fajín, encogiéndose de hombros—. Ha dado usted un tropiezo según el mundo, aunque para mí sea una hazaña digna de respeto, una hazaña que merece mi aprobación y le da un título más a mi cariño; pero hazaña que podría valerle una corbata tan fácil de poner, como difícil de desatar: supongo que habrá comprendido que me refiero a la horca.
Bolter llevó maquinalmente la mano a la corbata, como si le apretara demasiado, y manifestó su conformidad con las palabras de su interlocutor por medio de un gruñido especial.
—La horca, amigo mío —repuso Fajín—, es un poste indicador horrible que, en forma tan brusca como brutal, ha puesto fin desastroso a la carrera de más de un valiente que trabajaba sin recelo por nuestras calles. Pues bien: objetivo número uno debe ser esquivar los obstáculos que pueda encontrar en su camino y maniobrar siempre a distancia respetable de aquella señora.
—Tiene usted mucha razón: pero, ¿por qué me habla de cosas tan desagradables?
—Lisa y llanamente para que me comprenda con toda claridad: Si no quiere usted dar de bruces, cuando menos lo piense, en el poste indicador de que acabo de hablarle habrá de velar por mis intereses de la misma manera que yo, si quiero que prosperen mis intereses, habré de velar por su seguridad de usted. Para usted, lo primero habrá de ser su número uno personal, lo segundo, mi número uno. Cuanta mayor sea la solicitud con que usted atienda a su número uno personal, en más alto habrá de apreciar mi número uno... y hétenos llegados a la postre a lo que manifesté a usted al principio: el amor hacia el número uno es el lazo que nos une en apretado ejército, que caminará de victoria en victoria mientras subsista ese lazo, pero que, roto éste, caerá precipitado a los abismos del no ser.
—¡Es verdad... es verdad! —exclamó Bolter con expresión meditabunda—. ¡Oh!... ¡Y cómo se advierte que es usted perro viejo!
Con visible complacencia comprendió Fajín que la alusión a su genio maravilloso no era estéril cumplimiento, sino reflejo de la impresión profunda y real que sus argumentos habrían producido en el ánimo de su nuevo recluta. Con el objeto de robustecer y dar mayor consistencia a una impresión tan apetecible como conveniente a sus fines, continuó dando a conocer a aquél, con algún detalle, la extensión y el alcance de sus operaciones, sirviéndole en el mismo plato la verdad mezclada con la mentira, cuando así convenía a sus fines, y combinándolo todo con tal arte, que el respeto del señor Bolter crecía por grados, bien que un tanto templado con cierto grado de saludable temor que a los intereses del jefe convenía despertar.
—Gracias a esta confianza mutua que entre nosotros reina, puedo consolarme de las dolorosas pérdidas que a veces lamento —observó el judío—. Ayer mañana, sin ir más lejos, perdí al que sin exagerar podría llamar mi brazo derecho.
—¿Murió? —preguntó Bolter.
—¡No, no! El mal no es tan grave, gracias a Dios.
—Entonces, será que lo...
—Llamaron —interrumpió el judío—; eso es; lo llamaron.
—¿Lo necesitaban para al asunto particular?
—Lo necesitaban... ¡No es ésa la palabra que mejor le cuadra! Le acusaron de haber intentado trabar relaciones demasiado estrechas con el bolsillo de un desconocido y, al registrarle, le encontraron una cajita de rapé de plata... la suya, amigo mía, la suya, pues he de hacer constar que el pobre tomaba rapé, y cierto que le gustaba mucho. Creyendo que conocen al dueño de cajita en cuestión, le han tenido preso hasta hoy... ¡Ah! ¡Vale cincuenta cajitas de oro, y con gusto las pagara yo a trueque de ponerle en libertad! ¡Cuánto siento que no haya conocido usted al Truhán amigo mío; cuánto lo siento!
—Espero tener el placer de conocerle; ¿no le parece?
—¡Mucho lo dudo! —contestó el judío, exhalando un suspiro—. Si no presentan pruebas nuevas, el castigo no pasará de seis semanas de cárcel y pronto lo tendremos de nuevo entre nosotros; pero si por desgracia ocurre lo contrario está perdido. Saben que el Truhán pierde de listo y harán de él un pensionista... un pensionista perpetuo. ¡Mire usted que hacer del Truhán nada menos que un pensionista perpetuo!
—¿Pero qué diablos significa hacerle pensionista perpetuo? ¿Por qué no me habla en forma que lo entienda, dejándose de enigmas?
Disponíase Fajín a traducir al lenguaje vulgar la expresión que significaba «cadena perpetua», cuando vino a poner fin brusco al diálogo la llegada de Carlos Bates, quien se presentó con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones y con cara contorsionada, en la que se leía un terror que, por lo exagerado, resultaba cómico.
—¡Se acabó Fajín! —exclamó con acento lúgubre el recién venido, luego que el judío hizo su presentación a Bolter, y viceversa.
—¿Qué estás diciendo? —gritó Fajín, cuyos labios temblaron.
—Ha aparecido el dueño de la cajita; dos o tres testigos más han reconocido la cajita y han identificado a nuestro pobre amigo, el que puede darse por condenado a hacer el viaje. Necesito un traje completo de luto, Fajín, y un crespón para mi sombrero, a fin de visitarle antes que salga para su destino. ¡Clama venganza al Cielo pensar que Dawkins, el gran Dawkins, el Truhán más truhán de todos los truhanes, salga de la nación por una mísera caja de rapé, que bien vendida no valdría dos perros chicos! ¡Siempre creí que, si alguna vez caía, sería bajo el peso de algún reloj de oro, de alguna cadena de lo mismo, por lo menos! ¡Oh! ¿Por qué no robaría toda la fortuna de algún caballero tan viejo como rico, y así saldría de entre nosotros como caballero, y no como raterillo vulgar, sin honra, ni provecho, ni gloria?
Pronunciada una oración tan patética sobre la suerte de su infortunado amigo, Carlos Bates se dejó caer sobre la silla más inmediata a su dolorida persona, con expresión triste y compungida.
—¿Qué estás hablando sobre salir de entre nosotros sin honra, ni provecho, ni gloria? —gritó Fajín, fulminando a su discípulo con una mirada de enojo—. ¿No fue siempre el mejor de todos nosotros? ¿Hay alguno que lleve su osadía hasta el extremo de pretender comparársele? ¿Eh?
—¡Nadie! —contestó Bates con voz de bajo profundo—. ¡Absolutamente nadie!
—Entonces... ¿por qué disparatas? ¿A qué vienen esos lloriqueos? ¿Se puede saber lo que quieres?
—¿Que por qué lloriqueo? —replicó Bates, arrastrando por las oleadas de su pena hasta el punto de desafiar lisa y francamente a su venerables maestro—. Lloriqueo porque su causa no se hará pública; lloriqueo porque no se ocupará de él la prensa, porque no resonarán sus proezas por todos los ámbitos del Reino Unido, porque nadie llegará jamás a saber la mitad siquiera de lo que el Truhán valía. ¿Qué lugar ocupará en el calendario de Newgate? ¡Quién sabe si ni figurará en él! ¡Dios mío... Dios mío! ¿Puede concebirse desgracia más espantosa?
—¡Ah! —exclamó el judío, volviéndose con cara risueña hacia Bolter—. Viendo está usted el entusiasmo, el orgullo que les inspira su profesión. ¡Es realmente hermoso, consolador!
Por medio de un ademán exteriorizó Bolter su asentimiento, y el judío, después de contemplar durante algunos segundos con satisfacción evidente el aire apesadumbrado de Bates, acercóse a él, le dio unas palmaditas en la espalda, y le dijo con expresión afectuosa:
—No te apures, Bates, que todo se sabrá. Ten por seguro que la publicidad que deseas será un hecho. El mundo entero tendrá noticia de su ingenio, quedará persuadido de su talento sin rival. Nuestro mismo amigo se encargará de ello, y si lo perdemos, no será sin que quedemos cubiertos de gloria los que hemos tenido la honra de ser sus compañeros y maestros. ¡Y tan joven, Carlos! ¿Puede caber mayor gloria que ser enviado a sus años al templo del que no se vuelve?
—Es un honor inmenso; no puedo negarlo —contestó Bates.
—Tendrá cuanto le haga falta, estará como el pez en el agua, vivirá en aquel palacio, que los necios llaman presidio, como un caballero; sí, como un caballero, sin que le falte la cerveza todos los días, ni dinero en el bolsillo por si se le ocurre jugar con sus dignos compañeros a cara o cruz.
—¡Oh! ¿De veras? —gritó entusiasmado Bates.
—Todo eso tendrá, aparte de que le nombraremos un abogado de talla para que se encargue de su defensa, y hasta él mismo, nuestro buen amigo el Truhán, podrá pronunciar un discurso, si tal es su deseo, discurso que publicarán todos los periódicos, diciendo entre otras cosas: «Tiene la palabra el Truhán... risas... aullidos... Convulsión en los individuos del tribunal...» ¿Qué te parece, Carlos?
—¡Ja, ja, ja! ¡La verdad es que podría ser gracioso! ...
—¿Cómo, podría? Lo será, no te quepa duda, lo será!
—Es verdad. Lo será —repitió Bates, frotándose las manos de gusto.
—Me parece que lo estoy viendo y oyendo ya —repuso Fajín.
—¡Y yo! —exclamó Bates—. ¡Ja, ja, ja, ja! Lo veo como si en este momento lo tuviera delante de los ojos. Fajín, ¡palabra de honor! ¡Por mi vida que será chusco el lance!... ¡Ya lo creo! ¡El señor Truhán dirigiendo la palabra a aquella cuadrilla de empelucados, graves como figurones de madera, con la misma tranquilidad y sangre fría que si fuera hijo querido del presidente del Tribunal Supremo a quien se le ocurre soltar un discurso después de un banquete opíparo... ¡Ja, ja, ja, ja!
A decir verdad, de tal manera había alentado el judío el carácter excéntrico de su discípulo, que éste, que al principio veía en el Truhán una víctima digna de lástima, considerábale ahora como personaje principal en la representación escénica de una obra humorística por antonomasia, y sentía viva impaciencia porque llegase el momento en que su antiguo compañero tuviera ocasión de desplegar sus excepcionales facultades intelectuales.
—Será preciso que hoy mismo tengamos noticias suyas... —observó Fajín—. Habrá que idear un medio... dejadme meditar...
—¿Quiere usted que vaya yo? —preguntó Bates.
—¡Por nada del mundo! —respondió el judío—. ¿Estás loco, Carlos, loco de remate? Únicamente así se concibe que se te ocurra la idea descabellada de meterte tu mismo en... ¡No, Carlos, no! ¡Basta con ir perdiendo uno a uno los brazos!
—Lo digo porque supongo que tampoco pensará ir usted —repuso Bates con cierta expresión irónica.
—Tampoco es prudente, a mi juicio —contestó Fajín.
—Entonces, ¿por qué no envía a nuevo afiliado? —preguntó Bates, poniendo su mano sobre el hombro, de Noé—. Nadie le conoce.
—Si él quisiera —observó Fajín.
—¿Cómo si quisiera? ¿Por qué no ha de querer?
—En realidad no hay motivos para que no quiera, amigo mío —dijo el judío, volviéndose hacia Bolter—. Ninguno absolutamente.
—Me permitirá que le haga observar —contestó Noé, moviendo la cabeza con expresión de alarma—, que sí los hay. Por lo pronto, ese asunto no es de mi negociado.
—¿Qué negociado asignó usted a éste, Fajín? —preguntó Bates, dirigiendo una mirada desdeñosa al escuálido recluta—. ¿El de huir el bulto cuando los negocios toman mal cariz, y el de participar de los beneficios cuando navegan viento en popa?
—¿Y a usted qué le importa? —gritó Noé—. Procure usted no tomarse libertades semejantes con sus superiores, mocoso, pues podría pesarle.
Tan repetidas y ruidosas fueron las carcajadas con que Bates acogió una amenaza lanzada con tono tan grandilocuente, que pasó algún tiempo antes que Fajín pudiera mediar para hacer presente al señor Bolter que ningún peligro correría presentándose en los centros policiacos y de justicia; que, por lo mismo que no habían podido llegar a la metrópoli noticias de la insignificante faltilla cometida ni las señas de su persona, nada tenía que temer, tanto más, cuanto que no era probable que nadie sospechase que en la capital había buscado refugio, y que, en todo caso, convenientemente disfrazado, en ninguna parte de Londres estaría tan seguro como en los mismos centros de policía, por lo mismo que aquéllos serían los últimos rincones de la ciudad donde a nadie podría ocurrírsele ir a buscarle.
Convencido, en parte, por esas reflexiones, y más por ellas, por el miedo que el judío le inspiraba, Bolter se resignó al fin, bien que a regañadientes y con repugnancia manifiesta, a tomar a su cargo el cometido. Siguiendo los consejos del judío, dejó inmediatamente su vestido y se disfrazó de carretero, poniéndose una blusa, calzones de paño burdo y polainas de cuero, prendas que sacó del guardarropa admirablemente surtido de Fajín. Completó el disfraz un sombrero bien adornado con cédulas de pago de distintos portazgos y una tralla. Equipado de esta suerte debía introducirse en las salas de justicia, fingiendo ser un campesino procedente del mercado de Covent Garden, que acudía arrastrado por la curiosidad. Como Noé era torpe, flaco y desgarbado, Fajín dio por descontado que desempeñaría a maravilla su comisión.
Ultimados los preparativos, diéronle cuantos datos creyeron oportunos para que conociera al Truhán, y el mismo Bates se encargó de acompañarle, por las calles tortuosas y poco frecuentadas, hasta las inmediaciones de la Bow Street. Allí le indicaron, con gran lujo y precisión de detalles, la situación exacta de las oficinas de policía, previniéndole que siguiera de frente y sin desviarse el corredor y que, cuando llegara al patio, tomara una puerta que vería a la derecha y en lo alto de una escalera, y se quitase el sombrero al entrar en la sala. Bates terminó sus instrucciones diciéndole que volviera pronto al mismo sitio donde entonces se encontraban, asegurándole que allí esperaría su regreso.
Ejecutó Noé Claypole, o Mauricio Bolter, como el lector prefiera llamarle, las instrucciones que de Bates recibiera, instrucciones tan precisas y detalladas —hay que tener presente que Carlos Bates conocía perfectamente aquellos lugares—, que le permitieron llegar hasta la sala del tribunal sin necesidad de hacer ninguna pregunta ni tropezar en su camino con el obstáculo más insignificante. Encontróse entre un público numeroso de curiosos, mujeres en su mayoría, en un salón sucio y repugnante, en cuyo testero se elevaba una plataforma separada convenientemente por medio de una barandilla. En la plataforma, pegado a la pared de la izquierda, estaba el banquillo donde se sentaban los acusados, en el centro la tribuna para los testigos, y a la derecha la mesa del tribunal. Delante de ésta se alzaba un biombo que tenía por objeto resguardar a los representantes de la Ley contra las miradas del público, al cual, si no podía ver, érale concedido, al menos, imaginarse la majestad grandiosa de la justicia.
Ocupaban en aquel momento el banquillo de los acusados dos mujeres, que saludaban con movimientos de cabeza a sus admiradores mientras el escribano daba lectura a las declaraciones a una pareja de guardias de seguridad y a un hombre vestido de paisano que tenían apoyados los codos sobre la mesa.
El carcelero estaba en pie, recostado contra la barandilla, golpeándose maquinalmente la nariz con una llave que tenía en la mano, operación que de vez en cuando suspendía para imponer silencio a los que sostenían alguna conversación en voz alta o para decir con voz recia y ahuecada a alguna mujer: «¡Saque usted a ese muñeco de la sala! », cada vez que venían a perturbar la gravedad de la sala lloriqueos infantiles, medio ahogados por medio del chal de la madre. La sala olía a humedad, las paredes estaban sucias y descoloridas y el techo ennegrecido. Sobre la repisa de la chimenea veíase un busto viejo y ahumado, y coronaba el banquillo de los acusados un reloj cubierto de polvo, único objeto que al parecer se movía con regularidad y precisión. En cuanto a todos los seres animados allí presentes, la depravación, o la miseria, o las relaciones estrechas y habituales con entrambas cosas, habían acumulado sobre ellos un tinte especial no menos desagradable y repugnante que la escoria grasienta que cubría todos los objetos inanimados de aquel lugar, capaz de entristecer el ánimo más alegre.
Noé buscó por todas partes al Truhán, pero aunque vio muchas mujeres que por su catadura hubieran podido ser madres o hermanas de tan notable personaje, y más de un hombre que por su facha debía parecerse a su distinguido padre como un huevo a otro huevo, a nadie vio cuyas señas personales correspondieran a las que del Truhán le habían dado. No sin ansiedad y con bastante inquietud esperó hasta que las mujeres, condenadas por el tribunal, salieron de la sala contoneándose con una desfachatez que le dejó mudo de asombro, y entonces fue cuando terminó su suspensión, pues vino a ocupar el banquillo otro acusado, en quien reconoció al punto al distinguido individuo que motivaba su visita.
Era, en efecto, el señor Dawkins, quien penetró en la sala con mucho donaire, recogidas las mangas de su levitón, como de costumbre, puesta en el bolsillo la mano izquierda y llevando en la diestra el sombrero, siguiendo al carcelero con admirable desenvoltura. No bien ocupó su asiento en el banquillo, preguntó con voz alta y enérgica qué motivos tenían para hacerle sufrir semejante humillación.
—¿Quieres guardar la lengua en, tu bolsillo? —gritó el carcelero.
—Soy ciudadano inglés, si no estoy equivocado —replicó el Truhán—; ¿cómo se permiten pisotear, mis privilegios?
—Pronto se te concederán cuantos privilegios te son debidos —observó el carcelero—. Podrás saborearlos... hasta con su poquito de sal y pimienta.
—¡Veremos la cara que pondrá el Ministro de Gracia y justicia cuando sepa lo que hacen conmigo! —exclamó el Truhán— ¿De qué se trata? Yo agradeceré a los magistrados que despachen pronto este asuntillo y no me hagan perder un tiempo precioso, que necesito para mis asuntos, entreteniéndose en leer el periódico. En la ciudad me espera un caballero con quién tengo una cita pendiente, y como me precio de ser hombre de palabra y muy puntual en asuntos de negocios, se irá, si no llego a la hora convenida, en cuyo caso, entablaré acción reclamando daños y perjuicios contra los que hayan sido causa de mi demora.
Terminó su discurso el Truhán preguntando al carcelero los nombres «de los dos avechuchos que veía en la mesa del tribunal», palabras que excitaron tal hilaridad en el auditorio, que las risotadas es probable que llegaran hasta los oídos de Carlos Bates, aunque entre el juzgado y el lugar, donde esperaba a Noé mediaba una distancia más que regular.
—¡Silencio! —rugió el carcelero.
—¿De qué se le acusa? —preguntó uno de los magistrados.
—De aligerar bolsillos ajenos, señoría.
—¿Ha comparecido alguna otra vez el acusado ante los tribunales?
—Ha merecido comparecer infinidad de veces —contestó el carcelero—; pero si no ha comparecido ante la justicia, en más de cuatro ocasiones han trabado relaciones con él los agentes de la misma. Le conozco demasiado.
—¡Ah! ¿Conque usted me conoce? —gritó el Truhán, tomando nota de la afirmación del carcelero—. Está muy bien. Nos encontramos frente a un caso de deformación de carácter, señor presidente.
—Estalló otra carcajada general seguida de otro grito del carcelero imponiendo silencio.
—¡Que se presenten los testigos! —ordenó el escribano.
—¡Ah! ¡Eso digo yo! —exclamó el Truhán—. ¡Vengan los testigos!... ¿Dónde están? ¡Me agradaría verlos!
Su deseo quedó satisfecho en el punto y hora en que fue formulado. Un policía se destacó del público avanzando hasta la plataforma, para declarar que había visto con sus propios ojos al acusado en el momento que intentaba desvalijar a un caballero desconocido, a quien por cierto robó un pañuelo, bien que volvió a dejarlo donde estaba al ver que era malo y viejo, no sin antes restregarse con él la cara. Por la causa explicada prendió al ratero no bien pudo llegar hasta su persona, y habiéndole registrado, encontróle en el bolsillo una caja de rapé de plata, en cuya tapa había grabado un nombre. Gracias a la Guía pudieron saber dónde vivía el propietario de la cajita. Interrogado éste, aseguró, bajo juramento, que había echado de menos la cajita el día anterior, en el momento de salir de entre un grupo numeroso de gentes. Entre éstas le llamó la atención un joven, que parecía tener interés en eclipsarse, y el joven en cuestión, era el prisionero que yo le puse delante, es decir, el mismo que ahora se sienta en el banquillo.
—Acusado —dijo el presidente —: ¿puede decir algo en su descargo? ¿Desea contestar al testigo?
—No me rebajaré hasta el extremo de cruzar con él la palabra —contestó el Truhán.
—¿Nada alega usted?
—¿No oyes que te pregunta su Señoría? —exclamó el carcelero, sacudiendo un codazo al acusado.
—Dispense usted —dijo el Truhán, fijando en la mesa una mirada distraída—. ¿Hablaban conmigo?
—¡En mi vida he visto bribón más redomado! —murmuró el carcelero—. ¿Vas a hablar o no, desvergonzado?
—¡No! —replicó el Truhán —. No hablaré aquí, que no es en esta tienda donde se vende justicia; además, mi defensor ha ido hoy a almorzar con el Vicepresidente de la Cámara de los diputados. Pero hablaré en otra parte, sépanlo ustedes, y 1 hablaré tan alto, tan claro, y ante amigos tan poderosos y respetables, que la taifa de bolillas y lechuzos que me escuchan en este instante lamentarán haber nacido y maldecirán del día que se atrevieron a molestarme, y...
—¡Visto y condenado! —gritó el escribano—. Conduzcan al acusado al calabozo.
—¡Andando, príncipe! —dijo el carcelero.
Enseguida —replicó el Truhán, limpiando el sombrero con la palma de la mano—. ¡Ay de vosotros! —repuso, encarándose con el tribunal—. ¡De nada les servirá poner cara de espanto! ¡Me las pagarán, no tendré piedad ni compasión, seré inexorable! Por nada del mundo quisiera estar en su pellejo, señores míos. Aun cuando de rodillas me suplicaran ahora que me fuera libremente a mi casa, vive Dios que no lo haría. ¡Pueden llevarme a la celda!
Hubo de pasar el Truhán por la humillación de dejarse agarrar por el cuello, y salió de la sala amenazando al cielo y a la tierra, asegurando que su prisión suscitaría una cuestión parlamentaria que costaría serios disgustos al Gobierno, probablemente hasta su caída, y no puso fin al torrente de amenazas hasta que llegó al patio, donde comenzó a reír a carcajadas y hacer muecas y visajes al carcelero.
En cuanto a Noé Claypole, luego que vio con sus propios ojos como encerraban al Truhán en una celda, volvió corriendo al sitio en que Bates quedara esperándole. Uniósele al cabo de algunos minutos de espera este último, quien no consideró conveniente dejarse ver hasta después de asegurarse de que no había moros en la costa, desde un escondrijo donde había permanecido oculto.
Los dos se apresuraron a llevar a Fajín la consoladora noticia de que su —discípulo había hecho cumplido honor a su maestro y conquistado para sí mismo una reputación gloriosa.
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