Capítulo XIX
Donde asistirá el lector a la discusión y aprobación de un plan notable de operaciones
Era una noche húmeda, fría y ventosa. El judío Fajín, luego que arrebujó su aterido cuerpo con su gran levitón y alzó el cuello de éste hasta cubrir con él sus orejas, más que para preservarlas del frío para ocultar toda la parte inferior de su rostro, salió cauteloso de su guarida.
Detúvose junto a la puerta en la parte de afuera hasta que oyó que cerraban con llave y sujetaban las cadenas, y después de escuchar con atención y de felicitar mentalmente a sus discípulos por las medidas de precaución que adoptaban, alejóse con rapidez.
La casa en la cual estaba recluido Oliver distaba poco de Whitechapel. El Judío se detuvo un instante en la esquina de la calle, y después de tender en torno suyo miradas recelosas, alejóse en dirección a Spitalfields.
Espesa capa de lodo cubría las calles envueltas en negra bruma, caía lentamente la lluvia y hacía un frío horrible. En una palabra: la noche era que ni de encargo para un individuo como el judío. Al deslizarse con ligereza rozando las paredes y buscando abrigo en los huecos de las puertas, aquel viejo repugnante parecía un reptil monstruoso, salido del fango y de las tinieblas en que se movía, que se arrastraba a favor de la noche en busca de alguna apetitosa provisión de carne putrefacta.
Recorrió varias callejas tortuosas y sucias hasta que llegó a Bethnal Green, donde, torciendo bruscamente hacia la izquierda, no tardó en aventurarse por la intrincada red de inmundos callejones que tanto abundan por el distrito a que me refiero.
Era evidente que el judío conocía a la perfección el terreno que pisaba a juzgar por lo bien que se orientaba no obstante la oscuridad tenebrosa de la noche y lo laberíntico de las calles. Recorrió no pocas de éstas y al fin entró en una iluminada por un solo farol. Hizo alto frente a una puerta, llamó y, después de cambiar algunas palabras en voz baja con el que le franqueó la entrada, penetró en su interior.
Oyóse el gruñido de un perro no bien el judío puso la mano sobre el picaporte de la puerta de una habitación, y desde el interior de ésta preguntó una voz bronca:
—¿Quién va?
—Yo solo, Guillermo, yo solo —contestó el judío entrando.
—Que entre tu humanidad —dijo Sikes—. ¿Estarás quieto, condenado perro? ¿Es que cuando el demonio viste levitón no le conoces ya?
Parece que el animal se engañó en los primeros momentos, pues no bien Fajín se desabrochó el levitón y le colocó sobre el respaldo de una silla retiróse aquél al rincón de donde antes saliera meneando el rabo con muestras de satisfacción.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Sikes.
—Pues hay... ¡Ah! Buenas noches, Anita.
El judío saludó a la joven con timidez manifiesta, cual si tuviera sus dudas acerca de la acogida que le dispensaría su amiga, a la que no había visto desde que aquélla había abrazado la defensa de Oliver. Sus dudas, sin embargo, desvanecieron en el acto, pues Anita retiró los pies de los morillos la chimenea, arrastró hacia atrás la silla en que estaba sentada y dijo al judío que aproximara la suya. No explicó el objeto; pero como la noche estaba extraordinaria fría. Fajín lo comprendió de sobra.
—Fría está de veras la noche, querida Anita —observó el judío acercando a la lumbre sus arrugadas manos—. Penetra hasta la médula de los huesos.
—Mucho más intenso habría de ser para que penetrase hasta tu corazón —dijo Sikes—. Dale algo de beber, Anita, y despacha pronto ¡voto al infierno! Me pone nervioso ver a ese carcamal tiritando de esa manera... ¡Si parece un espectro recién salido de la fosa!
Anita se apresuró a sacar una botella de una alacena en la que había otras varias de formas y tamaños diversos, llenas sin duda de distintos licores. Sikes llenó un vaso de aguardiente que ofreció al judío.
—Muchas gracias, Guillermo, muchas gracias —dijo el judío, dejando el vaso sobre la mesa sin haber hecho más que humedecer los labios en el líquido.
—¡Cómo! ¿Tienes miedo de emborracharte? —preguntó Sikes mirando al judío con fijeza—. ¡Uf!
Lanzando a Fajín una mirada despectiva, vertió el contenido del vaso en la lumbre para llenarlo de nuevo, lo que hizo en el acto.
Mientras su camarada echaba entre pecho y espalda el contenido del primer vaso y el de otro segundo, el judío tendía la vista en derredor, no con curiosidad, que harto conocía la habitación en que se encontraba y aun toda la casa, sino con esa expresión de recelo que le era peculiar. Pobre era a más no poder el mueblaje de la estancia, en la que nada había que hiciera suponer que estuviera habitada por un hombre amigo del trabajo más que el contenido de la alacena, ni presentaba más objetos sospechosos que tres trancas descomunales, puestas en un rincón, y un salvavidas —acaso le cuadrase mejor el nombre de destruyevidas — que pendía de la chimenea.
—A tu disposición —dijo Sikes, castañeteando la lengua—. Ya me tienes dispuesto.
—¿Para tratar de negocios? —preguntó Fajín.
—Para tratar de negocios. Suelta lo que traigas en el buche.
—¿Sobre la casa Chertsey, Guillermo? —preguntó el judío, acercando más su silla y bajando mucho la voz.
—Sí. ¿Qué hay?
—¡Oh! De sobra sabe usted lo que hay, amigo mío, ¿no es cierto, Anita?
—¡No! ¡No lo sabe! —replicó Sikes—. Y si lo sabe, es como si no lo supiera, que para el caso es lo mismo. Habla pronto y llama las cosas por su nombre. Y acaba ya de una vez de gruñir y hacer mueca, así como también de hablarme con enigmas y reticencias, como si no fueras tú el primero que concibió el proyecto del robo. ¡Al grano, al grano, y basta de rodeos!
—¡Calma, calma, Guillermo! —exclamó Fajín, intentando en vano poner diques a la indignación desbordada de su amigo—. Pudieran oírnos, querido amigo... pudieran oírnos.
—¡Que nos oigan! —gritó Guillermo—. ¡Me da lo mismo!
Sin embargo, como parece que no le daba lo mismo, al cabo de un momento de reflexión, optó por bajar la voz.
—Me guiaba la prudencia, amigo mío... nada más que la prudencia —observó con zalamería Fajín—. Hablemos ahora de la casa Chertsey: ¿cuándo se da golpe, amigo mío? ¡Cuánta vajilla de plata, querido amigo, cuánta riqueza! —añadió el judío frotándose las manos de gusto y elevando los ojos en un éxtasis de deleite.
—No puede darse —contestó Sikes con frialdad.
—¡Que no puede darse! —repitió como un eco el judío.
—No —insistió Sikes—. Por lo menos, no es el negocio que nosotros creíamos.
—¡Luego no se ha sabido hacer bien la cosa! —gritó el judío, pálido de cólera—. ¡No me lo diga usted!
—Te lo diré, quieras o no. ¿Quién eres tú, para que yo calle? Digo que Tomás Crackit hace quince días que ronda la casa y aun no ha conseguido sobornar a ninguno de los criados.
—¿Quiere usted decirme, amigo mío —preguntó Fajín, dulcificando la voz a medida que su interlocutor la alzaba— qué ninguno de los dos criados se aviene al juego?
—Eso precisamente. Veinte años hace que la vieja los tiene a su servicio, y nada consigues de ellos aun cuando les des quinientas libras.
—¿Pero y las criadas? —objetó el judío—. No me dirá usted que tampoco es posible conseguir nada de ellas.
—Eso es lo que diré, pues tampoco ellas dan chispas.
—¿Con un eslabón tan bueno como Tomás Crackit? —preguntó el judío con expresión de incredulidad—. Tomás es un seductor de primera fuerza, y usted sabe muy bien lo que son las mujeres.
—Pues con todas sus seducciones, nada ha conseguido, y eso que, según dice, se presentaba con unas patillas encantadoras, llevaba un chaleco color canario y se pasaba todo el santo día rondando de aquí para allá.
—Debió ponerse bigote postizo y pantalones de soldado, amigo mío —dijo el judío.
—También lo ha hecho; pero con el mismo resultado negativo que todo lo anterior.
El desconcierto del judío al oír la contestación anterior fue inmensa. Al cabo de algunos minutos de profunda meditación, durante los cuales permaneció con la barbilla hundida en el pecho, alzó la cabeza, exhaló un suspiro tras el cual parecía que iba a salir su alma, y confesó que, en efecto, si los informes de Tomás Crackit eran exactos, temía que el negocio había fracasado.
—¡Y, sin embargo, amigo mío —añadió el viejo, apoyando las manos sobre sus rodillas—, es muy triste, muy doloroso, resignarse a perder lo que ya considerábamos nuestro!
—Cierto... ¿Pero qué remedio? ¡Suerte perra!...
Siguió un silencio que se prolongó mucho durante el cual Fajín meditaba como nunca. Su cara contraída dábale aspecto de verdadero demonio. De tanto en tanto le dirigía Sikes miradas furtivas, y Anita, cual si temiera excitar la irritación de su amigo, permanecía con los ojos clavados en la lumbre, sorda y como indiferente a lo que tan cerca de ella pasaba.
—¡Fajín! —exclamó de pronto Sikes, rompiendo el silencio—. ¿Me das cincuenta amarillas de premio, además de lo que me corresponde si realizo el negocio?
—Sí —respondió el judío, despertando de sus reflexiones.
—¿Trato hecho? —inquirió Sikes.
—Trato hecho —respondió el judío, relampagueantes los ojos y revelando la emoción que la pregunta le producía.
—Entonces —repuso Sikes, rechazando desdeñosamente la mano que el judío acababa de tenderle—, el negocio se hará tan pronto como quieras. Anteanoche reconocimos el jardín Tomás y yo, escalando la tapia, como es natural, y probamos las ventanas y las puertas. Una cárcel no se cierra y atranca con mayor cuidado que esa casa; pero hay un sitio por el cual podremos penetrar sin ruido y sin peligro.
—¿Por dónde, Guillermo? —preguntó anhelante el judío.
—Escucha —susurró Sikes—. Luego que se atraviesa el prado...
—¡Sí... sí! —exclamó el judío adelantando la cabeza y con los ojos fuera de las órbitas.
—¡Hum! —murmuró Sikes, reparando en la seña que le hacía Anita para que se fijase en la cara del judío—. No te importe averiguar el sitio. Ya sé que nada podrás hace sin mí, pero el que trata contigo por mucho que extreme las precauciones, siempre se expone a quedase corto.
—Como usted quiera, amigo mío, como usted quiera —contestó el judío—. ¿Pero son bastantes usted y Tomás?
—Bastamos. Únicamente nos hará falta un berbiquí y un muchacho. El primero lo tenemos nosotros; tú habrás de encárgarte de proporcionarnos al segundo.
—¡Un berbiquí y un muchacho! —exclamó el judío—. Luego se trata de introducirse por un boquete abierto en un tabique ...
—¿Volvemos a las andadas? Repito que necesito un muchacho, que éste debe ser un poco corpulento... ¡Demonio! —exclamó Sikes—. Si tuviera yo a mi disposición a aquel chico de Ned, el deshollinador... Impedían a propósito que se desarrollase, a fin de que sirviera para el objeto, y lo alquilaban a quien lo necesitaba; pero su padre cometió la tontería de dejarse matar, y esos entrometidos de la Sociedad Protectora de Delincuentes jóvenes sé llevaron al muchacho, privándole de un oficio que le hubiera hecho rico y enseñándole a leer y a escribir. Ahí tienes lo que hacen esos tunantes: si tuvieran dinero bastante, lo que gracias a la Providencia divina no sucede, antes de un año no encontraríamos un solo muchacho que quisiera aprenden el oficio.
—Ni uno; es verdad —asintió el judío, quien absorto en sus reflexiones durante el discurso de su camarada, solamente había oído las últimas palabras—. ¡Dígame, Guillermo!
—¿Qué tripa se te ha roto?
El judío hizo una seña de que convenía alejar de allí a Anita, que continuaba inmóvil y como abstraída contemplando el fuego de la chimenea, seña que el bandido acogió con un movimiento de impaciencia que traducido al lenguaje vulgar significaba que no creía necesaria la precaución. Esto no obstante, accediendo a los deseos de Fajín, rogó a la joven que fuera a buscar un jarro de cerveza.
—Ninguna falta te hace ahora la cerveza —contestó Anita, cruzándose de brazos y sin moverse de la silla.
—Y yo te digo que sí —replicó Sikes.
—¡Tonterías! —exclamó con calina glacial la joven—, puede usted continuar sin reparo, Fajín: sé lo que va usted a decir, así que, no le importe mi presencia.
El judío vacilaba, y Sikes paseó sus miradas de uno a otra reflejando honda sorpresa.
—Creo que no debe detenerte la presencia de la muchacha, Fajín —dijo Sikes al fin—. La conoces de antiguo, y se me figura que si ella no te merece confianza, tendrás que dejar de depositarla hasta en el mismísimo diablo. La chica es poco aficionada a la murmuración, ¿no es verdad, Anita?
—Eso creo —contestó Anita, acercando la silla a la mesa y apoyando sobre ésta los codos.
—Si ya lo sé, hija mía... no lo dudo... pero...
El judío no terminó la frase.
—Pero, ¿qué? —inquirió Sikes.
—Que yo no sé si continuará tan prevenida en contra mía como la otra noche.
Anita soltó una carcajada al oír la confesión del judío. A continuación, echándose al cuerpo un vaso de aguardiente, comenzó a mover la cabeza con aire provocativo y a proferir frases incoherentes que llevaron la tranquilidad al ánimo de sus dos oyentes. Fajín río con expresión de contento y otro tanto hizo Sikes.
—¡Vaya, Fajín! —exclamó Anita entre carcajada y carcajada—. Ya puede exponer a Guillermo los proyectos que tiene entre ceja y ceja a propósito de Oliver.
—¡Ah, picarilla! —dijo el judío, dando unos golpecitos sobre los hombros de Anita—. ¡No he conocido en mi vida muchacha más ladina que tú! De Oliver quería hablar, es verdad, ¡Ja, ja, ja, ja!
—¿Pero qué tiene que ver Oliver con lo que estamos hablando?
—¡Mucho! Oliver es el muchacho que usted necesita, amigo mío —dijo el judío en voz muy baja, colocando la punta del índice a un lado de la nariz y guiñando un ojo.
—¿Él? —preguntó Sikes.
—¡Tómale, Guillermo! —exclamó Anita—. Yo, en tu lugar, no vacilaría un momento. Convengo en que no es tan práctico como los demás; pero no es experiencia lo que necesitas, sino que te abra una puerta. Para el papel que has de confiarle tiene capacidad bastante.
—¡Sobrada! —añadió el judío—. Está en buenas manos desde hace algunas semanas, y hora es ya de que empiece a ganarse el sustento. Además: los otros son muy gruesos.
—En realidad es del tamaño que me conviene —murmuró Sikes.
—Y hará todo lo que usted le mande, mi querido amigo —repuso el judío—. Es de los que no saben resistirse... es decir, siempre que usted le atemorice.
—¿Atemorizarle? —repitió Sikes—. Puede que no me conforme con tan poca cosa, Fajín. Si da un paso en falso o sospechoso luego que estemos metidos en harina, perdido por uno, perdido por mil: no volverás a verle vivo. Piénsalo bien antes de enviármelo, Fajín —añadió con expresión feroz el ladrón, sacando una tranca de debajo de la cama.
—Lo tengo bien pensado —contestó el judío con energía—. No le pierdo un momento de vista, amigos míos; le observo de cerca... muy de cerca... Que se convenza de una vez de que es de los nuestros... que sea una sola vez ladrón... y ya no se nos escapa mientras viva... ¡Nuestro para siempre! ¡Oh! ¡Es una idea hermosa!
El viejo cruzó sobre el pecho los brazos con ademán de fervor, y movió la cabeza estremecido de júbilo.
—¿Nuestro? —observó Sikes—. Querrás decir tuyo.
—Es posible, mi buen amigo; mío, si usted lo prefiere.
—¿Y a qué diablos es debido —preguntó Sikes, mirando con fiereza a su agradable amigo— que te tomes tanto interés por ese mocoso de cara de cera, cuando sabes que todas las noches rondan por los alrededores de Common Garden cincuenta mejores que él, entre los cuales podrías escoger?
—Porque ésos no me sirven, amigo mío —contestó el judío con visible embarazo—. No valen lo que el trabajo de cogerlos. Si les encomendaba algún trabajo, su facha solo bastaría para descubrirlos. En cambio Oliver, manejado con destreza, puede hacer lo que no harían veinte de aquéllos juntos. Además —añadió el judío, recobrando su sangre fría habitual—, si volviera a tomar el portante, nos tendría a merced suya y para evitarlo se impone embarcarlo en la misma barquilla en que navegamos nosotros. Cómo haya venido a parar a mis manos es lo que menos importa; lo esencial es que tome parte en un robo, y entonces, ya es mío. Es preferible esto a tener que suprimirle, lo que además de ser poco humanitario no dejaría de entrañar peligros para nosotros.
—¿Cuándo es el golpe? —preguntó Anita, impidiendo que Sikes lanzara la exclamación brutal que tenía en el pico de la lengua encaminada a exteriorizar el disgusto con que veía los sentimientos humanitarios de Fajín.
—¡Ah, sí! —dijo el judío—. ¿Cuándo se da el golpe, Guillermo?
—Convine con Tomás darlo pasado mañana por la noche, si no recibe aviso mío en contrario —respondió Sikes.
—Muy bien; por lo pronto no habrá luna —observó Fajín.
—No —contestó Sikes.
—¿Está todo preparado? —preguntó el judío.
Sikes contestó con un gesto afirmativo.
—¿Han previsto...?
—¡He dicho que está preparado, todo, y basta ya de detalles! —exclamó Sikes interrumpiendo a su interlocutor—. Tráeme al muchacho mañana por la noche, pues quiero emprender la marcha al romper el día siguiente. Hasta entonces, cierra el pico y ten preparado el crisol. No tienes que hacer más por ahora.
Después de larga discusión, en la cual tomaron parte los tres personajes presentes, decidióse que al día siguiente por la noche, iría Anita a la casa del judío a fin de llevarse a Oliver, quien era de esperar siguiese de mejor grado a la joven que a ninguna otra persona, toda vez que muy recientemente había aquélla roto lanzas en su favor. Estipulóse formalmente que el desdichado Oliver sería abandonado en absoluto y sin reservas, en todo lo que con la expedición en proyecto tenía relación, a los cuidados solícitos y vigilancia del señor Guillermo Sikes. Además, el repetido Sikes trataría al muchacho en la forma que estimase oportuno, no siendo responsable en ningún caso ante el judío de nada de cuanto a aquél le ocurriese, y bastando, una vez acallada la empresa, que las manifestaciones de Sikes fueran confirmadas, en los detalles de importancia, por el testimonio del seductor Tomás Crackit.
Convenidos y puestos de acuerdo sobre todos los puntos, Sikes comenzó a trasegar sin tasa vasos de aguardiente, blandiendo de una manera alarmante la tranca, aullando como un condenado y cantando a voz en cuello aires musicales que alternaba con terribles blasfemias. Al fin, en un acceso de entusiasmo profesional, se empeñó en exhibir su caja de herramientas del oficio; pero no bien la hubo abierto con ánimo de explicar el uso y propiedades de los variados instrumentos que contenía, cayó rodando al suelo y quedó dormido al instante.
—Buenas noches, Anita —dijo el judío, abotonándose el levitón.
—Buenas noches.
Encontráronse las miradas de entre ambos, y Fajín clavó sus ojos penetrantes en Anita. Esta no pestañeó siquiera. ¡Nada! ¡No había duda! Estaba tan identificada con el negocio como pudiera estarlo Tomás Crackit.
El judío dio por segunda vez las buenas noches, y dando ligeramente con el pie al borracho, junto al cual hubo de pasar, abrió la puerta y descendió por la escalera.
—¡Lo de siempre! —murmuraba entre dientes el judío mientras se dirigía a su casa—. Tienen de malo esas mujeres que basta una insignificancia para despertar en ellas sentimientos dormidos de antiguo; pero tienen de bueno que aquéllos vuelvan a dormirse muy pronto.
Entreteniendo el camino con reflexiones tan agradables, no tardó Fajín en llegar a su antro, donde le esperaba con gran impaciencia el Truhán.
—¿Se ha acostado ya Oliver? Necesito hablarle —dijo Fajín en cuanto entró.
—Hace ya muchas horas —contestó el Truhán, abriendo una puerta—. Ahí lo tiene usted.
Allí estaba en efecto Oliver, dormido profundamente sobre un mísero jergón tendido sobre el duro suelo. La ansiedad, la tristeza y lo duro de su cautiverio habían comunicado a su rostro la palidez de la muerte, pero no tal como se ofrece a nuestras miradas envuelta en un sudario o encerrada en un ataúd, sino tal como la vemos en el instante en que la vida se extingue, en el momento en que un alma pura abandona para siempre la envoltura material y sube volando al Cielo, huyendo del aire infecto y corrompido del mundo antes que éste pueda contaminarla.
—¡No! ¡Ahora no! —dijo el judío, alejándose sin hacer ruido—. ¡Mañana!.. ¡Mañana!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top